CAPÍTULO 22

Tendido dentro del saco de dormir en el suelo de la cueva, Harley miró la hora en el móvil. No había cobertura —¿qué iba a esperarse de una cueva en una isla situada en mitad de la nada?—, pero el reloj le indicó que eran las ocho de la mañana.

Y eso quería decir que ya era hora de ponerse en marcha de una maldita vez.

Después de que hubieran varado el Kodiak la noche antes, Harley y sus dos casi inútiles ayudantes habían descargado sus provisiones en el esquife; con mucho trabajo las habían llevado hasta arriba por la acusada pendiente del acantilado y las habían metido en la primera cueva que les pareció relativamente segura y seca. Habían dejado una luz led encendida sobre un cajón, y al mirar a su alrededor ahora, Harley vio las cajas de víveres y las mochilas amontonadas contra las escarpadas paredes de piedra, junto con las palas y, detalle de Russell, tres cajas de cerveza. A juzgar por el sonido de sus ronquidos, Russell aún estaba durmiendo la mona de las birras que ya se había bebido. Harley salió gateando del saco de dormir, le dio una patada a Eddie para despertarlo y luego, inclinándose para no golpearse la cabeza en el bajo techo, fue a la entrada de la cueva; habían tendido una lona recauchutada entre dos cajones para que no entrara el viento. La apartó de un manotazo y miró la fría y oscura mañana y el agua del mar espumajeando en las pozas de marea al pie del acantilado. El barco seguía abandonado en los escollos, revelando que estaban en la isla; al menos estaba encallado lo más lejos posible de la antigua colonia rusa. A Harley le habría gustado encontrar un escondrijo más apartado del barco, por si la Guardia Costera se presentaba y lo descubría, pero sabía que si les hubiera pedido a Eddie y a Russell que se internaran más en el bosque con las provisiones, habría tenido que lidiar con un motín.

—Pero ¿qué demonios de hora es? —preguntó Eddie, escondiéndose más hondo en el saco de dormir para evitar la fría ráfaga que llegaba de la entrada.

—Hora de levantarse y ponerse en marcha.

—Llévate a Russell.

Pero Harley ya había decidido dejar que Russell durmiese hasta que se le pasara la borrachera. Después de la pelea que había estallado en el barco, no se fiaba de ir con los dos…, en particular en esta primera misión de reconocimiento. No sabía exactamente qué habría allí fuera, y un elemento peligroso como Russell podía acabar siendo un estorbo. Además, quería recorrer bastante distancia.

Después de desayunar la comida enlatada procedente de excedentes militares que Harley había cogido en The Arctic Circle Gun Shoppe, Harley y Eddie salieron a la cornisa rocosa. Harley se había amarrado a la espalda una escopeta del calibre doce y se había metido como podía una lata de spray irritante para osos, hecho de guindillas concentradas, en el bolsillo. Al hombro llevaba una pala; Eddie tenía un pico. Cuando echaron a andar con paso resuelto, a Harley se le pasó por la mente la inoportuna imagen de los siete enanitos alejándose por el bosque.

No habían recorrido ni veinte metros y aquello empezaba a parecerse todavía más a aquel maldito cuento de hadas. La isla era pequeña pero imponente. Densamente arbolado con píceas, falsos abetos y alisos, el suelo era rocoso e irregular y estaba ligeramente espolvoreado de nieve; se esperaba mucha más si los pronósticos del tiempo eran ciertos. Los espinosos pinchos de los arbustos de bastón del diablo les agarraban las mangas, y uno de ellos incluso le arrancó el gorro de lana a Eddie de la cabeza. Eddie tuvo que detenerse a recuperarlo de un tirón y después, de pura irritación, partió la rama y se puso a darle pisotones.

—¿Qué, estás seguro de que está muerta? —preguntó Harley.

—Que te den —contestó Eddie—. ¿Tienes alguna idea de adónde vas, por cierto, o es que hemos salido a dar un paseíto?

