CAPÍTULO 18

«Esta noche», pensó el príncipe Felix Yusupov, «voy a cambiarlo todo. No sólo la forma en que el mundo me juzga, sino la propia historia».

Oh, era muy consciente de la impresión que producía en la buena sociedad cosmopolita. Durante años había ido por ahí escandalizando a propósito a todo el que conocía: apareciendo en cafés, restaurantes y fiestas ataviado con los trajes más hermosos de la moda femenina y adornado con las joyas de su madre. Había dado desenfrenadas fiestas —orgías, para ser sinceros— en uno u otro de los muchos palacios que su familia tenía en Moscú, San Petersburgo o el campo. Había gozado los favores tanto de muchachas como de muchachos, de actrices y cantantes de ópera y de gallardos y jóvenes marineros. Y, para colmo, se había casado con una de las sobrinas del propio zar, la princesa Irina, célebre por su belleza incomparable. A decir verdad, él se consideraba igual de guapo que ella, pero Irina era un partido muy codiciado y el príncipe tenía que reconocer que hacían una pareja perfecta.

Esta noche, sin embargo, la princesa estaba bien protegida a centenares de kilómetros de San Petersburgo, en el gran pabellón de caza de los Yusupov en Crimea. No la quería cerca del palacio Moika esta noche, esta fatídica Nochebuena. Bastaba con que hubiera servido de cebo para la trampa.

Yusupov le había dicho a Rasputin que en el palacio habría una fiesta privada; le había prometido que, si iba a media noche, por fin le presentaría al monje a esta famosa belleza.

—La princesa ha oído hablar tantísimo de usted —le explicó— que ha insistido en que organice el modo de conocerlo personalmente. —Sólo la vanidad superaba la rapacidad de aquel hombre—. Le he prometido que estará usted allí.

El príncipe había enviado su propio automóvil, el Bentley negro con el escudo familiar en las portezuelas, para recoger a Rasputin y llevarlo al palacio. Miró su reloj de bolsillo de oro y vio que el coche debería llegar en cualquier momento. Desde el piso de arriba oía el gramófono tocar Yankee Doodle Dandy, una melodía muy popular entre la buena sociedad rusa de entonces, y el sonido de las voces de sus compañeros de complot, que simulaban el regocijo de una fiesta en pleno apogeo.

La nieve caía en las losas del patio de fuera y se quedaba pegada a la fina capa de hielo que cubría el canal, más allá de la verja. Abajo, en los abovedados aposentos donde debía llevarse a cabo el hecho, todo estaba preparado. Los exquisitos pasteles, cargados de cianuro, estaban dispuestos en bandejas de plata. El madeira, también envenenado, se había decantado y aguardaba tan sólo a que lo bebieran. Y cuando Yusupov vio al doctor Lazovert, disfrazado de chauffeur, conducir el coche por las verjas de hierro, salió a recibir a su invitado.

—¡Bienvenido! —gritó, abriendo mucho los brazos, mientras Rasputin se apeaba.

—¡Felix! —contestó Rasputin, estrechándolo en un gran abrazo.

Para ser el monje loco, iba muy presentable esta noche. Yusupov notó que el hombre se había bañado —el perfume a jabón barato se le pegó a la piel— y vestía una blusa de seda profusamente bordada y pantalones de terciopelo negro. Hasta sus botas de cuero estaban lustradas y limpias.

Pero la cruz pectoral que solía colgar de su cuello, aquella cuyas esmeraldas, según decían, rezumaban místicos poderes de encantamiento —pues ¿cómo, si no, habría ascendido un bruto como éste a tal renombre y poder?—, no se veía por ninguna parte. Yusupov se lo tomó como un golpe de suerte, como si entrara en liza contra un adversario que llevara una lanza rota.

Ladeando la cabeza al oír el ruido que llegaba de las ventanas de arriba, Rasputin dijo:

—¡Has empezado la diversión sin mí!

Pero el príncipe ya lo hacía entrar en el vestíbulo y lo alejaba de la escalera principal. Rasputin se resistió y Yusupov tuvo que susurrarle:

—La princesa se reunirá con nosotros abajo para nuestra fiesta particular, luego.

—¿Qué tiene de malo ésa? —respondió Rasputin con un destello de indignación en la mirada.

—Está bastante aburrida —contestó Yusupov, al tiempo que lo instaba de nuevo a ir hacia la escalera del sótano—. Varios de esos agitadores de la Duma están ahí.

