Slater despertó a oscuras, sin tener ni idea de qué hora era. Les echó un vistazo a los números fluorescentes del reloj de muñeca y vio que ni siquiera eran las seis de la mañana. El sol aún tardaría horas en salir, si es que se le podía llamar así.
Por todas partes advertía la presencia de los demás, aún dormidos: la doctora Lantos en el suelo de goma aislante debajo de la mesa, Kozak roncando sobre un montón de esteras para el suelo, y Nika bien lejos de la vieja iglesia, acurrucada como un gato en su saco de dormir entre unos cajones sin desembalar. La idea de lo que podría haberle pasado aquella misma noche, sola con el lobo y su congelada carroña, lo hizo estremecerse. Él nunca había perdido un hombre —o una mujer— en una misión, y no tenía intención de comenzar ahora.
En particular con alguien como Nika.
Tras levantarse sin hacer ruido, fue a la puerta de la tienda de campaña y asomó la cabeza fuera. El aire era tan frío que sólo con respirar parecía como si se hubiera tragado un cubo lleno de hielo, y el recinto de la colonia estaba espolvoreado con una reciente capa de nieve, no tan profunda como se había temido, pero suficiente para resultar una molestia en la excavación. El Sikorsky estaba aparcado a un centenar de metros, con el sargento Groves y su equipo de la Guardia Costera dormidos dentro. «Como los griegos ocultos en el caballo de Troya», pensó Frank.
Mientras él observaba, la portezuela se abrió y Groves, con la parka aleteando abierta y las botas sin atar, salió a la nieve con la linterna encendida. Slater levantó una mano, pero Groves no lo vio camino de las letrinas. Había una enorme cantidad de trabajo por hacer ese día, y Slater sabía que si alguien podía organizarlo y hacerlo todo, era el sargento.
Cuando volvió a asomar la cabeza dentro, vio que la doctora Lantos se movía.
—¿Quién ha dejado que entre esa corriente? —preguntó, buscando a tientas las gafas.
Hasta el profesor había dejado de roncar y estaba estirando los fornidos brazos. Lo único que Frank veía de Nika era la parte superior de su cabeza, escondiéndose más en el saco de dormir para arañar unos cuantos minutos de sueño extra.
El día estaba oficialmente en marcha.
Durante las siguientes horas Groves y su equipo prepararon un buen desayuno en la tienda comedor y descargaron el resto de los pertrechos que quedaban en el helicóptero, mientras la doctora Lantos y el profesor revisaban los inventarios de sus aparatos y se aseguraban de que todo estuviera completo y en orden. Tan pronto como el cielo mostró un atisbo de luz y Slater vio que los miembros del equipo, bajo la dirección del piloto, Rudy, estaban montando los demás prefabricados según los planes que él había trazado, los dejó con ello y reunió a su propio grupo para la excursión al cementerio. La doctora Lantos quería quedarse por ahora para supervisar personalmente la construcción y colocación de la tienda de autopsias, pero los demás tenían muchas ganas de empezar. Kozak, con ambos guantes pegados al manillar del georradar, parecía estar a punto de cortar el césped.
—¿Seguro que no quiere esperar hasta que hayamos visto qué acceso tenemos al cementerio? —preguntó Slater.
Kozak les dio un palmadita a los brazos color rojo vivo del GPR como si fuera un perro dócil y contestó:
—Éste ha ido a todas partes. Y hasta que no hagamos el estudio del suelo, ¿qué más pueden ustedes hacer, de todos modos?
Slater tuvo que mostrarse conforme. Abrir tumbas en cualquier circunstancia era algo espeluznante y plagado de problemas en potencia. Pero abrir tumbas que contenían restos de cien años, y de víctimas de la gripe española —restos que tal vez se hubieran deteriorado, en ataúdes que tal vez se hubieran deshecho, dentro de unas sepulturas que incluso tal vez hubieran cambiado su situación bajo tierra debido a los cambios geotérmicos—, era una tarea que exigía máximo cuidado y pericia profesional.
Por no hablar de sensibilidad. De modo que no le sorprendió ver a Nika atándose los cordones de las botas y poniéndose los forros de guantes.
—No creo que pueda convencerla de que se mantenga en lugar seguro hoy, ¿verdad? —dijo Slater.
—Gracias —contestó ella—, pero después de lo de anoche me parece que ya he tenido mi bautismo de fuego.
