CAPÍTULO 19

Durante el funeral Slater había recibido continuos comentarios, por lo bajo, de Nika. Mientras un doliente tras otro ocupaba la tribuna, ella le decía quién era, cuál era su relación con la tragedia del Neptune o cuánto tiempo llevaba la familia trabajando en estas aguas de Alaska. Eran gente recia, y Slater notaba la angustia de la pérdida que habían experimentado. En un lugar como éste no había mucho a lo que agarrarse, y todos acababan de sufrir un golpe demoledor.

Aunque, de todos los presentes, tenía que confesar que el grupo más fascinante eran los Vane: Charlie entrando como un dignatario que aguardara una ovación, atendido por las dos pálidas mujeres de los vestidos largos, Harley detrás arrastrando los pies, como un crío a punto de actuar en un recital para el que no hubiera ensayado. Hasta sentados en los bancos parecían generar un aire de turbulencias a su alrededor, y Slater se fijó en que cuando Harley terminó de pronunciar sus palabras y el oficio religioso concluyó, ninguno de los demás congregantes parecía tener demasiadas ganas de ir junto a ellos.

Mientras él y Nika se dirigían al edificio de al lado, donde estaban el polideportivo y el refrigerio, Slater preguntó:

—No son los que mejor caen de la clase, ¿no?

Se había abierto un amplio y vacío círculo en torno a las dos mujeres. Frank nunca había visto un par de hermanas que emitieran una vibración más brujeril.

—La mayoría de los de Port Orlov saben que no tienen que relacionarse con ellos.

En ese momento, y ya bien cargados de dónuts y café, Eddie y Russell volvían a salir.

—Con alguna excepción —añadió Nika.

Slater notó que él mismo despertaba no poco interés. Todos los vecinos habían visto ya el Sikorsky, y aunque la mismísima alcaldesa había respaldado su historia —«es una misión rutinaria de entrenamiento de la Guardia Costera», la había oído contarle ya a tres personas—, estaba seguro de que también circulaban otros rumores. Aquello no sería un pueblo si no los hubiera.

Pero mientras los rumores no tuvieran que ver con la gripe española, a él le daba igual.

Cuando salía vio una furgoneta con lo que parecía una deliberación dentro entre los chicos de Vane, Eddie y Russell. Se preguntó si debía apostar un centinela en el helicóptero aquella noche o arriesgarse a que le robaran los tapacubos. Ya llevaba atrapado en Port Orlov más tiempo del que había pensado, pero las malas condiciones meteorológicas que había en el Medio Oeste habían obligado al avión de Eva Lantos a permanecer en tierra, y los trámites militares habían inmovilizado parte de los aparatos que estaba previsto que llegaran en el segundo helicóptero. La ley de Murphy en marcha. Slater sabía que todas las misiones tropezaban con problemas así —en particular una misión como ésta, organizada casi a la carrera—, pero eso no lo hacía más fácil de aceptar. La paciencia nunca se había contado entre sus virtudes.

Cuando volvió al centro cívico, donde aquella noche había dormido con el profesor Kozak y los dos pilotos de la Guardia Costera, fue derecho al despacho de Nika; allí había montado su pequeño puesto de mando particular en una esquina de la mesa y en lo alto del archivador. Era el despacho más seguro del edificio, y Nika se había mostrado muy servicial, pero Slater seguía sintiéndose un poco culpable por usurparle tanto espacio. Ella incluso le había dado la copia de la llave.

—No la pierda —le dijo—. El cerrajero del pueblo se pasa borracho casi todo el rato y no es fácil hacer otra.

Con Nika fuera haciendo visitas oficiales de pésame y Kozak explorando el terreno local, se sentó en el sillón de la alcaldesa en vez de en el taburete que había traído él y se puso a trabajar revisando la logística, mandando preguntas por correo electrónico, calculando cómo terminar esta misión en menos tiempo y con la mínima trascendencia hacia el público. Los boletines meteorológicos no eran buenos: se avecinaba una tormenta y quería llegar antes que ella a la isla de Saint Peter, al menos a tiempo de montar unas cuantas construcciones necesarias. No le hacía mucha gracia la idea de levantar postes de luz con vientos huracanados en contra.

Durante un par de horas se las arregló para ensimismarse en su trabajo; incluso llamó por teléfono al sargento Groves —y estaba claro que lo despertó— para revisar las modificaciones más recientes del plan.

—Entonces, ¿cuál es tu hora estimada de llegada ahora? —preguntó.

Sin ocultar un sonoro bostezo, Groves contestó:

—Deberíamos poder cargarlo todo en el segundo Sikorsky, incluida la buena de la doctora Lantos, para el jueves por la mañana.