No era mala pregunta. Harley sólo tenía una vaguísima idea de dónde se encontraba la colonia, y se figuraba que el cementerio tenía que estar allí.

—Si nos mantenemos en un rumbo absolutamente recto, seguro que nos topamos con ella —contestó, al tiempo que daba media vuelta y atajaba por la maleza.

De forma deliberada hacía mucho ruido al andar, ya que los osos tenían debilidad por matorrales como éste, y un oso pardo asustado era un oso pardo cabreado. En esta época del año era improbable tropezar con ninguno de ellos que anduviera en busca de alimento —normalmente estarían hibernando en sus madrigueras, o, si tenían suerte de verdad, en el hueco centro de un grande y viejo álamo—, pero Harley consideró que más valía hacer ruido que curar.

Los lobos, sin embargo, eran otro cantar. Los lobos siempre estaban de acá para allá, todo el año, rebuscando carroña de animales muertos y cazando presas vivas: pequeños caribúes o alces incautos. Sólo en raras ocasiones se había sabido que atacaran al hombre, y lo único que a Harley le habían enseñado era que nunca había que huir de ellos. Si se encontraban frente a frente, había que mantenerse firme, gritar, tirar piedras, cualquier cosa. Correr era una invitación a que lo persiguiera a uno la manada entera, aunque quién sabe cómo se comportarían los lobos negros que habitaban esta isla, que se sabía que eran extraños. Se contaban todo tipo de historias sobre ellos. Los marineros decían haberlos visto en fila sobre los acantilados de noche, mirando al otro lado del estrecho, hacia Siberia, con los hocicos en alto, aullando a coro. Y dos cazadores de Saskatchewan que se habían propuesto cazar unos cuantos no aparecieron nunca más. Su kayak varó en la playa semanas después; dentro había un par de guantes manchados de sangre y un remo de madera casi partido por la mitad de un mordisco, o eso parecía.

En su momento, y aunque se suponía que los dos cazadores estaban muertos, se habló de organizar una misión de rescate. Pero nadie quiso ofrecerse voluntario, y Nika, la alcaldesa recién elegida, pareció estar totalmente de acuerdo en dejar estar las cosas. Era casi como si estuviera de parte de aquellos condenados lobos.

Durante otra hora más o menos se abrieron camino con dificultad a través del bosque, con los árboles de hoja perenne imponentes allá en lo alto, y cuando Harley empezaba a temerse que se hubiera desviado de su rumbo, divisó un claro por entre los árboles… y justo más allá, la pared de madera de una empalizada. Una empalizada que se había deteriorado considerablemente, con sus troncos escorados a un lado u otro como dientes mal alineados. Para alivio de Harley, incluso había un mellado boquete lo bastante grande como para brindar fácil entrada al recinto.

—Vaya —dijo Eddie. Probablemente fuera lo más parecido a un cumplido que Harley iba a recibir nunca de él—. ¿Ésa es la iglesia?

Harley también levantó la vista hacia la casi desmoronada cúpula bulbosa que se alzaba al otro lado de la empalizada.

—Eso supongo —respondió—. Y mientras no vayan a decir misa, por mí estupendo.

Lo cierto, a pesar de las bromas, era que todo aquel sitio seguía produciéndole a Harley una sensación muy incómoda, aunque jamás le confesaría algo así a Eddie. Durante años había oído historias sobre la vieja colonia rusa, antes de que las olas lo arrastraran hasta la playa aquella noche, antes de que aquel lobo saltarín estuviera a punto de arrancarle el pie izquierdo o antes de haber vislumbrado un destello de aquel farol amarillo que los marineros solían decir que habían visto. Pero nunca se había imaginado que estaría al aire de una mañana oscura y glacial con una pala en la mano, a punto de entrar en la mismísima colonia abandonada.

—Venga, tío —dijo Eddie, y le dio un empujón para pasar por delante, con el pico al hombro agarrado como un mosquete—. Acabemos de una vez.

