—¿En quién confías? —preguntó Charlie, al tiempo que clavaba la mirada en el objetivo de Skype acoplado al ordenador.
—¿Se refiere a en qué médico? —preguntó la mujer, desconcertada—. No sé, son todos tan difíciles de entender cuando se ponen a hablar de carcinomas y…
—¿En quién confías? —la interrumpió Charlie; sus fuertes manos agarraban las ruedas de la silla.
La mujer de la pantalla se replegó visiblemente en sí misma, con los hombros encorvados y la cabeza gacha. Tenía el desgreñado pelo pegado al cráneo.
—¿Quién te da fuerzas?
—¿Usted? —aventuró ella, como un alumno que confía en haber dado con la respuesta correcta.
—¡Mal! —estalló él.
Ella se encogió más.
—Yo sólo soy el recipiente, yo sólo soy el mensajero. Jesús te las da directamente. «Quien viva y crea en mí no morirá». Jesús dice: pon tu fe en mí; toda tu fe, no sólo un poco, no sólo eso de lo que crees que puedes prescindir, sino la tostada entera.
—Eso hago —se defendió ella—. Sí que creo en todo eso, en Dios, pero…
—¡No se permiten peros! Dios dice: dámelo todo y yo te devolveré ciento por uno. ¿Qué te retiene?
Ella se calló un instante. Se oían voces infantiles que llegaban de otra habitación.
—Tengo miedo —contestó con voz cohibida—. Tengo mucho miedo.
Charlie se dio cuenta de que iba a perderla; estaba siendo demasiado severo. Esta mujer aún era presa de las preocupaciones terrenales, tenía miedo a morirse y se equivocaba de medio a medio a la hora de tener fe en algo. Prudentemente, Charlie bajó la voz y adoptó un tono más consolador.
—Yo antes era como tú —dijo—, antes de que Dios me quitara el uso de las piernas. Yo vivía con miedo, todos los días, a perder lo que tenía: mi salud, mi familia, el amor de mis amigos.
Incluso él tuvo que admitir que lo del amor de sus amigos era pasarse un poco, pero estaba lanzado y se le podía perdonar.
—Y entonces Dios me dio un buen bofetón, estrelló mi canoa en una roca en el cañón del río Heron y me clavó en esta silla de ruedas como si plantara un nabo en la tierra.
En el tiempo que tardó el servicio forestal en llegar a rescatarlo, Charlie había visto a Jesús tan claro como veía a aquella mujer en la pantalla del ordenador. Vestía una túnica larga blanca, igual que en los cuadros, solo que tenía el pelo largo y negro y la corona de espinas brillaba, igualito que si estuviera hecha de espumillón.
—Y desde entonces he ido creciendo. Mi cuerpo se ha secado, pero mi espíritu es tan alto como una secuoya.
No había vuelto a ver más a Jesús, pero sabía que ese día llegaría… en este mundo o en el otro.
Justo fuera del alcance de la cámara, y en voz baja para que no la captara el ordenador, Rebekah dijo:
—Vamos a llegar tarde.
Estaba en la puerta de la sala de reuniones, con el abrigo y los guantes ya puestos.
Charlie hizo señas con una mano detrás de él, de nuevo muy baja para que no se viera, indicándole que la había oído. La mujer de la pantalla estaba llorando.
—Yo no soy tan fuerte como usted —murmuró—. Entre las biopsias y los escáneres y todos los análisis, es que estoy… agotada.
—Vale, te entiendo, hermana. —Charlie llamaba a todos sus feligreses por Internet hermana o hermano—. Pero Dios nunca nos da más de lo que Él cree que podemos soportar.
—Bathsheba está esperando en el coche —susurró Rebekah con voz crispada.
—Tengo que irme ya. Hay una ceremonia de oración en el pueblo; me esperan.
Aunque a la mujer tal vez le diera la impresión de que él presidía la ceremonia de oración, algo que no era precisamente cierto, tampoco había mentido. Sí que había un oficio religioso, el funeral por los tripulantes que se habían ahogado en el Neptune II, pero el único motivo de que esperaran a Charlie era porque iba a recoger a su hermano, Harley, quien en teoría pronunciaría unas palabras. Charlie ya se las había escrito.
