CAPÍTULO 20

Maldita sea —dijo Harley entre dientes—, mira adónde tiras ese cabo.

—No vi que estabas ahí —dijo Russell.

—¡Y no levantes la voz!

—¡No levantes la voz tú! —replicó Russell como un rayo.

Esta expedición, pensó Harley, no estaba empezando con muy buen pie. Primero habían tenido que forzar el surtidor del muelle para llenar el depósito del barco. Y luego, claro está, estaba aquel pequeño incidente en el cobertizo de McDaniels. Cuando el día siguiente Harley se atrevió a volver a asomar la cabeza dentro, lo único que encontró junto a la pared fue un montón de trapos viejos y unos tablones de madera. Él achacaba todo el asunto a una alucinación, producida por el estrés de tener que pronunciar aquel discurso en la iglesia, pero aún no se las había arreglado para convencerse del todo. Por ahora se limitó a quitárselo de la cabeza y decidió no contarle nada de aquello a Eddie ni a Russell. Ellos sencillamente lo entenderían como que se había metido algo… y querrían su parte también, fuera la sustancia que fuese.

—¿Por qué formáis todo este follón? —preguntó Eddie, subiendo de la bodega—. Creía que no teníamos que hacer ruido.

Hacía una noche helada en el puerto de Port Orlov, y la posibilidad de que alguien más estuviera por allí, y mucho menos de que fuera tan tonto como para hacerse a la mar, era bastante pequeña, pero Harley había dejado claro desde el principio que debían ocuparse del asunto con el mayor secreto. Ni siquiera le había dicho nada a Angie, aunque eso tal vez tuviera más que ver con el modo en que ella y aquel guardacostas se habían mirado en el Yardarm que con su propia discreción. Aún estaba mosqueado y celoso.

—Vamos a largarnos ya —dijo Harley—, antes de que el mal tiempo nos alcance.

Los siguientes días, si es que podía llamarse días a los turbios lapsos grises que dividían los largos períodos de oscuridad, en teoría iban a ser borrascosos. Aunque si uno se quedase esperando al buen tiempo en Alaska, como cualquiera de allí te diría, se quedaría esperando para siempre.

El barco, llamado Kodiak, pertenecía al tío de Eddie, quien por lo general era demasiado perezoso para sacarlo al mar. La embarcación tenía cerca de treinta años y no era muy bonita, pero como se había construido en origen como lancha de la Marina de Guerra, tenía un casco muy rígido y una fuerte zapata de acero en la quilla que aguantaba toda clase de problemas —rocas, troncos, varadas— que le echara el estrecho de Bering. Como en casi todos los barcos de pesca de Alaska, las ventanas de la cabina eran de policarbonato Lexan y estaban montadas hacia el exterior, para que ni siquiera las peores olas las rompieran. Borracho una noche, el tío de Eddie se había jactado de que su barco podía estar completamente lleno de agua doce horas sin hundirse. A Harley le había desconcertado que supiera semejante cosa —¿lo habían llenado para hacer la prueba?—, pero no se lo preguntó entonces, y no quería averiguarlo ahora.

En la cabina dejó que Eddie cogiera el timón —después de todo, era el barco de su tío— mientras que Russell se repantigaba en el rincón con una cerveza.

—Mantenlo a media velocidad hasta que estemos bien lejos —dijo Harley—, después ve al noroeste.

—Ya sé dónde está Saint Pete —respondió Eddie en tono desdeñoso.

—Y tú —le dijo Harley a Russell—, mueve el culo, sal a cubierta y mira a ver si hay icebergs.

—¿Por qué no sales tú ahí a pelarte de frío?

Harley podría haber sacado el arma que llevaba sujeta con correas bajo el anorak y convencerlo, pero no quería empeorar las cosas más de lo que estaban, y no quería recurrir a medidas extremas hasta que no tuviera más remedio. En actitud desafiante, Russell tomó otro largo trago de la lata de cerveza, y a Harley se le ocurrió que, de todos modos, tenerlo fuera en cubierta como centinela era mala idea. Probablemente se cayera del barco.

