—Entonces, ¿dónde dices que has conseguido esto? —preguntó Voynovich, mientras se echaba atrás en el taburete.
Había engordado todavía más, si es que eso era posible, desde la última vez que Charlie Vane había entrado en The Gold Mine para venderle al perista otros artículos.
—Ya te lo he dicho —contestó Charlie—. Fue un regalo de Dios.
—Sí, claro. Me he enterado de tu espectáculo. Tú y Dios sois buenos colegas ahora.
Charlie sabía que nadie creía que su conversión a Cristo fuese auténtica, pero ¿y qué? Siempre había incrédulos y gente negativa. El propio Jesús tuvo que habérselas con el escéptico de Tomás. Pero él había ido allí, al mismo Nome, porque Voynovich era la única persona que se le ocurría que podía hacerle una tasación decente de la cruz de esmeraldas… y decirle lo que ponían las malditas palabras escritas por el otro lado.
Voynovich examinó la cruz bajo la lupa de joyero otra vez.
—No estaré absolutamente seguro hasta que no las saque —comentó—, pero estas piedras a lo mejor son vidrios nada más.
—Son esmeraldas —contestó Charlie—, así que no me vengas con ninguna de tus chorradas. —Sólo porque ahora fuera un hombre de Dios, eso no quería decir que se hubiera convertido en un primo—. Y la cruz es de plata.
—Sí, eso sí.
No eran más que las cuatro de la tarde, pero fuera había anochecido, y por respeto a lo delicado de la negociación, Voynovich había bajado las persianas delanteras de la casa de empeños y se había apresurado a poner el cartel de CERRADO. La tienda no había cambiado mucho con los años: la misma vieja cabeza de alce colgaba en la pared, las polvorientas vitrinas exhibían una colección aparentemente igual de figuras inuit talladas en madera o marfil, viejas herramientas de minería y monedas raras metidas en fundas de plástico precintadas. Las luces fluorescentes aún chisporroteaban y hacían un ruido silbante.
—Desde luego, es una pieza antigua —admitió Voynovich.
—¿Cómo de antigua?
—Mi cálculo es que, por el estado en que está, por lo menos cien años. Claro que si supiera más de cómo y dónde la has encontrado, por eso te lo pregunté, probablemente podría decirte muchísimo más.
Se encogió de hombros bajo su ancha camisa de pana y sacó de una sacudida otro cigarrillo del paquete que estaba sobre el mostrador.
—¿Y lo que está escrito en la parte de atrás? —preguntó Charlie, removiéndose en la silla de ruedas. Aún estaba dolorido del largo viaje desde Port Orlov—. ¿Qué pone?
Voynovich le dio la vuelta a la cruz y trató de escudriñar las letras por la parte inferior de sus gafas bifocales de montura de oro, pero se rindió.
—Tengo que coger la lupa de ahí atrás —respondió.
Se levantó del taburete y se dirigió a la trastienda. Una estela de humo flotaba en el aire tras él.
El problema de tratar con ladrones, reflexionó Charlie, era que jamás dejaban de ser ladrones. ¿Que no eran esmeraldas? Qué memez. Voynovich probablemente esperaba comprarle el trasto a tocateja, por un par de cientos de pavos, hacer como si estuviera haciéndole a Charlie un favor todo el rato, y luego dar media vuelta y venderla por miles a través de sus fulanos de allá abajo, de Tacoma. Pues bien, Charlie no había ido hasta tan lejos por un par de cientos de pavos, y por nada del mundo quería tener que contarle a Rebekah que eso era todo lo que había sacado. Aunque en teoría ella era la sumisa esposa —eso era lo que decretaba la Biblia—, tenía una lengua que cortaba como un cuchillo.
En este preciso instante estaba de compras con su hermana. El pueblo de Nome era pequeño, sólo unas diez mil personas vivían en la zona, pero comparado con Port Orlov era la gran ciudad. En las calles había bares, salas de bingo y tiendas para turistas que vendían artesanía y recuerdos del lugar. Casi todos los edificios eran de dos plantas, hechos de madera vieja y ladrillo, y se agarraban bien a las mojadas calles, dándole al lugar el aspecto de un campamento minero del Viejo Oeste.