El sargento Groves, con un haz de banderitas metálicas bajo el brazo, sonrió y le hizo un gesto con la cabeza a su jefe, como diciendo: «Soñaba usted si creía que no iba a venir». Y aunque Slater sabía que Groves tenía razón, había tenido que intentarlo. Aparte de todas las demás consideraciones, las exhumaciones solían ser peligrosas, y lo primero que cualquier jefe de equipo procuraba hacer era limitar el personal que asistía a ellas.
Lo segundo era evitar perder el tiempo en batallas con adversarios testarudos que estaban resueltos y decididos a seguir sus propios planes, pasara lo que pasara.
El cielo era de un gris plomizo cuando por fin el grupo pasó por la puerta principal de la colonia y empezó a bajar la despejada cuesta que conducía al bosquecillo de árboles. Slater observó que había un angosto claro en el bosque que parecía indicar que en tiempos aquí comenzaba un camino y, sin decir palabra, el sargento Groves sujetó con alambre una banderita roja a la rama más próxima. Mientras se abrían paso entre los tupidos árboles y la densa maleza —al tiempo que las zarzas les tiraban de las mangas de los chaquetones y las ramas que colgaban bajas les dejaban caer la carga de nieve reciente en las capuchas y los gorros— Groves siguió poniendo de vez en cuando alguna señal por el camino.
—Necesitaremos cortar todo esto a ambos lados —dijo Slater por encima del hombro.
Groves respondió:
—Esta tarde tengo aquí un grupo con motosierras. ¿Quiere rampas también?
—Sí, donde el terreno sea especialmente irregular.
—Sí, por favor, me hará falta —dijo el profesor.
En ese momento se esforzaba, con ayuda de Nika, por guiar las ruedas del GPR alrededor de una formación de raíces particularmente retorcidas.
Al ver las dificultades que tenía, Slater contuvo las ganas de decirle: «Ya se lo dije». Comprendía la impaciencia del profesor por empezar; era un defecto, o virtud, de su propia naturaleza también. Pero a fuerza de años de dirigir misiones epidemiológicas había aprendido a refrenar sus impulsos preparando un cuidadoso plan y siguiéndolo al pie de la letra.
—¿Qué quiere hacer con el alumbrado? —preguntó Groves.
—Un poste halógeno cada seis metros más o menos, de unos trescientos vatios cada uno.
—Me temía que iba a decirlo.
Slater sabía que eso significaba hacer pasar muchos cables y electricidad desde los generadores de la colonia por todo el bosque, pero iban a tener que hacerlo, de todos modos, para conectar las salas de vestuario y descontaminación.
Cuando salieron de los árboles de nuevo, Slater se detuvo ante los viejos postes de una puerta de entrada, que tenían algo, una o dos palabras, talladas a cuchillo en la madera.
Nika se quitó enseguida un guante y con gesto reverente pasó un dedo por las borrosas letras.
—Es ruso.
Kozak dio un paso adelante, se inclinó lo bastante cerca como para verlo y dijo:
—Es siempre lo mismo, una y otra vez.
—¿Qué? —preguntó Groves.
—Dice: «Perdonadme, perdonadme».
—Quisiera saber por qué —dijo Nika en voz baja.
Pero Slater, que mientras tanto contemplaba el cementerio que se extendía hasta el acantilado, se preguntó quién lo habría garabateado allí. ¿Había sido el fundador de la secta, que había llevado a su rebaño a la perdición en un lugar tan sombrío e implacable? ¿Había sido el último miembro superviviente de la colonia?
¿O habría sido el propio portador, consciente del desastre que había causado a sus compañeros?
Las posibilidades de que lo averiguaran alguna vez eran escasas, y tampoco podía permitirse que lo distrajeran semejantes asuntos. Ahora mismo, mientras miraba hacia el otro lado del desolado cementerio, con sus inclinadas cruces y sus rotas lápidas, estaba valorando la situación. Echó una ojeada a su izquierda y vio un sitio despejado cubierto sólo por un suave edredón blanco de nieve.
—Levantaremos el prefabricado de contención de riesgos biológicos ahí —le dijo a Groves.
Éste ya estaba hincando más banderitas metálicas en el suelo para marcar los límites. No era la primera vez que montaba esas construcciones y sabía que necesitaba un espacio de unos tres metros cuadrados. En estos habitáculos siempre se estaba apiñado, pero cuanto mayores fueran, más posibilidades había de que una costura saltada o una puerta suelta pusiera en peligro todo el invento.