—Joder —dijo—. Ya lo hago yo. —Miró a Eddie—. Llévanos rodeando por los acantilados del oeste y luego por el lado de sotavento para buscar un amarradero.

—A la orden, capitán Bligh.

Harley se colgó un par de prismáticos al cuello, se subió la capucha del chaquetón, se ajustó los cierres de velcro de las mangas y salió a la resbaladiza cubierta llena de escarcha. No había estado en alta mar desde el naufragio del Neptune, y descubrió que había en él una nueva sensación de inquietud. No debería haberle sorprendido. Pero ahora, al mirar las agitadas aguas negras que lo rodeaban, sólo podía pensar en la noche en que había estado seguro de que aquéllas se lo tragarían y desaparecería para siempre. Pensó en lo cerca que había estado de acabar como otro de aquellos nombres grabados en la placa de la iglesia luterana. Sus manos apretaban la barandilla, igual que habían apretado la tapa de aquel ataúd. Al principio había guardado la tapa apoyada en la pared de la caravana, junto al terrario de la serpiente, como un trofeo. Pero luego le había dado miedo y la había escondido debajo de la cama.

Lo cual no hizo sino empeorar las cosas.

Por último, desesperado, la había puesto en el espacio que quedaba debajo de la caravana, donde había otro montón de maderos viejos. Habría vuelto a tirar el maldito trasto al mar sin más, si no fuera porque estaba convencido de que valdría algo para alguien algún día. Cuando aquel doctor Slater le dijo que debía devolvérsela a la isla, incluso lo consideró seriamente; el principal motivo de que no lo hiciera ahora era porque eso tal vez le proporcionara alguna satisfacción a aquel gilipollas.

Brillaba la luna, lo cual era una suerte, ya que el estrecho estaba picado aquella noche y enormes trozos de hielo cruzaban, rozándose y balanceándose, el canal. Allá a lo lejos estaban las dos negras losas de las Diómedes Mayor y Menor como perros guardianes ante la vía de entrada a Siberia. No había más barcos a la vista, pero el cielo estaba salpicado de estrellas puntiagudas y brillantes como agujas. Al alzar la vista, a Harley se le llenaron los ojos de lágrimas, no porque lo desbordara la emoción, sino porque hacía un viento muy frío y muy implacable. Se las quitó con el dorso de un guante, pero inmediatamente volvieron a brotar. Se dirigió hacia la proa y cogió el reflector que estaba allí. El barco subía y bajaba en la marejada, mientras la espuma saltaba y se le helaba en los labios y las mejillas. Abrió las piernas en la cubierta para mantener el equilibrio y escudriñó la oscuridad, siguiendo el haz de luz.

¿Había más ataúdes allí fuera, subiendo y bajando su horrible carga por las olas, chocando contra los témpanos de hielo? Si los había, rezó para no verlos. Ya tenía bastantes líos desde que encontró el primero.

—Apareciendo por estribor —anunció Eddie por el megáfono, como si fuera un guía turístico—. Bienvenidos a la isla de Saint Peter.

«Mierda». Harley sintió ganas de romperle la crisma por hacer tanto ruido. Se trataba de ser discretos. ¿Y si la Guardia Costera ya esperaba la ocasión escondida en alguna cala?

Hizo gestos con las manos mirando a la timonera para que Eddie se callara y, tras una rápida observación de las aguas que tenía delante, apagó la luz de proa. Se encontraban justo al otro lado de las rompientes, y si Eddie no hacía ninguna estupidez, algo que siempre era una posibilidad, no tendrían problemas.

