CAPÍTULO 25

Kushtaka —dijo Nika.

Slater tuvo que pedirle que lo repitiera, en parte para oír esta palabra nueva otra vez y en parte porque, sencillamente, le gustaba oírselo decir.

Las luces de la tienda comedor oscilaban, mientras el viento, que la vieja empalizada bloqueaba sólo en parte, azotaba con sordo fragor las paredes de nailon con triple refuerzo. La red eléctrica provisional que el sargento Groves había montado aún aguantaba, pero las lámparas, colgadas con alambres, se balanceaban por encima de la improvisada mesa de comedor. Mañana, pensó Slater, tendrían que conectar el generador de apoyo también… por si acaso.

Kushtaka —dijo Nika de nuevo—. Los «hombres nutria». Si uno era un alma desdichada que aún guardaba algún agravio en la tierra, estaba condenado a quedarse aquí, sin poder subir la escalera de la aurora boreal hasta el cielo. O, sencillamente, si a lo mejor uno se ahogaba, y el cuerpo no se rescataba y no era posible enterrarlo de la forma correcta. En cualquiera de los dos casos, el espíritu se convertía en una criatura medio humana y medio nutria.

—¿Por qué una nutria? —preguntó la doctora Lantos mientras volvía a hundir la bolsita de infusión en la taza.

—Porque la nutria vivía entre el mar y la tierra, y ahora el espíritu vivía entre la vida y la muerte.

—En Rusia también tenemos muchas leyendas así —dijo el profesor Kozak, al tiempo que rebañaba los últimos restos de su estofado con una corteza de pan—. Yo crecí oyendo esas historias.

—La mayoría de las culturas tienen algo parecido —convino Nika—. Los kushtaka, por ejemplo, a veces se decía que tomaban la forma de una hermosa mujer, o de alguien a quien uno amara, para conseguir con artimañas que uno se internara en el agua profunda o en lo hondo de un bosque. Si te perdías, acababas convirtiéndote en uno de ellos también.

—De modo que si veo a Angelina Jolie en el bosque —repuso Kozak— y ella me llama: «¡Vassili!, ¡Vassili!, ¡tienes que ser mío!», no debo ir hacia ella.

—Por lo menos tendría usted que pensárselo —contestó Nika sonriendo.

Kozak se encogió de hombros.

—A pesar de todo acudiría.

Slater se echó hacia atrás hasta apoyarse en un cajón y contempló a su equipo como un padre orgulloso que observa a su prole. Llevaban en la isla sólo cuestión de horas y ya habían empezado a encajar bien como grupo. El profesor Kozak era un oso diligente, que enseguida se puso a desembalar sus aparatos de georradar y rabiaba por empezar el trabajo. La doctora Lantos había comprobado todas las cajas de aparatos y material de laboratorio, y le había aconsejado a Slater dónde debían levantar la tienda de autopsias. El sargento Groves estaba fuera, de ronda en aquel preciso instante, protegiendo el terreno —era la fuerza de la costumbre, pues en la isla no había elementos hostiles— y trabando conocimiento con los guardacostas que se habían quedado para llevar a cabo la instalación de los prefabricados, los postes de alumbrado y las rampas el día siguiente.

Es decir, si el tiempo lo permitía. Una tormenta se dirigía hacia donde estaban, y ya sus vientos barrían la colonia como una escoba de acero. Slater rezaba para que no hubiera una fuerte nevada, porque eso significaría que tendrían que cavar otro tanto más para acceder a las tumbas.

Y luego estaba Nika, a cuya presencia aquí tanto se había opuesto al principio y que en sí misma se parecía bastante a un espíritu: un simpático duende de los bosques, lleno de cuentos del lugar, de historia y sabiduría tradicionales. Slater se sumergía no sólo en sus palabras, sino en la luz que parecía quedar presa en su cabello y sus ojos, negros como el azabache. Su tostada piel adquiría un matiz absolutamente dorado al resplandor de las lámparas, y Frank se fijó en que con frecuencia acariciaba una figurilla de marfil, no mayor que un lápiz de memoria, que le asomaba por el cuello de la sudadera, azul y dorada, de Berkeley. Agradeció que en un momento dado el profesor, quizá al fijarse en ella también, preguntara:

—Eso que lleva usted al cuello, ¿es la figura de un pequeño kushtaka?