Kozak ya estaba empujando el GPR, sobre sus cuatro ruedas de goma dura, entre los postes de la puerta y entrando en el recinto del cementerio. Tras colocarlo junto a un podrido tocón de árbol, golpeó con las botas el suelo, casi como si empezara un baile, y luego se arrodilló, se quitó los guantes y apartó frotando la nieve y la escarcha de una zona de tierra. Examinó cuidadosamente unos cuantos terrones entre sus gruesos dedos y después apoyó la mejilla en el suelo como si tratara de escuchar un latido. Slater y Nika se miraron con expresión risueña, pero Slater sabía que tenía que haber un motivo para todo lo que el profesor estaba haciendo. Kozak era el mejor en lo suyo y sabía interpretar la tierra como nadie. Tras dar unas palmadas en el suelo varias veces, y sacudiéndose el barro de las palmas de las manos y los pantalones, anunció:
—Los primeros cuarenta o cincuenta centímetros son permafrost, pero podemos atravesarlo. A metro o metro treinta de profundidad hay lecho de roca.
Para Slater eso era una buena noticia. Las tumbas tendrían que ser poco profundas.
—Pero tendré que hacer un minucioso estudio de GPR de la zona entera.
—No habrá tiempo —contestó Slater, pensando en su programa y en las tormentas invernales que se les echarían encima desde Siberia cualquier día—. Empiece junto al precipicio, donde la erosión ya ha comenzado. Tengo que saber que el terreno donde trabajaremos mañana es sólido.
En el borde del cementerio había una mella en la tierra, donde un saliente de roca y tierra se había caído al mar de Bering como un trampolín roto. Cuando Slater se aproximó al lugar, sintió que Kozak le agarraba la manga y decía:
—Espere.
Empujando el GPR como un cochecito de bebé, Kozak lo adelantó despacio, sin dejar de observar atentamente el monitor de ordenador que estaba fijado entre los dos brazos rojos. Nika, pegada a él, parecía embelesada con las vagas imágenes en blanco y negro que aparecían en la pantalla, y Kozak estuvo encantadísimo de explicarle lo que aquéllas expresaban, y también los números adjuntos que se desplazaban hacia abajo a ambos lados del monitor.
—El transductor —dijo, señalando una de las dos antenas negras montadas en la parte inferior del GPR— está enviando pulsaciones de energía al suelo. Estas pulsaciones penetran en materiales que tienen distintas propiedades de conducción eléctrica y producen una especie de reflejo, aquí —explicó, dando un golpecito en la interfaz—. Es una cosa que se llama permitividad dieléctrica. Y los datos se almacenan todos en el ordenador.
—¿Qué le dicen a usted los datos ahora mismo? —preguntó Slater mientras se aproximaban a las tumbas más cercanas al borde del precipicio.
Kozak guardó silencio un instante antes de contestar.
—Tendré que analizarlo después. Pero hay algo raro. O el monitor funciona mal, o el terreno tiene líneas de fractura que no son de origen geológico.
—Ah, ¿quiere decir de cuando se cavaron las tumbas? —conjeturó el sargento.
—Algo más que eso —respondió Kozak, aún con aire un poco desconcertado.
Empujó el carrito del GPR hasta la tumba más próxima a la zona donde el acantilado se había hundido, y luego lo movió de acá para allá despacio, desde la parte superior hasta el pie. Slater estiró el cuello para mirar él mismo, y el monitor le recordó vagamente lo que se veía al mirar un sonograma. Allí aparecía la borrosa imagen de un largo rectángulo, con algo más nítido y duro representado en medio del espacio. Pero cuando Kozak hizo retroceder el GPR una vez más, Slater vio que los bordes de la imagen se ensanchaban y se hacían más irregulares. Difuminados. Supuso lo que eso indicaba, pero esperó a que lo dijera Kozak.
—Movimiento del suelo por congelación de la tierra.
—¿Los ataúdes han estado desplazándose en el terreno?
Kozak asintió.
—Cuanto más cerca están del acantilado, más movimiento ha habido.
Movimiento quería decir daños, y daños quería decir que una infinidad de cosas podían haber sucedido en el suelo de Alaska, desde filtración a contaminación, o —y esto era lo que él esperaba— desintegración e inofensiva dispersión.
—¿Cuáles son las temperaturas del suelo? —preguntó Slater.
Tras pulsar unos cuantos botones del ordenador, Kozak sacó un gráfico distinto en la pantalla.
—A una profundidad de un metro más o menos, donde está la mayoría de los ataúdes, entre menos cuatro y menos diez grados centígrados.
—¿Eso es bueno o malo? —preguntó Nika.