El Kodiak avanzó laboriosamente, mientras Harley quitaba las tapas de los prismáticos y daba un repaso con ellos a la isla. La playa, como de costumbre, estaba envuelta en bruma y espuma de las olas, pero a la luz de la luna distinguió una escalera, tallada en los abruptos acantilados, que subía todo el camino hasta un escarpado promontorio. Había navegado por delante de esta isla muchas veces en el Neptune I y el Neptune II, evitándola siempre, pero esta noche el rumbo los llevaba más cerca de la costa que nunca. Mientras el Kodiak daba la vuelta a la isla, sin que hubiera por ningún lado rastro alguno de la Guardia Costera, de la Marina ni de ninguno de aquellos condenados helicópteros, Harley volvió a encender la luz de proa y divisó el enorme y reluciente lomo de una orca que en ese instante se alzaba de las olas, con el orificio nasal lanzando un chorro de agua como un géiser. La ballena tardó varios segundos en sumergirse otra vez…, tiempo suficiente para que Harley reflexionara sobre las agallas que debían de tener aquellos antiguos inuit para enfrentarse a un animal de aquel tamaño y fuerza sólo con endebles kayaks y un puñado de arpones. A él le habría dado miedo habérselas con ella hasta con un subfusil automático. Costaba creer que los nativos que conocía ahora —aquellos tipos como el gordo Geordie Ayakuk, que calentaba una silla en el centro cívico, o los viejos borrachines que frecuentaban el Yardarm gorroneando copas— fueran sus descendientes. Tío, ¿qué leches les había pasado?

Una nube pasó por delante de la luna, señal de las tormentas que sin duda se avecinaban, y Harley dirigió el reflector hacia la isla, buscando un puerto seguro… y apartado. Pero incluso en este lado los escollos sobresalían del mar, y había una espuma de aguas agitadas sobre los ocultos arrecifes. La gente que no tenía ni idea de navegación siempre creía que cuanto más cerca se estuviera de la costa, más seguro se estaba. Pero Harley sabía que se equivocaban por completo. El mar abierto le daba a uno sitio para maniobrar y tiempo para pensar, y si se habían leído bien las cartas de navegación, las posibilidades de que hubiera algo mortal acechando bajo el casco eran bastante escasas.

No, los peores desastres ocurrían cuando uno se aproximaba a la orilla, en particular si esa orilla era un destino tan peligroso como la isla de Saint Peter. Además del barco que Harley ya había perdido en estas aguas, sabía al menos de otra docena que se habían visto arrastrados demasiado cerca de este litoral por las tormentas de nieve, las olas sueltas y los fortísimos vientos; había visto repentinas corrientes de resaca apoderarse de un barco y hacerse con el control absoluto de él, y arrastrarlo por donde les daba la gana, sin que pudiera hacer nada, hasta estrellarlo contra un piquete de dentados escollos. Podías hacer funcionar el motor todo lo que quisieras, podías izar hasta la última vela que tuvieras, pero si el mar de Bering quería darte fuerte, al final lo conseguía.

Arriba, en la timonera, Harley vio a Eddie y a Russell encorvados sobre el timón. Ahora cada uno tenía una lata de cerveza en la mano y se reían a carcajadas de algo. Joder, ojalá tuviera a alguien en quien confiar de verdad. Necesitaba ayuda en este bolo, y en cierto modo estos dos eran los candidatos naturales. Desde que salió de la prisión de Spring Creek Russell había estado trabajando a tiempo parcial en la refinería —y siempre andaba escaso de dinero para cervezas—, y Eddie vivía de la pasta que todos los residentes recibían cada año del Fondo Permanente, por cortesía de las grandes compañías petroleras que operaban en Alaska. Cuando era preciso, complementaba sus ingresos con la fontanería o vendiendo chocolate.

Y lo que era más importante, a ninguno de los dos los echarían en falta durante unos cuantos días.

Pero el Kodiak se acercaba peligrosamente a tierra ahora, y Harley consideró que ya no podía dejar a Eddie al timón… si es que quería mantener el barco entero.