—No —respondió Nika, y lo alargó en la fina cadena para que todos lo vieran mejor—. Eso daría mala suerte. Esto es un amuleto de buena suerte. Los llamamos bilikins.

Slater se inclinó más cerca, con el tazón del café aún en la mano. Vio que era un búho tallado con pericia, con las alas plegadas y los ojos muy abiertos.

—El búho representa el guía perfecto porque ve incluso en la oscuridad de la noche. Tradicionalmente lo llevaba el jefe de la partida de caza.

—¿Colmillo de morsa? —preguntó Kozak, dándole una vuelta en sus achaparrados dedos.

—Tal vez —respondió Nika—. Pero me lo dio mi abuela, y su abuela se lo dio a ella, y, si la historia es cierta, está hecho del colmillo de un mamut. Por toda esta zona hay muchos congelados en la tierra, y de vez en cuando aparece uno.

Slater no pudo evitar pensar qué más iba a encontrar él en el helado suelo de la isla de Saint Peter. ¿Un ejemplar perfectamente conservado, con su carga vírica almacenada dentro de la carne como una bomba en marcha, o un cadáver en estado de descomposición, cuyo contaminante letal lo hubieran filtrado decenios de lenta exposición a los elementos y a la erosión?

—Sí —intervino Kozak—, la topografía y la geología de Alaska se parecen a las de Siberia y son muy apropiadas para esta clase de conservación.

Ahora que conocía su procedencia, parecía impresionarle aún más el humilde bilikin.

Una racha de viento especialmente fuerte azotó la tienda y las luces parpadearon de nuevo. Slater metió la mano en el bolsillo de su camisa y sacó varios paquetes de plástico, cada uno de ellos con una docena de cápsulas azules y una docena de cápsulas blancas.

—Creo que el coñac es más habitual después de la cena, ¿sí? —dijo Kozak, observando atentamente el paquete que le dio Slater.

—Me temo que no combinaría bien con éstas —repuso Frank.

La doctora Lantos ya había abierto su paquete y preguntó:

—¿Medidas profilácticas?

—Sí. La azul es un antigripal corriente; tienen que tomarla todos los días durante los próximos seis días, ya sigamos trabajando aquí o no. La blanca es un inhibidor de la neuraminidasa que ha mostrado resultados preventivos y terapéuticos en experimentos hechos en el AFIP.

—No he oído hablar de esos experimentos —respondió Lantos, al tiempo que examinaba la cápsula blanca con gesto escéptico.

—Los resultados aún no se han hecho públicos. Y mañana —añadió Slater con una amplia sonrisa— puede ser la mejor prueba sobre el terreno que hayamos hecho nunca.

—¿De modo que somos los conejillos de Indias? —preguntó Kozak.

Slater asintió y se tragó una píldora de cada una de las bolsas con lo que le quedaba de café. Kozak y Lantos hicieron lo propio, pero Nika se quedó en silencio, esperando.

—¿Dónde están las mías?

Después de tragar, Slater contestó:

—Usted no va a necesitarlas.

—¿Por qué no?

—Porque no va a estar en contacto con ninguno de los cuerpos.

—¿Y quién ha dicho eso?

—Las exhumaciones son un espectáculo muy peligroso y muy macabro. No hay por qué someterse a algo así.

Pero Nika se cerró en banda.

—¿De veras tenemos que pasar por esto otra vez? Como representante de la tribu, y antropóloga titulada, insisto en estar allí.

Extendió la palma de la mano, bien abierta.

Slater les lanzó una mirada a Lantos y al profesor, y ambos lo miraron como si dijeran: «No es decisión mía».

Slater hundió la mano en el bolsillo de la camisa, sacó el paquete que pensaba darle a Groves cuando volviera de la ronda y, en vez de eso, lo dejó caer en la mano de Nika; ya prepararía otro más tarde para el sargento. Ella sonrió con gesto triunfal y levantó la pequeña bolsita de plástico como un trofeo, y los demás se echaron a reír. Slater tuvo que sonreír también; no era de extrañar que hubiera llegado a alcaldesa.

—Bueno, pueden producirles somnolencia —advirtió—, así que tómenselas justo antes de acostarse.

—¿Y dónde será eso? —preguntó la doctora Lantos al tiempo que echaba un vistazo por la tienda comedor, una de las pocas construcciones montadas aquel día.

—Me temo que esto tendrá que hacer las veces de barracón esta noche.