Voynovich volvió pesadamente al taburete, dejó el cigarrillo en el cenicero de latón y sostuvo la lupa sobre el dorso de la cruz.
—Mi ruso ya no es lo que era —dijo—, y parte de esto está en bastante mal estado. Por todas las abolladuras y las marcas de quemaduras, parece que algún subnormal la usó para hacer prácticas de tiro.
—Tú dime qué demonios pone.
El prestamista se inclinó para examinarla más en detalle.
—Parece que dice: «A mi… pequeña. Nadie puede romper las cadenas de santo amor que nos unen. Tu padre que te quiere, Grigori».
Voynovich la observó atentamente unos cuantos segundos más, y luego se echó hacia atrás.
—¿Ya está? —preguntó Charlie.
—Ya está.
Charlie no sabía exactamente lo que había estado esperando, pero no era aquello. ¿El regalo de un papá que adoraba a su nena? Nada de eso parecía una pista que llevara a un enorme tesoro enterrado.
—Si quieres que me la quede y vea qué más puedo averiguar, por mí no hay problema —añadió Voynovich, un poco demasiado servicialmente según Charlie—. Tengo una gran base de datos de cosas rusas y unas cuantas personas con las que puedo hablar.
—No.
—Muy bien —contestó Voynovich—. Pues si sólo quieres venderla en vez de eso, seguimos adelante y la vendemos. Probablemente valga más entera, pero veremos lo que opinan allá en Tacoma. A lo mejor trae cuenta desmontarla…, sobre todo si es que son esmeraldas.
Hizo amago de recoger la cruz del mostrador, pero Charlie alargó la mano, le agarró la muñeca —no le hacía ninguna gracia que, por culpa de la maldita silla de ruedas, siempre quedara más bajo que la mayoría de la gente— y lo detuvo.
—Ya me la llevo yo —dijo.
Voynovich pareció quedarse desconcertado.
—Creía que querías ganar algo de dinero.
—Y eso quiero.
Volvió a envolver la cruz en el suave trapo viejo en que la había llevado, y se la metió en el bolsillo interior del chaquetón.
—Si quieres una especie de anticipo —dijo el prestamista, mientras sus ojos seguían ávidamente la cruz hasta el bolsillo de Charlie—, eso puedo hacerlo. ¿Qué te parecen doscientos pavos ahora y…?
Pero Charlie ya apartaba la silla de ruedas del mostrador.
—Vale, quinientos por adelantado por lo que consigamos, más el reparto de costumbre.
Charlie estaba ya junto a la puerta pero, para su humillación, era de las que había que abrir tirando hacia dentro, y tuvo que esperar allí a que Voynovich se acercara y la mantuviera abierta mientras él pasaba la silla de ruedas por el umbral.
—Que sean mil —oyó por encima del hombro cuando se alejaba—. Mil redondos.
Pero ahora, con la puja subiendo tan rápido, supo que aquel chisme sí que debía de valer algo después de todo. O mucho se equivocaba, o valía bastante.
La acera, como todas las superficies de hormigón de Alaska, estaba llena de hoyos y era desigual, y resultaba una tortura llevar la silla de ruedas por la calle. Pero Charlie sabía dónde encontrar a Bathsheba. The Book Nook vendía libros de bolsillo usados, y estaría allí dentro aprovisionándose de novelas románticas.
Alguien que salía de la tienda le sostuvo la puerta para que pasara y una campanilla tintineó por encima de su cabeza. Bathsheba, como era de esperar, tenía la nariz metida en una bazofia que trató de esconder apresuradamente cuando él se acercó.
—¿Dónde está tu hermana?
—Justo subiendo la calle, comprando hilo.
—Nos vamos.
—¿Ya has terminado? Rebekah dijo que comeríamos en un sitio de aquí.
—Rebekah lo dijo mal.
—Pero está ese sitio, el Nugget…
—Te he dicho que nos vamos.
Charlie le dio una violenta vuelta a la silla de ruedas, y Bathsheba volvió a poner el libro en la estantería y fue de un salto a abrirle la puerta. Tras sacar a Rebekah de la tienda de hilos, las hermanas lo ayudaron a subir al asiento del conductor de la furgoneta, y Charlie se puso en marcha por la embarrada calle utilizando los mandos manuales.
