CAPÍTULO 23

El doctor Slater, siempre en su papel de hospitalario jefe de equipo, le había ofrecido un asiento de ventanilla en el Sikorsky Skycrane a la viróloga, la doctora Lantos, que había llegado a Port Orlov hacía apenas unas horas, pero ella no había aceptado.

—No me vuelve loca volar —dijo—, y mirar por la ventanilla de un helicóptero es casi lo último que quiero hacer.

Incluso ahora, mientras el helicóptero se dirigía hacia los imponentes acantilados de la isla de Saint Peter, estaba sentada muy quieta en el asiento de enfrente, con los ojos cerrados detrás de las gruesas gafas y las manos bien apretadas en el regazo. El enorme corpachón del profesor Kozak, con el cinturón de seguridad puesto, iba al lado de Slater; Kozak estiraba el cuello para mirar por su ventanilla.

—Estamos llegando al cementerio —se le oyó decir por los auriculares.

Cuando pasaron como una exhalación sobre él, apretó la frente contra el plexiglás para ver mejor.

Slater miró también, pero lo rebasaron tan rápido que tan sólo pudo vislumbrar el sitio donde el acantilado se había hundido.

—¿Ve usted eso? —dijo Kozak.

Slater le preguntó a qué se refería.

—Algo se ha movido.

—¿Qué quiere decir?

—Puede haber sido un lobo, abajo en el cementerio.

—¿Hay lobos? —preguntó la doctora Lantos sin abrir los ojos.

—Unos cuantos —contestó Slater—. Pero Nika me ha dicho que si los dejamos en paz, ellos nos dejarán en paz a nosotros.

Había destinado a Nika al segundo helicóptero, que iría detrás al cabo de un par de horas, para que ayudara a guiar al sargento Groves y a su personal. Ella lo había mirado con un poco de recelo, temiendo que tal vez fuera una estratagema para evitar que se acercase a la isla y mantenerla a salvo, después de todo, pero Slater se había echado a reír y había dicho:

—¿Sabe? De veras que debería usted trabajar en Washington.

—¿Por qué?

—Tiene usted una predisposición natural.

Frunciendo el ceño, ella contestó:

—Me lo tomaré como un cumplido por ahora.

El helicóptero empezó a reducir la velocidad, al tiempo que se inclinaba hacia un lado, y Slater vio que la doctora Lantos tragaba saliva. A pesar de su temible fama en el laboratorio y en los círculos académicos, donde su trabajo siempre era innovador y tan meticuloso como incuestionable, era evidente que se encontraba tan descontenta en el aire como había afirmado. Slater se preguntó cómo habría conseguido hacer los cinco vuelos que había necesitado para llegar hasta allí desde el lejano Tecnológico de Massachusetts.

—Estamos sobre la zona de aterrizaje —crepitó la voz del piloto por los auriculares. Luego se permitió una broma—. Por favor, asegúrense de tener las mesas plegadas y pongan los asientos en posición vertical.

Como si se pudieran mover un centímetro estos duros asientos.

Bamboleándose de acá para allá, el Sikorsky se acercó lentamente al suelo, y dio un tumbo cuando sus neumáticos tomaron contacto con la tierra. La doctora Lantos soltó el aire despacio y por primera vez desde que embarcara, aflojó las manos y relajó los hombros.

Cuando abrió los ojos, el doctor Slater le dijo en tono comprensivo:

—A lo mejor conseguimos que la lleve de vuelta la Guardia Costera cuando terminemos aquí.

—También me mareo en el mar.

Cuando los rotores se pararon con un susurro, el profesor Kozak levantó el pestillo de la puerta de la cabina, la abrió de par en par y bajó. Lantos fue tras él, con paso un poquito vacilante, y Slater cerró la marcha.

Uno de los pilotos ya estaba en el suelo y se dirigía hacia la bodega. Y aunque Slater estaba ansioso por supervisar la descarga de los instrumentos de laboratorio —el resto de los pesados aparatos llegaba en el segundo helicóptero—, tuvo que detenerse a mirar a su alrededor. En realidad no había puesto los pies en la isla, y mucho menos en el interior de la colonia, hasta este instante, y siempre que llegaba al emplazamiento de una expedición epidemiológica tenía que hacerse con la situación inmediatamente. Desde el primer vuelo de reconocimiento, tres días antes, conocía el trazado general de la colonia, pero sólo al apartarse del helicóptero ahora y dar una vuelta en redondo se hizo una idea auténtica.

Y le pareció haber entrado en un fuerte fantasma.

A pesar de todas las brechas de los troncos, la empalizada seguía siendo impresionante, y los edificios abandonados, con sus ventanas vacías y sus puertas abiertas, parecían misteriosamente habitados, de todos modos. Slater sabía que no había nadie dentro, pero eso no le impidió sentir como si estuvieran observándolo. Un cubo se balanceaba colgando de una oxidada cadena sobre un viejo pozo, y se maravilló de que la cadena todavía estuviera intacta. En el extremo opuesto del recinto, y algo ladeada sobre sus elevados pilotes, había una iglesia de madera con su característica cúpula bulbosa ortodoxa. Se imaginó las vidas duras y sin concesiones de los rusos que habían arrancado esta aldea a un páramo tan poco acogedor para construirse un hogar, en este sitio tan sumamente inhóspito e inaccesible. Un sitio donde se consideraban inexpugnables e inalcanzables… hasta que la gripe española dio con ellos.

