CAPÍTULO 17

Cuando la furgoneta arrancó, Harley se subió el cuello de la parka y bajó con paso cansino por Front Street, barrida por un cortante viento. No era más que mediodía, pero las nubes eran densas y ya iba oscureciendo. Cuanto lo rodeaba —el puñado de escaparates, el torcido tótem, los oxidados camiones de neumáticos gigantescos— estaba bañado en un apagado resplandor color de peltre, como si todo estuviera metido bajo un barreño volcado. ¿Cómo sería, se preguntó, ver el caliente sol en las palmeras y andar por ahí vestido sólo con una camiseta y unos pantalones cortos?

¿Y cómo estaría Angie Dobbs bronceada de verdad, no con aquel color de cangrejo cocido que a veces se le ponía cuando iba al salón de bronceado de Nome?

Tanto The Arctic Circle Gun Shoppe como el almacén de madera estaban cerrados por el funeral, y aparte del resplandor violeta del terrario de la serpiente que se filtraba por entre las láminas de la persiana, su caravana también estaba oscura y muda al final del callejón que había entre ellos. La rottweiler de la armería ladró con ferocidad cuando él pasaba y se abalanzó contra la persiana de tela metálica del escaparate.

—Cállate ya, joder —dijo Harley mientras iba al cobertizo situado detrás del almacén de madera.

En la puerta había un candado, pero Harley sabía que el dueño había perdido las llaves tantas veces que ya ni se molestaba en cerrar el maldito chisme. Además, ¿qué había allí que robar, aparte de las pocas palas y picos que eran precisamente lo que Harley buscaba? Probablemente, ni siquiera los echara de menos antes de que él volviera de la isla con lo que esperaba que fueran las joyas en la mano.

Las joyas que le servirían para comprar el billete de primera clase a Miami Beach.

Tras abrir un poco las puertas metálicas, justo lo suficiente para colarse dentro, Harley buscó a tientas el cordón atado a la bombilla del techo. Todo el artefacto se balanceó, proyectando sombras por el ya sombrío interior. Había montones de tablones podridos, un par de tornos estropeados y caballetes combados con herramientas por todas partes. Hacia el fondo, apoyados en la pared como una pandilla de borrachos, vio las palas y los picos de hierro que necesitarían para cavar las tumbas y abrir los ataúdes. Sólo de mirarlos le dolían los brazos, y se recordó que debía asegurarse de que Eddie y Russell hicieran la mayor parte del trabajo duro. Él era el capataz de esta tarea, y el capataz se encargaba de supervisar las cosas. Ya preveía cómo iban a ponerlo los otros dos.

Rodeando una carretilla a la que le faltaba una rueda, se puso a revolver entre las palas, buscando las más apropiadas. Necesitaría por lo menos una de hoja ancha y plana por si la nieve caía fuerte, y un par más con los extremos más puntiagudos y más duros para que penetraran en la tierra. Unos cinceles no irían mal tampoco; se clavaban en el suelo como estacas y, si se colocaban bien, Eddie y Russell tal vez pudieran sacar placas enteras de tierra, prácticamente intactas, de una vez.

El viento soplaba tan fuerte en las puertas metálicas que una de ellas volvió a cerrarse de golpe, y Harley se sobresaltó al oírlo. La colgante instalación de la luz oscilaba en el techo como un péndulo, y deseó que aquel maldito chisme tuviera una bombilla de más vatios. Todo lo que había en la habitación proyectaba extrañas sombras por las paredes de metal acanalado, y durante una fracción de segundo Harley creyó vislumbrar algo que se movía tras él, como si acabara de entrar en el cobertizo.

¿Se habría soltado la condenada perra? Se quedó inmóvil, esperando, pero no vio nada merodeando por el suelo, entre los tablones y las sierras mecánicas. Y si escuchaba con atención, como estaba haciendo ahora, por encima del sonido del viento oía a la rottweiler aullar en la armería de al lado, justo donde debía estar.

Aunque aullaba como si alucinara por algo.

Harley no les encontraba sentido a los perros. Para él no eran más que lobos fallidos… y, si por él fuera, podían pegarles un tiro a todos.

Volvió a la tarea de escoger las herramientas —no quería pasarse el día entero allí dentro, porque lo que estaba haciendo, en sentido estricto, podría llamarse robar si el dueño lo pillaba—, pero se detuvo cuando le pareció oír que algo se movía de nuevo, al otro lado de un alto montón de tablones.

—¡Eh! —dijo—. ¿Hay alguien aquí dentro?

Pero no contestó nadie.

—¿McDaniel? —preguntó, pensando que tal vez fuera el dueño del almacén de madera tratando de sorprenderlo con las manos en la masa—. ¿Es usted? Soy Harley.

Siguió sin haber respuesta, pero decididamente se oyó una pisada.