Cuando pasaban junto a él sin ni siquiera reducir la velocidad, Rebekah le dijo a Bathsheba:
—Mira, ése es el arco de los nudos.
Esperaba distraer a su decepcionada hermana.
—¿El qué? —contestó Bathsheba, mordiendo el anzuelo.
Se dio la vuelta en el asiento trasero para echar un vistazo al tronco de pícea partido que se levantaba sobre dos columnas.
—Ése es el sitio donde termina todos los años la carrera Iditarod.
—¿Qué es eso?
—Acuérdate, te lo conté la última vez.
—Cuéntamelo otra vez.
¿Cómo demonios lo aguantaba Rebekah?, se preguntó Charlie. ¿Siempre tener que explicárselo todo a su hermana, aunque ya se lo hubiera explicado una docena de veces? Habían llegado a él como una oferta dos por uno, esposa y hermana, indivisibles, y, como necesitaba mucha ayuda en la casa, pensó que por qué no. Sin embargo había veces, como ahora mismo, en que se preguntaba si no habría hecho una temeridad.
Después se regañó por aquella idea poco caritativa. «Tío, estar a buenas con Jesús es un trabajo a jornada completa».
—Es en honor a una cosa que pasó hace muchos años —continuó Rebekah, con la paciencia que sólo mostraba con su hermana—. Había una epidemia de una enfermedad, fiebre tifoidea, creo…
—Difteria —la corrigió Charlie.
—Vale. Difteria. Y los niños de Nome, los niños indígenas, no estaban inmunizados.
—Fue en 1925 —intervino Charlie, incapaz de contenerse—. Y la llamaron la gran carrera del socorro.
Rebekah esperó un instante, con el ceño fruncido, y luego continuó.
—La única medicina para eso…
—El suero.
—… estaba en Anchorage. —Rebekah se quedó a la espera de otra rectificación; al ver que no llegaba, prosiguió—. De modo que hubo que organizar equipos de trineos tirados por perros que corrieron con relevos y trajeron el suero desde una distancia de cientos y cientos de kilómetros, con terribles tormentas y hielo y nieve, para que llegara a los niños de Nome antes que la enfermedad.
—¿Y llegó?
—Sí, en sólo cinco o seis días. Y un perro famoso fue el primero en cruzar corriendo la meta, justo por esta calle, tirando del trineo.
—Balto —dijo Charlie—, se llamaba Balto. Pero el héroe de verdad fue otro perro, uno que se llamaba Togo. Togo y el conductor de su trineo fueron los que llevaron el suero por la parte más difícil y más larga de la ruta.
Todos los críos de Alaska se sabían la historia que había detrás de la Iditarod actual, llamada así por el camino en el que se desarrollaba casi entera. Pero a Charlie siempre le había fastidiado que el honor no se lo llevara quien se lo merecía de verdad. Hacía muchos años, antes de que la Marina Mercante lo expulsara, en cierta ocasión había tenido permiso para bajar a tierra en la ciudad de Nueva York, y allí, en Central Park, había visto una estatua de Balto. Le entraron ganas de garabatear Togo encima del nombre.
—¿Podemos ver la carrera alguna vez? —preguntó Bathsheba.
Rebekah le echó una ojeada a Charlie.
—¿Cuándo es, por cierto?
—En marzo —contestó él—. Me aseguraré de que tengamos asientos de primera fila.
Se preguntó por qué aún le molestaba lo de Togo. Quizá, pensó, porque no soportaba las historias donde a los que deberían reconocerles su grandeza, sin saber por qué, no los tenían en cuenta, y al final otro se colaba por las buenas y se llevaba toda la gloria.
En la esquina de Main Street pasaron por delante del célebre poste indicador que tenía una docena de carteles con las distancias que había desde allí hasta todas partes. Los Ángeles estaba a 4.306 kilómetros, el círculo polar ártico tan sólo a 211 kilómetros. Un par de turistas se hacían fotos debajo, y Bathsheba alargó el cuello para verlo mejor.
—Llámame a Harley —dijo él, mientras la furgoneta salía del pueblo propiamente dicho.
Las luces de Nome no eran gran cosa, y en cuanto salieron la noche los envolvió. Rebekah llamó a Harley por el manos libres del coche, y Charlie oyó el tono de llamada justo antes de recibir una ráfaga de parásitos, seguida por un absoluto silencio. Igual que llevaba pasándole dos días.