—Que Dios esté contigo, hermana —finalizó—. Si tú no lo abandonas a Él, Él no te abandonará. No lo olvides nunca.
—Intentaré no olvidarlo.
—PayPal —susurró Rebekah desde la puerta.
—Vale —respondió Charlie, tan absorto en su misión divina que casi se le habían olvidado las instrucciones del Señor de encontrar medios para difundir la palabra—. Y no olvides mandar tu diezmo por PayPal.
La mujer asintió con la cabeza mientras se sonaba la nariz en una arrugada pelota de clínex.
—Que Dios te bendiga, hermana.
—Que Dios lo bendiga a usted —respondió ella antes de desconectarse.
Con un exasperado suspiro —«¡Por lo visto debes de creer que esta casa funciona con oraciones en vez de con dinero!»—, Rebekah bajó a Charlie por la rampa hasta el garaje y luego lo ayudó mientras él se subía a pulso al asiento del conductor de la minivan azul. Las fuerzas de la parte superior de su cuerpo aún estaban bien. Mientras Rebekah guardaba la silla en la parte de atrás, Bathsheba se enfrascó en un libro. Si Charlie le preguntara qué estaba leyendo, ella afirmaría que era la Biblia, pero más de una vez había resultado ser uno de aquellos libros de Crepúsculo sobre vampiros y cosas así. Charlie había tenido que regañarla severamente.
El servicio religioso estaba previsto para mediodía, y Charlie sabía que Harley apenas se levantaría a tiempo. Sacó el coche del garaje dando marcha atrás, empleando el surtido de mandos manuales por cable rotatorio que le permitían conducir sin tener que pisar los pedales del acelerador o el freno; todo se hacía dando vueltas a la palanca de cambios expresamente instalada en el volante. El camino de entrada era largo y lleno de baches, y la carretera principal no estaba mucho mejor.
—No me gusta que hables tanto con esa mujer —dijo Rebekah.
Charlie tardó un momento en entender a quién se refería.
—Sólo llama buscando compasión —continuó Rebekah.
—Está muriéndose, por el amor de Dios.
—Eso no es excusa. Todos nos morimos.
—Forma parte de mi rebaño.
—Pues esquílala y termina con esto.
Bathsheba soltó una risilla ahogada en el asiento de atrás y Charlie echó una ojeada al espejo retrovisor.
—¿Qué tiene tanta gracia?
—Nada.
Cuando se fueron a vivir con él, Charlie había tardado unos cuantos días en darse cuenta de que Bathsheba no es que fuera tímida: en realidad era un poco torpe de entendederas. Su hermana mayor cuidaba de ella.
Sin embargo él necesitaba ayuda en la casa, y más ayuda todavía para llevar el sitio web y la Iglesia de las Sagradas Escrituras de Vane. Rebekah tenía mucho sentido comercial, y a Bathsheba le confiaban las tareas domésticas sencillas y cosas así. Pero, más allá de eso, era un problema.
—No vamos a tener líos hoy, ¿verdad? —preguntó él por encima del hombro.
Bathsheba hizo como si no supiera a qué se refería.
—¿Nada de arrebatos? ¿Nada de payasadas?
La última vez que habían puesto los pies en la iglesia luterana, que servía de templo multiuso en Port Orlov, Bathsheba había afirmado que la atacaban los diablos. Criadas en una diminuta secta fundamentalista del nordeste que se había escindido de la corriente principal hacía cien años, las dos habían llegado a Port Orlov con algunas ideas muy arraigadas, si bien poco ortodoxas. Pero Charlie atribuía los incidentes como aquel último a los malditos libros que Bathsheba leía. Gracias a Dios que la biblioteca municipal, alojada en el centro cívico, consistía en unos tres estantes de destrozados libros del Reader’s Digest.
—No te preocupes por mi hermana —intervino Rebekah con aspereza—. Tú ocúpate de ese hermano tuyo.
En realidad eso mismo estaba pensando hacer Charlie; tenía un montón de planes para Harley y aquellos dos pirados amigos suyos, Eddie y Russell.