Mientras movía el reflector de acá para allá por los acantilados vio bandadas de gaviotas que alzaban el vuelo, asustadas, y empinadas e inexpugnables paredes bruñidas de hielo. Un rizo de espuma blanca señalaba un arrecife submarino a babor. El barco había dado la vuelta a la isla hasta quedar al otro lado de la colonia rusa y no había ni rastro de otra playa. Una ensenada o una cala era lo mejor que podía esperar; tendrían que echar el ancla y usar el esquife del Kodiak para desembarcar.

Tras colocar el reflector en su sitio, volvió a subir al puente de mando y en cuanto entró por la puerta, con el viento rugiendo a su espalda, Eddie y Russell dejaron de reír con aire vagamente culpable.

—¿Qué tenía tanta gracia?

—Nada —contestó Eddie.

Harley se figuró que el chiste había sido a costa suya. Eddie sofocó otra risa y Harley lo supo ya con seguridad… y se puso hecho una furia.

—Anímate —dijo Russell, con voz algo confusa—. Tómate una cerveza.

Le ofreció una lata y Harley se la quitó de la mano de un manotazo, tan fuerte que la lata dio contra la bitácora y rajó la pantalla del anemómetro.

—Joder —gritó Eddie—. ¡Mi tío va a verlo!

Russell encorvó los hombros y apretó los puños. Eddie lo vio también y se interpuso entre ellos de un salto con los brazos extendidos.

—Eh, tíos, tranquis. Venga, hombre, venga. Que aquí todos somos amigos.

—¿Ah, sí? —contestó Harley, echando una mirada asesina primero a uno y luego al otro—. Porque si tan buenos amigos somos, vamos a tener que dejar una cosa clara. Éste es mi bolo, y no quiero que un par de colgados borrachos me lo jodan.

La lata de cerveza rodaba de un lado a otro por el suelo de la timonera, echando espuma por una abolladura. El timón, desatendido, giraba despacio.

—¿Quién ha dicho que yo estoy borracho? —le preguntó en tono retador Russell, tambaleándose.

Harley sonrió, como si todo estuviera bien ya, y de pronto giró en redondo al tiempo que extendía una pierna en un clásico movimiento de artes marciales que le dio a Russell en las corvas y le hizo dar con el trasero en el suelo. Cayó con un golpetazo que sacudió toda la cabina y se quedó tendido allí, apoyado en la mesa de las cartas, aturdido.

—Pero ¿qué leches…? —dijo Eddie—. No tenías por qué hacer eso.

—Y tú —le contestó Harley—, sal a cubierta y haz guardia.

Harley hizo amago de coger el timón, pero Eddie volvió a agarrarlo y se negó a moverse.

—Es el barco de mi tío.

Harley le dio un empellón y Eddie tropezó con Russell, que empezaba a levantarse. Los dos se cayeron y Harley se dio la vuelta de repente, con la pistola fuera del cinturón ya. Eddie alargó las dos manos y exclamó:

—¡Quieto ahí, colega! Guarda eso antes de que alguien se haga daño.

Harley esperó unos segundos, sólo para asegurarse de que Russell no estuviera planeando nada más.

Russell abrió las manos, como para mostrar que no tenía ningún arma ni malas intenciones.

—Por Dios, Harley. Cálmate.

Justo cuando Harley volvía a meterse la pistola en el cinturón, el barco dio un bandazo y oyeron un chirrido, como una lata arañando cemento. Harley dio media vuelta y vio que el suelto timón había dado vueltas otra vez; por la ventana del puente de mando advirtió que la proa apuntaba directamente hacia los acantilados, que estaban a no más de cuarenta metros de distancia. Pero el barco no se movía; o mucho se equivocaba o acababan de encallar en uno de los muchos arrecifes que podría haber visto venir si no hubiera estado tan distraído.

—¡Maldita sea! —gritó Eddie, al tiempo que se levantaba de un salto y se lanzaba hacia el acelerador.

Antes de que Harley pudiera detenerlo, había puesto el barco en marcha atrás y el rechinar volvía a oírse, incluso más fuerte esta vez…, pero el Kodiak siguió sin moverse.

