Rasputin había estado en lo cierto.
Pero Anastasia tuvo que esforzarse por recordar sus palabras exactas.
Él había augurado que si un miembro de la aristocracia, o más concretamente de la familia de Ana, era responsable de su asesinato, aquello significaría el final de la dinastía Romanov. Los panfletos que sus airados discípulos habían publicado en secreto anunciaban que la sangre correría por las calles, que el hermano se volvería contra su hermano y que nadie de la familia de Anastasia estaría seguro.
Y hete aquí que hasta ahora todo estaba aconteciendo.
Este día, el 13 de agosto de 1917, iba a ser el último que los Romanov pasaran en su amado Tsarskoe Selo. Primero la guerra y luego la revolución en las calles habían desgarrado el país. Ana apenas se aclaraba con todas las distintas facciones que luchaban por el poder: rojos, blancos, mencheviques, bolcheviques, los partidarios del presidente Kerenski y su Gobierno provisional. Lo único que sabía era que su padre se había visto forzado a abdicar y que desde entonces ella y su familia se habían convertido en verdaderos prisioneros, encerrados bajo rigurosa supervisión y continua vigilancia.
Y quienes los vigilaban no eran los cosacos que habían sido sus fieles defensores, ni los cuatro orgullosos etíopes que antes montaban guardia ante sus puertas.
No, ahora los custodiaban insolentes soldados y obreros ordinarios, que llevaban brazaletes rojos y los miraban con expresión hosca. Hombres que se habían negado incluso a llevarles los baúles y las maletas a la estación de ferrocarril, desde la que iban a partir aquella noche. El conde Benckendorff había tenido que darles tres rublos a cada uno para que lo hicieran.
La noche anterior el sonido de disparos había sacado a Ana de su sueño, pero cuando salió corriendo al balcón vestida con su camisón de dormir, los soldados habían alzado la vista y la habían abucheado, y un oficial había levantado la cabeza de uno de los ciervos mansos a los que habían estado acorralando y disparando por diversión. El cocker, Jemmy, se puso a ladrar con furia por la balaustrada, y eso tan sólo hizo que los soldados, si es que se les podía honrar siquiera con ese término, se rieran más fuerte.
Ahora aquel mismo oficial daba vueltas por el grandioso vestíbulo, metiendo la nariz en las maletas. Ni siquiera el conde podía hacer nada para impedírselo. Su madre y su padre se veían obligados a quedarse en actitud sumisa a un lado mientras que el contingente a cargo de la tarea debatía cómo y cuándo trasladar a los prisioneros a la estación de tren. Por lo visto había dudas sobre su seguridad una vez estuviesen al otro lado de las verjas del parque imperial. A Ana le costaba creer que allí la situación fuese peor de lo que había sido aquí dentro.
—Limítate a hacer lo que te digan —le había dicho su padre, y a ella le había enfadado y entristecido a la vez ver tan rebajado a quien antes fuera zar de todas las Rusias—. El mismo Kerenski me ha garantizado que encontrará el modo de sacarnos del país.
¿Cómo iba a hacerlo, se preguntó Ana, si era incapaz de decidir el modo de llevarlos desde el palacio a la estación de ferrocarril?
Casi estaba amaneciendo cuando por fin se dieron órdenes de conducir a la agotada familia imperial, y a un puñado de sus fieles criados, a la estación. Una tropa de caballería los acompañaba. El tren, disimulado con una pancarta y unas banderas que proclamaban que iba en una misión de la Cruz Roja, estaba en un apartadero donde no había andén. Con la menor cortesía posible, los soldados auparon a la zarina y a las demás mujeres a los vagones. Ana no soportaba que le pusieran las manos encima, y se sacudió las faldas con furia en cuanto los perdió de vista.
Y así comenzó el largo viaje hacia el este, a los grandes y vacíos espacios de Siberia. El tren en sí era cómodo y estaba bien abastecido, y los acompañaban suficientes miembros de la casa —como el ayuda de cámara de su padre, la doncella de su madre, Anna Demidova, el profesor particular de francés Pierre Gilliard y, lo mejor de todo, el cocinero— como para que algunas veces el viaje pareciera una excursión a las posesiones imperiales de Crimea, o a cualquier otro retiro campestre. Todas las tardes a las seis el tren se detenía para que pasearan a Jemmy, y también al perro del antiguo zar. Ana esperaba con impaciencia estas pequeñas oportunidades para sentir el sólido suelo bajo los pies en lugar del continuo ruido sordo de las vías del tren. Y descubrió cierta belleza en las verdes hierbas de los pantanos y en el infinito panorama de las estepas. Si daba la casualidad de que aparecía un bosquecillo de abedules, en ocasiones ella y sus hermanas jugaban al escondite, un juego infantil que les recordaba días más felices. Su madre, en cama por la ciática, las miraba desde la ventanilla del tren, y Alexei, si se sentía con fuerzas, paseaba junto a las vías con su padre.
Una vez que Ana se había desviado demasiado lejos del tren mientras cogía flores de aciano, un joven soldado, flaco como un raíl y con un bigote castaño que luchaba por abrirse paso, le advirtió que tenía que volver. Anastasia, al tiempo que señalaba con un gesto la inmensidad desierta que los rodeaba, le preguntó:
—¿Crees que voy a huir? ¿Adónde crees que iría?
El soldado, que parecía nervioso por el mero hecho de estar hablando con una gran duquesa, aunque estuviera depuesta, respondió:
—No lo sé, pero por favor, no lo intentéis.