—¡Yo no les tengo miedo! —exclamó Rasputin—. ¡Que me recriminen cuanto quieran! ¡Yo me como a los políticos para desayunar!

—Pero tenemos una cosa mucho mejor esperándolo a usted.

A regañadientes, Rasputin se dejó conducir por las sinuosas escaleras hasta las abovedadas habitaciones de abajo. Un fuego bien caliente ardía en el hogar, y el aire se había perfumado con incienso. El gran duque Dmitri, de pie en actitud nerviosa junto a la mesa de los licores, alzó una copa de champán y repitió la bienvenida del anfitrión.

Rasputin pareció aplacarse con su presencia. Era una mezcla interesante, este supuesto hombre santo: tan pronto parecía un hombre del pueblo, que intercedía por los campesinos, como un cobarde desaprensivo, ansioso por ganarse la aceptación de los nobles a quienes fingía despreciar. Algo que Yusupov sí que sabía era que Rasputin se había convertido en un estorbo para la aristocracia; con la zarina completamente en su poder, podía hacer o hundir la fortuna de cualquiera en la corte. Y había empezado a usar esa influencia, cada vez mayor, para entrometerse en asuntos de Estado e incluso para modificar el curso de la guerra. Ahora que Rasputin procuraba criticarlo todo a posteriori, desde la estrategia militar hasta la elección de ministros del zar, los patriotas como el príncipe Felix y el gran duque Dmitri tenían claro que había que hacer algo.

Y esta noche lo harían. Cuando la noticia se hiciera pública, el príncipe estaba seguro de que él se transformaría milagrosamente ante la opinión pública de rico y notorio holgazán en el salvador de la Madre Rusia.

—Le hemos preparado sus dulces preferidos —dijo Dmitri, y le ofreció a Rasputin la fuente de los pasteles que, por lo general, le encantaban.

Para consternación del gran duque y de Felix, el starets los rechazó. En vez de eso se dedicó a deambular por la habitación, pasando bajo las bóvedas de piedra y admirando los objets d’art que colmaban las vitrinas acristaladas. Gruesas alfombras persas y una blanca piel de oso, con la cabeza del animal aún pegada y enseñando los colmillos, cubrían los suelos de granito.

—¡Música! —pidió Yusupov, dando palmadas.

Dmitri cogió una balalaica y se puso a rasguear las cuerdas. Rasputin empezó a mover la mano al compás de la música, y luego se repantigó en un labrado diván. En la mesa que estaba junto a él los pasteles eran una tentación y, mientras Yusupov fingía no darse cuenta, Rasputin, con gesto indolente, cogió uno y lo engulló.

El doctor Lazovert, que había molido en persona el cianuro potásico y lo había espolvoreado en cada uno de los pasteles, había jurado que la muerte sería casi instantánea.

Hasta Dmitri disminuyó el ritmo de sus rasgueos para mirar.

Pero Rasputin se limitó a dejar ver una amplia sonrisa y dijo:

—¡Otra vez! ¡Y ahora toca algo más alegre!

El príncipe lo observó, asombrado, mientras el monje se recogía una miga de la poblada barba y se la comía.

Junto con un segundo pastel.

Los dedos de Dmitri tocaban desmañadamente las cuerdas del instrumento. Yusupov esperaba sin respirar.

Rasputin parecía no alterarse.

—Acaso nuestro invitado quiera vino —dijo Dmitri, con un revelador temblor en la voz.

Como si despertara de un mal sueño, Yusupov se apresuró a ir a por la licorera. Tras llenar una copa de cristal con madeira, se la ofreció al reclinado monje.

—¿Quieres que beba solo? —preguntó éste al tiempo que cogía la copa.

El príncipe, fingiendo divertirse, volvió a la mesa de los licores y se sirvió una generosa copa de coñac.

—¡Por el Año Nuevo! —exclamó, levantando la copa.

—¡Por la hermosa princesa Irina! —gritó Rasputin, justo cuando el reloj del rincón daba la hora—. ¿Piensa venir con nosotros aquí abajo alguna vez?

Se bebió de un trago el madeira, se limpió la boca con la manga y alargó la copa pidiendo más. El príncipe estuvo a punto de tambalearse mientras iba a buscar la botella y volvía a llenársela.

«¿Es posible?», empezó a preguntarse. ¿Sería en verdad este ser, este inmundo monje de los eriales de Siberia, una especie de profeta? Aun sin la cruz pectoral, ¿era invulnerable? ¿Velaba por él una providencia divina, como tan a menudo y tan pomposamente había proclamado?