Continuaron en silencio hasta llegar a las afueras del pueblo, y después torcieron por Front Street y se detuvieron entre el almacén de madera y la armería. La caravana aún se apoyaba en el oxidado enganche de acero, a unos treinta y cinco centímetros del suelo.
—Ve a por él —le dijo Charlie a Rebekah.
Ella contestó:
—Hace frío fuera. Toca la bocina.
La obediencia, pensó Charlie, sería el tema de su siguiente videosermón.
Tocó el claxon y observó que la persiana de la ventana subía. Vio la silueta de la cabeza de Harley recortada en el resplandor violeta pálido del terrario de la serpiente. Charlie no había llegado a estar nunca dentro de la caravana, pero Rebekah sí, y lo había puesto al corriente de todo con pelos y señales.
La puerta se abrió y Harley bajó dando traspiés los escalones, subiéndose aún la cremallera del chaquetón. Tenía el pelo mojado de la ducha. Se montó en el asiento posterior junto a Bathsheba, quien escondió el libro para que no lo viera. Charlie miró hacia atrás y dijo:
—Enséñame el discurso que vas a pronunciar.
—¿Qué discurso? Sólo voy a decir un par de cosas y a sentarme lo más rápido que pueda.
—Me imaginaba que dirías eso. —Charlie se sacó unas notas escritas a máquina del bolsillo del chaquetón—. Repásate esto por el camino. Es lo que vas a decir.
De mala gana, Harley cogió el papel y lo leyó detenidamente mientras Charlie conducía. A Charlie le gustaba bastante su manejo de las palabras —con los años había conseguido librarse gracias a ellas de más de una acusación, incluidos robo a mano armada en domicilio y agresión—, y aunque no fuese él quien las declamara, serían sus palabras las que se dijeran desde el púlpito de la iglesia del pueblo.
Con su pegatina de discapacitado, Charlie aparcó la furgoneta al lado de la escalera delantera. Rebekah subió la rampa empujando la silla de ruedas. Justo al entrar, no lejos de la placa donde aparecían todos los pescadores perdidos en alta mar en los últimos cien años, había tablones de anuncios cubiertos con los nombres y fotos de los muertos más recientes: Lucas Muller. Freddie Farrell. Jonah Tasi, el samoano. Buddy Kubelik. Old Man Richter. Aquí decía que el nombre de pila del viejo era Aloysius; no era de extrañar que no lo usara. En las fotos se veía a los hombres levantando los peces que habían pescado, o en cuclillas junto a wapitis muertos, o alzando jarras de cerveza en el Yardarm. Algunas personas habían añadido pequeñas notas y tarjetas de despedida.
Mientras la silla de ruedas de Charlie, empujada por Rebekah, avanzaba por el pasillo, las demás personas parecían reparar rápidamente en él y luego mirar para otro lado. Charlie sabía que, en cierto sentido, su séquito era un espectáculo, y eso le gustaba. Este pueblo siempre había sido demasiado pequeño para él y sus ambiciones, pero hasta el accidente y el momento en que lo salvaron no había encontrado el mensaje, ni los medios, para que se le oyera en el mundo. Las Sagradas Escrituras de Vane aún no era una fuerza influyente, pero tenía plena confianza en que lo sería algún día. A su debido tiempo, el Señor le indicaría el modo.
Rebekah paró la silla junto al primer banco, y Charlie se alegró al ver que la alcaldesa y un par de hombres que estaban al lado de ella, uno de los cuales parecía un rusaca, tenían que hacerse a un lado para dejarles sitio. Aquéllos debían de ser los tipos del helicóptero, y Charlie estuvo encantado de echarles una ojeada. Conoce a tu enemigo, eso es lo que él había dicho siempre. Y el Señor, estaba seguro, no tenía nada en contra del sentido común. Ahí era donde, a su parecer, mucha gente se equivocaba; creían que el Señor quería que uno actuara como un bobalicón, que uno fuera por ahí esperando lo mejor de todo el mundo y fiándose de ellos como un perro estúpido. Qué sarta de memeces. El Señor quería que uno usara las luces que le había otorgado la gracia divina para ayudarlo a Él en su causa… y Charlie nunca se había quedado corto en ese campo.