—¡Maldita sea! —exclamó, dando una palmada en el volante.
—Es una isla en mitad de la nada —dijo Rebekah, al tiempo que colgaba—. No sé por qué esperabas siquiera que allí hubiera cobertura.
—Tengo hambre —dijo Bathsheba desde el asiento de atrás.
—Deberíamos haber comido en la ciudad —le dijo Rebekah a Charlie—. Ahora tendrás que pararte en ese motel que vimos en el Sound.
Charlie estaba a punto de protestar, pero se dio cuenta de que también tenía hambre —es que era propio de él ser terco— y de que la vuelta iba a ser larga. La carretera entre Nome y Port Orlov, si podía llamársela así, oscilaba entre asfalto, grava y suelo resistente —una capa de tierra comprimida justo debajo del suelo—, y casi toda tenía un firme irregular y estaba llena de baches y charcos incluso en verano.
Y segurísimo que no estaban en verano.
En las baldías inmensidades cubiertas de nieve que los rodeaban era difícil ver mucho, pero atrapadas en los campos iluminados por la luna había viejas y abandonadas dragas de oro agazapadas como mastodontes. De vez en cuando se daba con una que todavía estaba en funcionamiento y retumbaba como el trueno mientras devoraba piedras, maleza y basura en una continua búsqueda del oro que pudiera ir mezclado con todo aquello. De modo más inquietante aún, en la tundra helada había locomotoras varadas; las habían dejado oxidarse en unas vías que quedaban a un nivel más bajo y que perdieron su utilidad en cuanto se acabó el oro. Sus chimeneas, rojas por el paso del tiempo, eran lo más alto que se veía en los pelados campos.
—Ahí está —dijo Rebekah.
Señaló las luces del aparcamiento del motel, una construcción prefabricada sobre pilares, situado junto al malecón de Nome.
El muro de granito, levantado a principios de la década de 1950 por el Cuerpo Militar de Ingenieros, tenía más de un kilómetro de longitud y veintidós metros de ancho en la base, y se alzaba por encima de lo que en tiempos se conocía como Gold Beach: un lugar donde los buscadores y mineros de 1899 habían descubierto unas casi prodigiosas reservas de oro literalmente en la playa, esperando a que las recogieran.
—¿Vienes? —preguntó Rebekah.
Ambos sabían que Charlie no quería tener que bajarse de la furgoneta y subirse otra vez. Tras montarse en la grava, Charlie aparcó y dijo:
—Tráeme un bocadillo, y que te llenen el termo de té. De menta si tienen. Y no tardes una eternidad.
Las hermanas salieron del coche, bien tapadas con sus largos abrigos, y subieron corriendo la rampa. Como no había tenido suerte con el móvil de Harley, Charlie intentó llamar al número de Eddie y luego al de Russell, pero no funcionaban tampoco. ¿Qué estaba pasando en la isla de Saint Peter? ¿Habrían encontrado puerto seguro para el Kodiak y una cueva apartada en la que esconderse? Y lo que era más importante, ¿habrían empezado a cavar y habrían encontrado algo ya? Charlie tenía muchas esperanzas, aunque no demasiada confianza; no es que hubiera mandado al Equipo A precisamente, y lo sabía.
Las olas se estrellaban con estrépito en el rompeolas, allá al otro lado del motel. Cuando se descubrió el oro de la playa, en cantidades tales que sólo en el verano de 1899 se recogió el equivalente a dos millones de dólares, los barcos de vapor procedentes de San Francisco y Seattle llevaron a Nome a tantos buscadores ilusionados que por la orilla no tardó en extenderse una ciudad de tiendas de campaña: cuarenta y cinco kilómetros, hasta el mismísimo Cape Rodney. Charlie había visto fotografías en el pueblo, en las paredes del Nugget Inn. Kilómetros y kilómetros de chozas y cobertizos hechos de lona y cueros extendidos, todos abarrotados de hombres y mujeres desesperados que luchaban por hacer fortuna. Sentía el peso de la cruz en el bolsillo y se preguntó si en realidad habían cambiado muchas cosas desde entonces. Alaska seguía siendo el Salvaje Oeste en muchos sentidos —probablemente, lo último que quedaba de él—, donde solitarios y espíritus libres, gente que no estaba de suerte o que quería encontrarla, acudía para empezar de nuevo.
