CAPÍTULO 15

Charlie estaba en mitad de una retransmisión por Internet, emitiendo la palabra desde el cuartel general de las Sagradas Escrituras de Vane y, por supuesto, pidiendo fondos para que la Iglesia pudiera continuar sus «programas de asistencia social en las regiones más remotas y espiritualmente necesitadas del Gran Noroeste de América», cuando toda la condenada casa empezó a temblar.

Su mujer, Rebekah, había entrado corriendo en la habitación con las manos puestas en la cabeza; justo detrás iba la mema de su hermana Bathsheba gritando:

—¡Es el arrebatamiento! ¡Preparaos para la llegada del Señor!

Charlie casi se lo habría creído, salvo porque el sonido que llegaba de lo alto le recordaba muchísimo a un helicóptero. Al otro lado de la ventana vio unos focos pasando a toda velocidad de acá para allá por el jardín trasero y el garaje, donde tenía su minivan especialmente equipada y adaptada.

Tras quitarse rápidamente de la cámara Skype del ordenador, había salido en la silla de ruedas de la sala de reuniones para ir a la terraza entarimada de atrás, justo a tiempo de ver aquel puñetero bicharraco de helicóptero moverse como una libélula gigante por encima de sus tierras. No estaba a mucho más de quince metros del suelo y le pareció como si estuviera en una especie de misión de estrecha vigilancia. Por un instante se preguntó si el Gobierno federal enviaba un grupo de operaciones especiales para cepillárselo; desde luego, se sabía que había dicho algunas cosas incendiarias sobre aquellos malnacidos de Washington. De pronto se le ocurrió que la cruz luminosa en lo alto del tejado era como tener pintada una diana.

Pero el helicóptero siguió adelante, rozando las copas de los árboles, desapareció al otro lado de la cresta y se dirigió más o menos hacia el centro cívico. Escuchó mientras que su fragor disminuía poco a poco, y luego sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta de punto y llamó a Harley. Primero saltó el contestador automático, pero volvió a llamar enseguida y esta vez Harley, con voz de grogui, contestó.

—¿Cómo demonios no te ha despertado eso? —preguntó Charlie.

—¿No me ha despertado qué?

—Ese helicóptero que acaba de estar a punto de echarme abajo la chimenea.

—¿De qué estás hablando?

—Hablo del helicóptero militar que está fichando el pueblo. Apuesto a que tiene algo que ver contigo y con ese ataúd.

—Charlie, la próxima vez que decidas perder la chaveta, llama a otro.

—No te atrevas a colgar —le advirtió Charlie—. Ahora levántate, mueve el culo y ve al Yardarm a averiguar qué pasa.

El Bar y Parrilla Yardarm era el equivalente local de una centralita telefónica.

—¿Por qué no vas tú?

—Porque estoy en plena emisión.

Harley se echó a reír.

—¿Para quién? ¿De verdad crees que hay alguien escuchando por ahí?

Sí que a veces Charlie se preguntaba cuántos habría, pero lo cierto es que, de vez en cuando, en el buzón aparecían sobres que contenían cheques por pequeñas cantidades y billetes de cinco dólares, de manera que debía de haber algunos. Por no hablar de que en la casa tenía dos mujeres que habían dado con él por la red.

—No pienso discutir sobre esto —contestó Charlie, con aquella autoridad que siempre acababa triunfando—. Venga, vete.

Cuando colgó y se dio la vuelta en la fría terraza entarimada, Rebekah estaba en la puerta con las manos metidas en los bolsillos de uno de sus largos vestidos. Bathsheba merodeaba justo detrás, por lo visto convencida de que el arrebatamiento se había pospuesto. Sus blancas caras y sus napias le recordaron a las gaviotas.

—Hemos perdido la conexión de Internet —dijo Rebekah—. Te dije que no teníamos suficiente ancho de banda.

Harley soltó el teléfono en el colchón y se quedó echado allí un rato. ¿Por qué Charlie siempre tenía que llevar la voz cantante? No era porque estuviera en una silla de ruedas; había sido así toda su vida. Angie le había dicho a Harley que debería irse de Port Orlov sin más y volver a empezar en algún lugar donde su hermano no lo mangoneara. Y Harley empezaba a pensar que, aunque era tonta, tenía razón en eso. Si este bolo del cementerio salía bien, y los ataúdes sí que contenían cosas de valor, a lo mejor ése era su billete a la buena vida en los estados de la Unión situados más al sur.

Ni siquiera le daría a su hermano el número de teléfono.

