De pie y de espaldas a la puerta, Nika sacó la linterna y dirigió el haz de luz por el interior de la iglesia abandonada. El lugar estaba tan oscuro que sólo penetraba un metro a lo sumo en el espacio. Para colmo todo estaba ligeramente inclinado, de modo que le parecía como si estuviera en un barco escorado en alta mar.
Probando el suelo con cuidado, avanzó más o menos metro y medio hacia unos bancos de madera. Entre ellos había una angosta parte donde las tablas no estaban demasiado combadas y los bancos protegían un poco de las corrientes de aire. Por un instante Nika reconsideró la idea de volver a la tienda comedor, pero la idea de renunciar a su misión, por no hablar de oír roncar a Kozak toda la noche —y era imposible que no roncara—, fortaleció su decisión. Tras quitarse las botas y rodearlas con su abrigo de pieles para hacer una almohada, desenrolló el saco de dormir y se metió en él.
Incluso para alguien acostumbrado desde hacía mucho a actuar como alcaldesa, anciana de la tribu, conductora de la pulidora de hielo y factótum general de todo un pueblo, había sido un día especialmente duro, y aunque no habría pronosticado que aquella noche dormiría en las ruinas de una antigua iglesia ortodoxa, no era la primera vez que Nika acababa echándose a dormir en condiciones extrañas. Como antropóloga especializada en los pueblos nativos de los climas árticos, había dormido en iglúes que había tallado ella misma, en refugios hechos con tripa de morsa y cueros de caribú, y en minas de hierro abandonadas desde hacía mucho tiempo, que en su día se habían abierto con explosivos en el suelo helado. Éste no era precisamente el peor sitio en el que había estado.
Aunque bien podía ser el más sobrecogedor. En realidad, Nika seguía teniendo la incómoda sensación que experimentaba desde que había puesto los pies en la isla. Al principio lo había atribuido a la delicada situación entre el doctor Slater y ella; él se había opuesto a que fuera, pero ahora que ya estaba allí, Slater parecía creer que su deber especial era velar por Nika. Lo último que ésta quería era aumentar sus preocupaciones —sólo la expedición significaba mucha responsabilidad para un solo hombre—, pero también tenía que reconocer que a una parte de ella le gustaba bastante aquello. Estaba tan acostumbrada a ocuparse de las cosas, ya fuera una disputa de pesca abajo en el muelle o un déficit municipal, que había olvidado cómo era tener a otra persona cuidándola. Llevaba tanto tiempo siendo un lobo solitario que era agradable toparse con otro de la misma especie.
No, su incomodidad procedía de otra cosa, algo que se agarraba a la propia isla, como un alga a una roca. Nika siempre había estado sintonizada con esas cosas; su abuela, que la había criado, decía que sería un buen chamán. Supuestamente, su padre tenía esos dones, pero Nika apenas lo conoció, pues había desaparecido cuando ella era pequeña, y su madre, que trabajaba en el turno de noche de la refinería de petróleo, había muerto en el acto cuando un conductor borracho la había echado de un topetazo de la carretera. En esta parte de Alaska la historia no era tan excepcional, y Nika había estado decidida a cambiar su papel en ella antes de que fuera demasiado tarde.
En lugar de quedarse en el pueblo y acabar embarazada de un pescador a los diecisiete años, había hincado los codos, mucho, y había obtenido una beca para la Universidad de Alaska en Fairbanks; después se había matriculado en el programa de doctorado de Berkeley. Su antiguo novio, Ben, había hecho planes para que los dos se trasladaran a Florida, donde él acababa de recibir una oferta de trabajo —interinidad con posibilidad de permanencia— en la Universidad de Miami. Nika incluso había ido en avión con él una semana para visitar el recinto universitario y mirar algunos pisos, pero cada palmera era como una aguja en su corazón. Y para alguien que había visto focas desolladas y wapitis eviscerados, era alarmante el asco que le había dado ver cucarachas corriendo por la encimera de una cocina.