El gran duque Dmitri, pretextando un repentino dolor de cabeza, soltó la balalaica en una otomana y subió a escape la sinuosa escalera, aterrorizado. Rasputin cambió de postura en el sofá y enseguida, bruscamente, se puso de pie. Menos mal, pensó Yusupov: por lo menos se tambaleaba. Sin prisas, con paso de oso, Rasputin fue hacia una de las vitrinas, la que contenía un crucifijo de cristal de roca tallado en la Italia del siglo XVI, y observó el precioso objeto detenidamente a través del vidrio.

Yusupov estaba al borde de la desesperación. Como último recurso había escondido un revólver Browning en una caja de ébano detrás de la mesa de los licores, y ahora lo recuperó con manos temblorosas y se puso detrás del monje.

—Saque el crucifijo del estuche con toda libertad —dijo.

Pero Rasputin pareció contentarse con dejarlo donde estaba. En vez de eso, se llevó las manos a la tripa y empezó a masajearse el vientre.

—Tal vez —continuó el príncipe; su tono era más decidido que antes— hiciera bien en cogerlo y rezar una oración.

Yusupov veía la cara de Rasputin reflejada en el cristal, igual que el monje le veía la suya.

De pronto a Rasputin le dieron arcadas y, al tiempo que alargaba una mano hacia la vitrina, dijo:

—Me has envenenado.

Yusupov no contestó. En lugar de eso levantó el arma con mano trémula, apuntó directamente a la espalda de Rasputin y disparó una vez.

Durante varios segundos Rasputin no se movió, ni se inmutó siquiera. El príncipe intentó disparar de nuevo, pero su dedo estaba tan sudoroso que resbaló del gatillo. Despacio, el monje dio media vuelta, con los azules ojos centelleando de cólera, antes de perder el equilibrio y caer de bruces sobre la alfombra de piel de oso.

Yusupov oyó pasos en la escalera, y al volverse vio al gran duque Dmitri, al doctor Lazovert y a otro conspirador, Purishkevich; todos miraron fijamente el arma que colgaba de su mano, y luego el cuerpo que yacía boca abajo en el suelo. El monje estaba tendido, quieto, con los ojos cerrados, pero no había ni rastro de sangre. El doctor Lazovert se acercó con cautela, le tomó el pulso y lo declaró muerto.

—Bien, entonces envolvámoslo en algo y saquémoslo de aquí —dijo Purishkevich, el mayor y más sensato de ellos, al tiempo que miraba por todo el abovedado sótano.

Yusupov se reprendió a sí mismo: ¿cómo no habían pensado detenidamente esta parte del plan?

—Arriba —ordenó Purishkevich—. Usaremos las cortinas azules del salón.

Mientras los demás volvían a subir a toda prisa la escalera con harta impaciencia, Yusupov se quedó solo de nuevo con el cadáver. Se hundió en un sillón y dejó caer el revólver en la alfombra. Había esperado sentirse conmovido, rebosante de júbilo. Pero no era así en absoluto. Las manos le temblaban aún, y el estampido del disparo hacía que le zumbaran los oídos.

En ese instante una chispa saltó del hogar y fue a caer tan sólo a unos centímetros de la extendida bota del monje.

La bota dio una sacudida.

Al príncipe se le cortó la respiración en la garganta, y mientras examinaba el rostro del monje, vio que primero se abría un ojo y luego el otro. Y antes de que pudiera siquiera levantarse de un salto del sillón, Rasputin volvía a estar de pie, gruñendo mientras la saliva salía volando de sus labios y sus manos arañaban la ropa de Yusupov.

—¡Asesino! —gritó el monje.

Sus dedos se cerraron en torno al cuello del príncipe.

Estaban ambos a punto de caer al suelo cuando Yusupov logró soltarse y corrió hacia la escalera pidiendo auxilio a gritos.

—¡Asesino!

Rasputin lo seguía muy de cerca, subiendo con dificultad los tortuosos peldaños a gatas, como un animal. El príncipe lo oía jadear y sentía sus manos, que intentaban asirle el bajo de los pantalones.

—¡Está vivo! ¡Está vivo! —gritó, al tiempo que entraba corriendo en el salón y cerraba la puerta de un portazo.

Purishkevich y los demás, que estaban recogiendo las arrancadas cortinas, se quedaron boquiabiertos de incredulidad.

—¡Aún está vivo! —repitió Yusupov, atrancando la puerta con la espalda.