Harley dejó que Eddie se colara por la brecha de la pared primero, y luego lo siguió. Estaban detrás de la iglesia, cuyas paredes de madera habían despojado de casi toda su pintura blanca los muchos años de viento, lluvia y nieve. Doblando hacia un lado, Harley se encontró con una ventana que sólo conservaba uno o dos fragmentos de vidrio sobresaliendo del marco; un solitario postigo golpeaba una y otra vez. Como la iglesia estaba elevada sobre unos podridos pilotes, y un poco ladeada además, tuvo que ponerse de puntillas para ver lo que había dentro. Sacó la linterna, dirigió el haz de luz por la parte delantera de la nave y vio un descolorido mural pintado en la pared de enfrente. Por lo que apreció en la penumbra, en tiempos había sido una imagen de la Virgen María con una aureola sobre la cabeza. Pero hubo algo que le encantó: unos restos de pintura dorada que aún quedaban en el mural; a aquellos antiguos rusacas les gustaba el oro casi tanto como su Virgen. Confió en que hubieran enterrado algo de eso también.

—¿Qué se ve? —preguntó Eddie—. Vamos a entrar a mirar.

Pero Harley no quería distraerse, en particular porque, aparte del icono pintado, sólo se distinguía un montón grandísimo de cachivaches —viejos cubos de ordeñar, herramientas de herrero, muebles rotos— acumulados sobre una mampara tallada. Parecía que alguien hubiera rebuscado muy a fondo, y también revuelto, aquel sitio en los últimos cien años.

—Cuando volvamos —dijo, para hacerlo callar—. Vamos a buscar el cementerio primero.

Al pasar por delante de los escalones de la iglesia, que tenía la puerta torcida y entornada, Eddie le echó una anhelante mirada, pero siguió a Harley hasta dejar atrás un viejo pozo y adentrarse en la zona abierta de la colonia. Por todas partes los rodeaban viejas cabañas que se desmoronaban y casillas sin techo. En una de ellas Harley vio un yunque oxidado; en otra, un par de barricas con flejes de hierro. Era evidente que en tiempos aquél había sido un pueblo activo, en el que quizá vivieran unas cuarenta o cincuenta personas. Pero lo único que le interesaba a él era adónde iban cuando se morían. No había ni rastro de cementerio por ningún lado, ni siquiera en la otra parte de la iglesia. ¿La gente no se enterraba en el jardín de la iglesia en los viejos tiempos?

En el otro extremo de la empalizada vio lo que debía de haber sido la entrada principal de la colonia —unos maderos curados por la intemperie, ladeados como el tótem del pueblo, aún la enmarcaban—, y después de cambiarse la pala al otro hombro, Harley se dirigió hacia ella. Fuera, un sendero se alejaba de la colonia, atravesaba un terreno despejado y se adentraba directamente en un denso bosquecillo de árboles.

—Otro puto bosque no —se quejó Eddie.

—Éste tiene un camino —dijo Harley, adelantándose a zancadas.

Y lo tenía. Aunque estrecho y tortuoso, el sendero parecía conducirlo otra vez hacia el borde de la isla. Poco a poco descendía y, para nuevo alivio de Harley, éste vio una entrada delante, como la puerta de la colonia, sólo que mucho más pequeña. Y a medida que se acercaba se dio cuenta de que los postes de la entrada estaban profusamente grabados con algo en ruso. Parecía una palabra o dos, siempre las mismas, labradas en la madera una y otra y otra vez. Hasta Eddie se detuvo un momento a examinar lo que estaba escrito.

—¿Crees que dirá Bienvenidos al tesoro enterrado? —preguntó.

Y Harley se hizo la misma pregunta. Justo más allá de los postes se encontraba el cementerio de la colonia, no más de un acre, pero con lápidas de piedra y cruces de madera por todas partes que se inclinaban a un lado y a otro en el suelo helado. Empezaba a clarear más, el sol se abría paso por un lienzo de brumosas nubes, y a la débil luz del día Harley también vio que muchas de las lápidas tenían su propia y curiosa inscripción abajo, cerca de la base. Parecía una pequeña media luna, pero maldito si sabía lo que aquello significaba. ¿Firmaban su obra los constructores de lápidas? «Mierda», pensó mientras dejaba caer la punta de la pala entre los pies, ¿por dónde tenía que empezar?