Para sorpresa de Ben, ya que no propia, Nika había vuelto al lugar del que había estado decidida a escapar. Ahora que había visto lo que podía hacer y se había ganado sus títulos académicos, resolvió regresar a Port Orlov, donde haría más por su gente que escribir monografías etnográficas para publicarlas en revistas eruditas que nadie leería nunca. Haría algo concreto. Acaso a eso se referían los sacerdotes cuando hablaban de su vocación.
Allá por la nave de la iglesia oyó un apagado sonido susurrante, y contuvo el aliento. Ratas. Lo que le faltaba. Sacó la mano del saco de dormir y se aseguró de que la linterna estuviera cerca.
Slater, pensó, mostraba aquel mismo fervor apostólico. Aunque Nika no lo habría confesado jamás, había hecho una minuciosa búsqueda en Internet sobre él, y lo que había leído era muy impresionante: impecables méritos académicos, una brillante carrera militar en el cuerpo médico, varios artículos publicados sobre cuestiones epidemiológicas, todos basados en informes de primera mano recogidos en zonas de guerra y lugares conflictivos. Pero este hombre que antes era comandante del Ejército ahora volvía a ser un civil, y, leyendo entre líneas en la red, donde casi veía las yemas de los dedos de los censores del Gobierno, a Nika le parecía como si algo hubiera salido mal bruscamente. ¿Lo habían expulsado del servicio? ¿Qué habría hecho? A su juicio Slater parecía la eficiencia personificada, un modelo de rectitud, el boy scout de más edad que había conocido…, pero también con cierto aire hastiado. Y algo más: una palidez en la piel, un vidrioso brillo en la mirada de vez en cuando. Se le ocurrió que tal vez hubiera estado enfermo últimamente. Quizá lo estuviese aún. Pero ¿de qué?
El sonido se oyó de nuevo, aunque esta vez se parecía más a unos pequeños pies que corretearan por la madera, y luego a algo que se movía. Que se arrastraba. Sintió ganas de alargar la mano y abrir la cremallera del saco de dormir, pero temió que el ruido la delatara. Maldita sea, ¿por qué no había inspeccionado la iglesia más a fondo antes de acostarse? O mejor aún, ¿por qué no había dormido en la tienda comedor, sin más?
Empezó a salir lentamente del saco de dormir sin abrir la cremallera. Acababa de sacar los hombros cuando el sonido de arrastrar volvió a oírse; más cerca, más fuerte. Y esta vez supo que había un ser vivo de alguna clase, caliente y respirando bajo, que se acercaba muy despacio. No sabía si quedarse tumbada lo más quieta y callada posible, o forcejear hasta lograr desembarazarse del saco de dormir. Estiró el cuello hacia atrás para poder ver el pasillo, y entonces algo apareció deslizándose poco a poco. Estaba en el suelo y sólo a unos cincuenta centímetros de su cara. A la luz de la luna sólo distinguió que era una cabeza, vuelta hacia ella. Los ojos estaban muy abiertos, y también lo estaba la boca.
Nika dio un grito y encendió la linterna.
El anciano, con un chaleco salvavidas naranja puesto, la miraba fijamente…, pero justo más allá de él un par de feroces ojos amarillos relucían como brasas en la oscuridad.
El lobo, que arrastraba el cadáver por el destrozado brazo, se mantuvo firme, sin moverse un centímetro.
Nika dio un alarido al verlo y agitó la linterna violentamente.
El animal bajó la cabeza, gruñendo. Ningún lobo que se preciara soltaba nunca un buen pedazo de carne sin una amenaza mayor que ésta.
Nika trató de darle con la linterna, y el lobo agachó rápidamente la cabeza, aún agarrando bien su trofeo.
Ella chilló de nuevo, y al cabo de unos segundos se oyó un clamor a la puerta: el sonido de botas que corrían y hombres que gritaban.