Mientras esperaba al calor del coche, se masajeó la parte superior de las muertas piernas. No sentía nada por debajo de la ingle, pero sabía que era buena idea mantener activa la circulación e impedir que los músculos se atrofiaran. Todo sucedía por algo, eso es lo que tenía que repetirse cada día desde el accidente, y si ésta era la manera en que Dios lo traía de vuelta al redil, que así fuera.
Las hermanas salían del motel; con sus blancas caras y aquellos mechones de pelo negro soltándoseles al viento de los moños recogidos en la nuca, le recordaron a un par de cuervos que anduvieran pavoneándose. Bathsheba sostenía el termo y Rebekah llevaba el bocadillo en una bolsa de papel. Resultó ser ensalada de salmón con pan de trigo integral tostado. Por lo menos acertó en eso. Charlie se lo comió mientras ponía un cedé de un sermón bíblico —a veces encontraba ideas para sus emisiones así— y luego sacó el coche marcha atrás del aparcamiento.
Podrían haber pasado la noche en Nome, pero a Charlie no le hacía gracia malgastar dinero y, además, le gustaba estar allá en su casa, con las rampas y todo lo demás que necesitaba para estar cómodo. Por no hablar de que las posibilidades de tener noticias de la cercana Saint Pete serían mayores allí que en la remota Nome. Felizmente, esta primera parte de la carretera era asfalto, con una línea blanca por el centro y arcenes a ambos lados, pero sabía que el resto del camino de vuelta no iba a ser tan llano. Al menos la furgoneta estaba preparada para ello, con dos latas de reserva de gasolina (una necesidad cuando se viajaba por las regiones desiertas de Alaska), cubiertas de plástico para los faros, para desviar la grava que saltaba, y, por si chocaba con algo grande, una pantalla de tela metálica delante para proteger el radiador y la pintura. Si dabas de frente contra un alce, aquello podía ser el final para algo más que el alce.
No había recorrido ni treinta kilómetros cuando Charlie miró por el espejo retrovisor y vio que Bathsheba se había desplomado en el asiento trasero, profundamente dormida. Rebekah se dio cuenta también y, en voz baja, preguntó:
—Bueno, ¿cuánto le has sacado a Voynovich?
—Nada.
—¿Qué dices?
Volvió a echar un vistazo al asiento trasero para asegurarse de que su hermana dormía como un tronco. Algunas cosas se las ocultaban, por miedo a que fuera a contar de buenas a primeras algo que no tuviera que saber.
—No la he soltado —respondió Charlie dándose una palmadita en el bolsillo interior.
Rebekah se cruzó de brazos y, conteniéndose apenas, preguntó:
—¿Quieres decirme por qué?
—Porque me ofreció mil dólares por adelantado.
Ahora sí que Rebekah pareció quedarse perpleja.
—Y si para Voynovich valía tanto sólo el evitar que me fuera de la tienda con ella, es que debe de valer una burrada más. Si Harley y los imbéciles de sus amigos se las arreglan para encontrar más cosas como ésta en la isla, pienso bajar hasta Tacoma y venderlas allí yo mismo.
En tono apaciguado, Rebekah preguntó:
—¿Te dijo por lo menos qué ponía en la parte de atrás?
—Sí, pero no es más que una frase cariñosa. No hay nada que diga Romanov.
O, al menos, que él supiera. Cuando llegara a casa, y cuando no estuviera en Internet ocupándose del rebaño de las Sagradas Escrituras de Vane, pensaba investigar todo lo que pudiera. Apostaría lo que fuese a que Voynovich ya estaría haciendo exactamente lo mismo.
Siguió adelante internándose en la noche, dando sorbos a la infusión y viendo cómo la blanca línea central desaparecía primero, y luego, cómo se evaporaba el arcén; la carretera se convirtió en un camino estrecho y sinuoso, que serpenteaba por entre colinas cubiertas de nieve y siguiendo helados cauces de río. Viejos puentes de madera, reforzados y apoyados en bloques de cemento, cruzaban los barrancos helados, y las señales de carretera advertían del paso de animales salvajes. Alces, osos, wapitis, caribúes, zorros, muflones de Dall. Según la temporada, si se quería, por estos pagos uno podía sobrevivir sólo con los animales atropellados.