De nuevo Frank se preguntó cómo. ¿Qué astuto mecanismo había empleado el virus para atravesar las heladas aguas del mar de Bering, subir hasta esta roca aislada y entrar por la puerta de madera que se alzaba a sus espaldas?

—La rampa está bajada —dijo el piloto—. ¿Empezamos a descargar?

Slater dijo que sí y se volvió para supervisar la tarea. Kozak estaba fumando un puro, y el acre aroma flotaba en el viento; la doctora Lantos, arrebujada en el chaquetón y con la capucha subida sobre el halo de su crespo cabello entrecano, daba zapatazos en el suelo helado para activar la circulación. Slater miró hacia arriba, al cielo, de un gris sucio, y se recordó que tenía una franja de sólo unas cuantas horas en las que levantar unas tiendas de campaña y otras construcciones de protección. Se temía que la alternativa, acostarse en las podridas cabañas o en la inclinada iglesia, no iba a ser muy bien recibida.

* * *

Para cuando el segundo Sikorsky voló a la isla con Nika y el sargento Groves a bordo, montones de aparatos se habían descargado en la zona central del recinto, y unas balizas provisionales se habían dispuesto en un amplio círculo. Las luces eran más que una precaución; aunque sólo habían pasado un par de horas desde mediodía, la noche caía rápido.

El sargento y su grupo habían llegado aquella mañana, y Nika había puesto al día a Groves. Era un tipo fuerte, con el cuello grueso y una expresión muy seria, pero enseguida a Nika le cayó bien por su actitud práctica y la rapidez con que comprendía todo lo que ella tenía que decirle, desde la topografía de la isla hasta la susceptibilidad de la población inuit local respecto a lo que fuera a pasar allí, en una tierra que seguían considerando suya. A Nika también le dio la impresión de que el sargento haría cualquier cosa por el doctor Slater; por lo visto habían pasado algunos grandes apuros juntos, y entre ellos existía un fuerte vínculo.

En cuanto su helicóptero aterrizó en el sitio ya desocupado por el primero, el sargento Groves salió de un salto de la cabina y empezó a dar instrucciones a los miembros del grupo sobre la descarga y disposición de los pertrechos restantes. Él y Slater intercambiaron una o dos miradas y unas cuantas palabras, y el resto de la comunicación entre ellos pareció realizarse de forma telepática; trabajaban juntos a la perfección para hacer las cosas por orden, y lo más deprisa posible. Se montó una caseta con el generador, y se extendieron gruesos rollos de alambre por el suelo siguiendo unas líneas de cuadrícula que debían de haberse calculado de antemano. Se levantó una tienda comedor, y la doctora Lantos se apresuró a meterse dentro y a abrir su ordenador portátil sobre un cajón de víveres. Al cabo de tan sólo una o dos horas las luces eléctricas estaban colocadas y funcionando, había unos aseos, situados discreta pero oportunamente al amparo de la empalizada, y en el suelo se habían hincado unas banderitas donde al día siguiente se construirían los laboratorios prefabricados y las tiendas de campaña residenciales. Nika, impresionada por la precisión y la velocidad militares, hizo todo lo posible por limitarse a no estorbar.

No es que creyera que no tenía sus propias tareas que realizar. El doctor Slater tal vez pensara que había empleado su condición de anciana de la tribu únicamente para asegurarse un sitio en la isla, pero se equivocaba. Nika se tomaba sus deberes en serio. Era antropóloga de formación, una científica, pero estaba imbuida, asimismo, de un profundo impulso espiritual que la conectaba no sólo con el pueblo inuit, sino también con su cosmovisión. No era persona que despreciara las leyendas y costumbres de su pueblo, o que rechazara la posibilidad de ciertas cosas sólo porque nuestros sentidos normales no las vieran, oyeran u olieran. Mientras el noventa por ciento del universo estuviera compuesto por algo que de manera habitual se llamaba materia oscura, ¿quién era ella para poner límites a lo que era cierto y lo que no?

Había anochecido del todo ya, y mientras los demás se apiñaban en la tienda comedor —sus verdes paredes brillaban como una luciérnaga en verano—, Nika se subió el cuello del abrigo en torno a la cara y se internó en las tinieblas del recinto. Escuchó el viento, esperando oír las voces de las almas que en su día habían vivido —y muerto— aquí. Se asomó a las cabañas y a las descubiertas casillas, tratando de imaginarse los rostros de los colonizadores asomándose hacia fuera. Y todo el tiempo, a su manera, procuró comunicarse con ellos. Asegurarles que ella, y los otros que estaban con ella, habían ido no a saquear ni a importunar, sino a llevar a cabo algo de enorme envergadura…, algo que tal vez ayudara a impedir que otros sucumbieran al mismo espantoso destino que habían tenido ellos.

Sin embargo, y pese a las intenciones positivas que procuraba telegrafiar, no recibía esos mensajes como respuesta. Sólo un inhóspito y desolado vacío.

Al detenerse ante la iglesia, que se inclinaba muy ligeramente a un lado, sintió que había llegado, como era de esperar, a la piedra angular de la colonia. El lugar donde el poder y la esencia de la secta habían estado más concentrados. Y en el mismo momento en que oía al sargento Groves gritando en la oscuridad que era la hora de la cena —«¡Y a las ocho cerramos la cocina!»—, dejó caer la mochila y el saco de dormir en los escalones. Precisamente porque le daba repelús, y porque era el único lugar donde tenía la seguridad de que todas las almas del poblado se habían reunido de forma regular, sabía que aquí era donde tendría que dormir aquella noche.