Eddie deambulaba por las tumbas, intentando darle un golpe de vez en cuando a una de las cruces de madera con la punta del pico; a Harley, que no era un hombre religioso ni mucho menos, le pareció que aquello estaba mal y gritó:

—Déjalo ya, so tonto de las pelotas.

La gravedad de lo que estaban a punto de hacer lo impresionaba ahora como nunca, y maldijo a su hermano Charlie, y se maldijo a sí mismo por hacer siempre el idiota. ¿Cómo demonios se veía aquí?

Eddie se detuvo a echar una meada, la orina salpicando el duro suelo, y cuando acabó y dio media vuelta, preguntó:

—Bueno, ¿dónde quieres empezar? Me estoy pelando de frío ya.

Lo único que a Harley se le ocurrió fue empezar donde había comenzado todo. Con pasos mecánicos se dirigió hacia el borde del cementerio, un precipicio que daba al estrecho de Bering. Un ataúd se había caído al mar, y sólo tardó uno o dos minutos en encontrar el lugar del que debía de haberse caído.

En el mismo filo del acantilado, un gran trozo de tierra y piedra se había desprendido por la erosión y había dejado una cicatriz en la tierra. Harley tuvo cuidado de no acercarse demasiado.

—¿De ahí crees que salió? —preguntó Eddie dando un resoplido.

Y Harley contestó:

—Sí.

Miró fijamente la escarpada tierra y fue como si estuviera mirando una tumba desaparecida… y algo peor. Veía al demacrado hombre del abrigo de piel de foca cuando estaba en el ataúd a bordo del Neptune II. O cuando apareció en el cobertizo de detrás de la armería.

Buscando su cruz de esmeraldas.

—Yo digo que escojamos la de la lápida más grande —dijo Eddie mientras observaba el cementerio—. Cuanto más rico el muerto, más posibilidades de que lo enterraran con buenas cosas encima.

Como no tenía un plan mejor, Harley tuvo que admitir que aquella no era la peor lógica.

Eddie se alejó unos cuantos metros, se detuvo junto a un desmochado ángel de piedra y dijo:

—Ésta es tan buena como cualquier otra.

Y, tras quitarse la mochila y tirarla a un lado, levantó el pico y lo blandió por encima de la cabeza.

Apenas rozó el suelo, el hierro rebotó fuerte, y Eddie dejó caer el mango y retrocedió bailoteando, soltando maldiciones y sacudiendo las manos.

Harley se echó a reír, y Eddie dijo:

—Pues prueba tú, anda.

—Vamos a hacerlo bien —respondió Harley, al tiempo que se quitaba la mochila, llena de clavos de escalada y cinceles—. Si removemos el suelo primero, a lo mejor hacemos algo antes de que anochezca.

Durante una o dos horas inclinaron la cabeza sobre la tumba, unas veces hincando clavos en el suelo, otras desmenuzando la tierra de alrededor, o raspándola con la punta de la pala. Era un trabajo lento y agotador, y Harley sentía su inutilidad a cada respiración. Tendrían que haber traído dinamita y volar en pedazos el lugar, sin más, antes de que aquel fulano Slater apareciera. Su única esperanza estaba en el hecho de que los sepultureros rusos debieron de tener los mismos problemas que estaba teniendo él, de modo que debieron de cavar las tumbas lo menos profundas posible.

Después de tomarse un descanso para abrir unas latas más de comida —a Eddie le tocó carne de cerdo, e hizo que Harley se la cambiara por su lata de guiso de picadillo de vaca— volvieron al trabajo. Ahora le tocó a Eddie golpear y desmenuzar el suelo con la punta de la pala, y cuando dio con algo que parecía la opaca pátina de un trozo de madera enterrada, se arrodilló y quitó la tierra con las puntas de los sudados guantes.