Hablando de lo cual… el reverendísimo Wallach, un tontolaba inútil que no sabía ni remover un cuenco de cereales, y mucho menos conmover a unos feligreses, subía al púlpito con una Biblia en una mano y en la otra, un blanco chaleco salvavidas del Neptune II, que colgó de un gancho acoplado al atril. No era la primera vez que el gancho se utilizaba con ese fin, ni sería la última. El mar de Bering no estaba poniéndose más benévolo.
—Estamos reunidos hoy aquí —dijo el pastor— en conmemoración de los buenos hombres que perdieron la vida haciendo lo que hacían tan bien, y con tanta alegría.
Diez segundos hablando y Charlie ya casi había estado a punto de carcajearse. El que creyera que los cangrejeros hacían aquello por gusto estaba loco. Era casi el peor trabajo del mundo. Él lo había hecho durante años, hasta que el primer Neptune se hundió, y desde entonces no lo había echado de menos ni un solo minuto. Ahora vivía para ampliar su Iglesia, y con ese objetivo haría todo lo que tuviera que hacer. O, para ser más exactos, todo lo que Harley y sus compinches Eddie y Russell tuvieran que hacer. Antes del oficio religioso había visto a aquellos otros dos fracasados fumándose un canuto fuera.
Harley ya había abordado el asunto del trabajillo con ellos, de modo que él no iba a tener que perder mucho tiempo insistiendo. Llegar a la isla de Saint Peter y abrir tumbas que quizá estuvieran aún encerradas en el permafrost iba a exigir mucho esfuerzo. Lo que fastidiaba a Charlie era haberse dejado esta mina de oro en potencia allí, delante de sus propias narices, toda su vida. ¿Era la providencia lo que le había abierto los ojos al fin? Si había más joyas en el sitio de donde procedía aquella cruz adornada de esmeraldas, por fin tendría recursos para hacer lo que quisiera. Inundaría el mundo entero de la palabra sagrada. Jesús a lo mejor le había puesto en su camino aquellas reservas por ese preciso motivo.
¿Y quién sabe cuánto habría?
Desde que encontrara la cruz en el anorak de Harley había estado investigando por Internet, pidiendo libros y descargándose monografías, incluso haciéndose pasar por profesor de la Universidad de Alaska con el fin de llamar a un par de expertos en historia rusa y freírlos a preguntas. Y todo lo que había aprendido, como el hecho de que la colonia la fundara un grupo de siberianos fanáticos que se había establecido en la isla entre 1910 y 1918, no hacía sino despertar más su apetito.
—Hoy vamos a oír a miembros de las familias de los hombres perdidos —decía en tono monótono el pastor—. Y también al capitán de la malaventurada embarcación que zozobró aquella fatídica noche, pues sólo él vive para contarlo.
Y, hablando de contar, vaya cuento que iba a contarles, pensó Charlie.
—Empecemos —dijo el pastor— con el señor Muller, el padre del tripulante más joven, Lucas.
Mientras Muller, que tenía una tienda de suministros de ferretería, subía con aire grave al púlpito, Charlie se puso a tamborilear con los dedos en las rodillas en un gesto de impaciencia. Todavía estaba pensando en sus descubrimientos más recientes. Resulta que estos siberianos habían sido discípulos de aquel monje loco, Rasputin, el que había embrujado al último zar y a la zarina de Rusia. Los Romanov. Se había acordado de algunas de estas historias por el colegio —no se podía crecer en Alaska y no saber nada de los rusos que vivían justo al otro lado del estrecho—, pero de lo que él no había sabido nada era de las joyas de los Romanov. No sabía que el zar y su familia habían sido dueños de una de las más increíbles colecciones de joyas que el mundo había visto nunca.
Ni que muchas de ellas seguían desaparecidas hasta el día de hoy.
—Mi hijo nunca fallaba en nada de lo que se proponía —estaba diciendo el señor Muller—. Era listo como una ardilla y trabajaba tanto como cualquier hombre que yo haya conocido.
Charlie sabía que la culpa del naufragio se había achacado al modo en que Lucas había pilotado el barco, y supuso que ésta era la forma en que el padre rescataba la reputación de su hijo. Confió en que Harley no decidiera improvisar y echar sal en la herida.