Después de levantarse fue dando traspiés por la caravana, buscando ropa limpia, o ropa que pasara por limpia, y se peinó con los dedos en lugar de como Dios manda. El suelo estaba hasta arriba de porquerías —latas de cerveza, cajas de cereales, revistas de artes marciales— y todo lo bañaba un tenue resplandor violeta que salía de la jaula de la serpiente, situada en la encimera junto al microondas. Harley se asomó y vio a Fergie enrollada sobre la piedra.

—¿Tienes hambre? —le preguntó.

No recordaba cuándo le había dado de comer por última vez, de modo que abrió el congelador, sacó un ratón congelado —estaba encogido como un signo de interrogación en una bolsa de plástico— y lo metió en el microondas más o menos durante un minuto. Una vez se había dejado uno dentro demasiado tiempo y en la caravana no se había podido vivir durante una semana por culpa del tufo. Había tenido que mudarse otra vez con Charlie y las brujas, y aquello daba tanta grima que no vio el momento de salir de allí. Bathsheba, en particular, no dejaba de aparecer por la puerta con cualquier excusa tonta.

La caravana estaba aparcada a un centenar de metros más o menos de Front Street, entre el almacén de madera y un tienda llamada The Arctic Circle Gun Shoppe. Harley nunca le había preguntado a nadie si podía aparcarla allí, y nadie le había dicho nunca que no la aparcara. Eso era algo que que se podía decir a favor de Alaska: aquello seguía estando abierto de par en par.

Aunque también estaba helado. El Yardarm sólo estaba a unos minutos andando, pero cuando llegó las orejas le ardían de frío y tuvo que quedarse en la entrada absorbiendo el calor. Por allí andaba la gente de costumbre, y Angie sacaba una bandeja de hamburguesas con patatas fritas, aunque algunas cosas eran distintas: había dos tipos en la barra que Harley no había visto nunca —verdaderos tipos de orden, aún con el uniforme de la Guardia Costera puesto—, y en la esquina contraria Nika Tincook estaba sentada en una mesa con otros dos a los que nunca les había echado el ojo encima. Cuatro extraños en una sola noche, en un bar de Port Orlov… Aquello sí que era un notición.

Cuando Angie volvía a la cocina, Harley la enganchó por el brazo y le preguntó:

—¿Qué pasa?

—Harley, no hagas eso aquí…, el jefe está mirando.

Pero Harley no pudo evitar darse cuenta de que los ojos de Angie habían revoloteado hacia los dos tíos de la Guardia Costera, uno de los cuales le había devuelto la mirada.

—¿Quiénes son?

—Pilotos.

—Eso ya lo veo.

—¿Acabas de estar tocando esos ratones muertos otra vez? —preguntó ella, arrugando la nariz.

Se sacudió con la mano el lugar por donde él la había cogido.

—¿Qué hacen aquí?

—Ahí me has pillado. ¿Por qué no se lo preguntas tú?

Angie se apartó y cruzó de nuevo la puerta batiente para entrar en la cocina.

Confiando en que nadie se hubiera dado cuenta de cómo la camarera se lo quitaba de encima, Harley fue sin prisas hacia la barra y se sentó con cuidado en un taburete cerca de los guardacostas. Absortos en su conversación, ellos no dieron muestras de haber advertido su presencia.

Harley pidió una cerveza e, inclinándose hacia ellos, dijo:

—No los he visto nunca por el pueblo, amigos.

—Estamos de paso nada más —contestó el rubio del pelo rapado, pero sin volverse.

—¿En ese helicóptero que ha llegado?

El pelirrojo, el que había estado mirando a Angie, asintió con un cauteloso movimiento de cabeza.

—¿Ah, sí? Y permítame que le pregunte, ¿a qué?

—Rutina —respondió el pelirrojo.

Cuando Harley le echó una ojeada al tipo del pelo rapado, éste también se limitó a clavar la mirada en su jarra casi vacía y dijo:

—Misión de instrucción.

Luego se cerraron del todo, así por las buenas, como la concha de una almeja, y se pusieron a hablar entre ellos en tono bajo, y Harley se sintió un capullo sentado allí, en el taburete, a su lado. No tenía la mínima intención de levantarse y marcharse enseguida, porque de ese modo quedaría peor aún. En vez de eso se quedó allí y se terminó la cerveza, intentando pegar la hebra con el camarero sobre el último partido de los Seahawks. Pero incluso Al estaba demasiado ocupado como para hablar.

Se oyó una estrepitosa risa en el fondo, allá cerca de las mesas de billar, y Harley vio que procedía del tipo fornido de las gafas, el que estaba sentado entre el tipo alto y flaco y la ilustre alcaldesa de Port Orlov, Nika. A Harley nunca lo habían vuelto loco las chavalas indígenas —a él le gustaban las rubias de bonitas piernas, aunque fueran rubias falsas como Angie—, pero a menudo les había dicho a sus colegas Eddie y Russell que con Nika estaba dispuesto a hacer una excepción. No mediría más de metro sesenta o sesenta y cinco, y tenía grandes ojos oscuros y el pelo negro como una foca. Pero le encantaba el modo en que estaba hecha: esbelta y dura. Cuando hacía buen tiempo e iba por el pueblo sólo con un forro polar y el largo pelo suelto, volando al viento, Harley tenía que reconocer que le ponía.