—En el AFIP —respondió Slater— mantenemos las muestras, para mayor seguridad, a menos setenta grados.
Pero ésta tendría que ser la tumba con la que el proyecto empezara. Estaba más próxima a la zona cero, por así decir, y, en consecuencia, el estado del cadáver que se había encontrado en el féretro perdido en alta mar se reproduciría muy fielmente en éste. En cualquier misión epidemiológica era de vital importancia trabajar desde el lugar más peligroso primero, y después, continuar desde allí hacia fuera para ver hacia dónde, y hasta dónde, pudiera haberse extendido un contagio o contaminación. Slater le hizo un gesto a Groves para decirle que el trabajo de excavación debía empezar justo aquí, y Groves enrolló un banderín metálico a lo alto de la cruz que había en la parte superior de la sepultura y después hundió otro al pie de la tumba.
—Y asegúrate de mantener el suelo lo más intacto posible para que podamos volver a ponerlo bien sobre la tumba cuando hayamos acabado.
Groves tomó nota de ello mientras Nika asentía con un gesto de aprobación.
—No queremos dejar ningún rastro de profanación cuando terminemos.
—Y cuanto antes se marchen todos —saltó Kozak, haciendo señas con las manos—, más fácil me resultará terminar mi trabajo aquí. De modo que, ¡zape!… Tengo que hacer mi cuadrícula ahora, y están ustedes estorbando.
Slater sabía lo que era tener una pandilla de mirones holgazaneando cuando uno necesitaba concentrarse en una tarea importante, de modo que escoltó a Nika y al sargento de vuelta hacia los postes de la puerta mientras que Kozak se centraba en su GPR. Para que la primera exhumación saliera sin ningún problema al día siguiente, había cosas que debía hacer allá en la colonia hoy. Kozak casi no se enteró de que se marchaban. Y aunque meneó el monitor para ver si podía eliminar las emborronadas líneas que estropeaban el mapa topográfico, éstas no dejaban de volver, igual que de vez en cuando aparecía la huella de un objeto duro, probablemente metálico, al pasar el chasis del GPR por encima de cada enterramiento. Una fuerte ráfaga de viento frío llegaba del mar, doblando las ramas de los oscuros árboles que bordeaban el cementerio, y Kozak se pegó más las orejeras del gorro a la cabeza. Era la misma clase de gorro que había llevado de niño, mientras crecía en la Unión Soviética. Y ahora, en esta extraña isla, volvía a visitarlo aquella misma abrumadora tristeza que recordaba que lo envolvía ya por entonces.
Ése era el motivo de que acabara de ahuyentarlos a todos. Cuando este abatimiento le entraba, tenía que estar solo con él…, y le entraba a menudo en sitios como éste. Le hacía retroceder en el tiempo hasta ver una multitud de personas reunidas en un impresionante funeral de Estado en Moscú, cuando él no era más que un niño. Envueltos en sus gruesos abrigos negros y con sus gorros de pieles, estaban de pie, impasibles, mientras el viento les azotaba el rostro y hacía que se les llenaran los ojos de lágrimas. Por supuesto, dada la reputación de severa rectitud del dignatario cuyo entierro se celebraba —un hombre a quien todos temían y a quien nadie apreciaba mucho—, un fuerte viento era el único medio de que se sintieran inclinados a derramar una lágrima.
Mientras el pequeño Vassili miraba, el sacerdote ortodoxo ruso, vestido con su larga sotana negra y su gorro morado parecido a un remate de chimenea —el kamilavka— había dirigido el perebor, o doblar de las campanas. Primero habían golpeado una pequeña campana una vez, y luego se tocaron, una detrás de otra, campanas un poco mayores; cada una de ellas simbolizaba el avance del alma desde la cuna a la sepultura…, o eso le había susurrado al oído su madre. Al final todas las campanas repicaron juntas para significar el final de la existencia terrena. El ataúd, precintado con cuatro clavos en memoria de los que habían crucificado a Cristo, fue bajado a la sepultura, con la cabeza mirando hacia el este para aguardar la resurrección. El sacerdote vertió las cenizas de un incensario en la fosa abierta y después de que cada uno de los impasibles asistentes echara una paletada de tierra y se alejara por los senderos cubiertos de nieve del cementerio, Vassili se vio solo allí, con la única compañía de su madre viuda. Se había echado hacia atrás para apoyarse en ella, y ella lo había rodeado con sus brazos mientras ambos observaban a los sepultureros que, impacientes por terminar el trabajo, salían del cobijo de los árboles para llenar el resto de la tumba del padre del pequeño.