CAPÍTULO 21

La mañana en que el cuerpo de Rasputin iba a ser enterrado, Anastasia y los demás miembros de la familia imperial se apiñaron en dos largos y negros automóviles de paseo y fueron desde San Petersburgo hasta el parque imperial de Tsarskoe Selo. Allí se había abierto una tumba cerca del terreno donde más tarde debía erigirse una iglesia en su honor.

Anastasia no había visto nunca a su madre tan afligida. Al conocer la noticia del asesinato del padre Grigori se había derrumbado por completo, temiendo que su hijo Alexei hubiera perdido a su protector más poderoso. Y cuando se enteró de que aquella acción la habían realizado el príncipe Yusupov y, peor aún, el gran duque Dmitri, un pariente de los Romanov, estuvo a punto de perder la razón del todo. Anastasia y sus tres hermanas mayores se habían turnado para vigilarla.

Mirando por la ventanilla ahora Ana vio interminables campos cubiertos de nieve, bordeados de abedules y salpicados, como si fueran letras en una página blanca, por garabatos de cuervos. Hacía una hermosa mañana, con un sol tan luminoso y un cielo tan azul que el paisaje podría haberlo esmaltado el mismo Fabergé. De vez en cuando aparecía alguna casa de labranza, y los carámbanos que colgaban de los aleros relucían como brillantes. Bajo la blusa Ana llevaba puesta la cruz de esmeraldas que el monje le había regalado en el baile de Navidad. Aquella era la última vez que lo había visto vivo, y no se había quitado la cruz desde entonces.

El cuerpo en sí no había permanecido oculto demasiado tiempo. Con las prisas, los conspiradores habían dejado una de las botas de Rasputin asomando por el Neva helado. El cadáver no se había alejado mucho, y cuando se hizo otro agujero en el hielo para rescatarlo, se descubrió que el starets había estado vivo incluso después de sumergirlo en el río. Había forcejeado hasta soltar uno de sus brazos de las ligaduras, que se le había quedado rígido como si se elevara en una bendición, y tenía los pulmones llenos de agua. A pesar de todo el veneno que llevaba en el torrente sanguíneo, a pesar de las balas que llevaba en el cuerpo y de los moratones de la paliza, al final el monje había muerto ahogado.

Cuando los coches entraron en el parque y los guardias cosacos cerraron las verjas y reanudaron de nuevo su incesante patrullar, Anastasia vio que se habían instalado unas pasarelas de madera por un campo helado. Los coches se detuvieron y el propio zar Nicolás salió del primero, mientras su esposa se apoyaba pesadamente en el brazo de su íntima amiga, madame Vyrubova. La zarina iba vestida de negro riguroso, igual que todos, pero llevaba en los brazos un ramo de rosas blancas cogidas aquella misma mañana en el invernadero del Palacio de Invierno.

A lo lejos una camioneta estaba aparcada junto a una tumba abierta, con el motor aún en marcha; una columna de humo gris subía del tubo de escape. Cuando se acercó, andando con cuidado por las tablas recién colocadas, Anastasia vio asomar un ataúd —un ataúd sencillo, hecho de roble blanco— por la parte posterior. Su madre fue directamente hacia él y le pidió a uno del séquito que lo abriera.

Con expresión indecisa, el sirviente le echó una mirada al zar, que asintió con la cabeza.

Levantaron la tapa y, aunque Ana estaba muy atrás con sus hermanas, vislumbró la negra barba del hombre santo, muy peinada…, y un agujero irregular en su cabeza, sobre el ojo izquierdo, como si alguien le hubiera perforado el cráneo con un taladro. Sus anchas manos, antes tan llenas de fuerza y expresión, estaban recogidas mansamente sobre las hombreras de su sotana negra.

En suma, era la imagen más espeluznante que Ana hubiera visto nunca… pero no tembló, aunque su hermana Tatiana soltó un gemido y Olga la consoló. En su mente, Ana sólo oía las palabras que Rasputin le había dicho en la capilla.

«Si alguien de tu familia provoca mi muerte, ay de la dinastía. El pueblo ruso se levantará contra vosotros con el crimen en el corazón».

Y el gran duque Dmitri no sólo había participado en el asesinato: se había jactado de él al día siguiente.

«La sangre de tu familia está envenenada», había dicho el monje. «Pero esta maldición que llevas en las venas será tu salvación un día. Una plaga aplastará al mundo, pero tú resistirás a ella».

Ana seguía sin tener ni idea de lo que aquellas últimas palabras anunciaban. Pero, aun así, llevaba la cruz de esmeraldas que él le había dado, con su inscripción secreta al dorso.

Su madre le pasó las rosas blancas a su amiga y puso dos objetos sobre el pecho de Rasputin. Uno era un icono con los nombres de todos los miembros de la familia imperial, y el otro, una carta que le había dictado a Anastasia porque la mano le temblaba demasiado. «Mi querido mártir», decía, «dadme vuestra bendición y que ésta venga siempre conmigo en el triste e inhóspito sendero que aún me queda por seguir aquí abajo. Y recordadnos desde lo alto en vuestras santas oraciones». Ana había sostenido la carta para que su madre la firmara. Tras levantarse del diván, donde el dolor de la ciática había vuelto a confinarla, su madre había escrito «Alejandra» con su rúbrica de siempre, antes de llevarse la hoja primero al corazón y luego a los labios.

Ahora también la carta estaba sobre el pecho del padre Grigori. Los sirvientes cerraron y precintaron el ataúd, y lo bajaron a la sepultura. Un capellán leyó las exequias, pero Ana sólo escuchaba el sonido del viento invernal susurrando por entre los poco sólidos andamios de la iglesia que se construía muy cerca. Miró a su familia, de pie, silenciosa e inmóvil, con sus negros abrigos, botas y sombreros, todos en fila, y fue como si mirara una fotografía. Una lúgubre fotografía que le hizo pensar de nuevo en la funesta profecía del monje.

—Ten —le dijo en voz baja madame Vyrubova—, toma esto.

Le pasó unas rosas blancas. Y, después de que su madre, su padre y sus hermanas hubieran echado las suyas en la tumba abierta, Ana las dejó caer también, viendo bajar los pétalos que se balanceaban como copos de nieve sobre la tapa del ataúd.

«Yo ya no estoy entre los vivos», había dicho Rasputin aquella noche de Navidad.

Pero ni siquiera ahora, ni siquiera allí, una parte de Anastasia se lo creía.