Tras trasegarse una cerveza más y quedarse un momento junto a la máquina de discos como si le importase lo que sonara después, se dirigió poco a poco hacia las mesas de billar. Eligió un taco, fingió comprobar la punta y ver si estaba recto, y luego, de pronto, hizo como si se fijara en Nika, sentada a poco más de un metro de distancia.

—¿Qué tal, señoría? —dijo, con mucha guasa.

—Harley.

—¿Quieres echar una partidita conmigo?

—En otro momento.

Mientras Harley se planteaba cuál debía ser su siguiente jugada, el tipo alto, con las sobras de una hamburguesa con patatas fritas delante en el plato, le ahorró la molestia.

—¿Es usted Harley y, por casualidad, Vane? —preguntó.

—El mismo que viste y calza. Rechace imitaciones.

—Frank Slater —dijo el alto, levantándose lo suficiente como para tenderle una mano—. Estoy encantado de conocerlo. Me he enterado de su calvario.

—Sí, eso es lo que fue, ya lo creo.

—¿Le importa si le hago unas preguntas? —añadió Slater, y sacó una silla más—. Soy médico…, somos así.

Esto era demasiado bueno para ser verdad, pensó Harley, aunque Nika sí que parecía estar cagada de miedo. Harley le dio la vuelta a la silla para apoyar los brazos en el respaldo mientras se sentaba.

—Le presento al profesor Kozak —dijo Slater.

—Profe —lo saludó Harley.

Cuando se estrecharon las manos, el agarrón del tipo era como un torno de banco; no se parecía a ningún profesor de quien Harley hubiera oído hablar nunca. Tenía que ser un rusaca.

—Me alegra ver que está usted completamente recuperado —comentó el médico—. Así pues, ¿ninguna secuela?

—Nones, estoy bien —contestó Harley.

Aunque si el tipo le hubiera preguntado por alguna secuela mental, le habría dicho otra cosa. Cada vez que cerraba los ojos tenía una pesadilla donde aparecía una manada de lobos negros que lo perseguían, sólo que todos tenían caras humanas.

—Ya sabe, hay una cosa que se llama TEPT, trastorno de estrés postraumático, y después de algo como lo que le sucedió a usted lo afecta a uno durante días, semanas o incluso meses.

Harley había visto suficientes programas de televisión como para estar más que enterado del asunto.

—Sí, sí, ya lo sé.

—Sólo quería que lo tuviera presente —insistió Slater—, y también decirle que debería usted ver a alguien si empieza a tener algún problema relacionado con las consecuencias de lo que ocurrió. Sería absolutamente normal que lo tuviera.

Harley se rio con disimulo.

—Sí, vale. Si empiezo a alucinar, iré sin falta a ver a uno de los loqueros que no tenemos, al hospital que no existe.

El matasanos asintió con la cabeza, como si supiera que acababa de quedar en ridículo, pero al mismo tiempo Harley sintió unas extrañas ganas de aceptar su oferta y desahogarse de algunas de estas capulladas: contarle lo de los sueños de los lobos y la imagen de alguien con un farol amarillo. No era que pudiera confesarles nada de aquello a Russell o a Eddie; ellos se limitarían a decirle que se tomara otra cerveza, e incluso Angie pensaría que actuaba como una nenaza.

—¿Le importa que le haga yo una pregunta ahora? —dijo Harley.

—Adelante.

—¿Qué hace usted por aquí en el sobaco de Alaska? —Le lanzó una mirada a Nika—. Sin ánimo de ofender, señoría.

—No me he ofendido. Y deja ya el rollo ese de señoría.

A él le gustó que aquello le hubiera molestado.

Slater hizo un gesto con la cabeza, limpió con la última de sus patatas fritas un poco de kétchup y contestó:

—Sólo unos ejercicios de preparación con la Guardia Costera. Más vale prevenir que curar.

Pero sus ojos no miraban los de Harley, y ahora Harley supo que sí debía de estar pasando algo bastante gordo después de todo. Las sospechas de Charlie eran ciertas; tal vez fuera un gilipollas, pero era listo. Eso se lo reconocía.

—Por cierto —añadió Slater—, ¿qué ha sido de aquella tapa de ataúd en la que fue usted a la orilla como si fuera una tabla de surf? Vi una foto de ella en el periódico.

—¿Por qué?