—No puede ser —dijo el doctor Lazovert—. No tenía pulso.

—Tú le disparaste —intervino Dmitri—. Le disparaste en la espalda.

—Ha tomado veneno suficiente para morir diez veces —añadió Lazovert.

—¡Pero se escapa! —gritó el príncipe—. ¡Ahora mismo!

—Eso es imposible —contestó Purishkevich con desdén, pero mientras hablaba se sacó una pistola de debajo del chaleco—. Hágase a un lado.

Tras apartar al príncipe, salió dando grandes zancadas al pasillo empuñando la pistola. Un reguero de sangre conducía hacia el vestíbulo, y un viento frío se metía en el palacio por las puertas abiertas. Yusupov, encogido de miedo tras él, señaló hacia fuera y dijo:

—¿Lo ve? ¿Lo ve?

Resbalando y patinando en la nieve que no dejaba de caer, el monje avanzaba implacablemente por el patio hacia la verja principal, que daba al canal.

—¡Asesinos! —decía a voces—. ¡La zarina sabrá de esto! ¡Sois unos asesinos!

—¡Mátelo! —gritó Yusupov—. ¡Antes de que salga!

Pero justo en el momento en que Purishkevich daba un paso adelante y disparaba, Yusupov le empujó el brazo y la bala dio con estruendo en las verjas de hierro.

—¡Péguele un tiro! —gritó Yusupov.

Purishkevich lo echó a un lado y apuntó de nuevo.

El balazo no dio en el blanco, ni el siguiente. Rasputin manoseaba nerviosamente el cerrojo de la verja. Para concentrarse, Purishkevich se mordió la mano izquierda y volvió a disparar, y esta vez la bala alcanzó a Rasputin en el hombro. Se desplomó hacia un lado, y un nuevo disparo le dio en la parte posterior de la cabeza.

Para cuando los conspiradores se apiñaron en torno al cuerpo caído, la sangre de Rasputin se escurría sobre la nieve, pero sus ojos seguían mirando fijamente al cielo y él rechinaba los dientes de dolor y furia. ¿No había forma de matar a este hombre?, pensó Yusupov, horrorizado. ¿No se acabaría nunca aquello?

Purishkevich, asimismo, soltó una maldición por lo bajo y luego le dio una patada al monje en la sien, fuerte. A falta de mejor arma, Yusupov se quitó el pesado cinturón labrado a mano con hebilla de plata y azotó el cuerpo hasta que, por fin, no hubo más señales de vida. El doctor Lazovert alzó una mano para detenerlos.

—Basta —dijo—, se ha terminado.

El gran duque Dmitri salió de la casa arrastrando las cortinas azules, pero antes de que enrollaran el cuerpo en ellas, Yusupov dijo: «Deténganse» y, tras arrodillarse, rasgó la ensangrentada camisa de Rasputin y buscó algún rastro de la cruz en su cuello y pecho.

—¿Qué haces? —preguntó Dmitri.

—La cruz de esmeraldas… ¡Estoy buscándola!

—Santo cielo, Felix, ¿no eres bastante rico ya? —respondió Dmitri, al tiempo que lo apartaba de un empujón—. ¿Has perdido la cabeza?

«Buena pregunta», pensó Yusupov mientras se echaba hacia atrás en la nieve, viendo cómo los otros terminaban de envolver el cadáver y le ataban una cuerda a todo el fardo. Era tarde, una noche fría y de gran nevada, de modo que, para alivio de Yusupov, no vieron a nadie y nadie los vio cuando llevaron el cuerpo por una callejuela y, después de pasar por debajo de un puente, salieron al helado río Neva; una vez allí, lo metieron a empujones por un agujero del hielo. A la luz de la luna parecía sólo una oscura sombra bajo el agua, que se deslizaba despacio y silenciosamente río abajo. Con él iban los sueños de gloria de Yusupov. De pronto había caído en la cuenta —¿cómo había estado tan ciego?— de que, lejos de ser aclamado como un salvador, muy bien podrían tacharlo de asesino. Costaba trabajo matar a un hombre —él no lo había hecho nunca— y, aunque el zar tal vez se alegrara de librarse de aquel loco, la zarina se enfurecería. ¿Por qué no había pensado estas cosas con más claridad?

Lo único que quería ahora, con todas y cada una de las heladas fibras de su ser, era que el cuerpo permaneciera bajo el hielo sin ser descubierto hasta la primavera… o mejor aún, hasta el día del Juicio Final.