—Es que necesitaba una pala para despejar el hielo de delante del enganche de la caravana. No le importa, ¿no? —Pero como sabía la reputación que los chicos de Vane tenían en el pueblo, le pareció que debía añadir algo—. Iba a ponerla otra vez en su sitio nada más terminar.

Y por una vez, joder, aquello casi era la verdad.

Con una pala aún en las manos, fue despacio y cautelosamente hasta el extremo del montón, esperando tal vez ver a McDaniel o incluso a aquel crío inuit que lo ayudaba, pero lo que vio en vez de eso, entrando y saliendo de la luz, se parecía más a un descarnado espantapájaros. Al principio incluso creyó que tal vez fuera un maniquí.

Pero entonces aquello parpadeó.

—¿Quién leches eres? —preguntó.

En aquel mismo momento lo reconoció.

El mojado pelo castaño cayéndole sobre la guerrera gris del cuello de tirilla. El largo abrigo negro de piel de foca. Los grandes ojos oscuros, la piel petrificada, los dientes amarillos sobresaliendo de los labios contraídos.

Era el cuerpo del ataúd que había encontrado en las redes.

Y mientras lo miraba horrorizado, aquel ser alargó la mano como si esperara que le diera algo.

—¿Qué quieres? —preguntó Harley, retrocediendo pero agarrado a la pala como si le fuera la vida en ello—. ¡Vete de aquí, joder!

El joven abrió la boca —y Harley juraría que, incluso a más de tres metros de distancia, le llegó una ráfaga del aire más fétido que había olido nunca— y dijo algo que sonó a ruso. Pero a ruso como si lo pronunciara alguien que aún estuviera ahogándose, con palabras borboteantes y farfulladas.

Harley levantó la pala y la echó atrás sobre un hombro, como un bate de béisbol.

—¡No te acerques más!

Oyó a la rottweiler de al lado ponerse más desquiciada que nunca, y por una vez hasta deseó que la maldita perra se hubiera soltado.

El hombre repitió lo que quiera que hubiese dicho, e incluso alzó una mano —los dedos no eran más que huesos completamente blancos con largas y abarquilladas uñas— y se tocó una parte del pecho.

Más o menos donde había estado la cruz de esmeraldas.

«Santo Dios». Si la hubiera llevado encima, Harley le habría arrojado el condenado trasto.

—¡Yo no la tengo! —dijo a gritos—. ¡La tiene Charlie! —añadió, como si eso tuviera sentido.

Sin embargo aquel ser no parecía entender una palabra de inglés y, cuando dio un paso hacia delante, Harley se encontró con que estaba pegado a la pared posterior del cobertizo. Blandió la pala, pero el hombre no pareció hacer ningún caso. Se acercó más, y entonces Harley intentó golpearlo con la pala, lo alcanzó en el hombro y lo lanzó, como si fuera un fardo de palos y trapos, hasta un montón de maderos sueltos y virutas.

Luego, dando gritos, saltó por encima del sitio donde antes había estado y, con la pala aún agarrada en la mano, corrió hacia la puerta, volcando la carretilla, y salió al callejón. La rottweiler estaba hecha una energúmena, ladrando enloquecida y echando espumarajos por la boca junto al escaparate. Mientras miraba por encima del hombro, de pronto Harley chocó con algo y cayó despatarrado al suelo.

De pie a su lado, con cara de cabreo y desconcierto, estaba McDaniel.

—Pero ¿qué demonios andas haciendo, Harley? —Sus ojos fueron rápidamente a la pala—. ¿Piensas limpiarme la nieve de la entrada?

—Es que quería que me prestara esto —respondió Harley, aún intentando recobrar el aliento y sin perder de vista las puertas abiertas del cobertizo.

¿Iba aquella maldita cosa a salir tras él?

—¿Prestarte? —repuso McDaniel—. Sí, claro, seguro.

Entró dando fuertes pisotones en el cobertizo antes de que Harley pudiera detenerlo, y al cabo de un minuto más o menos Harley vio que se apagaba la luz y McDaniel salía de nuevo sin daños apreciables.

—Si te hacen falta herramientas —dijo—, lo único que tienes que hacer es pedirlas.

—Entendido —respondió Harley, que ya volvía a ser dueño de sí.

Pero ¿qué había sido de aquel cadáver vestido con el abrigo de piel de foca? ¿Se le había pasado por alto a McDaniel sin saber cómo? ¿O es que había… desaparecido?

—Vaya buen discurso dijiste en la iglesia.

¿Había estado el cadáver allí siquiera, en primer lugar? Harley se preguntó si estaba perdiendo la cabeza.

—Ahora no andes jodiendo y no robes cosas otra vez.

Harley asintió con la cabeza, se alejó arrastrando los pies hacia su caravana y dejó la pala apoyada junto a los escalones. Tenía las manos tan frías y tan temblorosas que le costó meter la llave en la cerradura. Y cuando por fin se volvió para cerrar la puerta vio que McDaniel seguía mirándolo y meneaba la cabeza.