Sólo estaban a martes por la noche, y Slater tuvo que morderse la lengua para no dejar traslucir su frustración.

—¿A qué hora quiere usted que nos reunamos en la isla? —preguntó Groves.

—No vamos a reunirnos —respondió Slater, que había estado pensándolo mucho desde el reconocimiento aéreo—. La colonia está en lo alto de la meseta, pero está rodeada de árboles y de las construcciones de madera que quedan. El cementerio está en un lugar todavía más complicado. No hay sitio para que dos helicópteros descarguen al mismo tiempo.

—¿Cómo es la playa? Podríamos usarla, ¿no?

De nuevo Slater tuvo que vetar la idea.

—A la playa no puede llegar nada más grande que una zódiac. Es demasiado estrecha y en pendiente, y la única forma de subir a la meseta, una distancia considerable, es una escalera tallada en la piedra. Yo no intentaría llevar ni un gatito por esos escalones, y mucho menos una centrifugadora.

—Entonces, ¿irá usted primero?

—Sí, y tú vienes después. Dejaremos una franja de dos horas para el despliegue del primer cargamento y partiremos a las once a. m. el jueves. No habrá luz suficiente antes.

Hablaban de un sinnúmero de detalles más —el orden en que se montarían las tiendas de campaña de contención de riesgos biológicos, la cuadrícula de las rampas del suelo y dónde poner las casetas de los generadores— cuando Slater notó un aroma a estofado y oyó una discreta llamada en la puerta.

—Pase —dijo, pegándose el teléfono al hombro.

Al alzar la vista vio a Nika sujetando una cazuela de barro entre dos agarraderas.

—El Yardarm hace su versión del pollo a la Kiev esta noche —explicó ella—. Créame: le irá mejor con mi comida casera.

A Frank le dio vergüenza que lo sorprendiera hecho el dueño de su despacho y empezó a levantarse del sillón.

—Termine la llamada —dijo Nika— y venga después al gimnasio.

—Parece que ha hecho usted una amiga —comentó el sargento Groves riendo antes de que colgaran—. Ahora no vaya a pifiarla.

Tras organizar un poco los papeles y procurar dejar la mesa como la había encontrado, Slater fue por el pasillo al gimnasio del centro cívico, donde Nika había dispuesto una mesa de juego debajo del marcador y, en ella, una botella de vino, la cazuela de estofado y un par de cubiertos. Era el lugar menos pintoresco que Slater podría haber imaginado, y por eso mismo le resultó desconcertante que pareciera tan acogedor y romántico. En un gesto instintivo, se remetió la camisa en los pantalones para ponérsela derecha y se pasó una mano por el pelo. A lo mejor tenía que salir más, como a menudo le decía el sargento Groves bromeando.

—Está usted divorciado —le había dicho la última vez que se habían tomado una copa en un bar de Washington—. No se ha muerto.

—De veras, no tenía por qué hacer esto —dijo Slater, mientras tomaba asiento en la silla plegable situada frente a Nika.

—Hospitalidad inuit —respondió ella, sirviendo el estofado—. Sería una deshonra que no hiciéramos algo por un huésped que ha venido hasta tan lejos.

Slater abrió la botella de vino y llenó las copas. Levantó la suya en un brindis por su anfitriona, y se sorprendió al encontrarse cortado.

—Por… el éxito de la misión —dijo.

Nika sonrió. Entrechocando la copa contra la de él, repitió:

—Por el éxito de la misión.

—Y por una comida estupenda —añadió Slater, tratando de sobreponerse—. Huele fenomenal. —Se puso la servilleta en el regazo—. Muchas gracias.

La conversación avanzaba a saltos. A Slater, que era capaz de hablar durante horas sobre los transmisores de una enfermedad, nunca se le había dado bien este tipo de charla ligera; su mujer, Martha, siempre había sido la que salía airosa. Entre bocados del estofado de reno, le preguntó a Nika por su vida y su formación, y ella tuvo mucho gusto en responder a sus preguntas. Incluso resultó que tenían algunos amigos en común en el profesorado de Berkeley, donde Nika había cursado su máster en Antropología antes de volver para servir a las gentes de Port Orlov.

—Quería conservar y registrar un modo de vida, las tradiciones y costumbres inuit —le explicó— antes de que desaparecieran por completo.

—No es fácil mantenerlas vivas en la era de Internet, el teléfono móvil y los videojuegos.

—No —reconoció ella—. Pero hay mucho que decir a favor de esa antigua cultura. Sustentó a mi pueblo durante siglos en el clima más duro de la tierra.