Rebekah no tardó en dormirse también, con la cabeza apoyada en el marco de la portezuela, y Charlie procuró mantenerse despierto prestando atención al sermón bíblico del cedé. El predicador era un viejo llamado reverendísimo Abercrombie, y hablaba en un tono adormecedor y monótono.
«Y cuando leemos, en el Éxodo, capítulo 7, versículo 12, lo de las diez plagas que cayeron sobre los egipcios, ¿qué debemos pensar de ellas?», dijo el pastor. «¿Qué intención tenía Dios?».
«Darles un buen palizón a los egipcios», pensó Charlie, «un palizón de pelotas».
«La intención de Dios era doble», prosiguió el pastor. «Desde luego, quería convencer al faraón para que liberase a los israelitas. Pero también tenía un segundo motivo, y ése era sencillamente mostrar lo poderoso que era el Dios de Israel en comparación con los dioses de Egipto. Era algo que quería hacerles comprender no sólo a los egipcios, sino a los propios israelitas».
Mientras el reverendo Abercrombie realizaba su análisis de las diez plagas, una por una, y exponía lo que cada de una de ellas significaba, Charlie estaba ojo avizor por si veía problemas delante, atento a las banderitas rojas que solían ponerse al borde de la carretera donde hubiera zonas de grava suelta o donde el pavimento se hubiera agrietado por congelación del suelo.
«Si no dejas salir a mi pueblo», recitó Abercrombie citando el Antiguo Testamento, «enviaré enjambres de moscas sobre ti y tus funcionarios, sobre tu pueblo y hasta dentro de vuestras casas».
Lo que siempre había molestado a Charlie de las diez plagas era que Yahvé estuviera tan dispuesto a poner otra ronda todo el tiempo, ya fuera con moscas, o mosquitos, o ranas, o peste. Para ser el Señor Dios Todopoderoso, no sabía darles para el pelo de una vez por todas. No era de extrañar que el faraón se pasara el rato consintiendo en liberar a los israelitas para luego faltar a su palabra una y otra vez.
Un camión cisterna, con el claxon tronando mientras doblaba una curva, pasó como una exhalación en dirección contraria; el viento que dejó a su paso zarandeó la furgoneta.
Pero las dos hermanas siguieron durmiendo.
«Entonces el Señor le dijo a Moisés: “Alarga tu mano hacia el cielo para que la oscuridad se extienda sobre Egipto… Una oscuridad que se palpa”», declamó el pastor.
Una oscuridad que se palpa. Charlie recordó que la primera vez que había leído aquello pensó que era como si el libro hablara de Alaska. La oscuridad en los bosques de noche, o en una carretera solitaria, cuando una tormenta ocultaba la luna y las estrellas, era tan densa y palpable como una piel de castor. Él había conocido a hombres que habían muerto, congelados, en sus propias tierras, incapaces de ver ni de encontrar el camino hasta sus casas. Y pronto, a medida que el invierno siguiera cayendo, la noche los agarraría con más fuerza aún hasta apagar el sol por completo.
A la luz de los faros el único indicio de actividad humana que veía, kilómetro tras kilómetro tras kilómetro, eran los montones de chatarra abandonados a los lados de la carretera. Viejos camiones averiados medio enterrados en la nieve, cuadros de motocicletas con agujeros de bala por todas partes o una decrépita autocaravana apoyada en los ejes. En Alaska era fácil abandonar las cosas, pero nada quedaba sin rebuscar. Todos estos cacharros estaban bien despojados de todas sus piezas útiles, como se despojaba a un animal del pelo, la carne y la cuerna.
Cuando se aproximaba a la amplia curva que sabía que llevaba al puente del río Heron, la carretera empezó a llenarse de baches; las enormes ondulaciones del asfalto hacían que la furgoneta se moviera a sacudidas y diera bruscos virajes. Milagrosamente, Rebekah se limitó a apartar la cabeza de la portezuela y dejar caer la barbilla para el otro lado, mientras que Bathsheba seguía dormida en el asiento posterior. Detrás de ella, en la parte trasera de la furgoneta, Charlie oía la gasolina chapotear dentro de las latas.