El animal sacudió la cabeza y desgarró un trozo de carne congelada del brazo del anciano, y después volvió a lanzarse hacia los más oscuros recovecos de la iglesia.
—¡Nika! ¿Dónde está?
Era Slater.
Luces de linterna se entrecruzaban en el aire por encima de ella.
—¡Aquí! —consiguió gritar, al tiempo que se soltaba a patadas las piernas del saco de dormir.
—¿Dónde?
Las botas se acercaron mientras Nika salía con dificultad de entre los bancos.
—Cuidado… ¡Hay un lobo aquí dentro!
—¿Dónde?
Esta vez era la voz del sargento.
—¡Acaba de meterse corriendo en la parte de atrás!
Slater le rodeó los hombros con un brazo protector, tenso como un fleje de acero, y luego exclamó «Santo Dios» al descubrir el cadáver que estaba en el suelo.
—¡Salgan! —gritaba el sargento Groves—. ¡Salgan enseguida! Yo me encargo del lobo.
Pero Slater no iba a ir a ningún sitio. Apuntó con su linterna hacia el otro extremo de la iglesia. Una mampara de madera, de metro y medio o dos metros de alto y aún adornada con restos de pintura, se alzaba detrás de un revuelto montón de rotas tablas y muebles.
Entre los desechos, una sombra negra se movió.
—¡Lo veo! —dijo Groves.
Nika oyó que amartillaba su pistola.
—¡No le dispare! —gritó.
Pero el sargento soltó un resoplido burlón y la pistola disparó con un ensordecedor estallido. La esquina de una silla vieja salió volando entre una rociada de astillas y la sombra saltó detrás de un banco.
—¡Deje que se vaya! —exclamó Nika, tirando de la manga de la camisa de Slater—. ¡Si nos marchamos, se irá solo!
En ese instante, y en una mancha de movimiento, el animal salió de su escondite dando un salto y, para asombro general, fue a toda velocidad directamente hacia ellos.
Groves volvió a disparar. La bala dio en un morillo con estrépito, y antes de que pudiera soltar otro disparo, el lobo, como una ráfaga de viento, se precipitó justo por delante de todos ellos, con la cabeza gacha y los ojos clavados en la puerta abierta. Nika sintió su pelaje erizarse pegado a la pierna cuando el animal pasó en tromba por el pasillo.
El sargento se volvió rápidamente, pero Slater le aconsejó que no disparara.
Y luego el lobo desapareció en la noche.
—¿Sólo había uno? —le preguntó Groves a Nika en tono apremiante.
—Sí —respondió ella—, no he visto más.
En ese momento el sargento se fijó en el cadáver y, después de inspirar hondo, pareció quedarse más perplejo que horrorizado.
—¿Quién diablos es éste?
—Uno de los tripulantes perdidos —contestó Slater, al tiempo que se arrodillaba y examinaba el chaleco salvavidas a la luz de la linterna.
En letras blancas ponía: NEPTUNE II.
—Un momento… Ya lo reconozco —dijo Nika—. Es Richter. Allá en los muelles, donde trabajaba, siempre lo llamaban Old Man Richter.
Ahora se dio cuenta de que había varios miembros más de la expedición apiñados en los escalones de la iglesia y mirando por la puerta abierta.
—Creo que Harley Vane no fue el único superviviente del naufragio después de todo —repuso Slater.
—Pero ¿cómo diablos subió este vejestorio aquí a la colonia? —se preguntó en voz alta Groves, enfundando la pistola.
—Cuando no tienen alternativa —respondió Nika en tono serio—, las personas hacen cosas extraordinarias.
Y estaba claro que la isla de Saint Peter era el lugar para hacerlas. No era de extrañar que tuviera el canguelo desde que había llegado allí. La isla tenía mala fama, y vaya si estaba cumpliendo con las expectativas.