Mientras Muller cedía el púlpito a la madre del marinero samoano, Charlie volvió a repasar la lista mentalmente: el inagotable conjunto de diademas y collares, pendientes y pulseras, cruces doradas y huevos esmaltados —huevos que hacía un joyero llamado Fabergé— que componían la colección imperial. La zarina, encaprichada con su hombre santo de las estepas, le había hecho espléndidos regalos, e incluso corrían rumores de que se había convertido en su amante. Pero ¿quién iba a saberlo nunca, o a quién iba a importarle un bledo ya? Lo único que le importaba a Charlie era el evidente valor de la cruz… y el que se hubiera encontrado en la isla. Si la cruz estaba allí, el resto de las joyas Romanov perdidas estarían allí también.
A la madre del samoano la había reemplazado la hermana de Farrell, y a ésta, un maquinista amigote de Old Man Richter, y por fin le tocó el turno a Harley, que fue con porte desgarbado hacia el púlpito como un hombre a punto de que lo ahorcaran. Charlie sintió ganas de gritarle que se pusiera derecho, pero se tranquilizó al ver que sacaba los comentarios que le había escrito y empezaba a leer.
Rebekah asintió con la cabeza en un gesto de aprobación y le echó una ojeada a Charlie con sus ojillos brillantes y duros. Bathsheba había soltado el libro cutre que había llevado e incluso prestaba algo de atención.
—La humanidad está siempre en la mira de la gracia de Dios.
Charlie estaba especialmente orgulloso de aquella frase.
—La fe es el sendero que todos debemos tomar. Ese sendero nos conducirá por las tribulaciones de la vida, y nos protegerá de los muchos males y las incontables plagas que nos asaltan. Incluso cuando me agarraba a la tapa de aquel ataúd, yo confiaba en que Dios me llevaría a tierra.
Charlie sabía que probablemente Dios fuese lo último que Harley tuviera en mente aquella noche, pero no veas si la frase quedaba bien. Luego Harley leyó la versión de Charlie sobre todas las demás revelaciones profundamente religiosas que había tenido mientras, lleno de dudas y temores, se abría paso por el helado mar hasta llegar a la orilla, donde su fe lo había depositado por fin.
—Sólo desearía haber podido salvar a mis compañeros, los miembros de la tripulación que participaban en aquella espantosa travesía conmigo —finalizó—. Pero ahora sé que todos descansan, a salvo y secos, en las amorosas manos de Dios.
Cuando se calló, Charlie sintió ganas de aplaudir, o quizá hasta de proclamar de alguna forma que éstas eran sus palabras, pero no veía cómo hacerlo con elegancia. La alcaldesa se puso de pie a continuación —gran sorpresa— e hizo unos comentarios que probablemente creyó que la ayudarían a que la eligieran de nuevo —como si nadie en su sano juicio fuera a querer aquel puesto, de todos modos— antes de que el reverendo Wallach recitara el padrenuestro y anunciara que en el edificio anexo iban a servirse café y té y un refrigerio.
—¿Lo he hecho bien?
Harley se acercó arrastrando los pies para preguntarle a su hermano. Se metió el papel en el bolsillo trasero de los pantalones vaqueros.
—Algunas frases las dijiste entre dientes, pero sí, ha estado bien.
—Tendrías que haber mirado a la gente a los ojos —intervino Rebekah.
—No te he preguntado a ti.
—Pues si hubieras sido listo me habrías preguntado.
Charlie sabía que su hermano y Rebekah no se podían ver. Hasta que las hermanas aparecieron Harley también vivía en la vieja casa familiar, pero cuando las mujeres tomaron el poder, a Harley, y a su serpiente mascota, los habían puesto en la puerta de forma nada sutil.
—A mí me parece que lo has hecho bien —dijo Bathsheba tímidamente.
—¿Dónde están esos idiotas? —preguntó Charlie.
Harley, que sabía perfectamente a quiénes se refería, echó un vistazo por la iglesia vacía.
—Ahí, en el edificio anexo, me imagino.
—Ve a por ellos y venid a verme a la furgoneta.