El terreno se elevaba poco a poco entre colinas cubiertas de nieve, y las señales, medio oxidadas y abolladas, que jalonaban la carretera advertían del tráfico que venía en sentido contrario, peligro de avalanchas, paso de animales, posibilidad de fuertes vientos, peligro por carretera helada, todo lo habido y por haber. Usando las palancas manuales Charlie redujo la marcha. Por suerte no tenía a nadie detrás, ni nada, hasta ahora, que se acercara en dirección contraria. El puente, una arcada de acero de dos carriles, era uno de los más grandes de la zona, aunque el río Heron en sí venía a ser poca cosa. Estaba allá, muy abajo, al fondo de un cañón granítico, y la mitad del tiempo estaba completamente congelado. Otras veces, sin embargo, cuando la capa de nieve se derretía en primavera o llegaban las lluvias, se convertía en un enfurecido torrente de la noche a la mañana.
Charlie se removió en el asiento y, al cambiar de marcha, la cruz de plata volvió a darle un leve empujón en las costillas. Era un poco incómodo tenerla allí. De todas maneras, con Bathsheba dormida no vio peligro en sacarla y ponerla tumbada, aún oculta en el trapo, sobre la consola junto al termo. La carretera se había convertido en grava comprimida para brindar mejor agarre, pero al conducir la furgoneta por delante de un par de heladas rocas redondeadas, lisas de hielo y del tamaño de una casa, Charlie redujo la velocidad de nuevo.
«Y cuando la décima y definitiva plaga llegó, el Señor dijo: “Alrededor de la medianoche iré por Egipto entero. Todos los varones primogénitos de Egipto morirán, desde el hijo primogénito del faraón, que se sienta en el trono, hasta el primogénito de la esclava, que muele el grano…”».
El sonido de algo que se movía llegó desde la parte trasera de la furgoneta, y luego Charlie oyó crujir el cuero del asiento de atrás. Maldita sea, ¿por qué no había seguido Bathsheba durmiendo otro par de horas? Lo que le faltaba era tener que contestar a sus disparates.
«… y todos los primogénitos del ganado también. Habrá grandes lamentaciones por todo Egipto, peores que las que haya habido nunca o vuelva a haber jamás».
Rebekah seguía roncando, pero su hermana debía de estar despierta.
«Éxodo, capítulo 11, versículos 4 a 6».
Mientras los neumáticos recorrían con estruendo los acanalados carriles del puente de acero, Charlie vio, por el rabillo del ojo, que una mano pasaba por encima del respaldo hasta el asiento de delante. Al principio se figuró que Bathsheba quería coger el termo, pero luego pensó: «Bathsheba odia la infusión de menta».
«Aun así, el Señor había velado por su pueblo elegido», observó Abercrombie, «mandándoles que marcaran las jambas de sus puertas con la sangre del cordero».
A lo mejor creía que era refresco de raíces, su bebida preferida.
—Es infusión de menta —dijo Charlie—. No te gustará.
Apartando la mirada de la resbaladiza carretera un momento, vio que la muñeca era sorprendentemente flaca y blanca, incluso para Bathsheba, y en ese instante algo húmedo y lacio le rozó la mejilla. Joder, ¿por qué no se había secado el pelo antes de volver a meterse en el coche?
Y entonces lo cabreó de verdad, porque Bathsheba pasó por delante del termo y alargó la mano para coger el trapo donde estaba la cruz.
—Deja eso tranquilo —gritó, reacio a apartar una mano del volante en el puente cubierto de hielo.
Pero ella siguió adelante de todos modos y la cogió.
«Mierda». Charlie quitó una mano del volante y le agarró la muñeca —estaba fría y lisa como un carámbano—, pero cuando levantó la vista hacia el espejo retrovisor no vio las hurañas facciones de Bathsheba, sino dos vacías cuencas, hundidas en el alargado rostro de un muerto vestido con un abrigo negro de piel de foca.
Volvió la cabeza, y unas greñas de apelmazado pelo oscuro, enmarañadas y apestosas como un montón de algas, le dieron en la cara. Charlie habría gritado, pero se había quedado sin habla. El coche viró bruscamente, rozando la baranda tan fuerte que brotó una lluvia de chispas azules.
—¿Qué? —dijo Rebekah, despertándose sobresaltada—. ¿Qué pasa?