Mientras hablaban Slater descubrió que Nika tenía amplios conocimientos de las creencias espirituales y las leyendas de los nativos de Alaska, y una veneración más profunda todavía hacia ellas. Era como recibir un seminario gratuito y fascinante… y de una profesora, tenía que confesar Frank, mucho más guapa que nadie que recordara de sus tiempos universitarios. Iba vestida simplemente con un par de pantalones vaqueros y un blanco jersey de ochos, y llevaba el largo pelo negro retirado a ambos lados de la cabeza y sujeto con un pasador de ámbar, pero era como si fuera de punta en blanco. De no ser por el marcador que había por encima de la mesa, y que revelaba que Port Orlov había perdido el último partido de baloncesto ante un equipo visitante por una diferencia de doce puntos, Slater habría jurado que estaban en un pequeño restaurante de ambiente íntimo de cualquier estado más al sur.

Ni siquiera fue consciente de cuándo, ni cómo, Nika había llevado la conversación hábilmente hacia él, pero se encontró explicando cómo se había visto atraído por la epidemiología, y luego, adónde lo habían llevado algunas de sus misiones.

—Y además le han confiado esta misión tan delicada —dijo ella, volviendo a llenarle la copa—. Deben de tener una opinión muy buena de usted.

—Es que salgo barato —respondió Slater para desviar el cumplido.

Pero Nika, con su estilo sutil, no lo dejó ahí, e hizo una pregunta tras otra sobre cómo iba a desarrollarse la misión, con qué pasos y durante cuánto tiempo. Por lo general Slater habría sido mucho más prudente a la hora de hacerla partícipe de esta información, pero después de que ella fuera tan abierta con él, y teniendo en cuenta que hasta ese momento se había mostrado tan dispuesta a ayudar en todo, desde compartir su despacho hasta dejar que el helicóptero permaneciera aparcado en mitad de la pista de hockey del pueblo, se habría sentido un grosero si no contestara con franqueza. Sólo cuando le preguntó a qué hora saldrían hacia la isla él oyó un lejano timbre de alarma. ¿A qué se refería con ese plural?

—El grupo —respondió— despegará a última hora de la mañana del jueves.

—¿Tengo que llevarme algo en concreto? —preguntó ella con aire inocente, al tiempo que sacaba dos pastelillos de cereza de una canasta que estaba debajo de la mesa—. Perdone, debería haber traído helado para rematarlos.

—No, el grupo tiene todo cuanto necesita —recalcó él.

—De acuerdo, claro —contestó Nika, al tiempo que metía una cucharilla en vertical en el pastelillo de Slater—. Tengo el mejor saco del mundo y estoy acostumbrada a echarme a dormir en cualquier sitio.

—¿De qué sitio está usted hablando? —dijo Slater, sin hacer caso a la cucharilla ni al pastelillo.

—De la isla de Saint Peter —respondió ella—. No pensaría usted que iba a dejarlo irse sin mí, ¿verdad?

—En realidad —repuso él, empezando a sentirse engañado—, sí. Ésta es una misión muy secreta y, posiblemente, peligrosa, y sólo el personal autorizado, que yo he escogido con esmero, va a ir allá.

Nika se dio un toquecito en los labios con la servilleta y dijo:

—Tenía los pastelillos en un calientabollos. Debería comerse el suyo antes de que se le enfríe.

—Me temo que no puede haber ninguna excepción.

—Estoy de acuerdo —contestó ella—. Sólo personal autorizado. Y como alcaldesa de Port Orlov, además de anciana de la tribu debidamente nombrada, he de hacerle notar que la Ley de los Americanos Nativos de los Territorios Noroccidentales de 1986 abarca la isla y, por lo tanto, entra dentro de nuestros derechos y prerrogativas decidir quién hace incursiones allí, cuándo y cómo.

Slater se echó tan atrás en la silla que estuvo a punto de caerse en el suelo del gimnasio.

—Bueno, no pretendo decir que se le haya denegado el permiso oficial —continuó ella, mientras tomaba otra cucharada de pastel—, pero tampoco estoy diciendo que esté concedido. —Alzó la mirada hacia Slater, con los negros ojos chispeantes y una sonrisa de curiosidad en los labios—. Está mal que lo diga yo, pero este pastelillo está de muerte.

Y Slater, que en sus tiempos había tenido que vérselas con adversarios bastante temibles, sólo pudo maravillarse del aplomo de aquella mujer. Nunca se habían burlado de él de manera tan suave, ni tan deliciosa, en su vida. La velada amenaza de retrasar la misión la anularía fácilmente la doctora Levinson en el AFIP, pero el papeleo y los trámites burocráticos añadidos lo entretendrían varios días por lo menos.

—Sí —añadió ella, al tiempo que señalaba con la cabeza el postre—, un poco de helado de vainilla y esto habría sido perfecto.

Slater acababa de conseguir, quisiera o no, a su propia Sacajawea.