Su tono era menos admonitorio que suplicante. Ana comprendió que estaba cumpliendo con su deber, pero que no se sentía del todo cómodo con ello. Entonces le sonrió —debía de tener uno o dos años más que ella, diecinueve o veinte a lo sumo— y él sujetó el rifle como si fuera una azada, algo con lo que Ana sospechó que estaría mucho más familiarizado.
—¡Sergei! —lo llamó a voces otro de los soldados desde lo alto de una colina cercana—. ¡Tráete a esa lagarta coja para acá!
Sergei se puso muy colorado; a algunos soldados les gustaba lanzarles insultos a sus prisioneros imperiales. Ana, que se había acostumbrado a ello, o más bien, endurecido, le echó un vistazo al ramo de flores de aciano de un azul vivo que tenía en la mano y dijo:
—Ya tengo suficientes.
Cuando volvían al tren que esperaba se le cayó una; Sergei la recogió y, haciendo un gesto con la cabeza como una furtiva reverencia, intentó devolvérsela.
—Quédatela —le dijo ella, y si creía que antes él se había ruborizado, eso no fue nada comparado con la oleada carmesí que inundó su joven rostro ahora. Se parecía tanto a un tomate que ella se echó a reír—. No dejes que los otros vean que la tienes, Sergei. Dirían que es una propiedad imperial y te la quitarían.
Él se la metió en el bolsillo de su raída guerrera militar como si estuviera hecha de oro.
Después de aquello Ana se acostumbró a que Sergei la vigilara. Siempre que bajaba del tren con su cocker, Jemmy, esperaba ver que la seguía a cierta distancia, y los demás soldados también parecían considerar que Anastasia era la prisionera que estaba a su cargo. Sus hermanas le tomaban el pelo diciéndole que había encontrado un pretendiente.
El tren no solía detenerse cerca de una estación o de un pueblo; Ana no sabía si era porque los guardias rojos pensaban que la gente atacaría a la familia imperial o porque creían que intentarían liberarlos. Un día, sin embargo, al pararse divisaron un pueblo —de aspecto próspero, a juzgar por las jardineras de las ventanas, llenas de flores, los campos verdes y los animados corrales—, aunque estaba bien lejos al otro lado del río. Ana notó que Sergei lo miraba fijamente con nostalgia, y con el rifle incluso más caído que de costumbre.
—¿Cómo se llama ese pueblo? —le preguntó.
Al principio él estaba tan ensimismado que no contestó. Cuando ella repitió la pregunta, Sergei respondió:
—Ése es mi pueblo. —Se volvió a mirarla—. Se llama Pokrovskoe.
Ahora Anastasia miró también el pueblo con una atención especial. Pokrovskoe. Había oído a Rasputin hablar de él a menudo. Era su pueblo natal. Y él había augurado que los Romanov lo verían algún día.
¿Imaginaba que sería en unas circunstancias como éstas?
Ana no tuvo que hacer la siguiente pregunta, porque Sergei añadió:
—El padre Grigori vivía en la casa que veis de dos plantas.
Era inconfundible: destacaba sobre todas las demás casas del pueblo como el propio Rasputin siempre había sobresalido entre todas las personas con quienes estuviese, fueran quienes fuesen. Anastasia se preguntó quién viviría en ella ahora; había oído rumores de una esposa y un hijo pequeño. Por otro lado, corrían tantas habladurías, la mayoría difamatorias, que ni ella, ni la zarina, a quien a menudo se las susurraban al oído, sabían qué creer. Estaba impaciente por avisar a su madre, que no había salido del tren para descansar su espalda enferma, de dónde se encontraban; ella querría saberlo.
Acercándose más de lo que se había acercado nunca, aunque pendiente para que los demás guardias no empezaran a desconfiar, Sergei dijo:
—Hay quienes aún se comunican con el starets.
—¿Qué quieres decir con eso de comunicarse con él? El padre Grigori está muerto. Está enterrado en el parque imperial.
Los ojos de Sergei se clavaron en los de ella con expresión grave.
—Yo misma puse una rosa blanca sobre su ataúd —insistió Ana.
Sin querer, sus dedos subieron al pecho y tocaron la cruz que llevaba bajo la blusa.
—Hay quienes mantienen el fuego encendido —contestó Sergei.
En ese momento sonó el chirriante silbar de la locomotora. Jemmy se puso a ladrarle.
—Todo el mundo al tren —gritó el oficial desde lo alto del vagón del tren imperial—, ¡y ahora mismo!
El silbato sonó otra vez y se oyó un impaciente resoplido que salía de la máquina.
Con gesto aparatoso, Sergei levantó el cañón del rifle y le dio un empujoncito a su prisionera en dirección al tren. Anastasia volvió andando hacia las vías, con Jemmy trotando pegado a los talones. Sus hermanas ya subían los peldaños seguidas de su padre, que vestía su habitual guerrera color caqui y su gorra militar. Llevaba de la mano a Alexei, vestido exactamente igual. El maquinista agitaba una banderita.
Anastasia dio media vuelta para decirle algo a Sergei, pero éste ya volvía con aire despreocupado hacia el vagón de la tropa con un par de guardias más y fingió no darse cuenta.
Momentos después el tren reanudó su viaje, y mientras Ana miraba por la ventanilla, las flores, los campos y los encalados establos de Pokrovskoe desaparecieron poco a poco. Se le había olvidado preguntarle a Sergei cuál era su casa, y ahora lo lamentaba muchísimo.