—Entonces me pido este suculento sitio debajo de la mesa —respondió ella, dando golpecitos con el pie en el suelo de goma aislante.

—Y yo pondré mi saco de dormir en lo alto de esa gruesa pila de cojines —dijo Kozak.

Con un gesto señaló el montón de esteras que se colocarían para hacer un sendero hasta el cementerio el día siguiente.

—Nika —dijo Slater—, estaba pensando que usted podría…

—Yo ya sé dónde voy a dormir esta noche —lo interrumpió ella.

—¿Ah, sí?

—Sí.

Mientras atravesaban penosamente el recinto de la colonia, lleno de cajones y fardos de material descargados de los Sikorsky, Slater siguió razonando con ella, pero no hubo forma de convencerla. Nika creía que era su deber llevar a cabo este gesto de desagravio hacia los espíritus que en su día habían habitado aquel lugar. Sin embargo era imposible explicarle un punto de vista tan metafísico a un hombre de orientación tan empírica como Frank Slater. Nika reconocía que su responsabilidad como epidemiólogo era considerar las cosas del modo más claro y objetivo posible, y evitar que entraran en juego todos los demás factores.

En cambio, a su entender, le correspondía a ella permanecer abierta y sintonizada con todo: lo que se veía y lo que no se veía, los datos y la fe. Había crecido entre las leyendas y el folclore de su pueblo. Sus primeros recuerdos eran de fantásticos fenómenos naturales: las arremolinadas luces de la aurora boreal, el griterío de un coro de focas dispuestas como sirenas sobre los témpanos de hielo, el sol que se ponía durante meses seguidos. Era imposible crecer en las costas de Alaska, un pelo por debajo del círculo polar ártico, sin sentir, al mismo tiempo, lejanía respecto al resto del mundo e identidad con los elementos inmensos e intemporales —las impenetrables cordilleras, los mares imposibles de cruzar— que te rodeaban. Inculcados dentro de ella había una sensación de asombro —asombro ante el lugar que ocupaba la humanidad en el gran diseño divino— y un respeto innato hacia cualquier intento de las personas por crear un sistema de creencias capaz de abarcarlo todo.

Cuando llegaron a los escalones de la iglesia, Nika esperaba que Slater se detuviera, como un muchacho que deja a la chica con la que ha salido ante su casa, pero en vez de eso, empezó a subir la escalera.

—Espere —le dijo, y él se volvió a mirarla. Una de las dos hojas de la puerta se había soltado de las bisagras y había dejado una estrecha abertura—. No entre.

—¿Por qué no? Todo este sitio está ladeado ya… Veamos si es seguro.

—Tendré cuidado —repuso ella.

Lo que no le dijo es que no quería que su presencia alterase la vibración de dentro, fuera cual fuese…, y Nika sabía que sólo con que hiciera la mínima alusión a aquello, Slater pensaría que había perdido por completo la cabeza. Le sorprendió cuánto valoraba ya el buen concepto que tuviera de ella; hacía mucho que no experimentaba algo así. Las posibilidades de encontrar pareja en Port Orlov eran exiguas, por no decir otra cosa.

—Estaré bien —insistió, al tiempo que cogía el petate y la mochila y se deslizaba por delante de él.

Slater pareció no quedarse convencido.

—Tenga —añadió Nika; se quitó el bilikin del cuello y se lo puso por la cabeza—. Ahora vigilará usted las cosas incluso en la oscuridad de la noche.

—Va a necesitarlo usted más que yo —respondió Slater mirando hacia las puertas de la iglesia.

—En teoría ha de llevarlo el jefe de la partida de caza.

Durante la fracción de segundo que tardó en ponerle el colgante sus caras estuvieron muy cerca, y Nika notó su cálido aliento en la mejilla. Vio la barba incipiente de su mentón y una ligera cicatriz en la mandíbula. Se preguntó dónde la habría adquirido… y por qué sentía un impulso tan fuerte de pasarle con suavidad un dedo por ella.

—Hasta por la mañana —le dijo, para quitar hierro—. Apúnteme para torrijas.

Pero él aún parecía indeciso mientras Nika se metía entre las hojas de la puerta y luego se apoyaba un instante en la parte de atrás de una de ellas, con los ojos cerrados. Sólo cuando oyó los pasos de Slater bajar los peldaños de fuera volvió a abrirlos, y vio un panorama de tal desolación que estuvo muy tentada de cambiar de planes.