—¡Maldita, maldita, maldita sea! —repitió a voces Eddie, pataleando mientras daba vueltas por el estrecho espacio del puente de mando. El barco estaba encajado en un arrecife, bamboleándose a un lado y a otro como un coche encaramado sobre un montón de nieve—. ¡Tú das mala suerte! —gritó entonces, señalando con el dedo a Harley—. ¡Tío, tú das un montón de mala suerte!

Incluso Harley se quedó sin saber qué hacer unos instantes. ¿Daba mala suerte?

Eddie estaba a punto de darle al acelerador otra vez cuando Harley lo detuvo.

—Vas a arrancarle las tripas —dijo.

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Podemos esperar —contestó Harley—. A lo mejor la marea nos da un impulso. Russell, ve abajo a ver si hacemos agua.

Por una vez, Russell aceptó una orden y bajó dando traspiés a la bodega.

Eddie, furioso, le echó una mirada asesina a Harley, que dio media vuelta y miró fijamente la pequeña porción de la isla que iluminaba la luz de proa. Al nivel del agua vio un montón de pozas de marea, blancas de espuma un momento y que luego desaparecían, y, por encima de ellas, un revuelto montón de piedras, apiladas hasta mitad de la pared del acantilado. Aquello era un golpe de suerte. Parecía que por las piedras se podía subir, y el resto de la ladera estaba lleno de cuevas, hendeduras y cornisas.

—Me dijeron que no hiciera esto —murmuró Eddie, meneando la cabeza—. Me dijeron que no me embarcara con un Vane.

—¿Quién te dijo qué? No tenías que decir nada de esto. ¿A quién se lo has contado?

—A nadie —contestó Eddie, retrocediendo—. Yo no se lo he contado a nadie. Es que lo dice todo el mundo, allí en los muelles.

A Harley no le sorprendió demasiado. Su familia ya había perdido dos barcos, Charlie estaba en una silla de ruedas y a lo mejor hasta acababan de varar un tercero.

Resollando, Russell apareció en la escotilla.

—No es demasiado grave. El casco aguanta.

—¿Cuánto tiempo aguantará? —respondió Eddie presa del pánico.

—Tu tío siempre decía que podía llenarse de agua durante doce horas sin hundirse —respondió Harley.

—¿Llenarse de agua? ¿No has oído lo que Russell acaba de decir? Está aguantando. Tío, no le eches la maldición de tu familia. Vámonos ya de aquí.

—Eso es justo lo que no vamos a hacer —repuso Harley—. Vamos a echar el ancla, con suficiente cuerda como para dejar que el barco se aparte de los escollos con la próxima marea.

—¿Y qué hacemos hasta entonces? —replicó Eddie como un rayo—. ¿Sentarnos aquí a esperar?

—No. Vamos a ir a la isla a ponernos en marcha. ¿Cómo, si no, vas a comprarle a tu tío un anemómetro nuevo? —Harley se subió la cremallera del chaquetón—. Recoged las cosas. Yo prepararé el esquife.

Fuera en cubierta, recorrió el barco, pero no vio que hubiera recibido mucho daño salvo en la pintura. Con tal de que no empezara a hacer agua, se quedaría donde estaba hasta que las corrientes, y unas hábiles maniobras de motor, volvieran a liberarlo. Echó el ancla y miró mientras la cadena corría durante no más de unos cuantos segundos. Fue hacia la proa y movió en redondo la luz, eligiendo la mejor ruta a través de los escollos y pozas de marea. No iba a ser fácil hacer pasar el esquife intacto, pero lo haría, incluso con el peso muerto de Russell y Eddie a bordo. Y cuando apagó el reflector para ver las mojadas paredes del acantilado sin el reflejo relumbrando en ellas, advirtió en lo alto algo que parecía una luz amarilla que oscilaba suavemente. Parpadeó, pensando que era tan sólo un efecto secundario de la brillante luz de proa al apagarse, pero cuando volvió a mirar el resplandor amarillo, más parecido a un farol suspendido en el aire, seguía allí.