—Simple curiosidad.

—¿Como médico?

La expresión de Slater no revelaba nada… y lo revelaba todo.

—Pensaba ofrecerla en eBay —contestó en tono de mofa Harley—. Pero si quiere usted hacerme una oferta en metálico…

—En realidad —respondió Slater— yo estaba pensando algo un poco distinto. Estaba pensando que esa tabla no le pertenece a usted, y que debería volver al lugar del que procedía.

—¿Ah, sí? ¿Y dónde es eso?

—El cementerio de la isla de Saint Peter.

En ese momento Slater miró directamente a Harley; se acabaron las chorradas, y Harley comprendió que se las había con algo más que un matasanos en misión de instrucción. De modo que ya era hora de que el matasanos supiera con quién estaba tratando él, también.

—La ley del mar —contestó—. La encontré yo, es material rescatado y es mía. Y más vale que nadie me toque las pelotas. —Se puso de pie separándose de la silla—. Hasta luego —añadió a modo de despedida; luego le lanzó una mirada a Nika—, señoría.

—Me parece que no me fío de ese hombre —dijo Kozak mientras Harley se iba con paso airado.

Tras terminarse la jarra de cerveza, la puso de golpe en la mesa y eructó bajito.

—Creo que hará bien en no fiarse —respondió Nika—. Harley y su hermano Charlie no traen más que problemas.

Kozak se disculpó y fue a los servicios de caballeros y Slater le pidió a Nika que lo pusiera al día de todo.

—Estaríamos aquí toda la noche —contestó ella—, sólo repasando el registro de incidencias de la Policía.

Pero le dio una descripción sucinta de la familia Vane y su larga historia en el pueblo de Port Orlov. A Slater pareció dejarlo especialmente perplejo que Charlie tuviera una misión evangélica en Internet.

—Entonces eso explica la cruz luminosa encima de aquella casa del bosque —dijo—. No pude evitar fijarme en ella desde el helicóptero.

—El lugar está marcado con una X.

—¿Y le parece a usted que lo hace de verdad?

Esa pregunta era difícil, e incluso Nika tenía dudas.

—Creo que él cree que sí. Pero la cabra siempre tira al monte. Por debajo he de pensar que Charlie Vane sigue siendo el mismo ladrón de poca monta que siempre ha sido. Puede juzgar usted por sí mismo mañana.

—¿Y eso?

—Seguro que Charlie está en el funeral por la tripulación del Neptune II. Todo el pueblo acudirá.

—No estoy seguro de que el profesor y yo debamos asistir.

Nika se echó a reír.

—Deberían. Es decir, si cree que la presencia de ustedes aquí es un secreto es que nunca ha estado en un pueblo como Port Orlov. Harley probablemente esté ya fanfarroneando sobre cómo lo mandó a usted a tomar viento. Si tiene suerte, será una historia tan buena como para que Angie Dobbs vuelva a meterse en la cama con él.

—¿Quién es Angie Dobbs?

—La soltera más cotizada del pueblo —respondió Nika—. La camarera rubia que está allí, junto a la máquina de discos.

Efectivamente, Harley estaba entreteniéndola, a ella y a un par de personas más, contándoles en voz alta algún cuento. Slater meneó la cabeza con ironía.

—Parece que está usted muy ocupada gestionando este pueblo.

Nika se encogió de hombros; no quería que él creyera que se sentía así. Pero era la verdad, de todos modos. Port Orlov, como tantos pueblos inuit de Alaska, estaba hecho un desastre. Con demasiados pocos servicios sociales y demasiados problemas, había veces en que Nika se sentía abandonada en el desierto. Aun cuando el pueblo consiguiera tener un dispensario médico decente a jornada completa, lo que sería un enorme paso adelante, a ver quién encontraba dinero para mantenerlo, y mucho menos un médico que lo atendiera. A pesar de todos sus nobles propósitos, Nika sólo tenía dos manos y el día no tenía más horas.

—Nos arreglamos con lo que tenemos —dijo ella por fin.

—A veces —repuso Slater en tono comprensivo— la satisfacción ha de llegar al saber que se ha hecho todo lo que se podía. A pesar de las dificultades.

A Nika le dio la impresión de que Slater hablaba sobre su propio trabajo también, y se preguntó qué espantosos escenarios estaría volviendo a visitar en su memoria. Tenía el aspecto de un hombre que hubiera visto cosas que nadie debería ver, que hubiera hecho cosas que nadie debería tener que hacer jamás. Y a pesar de sus diferencias —por no hablar de que no habían empezado con muy buen pie en la pista de hockey—, comenzaba a pensar que tal vez Slater resultara ser un alma gemela.

En un lugar apartado como éste, no eran fáciles de encontrar.