Rebekah volvió a llevarlo fuera y después fue a acompañar a su hermana junto a las mesas del piscolabis. Charlie sabía que las dos hermanas eran casi tan bien recibidas allí como las hormigas en una merienda campestre.
Al cabo de unos minutos apareció Harley con Eddie y Russell. Llevaban las manos tan cargadas de dónuts, rosquillas y café en tazas de cartón que no podían abrir las portezuelas de la furgoneta. Por fin Harley puso su taza sobre el capó y abrió la portezuela lateral. Charlie se preguntó cómo estos tres iban a realizar algo más complicado que aquello.
Pero su responsabilidad era asegurarse de que lo hicieran.
—¿Qué contáis? —preguntó mientras ellos se arrellanaban en los asientos traseros—. ¿Tenéis un barco?
Los tres se miraron, perplejos, hasta que Eddie se atrevió a decir que probablemente pudiera largarse con el barco de su tío unos cuantos días.
—Aunque a lo mejor tengo que pasarle unos cuantos pavos si se entera.
—Pásale un paquete de seis cervezas y no se enterará de nada —intervino Russell.
—Tenéis que llegar a esa isla antes de mañana, chicos —dijo Charlie.
—¿Y para hacer qué? —preguntó Russell; unas cuantas migas se le cayeron de la boca.
Charlie pensó que parecía una vaca rumiando.
—Para coger las joyas antes de que estos tipos del Gobierno lleguen allí.
—¿Quién dice que vayan a ir allí siquiera? —preguntó Eddie.
Charlie esperó un instante para calmarse y contestó:
—No hacen misiones de vigilancia por sitios adonde no piensan ir. Y no le dan la brasa aquí a mi hermano Harley con esa tapa de ataúd si no piensan buscar el resto ellos mismos.
—Pero ellos van a tener todos esos aparatos y esas cosas —dijo Eddie.
—Por eso vais a llegar vosotros primero y a desembarcar en el lado de sotavento de la isla —explicó Charlie—. Todo lo lejos de la playa que podáis.
—No hay ningún otro sitio donde atracar —respondió Eddie.
—Un barco grande no, pero el arrastrero de tu tío tiene menos de dos metros de calado. Podéis meterlo en una cala. Y por supuesto tendréis que esperar hasta que anochezca. —Últimamente anochecía cada vez más temprano—. Tampoco podéis encender una fogata. Cuando los del FBI lleguen, no querréis que huelan vuestro humo o localicen el campamento. Una cueva estará bien. Buscad una cueva.
—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Eddie en tono quejumbroso.
—El que haga falta —respondió Charlie—. Y llevaos armas.
—¿Armas? —exclamó Russell, recuperando el habla de nuevo—. No pienso liarme a tiros con una pandilla de guardacostas. Con dos años en Spring Creek ya tuve bastante.
—Lobos —contestó Charlie—. En la isla hay lobos, por si no lo sabías.
—Ah.
Algunos vecinos comenzaban a salir poco a poco del edificio anexo ya, poniéndose gorros y guantes. Geordie Ayakuk, que iba comiéndose un perrito caliente, no llevaba puesta ninguna de las dos cosas. Estos nativos tenían grasa natural, pensó Charlie…, otra señal de la misteriosa obra de Dios.
Las dos hermanas aparecieron en la multitud y se dirigieron hacia la furgoneta, y fue como si Harley y sus amigotes hubieran visto un fantasma.
—Bueno, pues nada —dijo Eddie, al tiempo que levantaba deprisa el pestillo de la portezuela lateral y la abría—. Más vale que me pire.
—Yo también —añadió Russell, y salió atropelladamente detrás de él.
Harley no se movió del asiento delantero. Con expresión indecisa, preguntó a su hermano:
—¿Cuánto tiempo crees de verdad que va a llevar esto?
—Todo depende.
—¿De qué?
—De lo rápido que cavéis.
Rebekah estaba ya de pie junto a la portezuela del coche; estaba claro que esperaba a que Harley le dejara el asiento.
—Te acerco a la caravana —dijo Charlie—, y empiezas a preparar las maletas.
Pero Harley le echó una mirada a Bathsheba, ilusionada por compartir viaje en el asiento trasero con él, y contestó:
—Da igual… Voy andando.