—Eso es un ataúd —exclamó, eufórico—. ¡Lo hemos conseguido, tío!

Harley le dijo que se echara atrás, levantó el pico y lo bajó con estrépito. Se oyó el seco chasquido del hierro entrando en la madera.

Eddie agitaba los brazos con la ilusión del cofre del tesoro que pensaba que estaban a punto de descubrir.

Harley quiso decirle que se tranquilizara, aunque también él sentía bullir la sangre. Si es que aparecía alguna cosa en el ataúd, tendría algo que restregarle a Charlie: «Y ahora, ¿quién es el capullo?».

Volvió a levantar el pico, cuyo hierro mate se recortó en un cielo de idéntico color, y en el momento en que lo bajaba con fuerza contra el ataúd, algo en el lejano horizonte le llamó la atención.

El pico, en consecuencia, erró el golpe y cayó con gran ruido sordo en el suelo helado, a un lado de la tumba.

—Cuidado con lo que haces —dijo Eddie—. Tienes que dar donde está despejado ya.

Pero Harley estaba mirando otra vez aquella mota del horizonte. Era sólo un punto negro, pero se dirigía hacia ellos.

Mientras tanto Eddie ampliaba la diana de la parte superior del ataúd con la pala. Al ver que Harley no levantaba el pico para dar el siguiente golpe, le preguntó:

—¿Quieres que lo haga yo? —Alargó la mano para coger el pico—. Dámelo, so nenaza.

Harley se lo pasó sin apartar la mirada de la pequeña mancha que se acercaba. Y que ahora se distinguía claramente —era un helicóptero, sin duda el de la pista de hockey de Port Orlov— e iba justo hacia ellos.

—¡Ponte a cubierto! —exclamó Harley.

Eddie lo miró desconcertado.

—¿De qué?

—¡De eso! —contestó Harley, señalando al helicóptero que se aproximaba.

Ya oían el estruendo de los motores y las palas girando en el viento del océano.

Harley se pegó a una cruz de madera y Eddie se acurrucó al pie del ángel roto, con las manos puestas sobre la cabeza. A menos que el helicóptero se detuviese para planear encima del cementerio, pasaría por encima de ellos tan rápido que no los vería…, aunque la pala y el pico quedaban perfectamente visibles en la nieve. Maldita sea. Harley alargó un brazo, agarró la pala y la arrastró hasta ponérsela debajo.

Se produjo una ráfaga de viento y ruido cuando el helicóptero se lanzó en picado y pasó en vuelo rasante por encima, a toda velocidad, directamente sobre el cementerio y los árboles en dirección al recinto de la colonia. Cuando ya estuvo lejos, Harley se levantó de un salto y lo vio reducir la marcha y dar una pasada circular sobre el sitio donde la empalizada cercaba la vieja colonia. Luces blancas y rojas adornaban el fuselaje, parpadeando de forma intermitente, mientras el helicóptero, que parecía una enorme mantis religiosa verde, daba la impresión de quedarse suspendido en el aire antes de descender por debajo de la línea de las copas de los árboles y desaparecer de su vista.

—No me jodas, tío —dijo Eddie—. ¿Ya están aquí?

En eso tenía razón, pensó Harley. Estaban bien jodidos si estos tipos habían llegado para algo más que una breve escala o, como habían dicho aquellos desgraciados de pilotos, una «misión de instrucción rutinaria».

Sus ojos volvieron al ataúd astillado de la tumba parcialmente descubierta. Y lo mismo hicieron los de Eddie.

—Ni loco voy a dejar que esos gilipollas cojan lo que hemos sacado nosotros —dijo Eddie, al tiempo que se alzaba desde el pie de la lápida.

Y Harley tampoco, aunque sabía que no tenían mucho tiempo. Tras sacudirse el barro y el hielo de los guantes, cogió el pico, inspiró hondo primero, lo blandió bien alto sobre la cabeza, y luego lo bajó una vez más para dar un satisfactorio y fuerte porrazo.