Charlie soltó la flaca muñeca y batalló con el volante. Los neumáticos patinaron sobre una fina capa de hielo.
Bathsheba, sentada muy tiesa, decía entre dientes:
—El Señor es mi pastor, nada me falta…
El coche golpeó el quitamiedo otra vez; la puerta trasera se abrió de golpe y la alarma empezó a sonar.
Un camión que venía en sentido contrario hizo sonar repetidas veces el claxon, al tiempo que ponía las luces largas y barría con ellas el interior de la furgoneta.
—¿Qué pasa? —preguntó Bathsheba.
Un aire glacial inundaba el coche desde la portezuela abierta.
«Y el Señor dijo a los israelitas: “No permitiré que el exterminador entre en vuestras casas…”».
—¡Cuidado! —gritó Rebekah.
Charlie logró a duras penas hacerse con el control antes de que se metieran en el otro carril.
En el espejo retrovisor el muerto ya no estaba, como si el chorro de luz y de aire lo hubiera aniquilado. Lo único que Charlie veía era a Bathsheba, y por la portezuela abierta, la calzada vacía que desaparecía detrás.
El camión pasó traqueteando; el conductor sacó el dedo corazón por la ventanilla y se lo enseñó a Charlie.
—¿Te has quedado dormido? —le preguntó Rebekah en tono acusador.
La cruz, sin el trapo, estaba en el suelo de la furgoneta.
—Puaj —dijo Bathsheba, retorciéndose en su asiento.
«Y el ángel de la muerte los perdonó, como el Señor les había prometido».
—Puaj y puaj —repitió Bathsheba de nuevo—. Qué peste hace aquí atrás.
—¿Qué estás diciendo? —le espetó bruscamente Rebekah, al tiempo que se daba la vuelta—. ¡Y cierra esa puerta antes de que perdamos la mitad de las cosas!
La furgoneta disminuyó la velocidad al llegar al otro extremo del puente del río Heron, y Charlie, tras llevarla hasta el arcén, respiró hondo por primera vez en lo que parecía una eternidad. Le temblaban las manos y aún estaba demasiado asustado como para volverse en el asiento siquiera.
—Y aquí atrás está todo mojado —dijo en tono quejumbroso Bathsheba, mientras volvía a acomodarse en el asiento después de cerrar bien la portezuela.
Rebekah echó una ojeada por la parte trasera y contestó:
—Deberías haberte sacudido la nieve de las botas antes de volver a entrar.
—Y eso hice —insistió Bathsheba.
—Entonces, ¿qué has pisado? —contestó Rebekah, bajando la ventanilla—. Sí que huele como si algo se hubiera muerto ahí atrás.
—Olvídate del olor —le dijo entre dientes Charlie. Señaló la cruz que estaba en el suelo—. Recoge eso.
Rebekah la cogió y volvió a envolverla en el trapo.
—Ponla en la guantera.
Ella la metió y cerró la guantera de golpe. Luego le echó una mirada feroz a Charlie.
—Y tú —le dijo—, ten cuidado con tu maldita forma de conducir a partir de ahora.
«Y aconteció que el Señor sacó al fin a los hijos de Israel de las tierras de Egipto…».
Charlie apagó el cedé y pulsó fuerte el dial de la radio para poner una emisora de música country.
—Estaba escuchándolo —dijo en tono de queja Rebekah.
—Estabas durmiendo —replicó él, mientras Garth Brooks salía a escena, lamentándose en tono lúgubre sobre caídas de rayos y retumbantes truenos—. Ahora escucha esto.
Con los ojos fijos en la carretera, las manos apretando el volante y los latidos del corazón volviendo poco a poco a la normalidad, Charlie llevó de nuevo la furgoneta hasta la oscuridad del territorio circundante, una oscuridad que se palpaba, y pensó en la cruz que habían saqueado de una sepultura rusa.
¿Era la aparición que acababa de ver en el asiento trasero su legítimo dueño?
Un lobo, un lobo grande y oscuro, quedó por un momento iluminado por la luz del faro, corriendo a grandes zancadas al lado de la carretera, como si avanzara al mismo paso que la furgoneta. De pronto, volviendo la cabeza y con un destello plateado en los ojos, se esfumó en la noche.