Encaramada sobre el duro asiento de la pulidora de hielo, Nika Tincook batallaba con las duras marchas. La máquina probablemente tuviera treinta años ya, de modo que cabía esperar algunos problemas. Además, el presupuesto municipal de Port Orlov no incluía nuevos gastos. Nadie mejor que ella lo sabía.
Envuelta en el abrigo de piel de castor que le había hecho su abuela, con la guinda final de un gorro de punto de los Seahawks de Seattle, Nika volvió a empujar la palanca de cambios, y esta vez la marcha entró. Bajo las luces de la pista de hockey fue conduciendo la vieja pulidora en amplios y lentos movimientos para limpiar y volver a igualar el hielo. Aquella tarea siempre le resultaba relajante; era casi como patinar con las manos cruzadas a la espalda. Allí no había nadie más —todo el mundo estaba en su casa preparando la cena— y podía estar completamente a solas con sus pensamientos.
Motivo de más para que le molestara el creciente ruido que empezaba a oír. Al principio creyó que se le había vuelto a estropear algo a la pulidora, e incluso se inclinó hacia delante en el asiento para oír mejor el motor, pero luego se dio cuenta de que el alboroto procedía de un sitio más lejano. Y se aproximaba rápido.
Alzó la vista al cielo y vio luces que se acercaban, rojas y blancas, aunque no separadas como estarían en una avioneta. Estaban juntas, y dos brillantes haces de luz escudriñaban el suelo. Era un helicóptero largo y extrañamente articulado, y cuando apareció con estrépito por encima del centro cívico del pueblo, Nika se dio cuenta, horrorizada, de que ahora los haces de luz se movían hacia donde ella se encontraba y se clavaban en la pista de hielo. Se quedó bañada en un cegador resplandor blanco y un megáfono empezó a dar órdenes desde lo alto.
—Haga el favor de sacar la pulidora del hielo —proclamó la voz.
—Pero ¿qué…?
Pero Nika ya estaba torciendo el volante y dando acelerones al motor para llevarlo al máximo de sus quince kilómetros por hora. El estruendo del helicóptero era ensordecedor, y trozos de nieve y hielo saltaban en todas direcciones por la pista.
Tan pronto como bajó la rampa y entró en el garaje municipal, donde el Ayuntamiento guardaba todo, desde las quitanieves a la ambulancia, Nika paró el motor y volvió a salir a toda prisa.
El helicóptero, con las ruedas extendidas como las patas de un insecto, estaba posándose en el hielo que ella acababa de limpiar. ¿De qué iría esto? Dios quisiera que no fuese otro equipo de rodaje enviado a resumir el desastre del Neptune y a entrevistar al único superviviente, Harley Vane. Como muchas personas, Nika ni siquiera creía el relato de Harley; por desgracia, la verdad se encontraba en algún lugar del fondo del mar de Bering.
Los rotores pararon, y tras dar un resoplido, se quedaron en silencio. Entonces la portezuela se abrió y salió un hombre fornido con gafas que, inmediatamente, resbaló en el hielo y cayó dándose un trastazo en el trasero. Mientras éste se reía, otro hombre, delgado y alto, lo ayudó a levantarse y lo guio hacia las barandillas de acero. Nika cruzó la pista haciendo crujir la nieve apisonada y preguntó a voces:
—¿Quiénes son ustedes?
Los dos hombres repararon en ella por primera vez. El alto tenía los ojos y el pelo oscuros y a Nika le recordó a los corredores de fondo que había conocido —y con los que había salido— en la universidad. Andaba por el resbaladizo hielo con un aplomo y una agilidad que resultaban atractivos, pero no contestó.
—¿Y quién les ha dicho —prosiguió Nika— que pueden aterrizar en nuestra pista de hockey?
Al tiempo que se quitaba deprisa un guante, el alto le tendió la mano.
—Frank Slater —dijo—, y perdón por lo de la pista, pero andábamos escasos de combustible cuando vimos sus luces.
—Menos mal que no había partido.
—Y yo soy Vassili Kozak —dijo el profesor, saludando con una inclinación de cabeza—, del Instituto Unido Trofimuk de Geología, Geofísica y Mineralogía. Forma parte de la Academia Rusa de Ciencias.
Ahora Nika se quedó más perpleja que nunca.
—Hemos venido por un asunto importante —explicó Slater.
Aunque ya debería estar acostumbrada, a Nika le irritó el ligero deje de condescendencia que había en su voz. Como era mujer, y joven, y, en honor a la verdad, la habían pillado conduciendo la pulidora de hielo, aquel hombre suponía sin más que era una subalterna.
—Tengo que hablar con el alcalde de Port Orlov —prosiguió él, al tiempo que le mostraba un abultado sobre dirigido al Ayuntamiento—. ¿Puede indicarme dónde encontrarlo?
—¿El alcalde lo espera a usted? —preguntó ella con toda la amabilidad que pudo.
—Me temo que no.
—¿Ha venido hasta tan lejos, en el helicóptero más grande que he visto jamás, sin concertar una cita?
—No ha habido tiempo.
—Claro —respondió ella en tono escéptico—. El correo electrónico es lento hoy día.
Mientras tanto el profesor, que había estado mirando a su alrededor con interés, les dijo:
—¿Me perdonan si voy a dar un paseíto? Quisiera estirar las piernas.
—Claro —respondió Nika—. Es difícil perderse en Port Orlov. La calle está por ahí. —Señaló a un lado de los grandes y feos edificios, elevados sobre bloques de cemento ligero, que constituían el centro cívico; luego miró a Slater—. Venga conmigo.
Cruzaron con mucho cuidado el duro y desigual suelo y entraron en el centro. Geordie, el sobrino de Nika, estaba sentado ante una consola de videojuegos, zampándose una bolsa de patatas fritas.
—¿Por qué no nos traes un café? —le preguntó ella—. Y deja ya las patatas.
Condujo a Slater por el pasillo, dejando atrás el tablón cubierto de anuncios de talleres de artesanía y equipos de esquí de segunda mano, hasta un despacho equipado con un desvencijado mobiliario metálico y un techo de blancos paneles de insonorización, varios de los cuales estaban combados.
—Tome asiento, señor Slater —dijo Nika, mientras se quitaba el abrigo y el gorro.
—En realidad es doctor Slater —repuso él, en un tono espontáneo que contenía un grato matiz de humildad—. Vengo de parte del Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas, de Washington.
Si Nika no lo había adivinado ya, ahora supo que era un asunto grave.
Geordie entró con paso torpe y pesado, con las tazas de café y un par de sobres de leche en polvo sin lactosa.
—Ponlos aquí —le dijo.
Empujando los montones de papeles de un lado a otro, Nika despejó un espacio en la mesa.
Slater se quitó el chaquetón y dejó el sobre en una esquina libre.
—Debo advertirle —dijo— que mañana por la mañana llegará otro helicóptero, de modo que si hay algún lugar concreto donde quiera usted que aterrice, dígamelo.
Por lo menos se mostraba complaciente, pensó ella, a pesar de todo aquel misterio. Pero ¿dos helicópteros?
—Y bien, ¿de qué va todo esto? —preguntó Nika.
—Creo que sería mejor que toda la información se difundiera desde el despacho del alcalde.
—En ese caso —contestó ella, al tiempo que cogía el sobre y lo abría con un abrecartas de barba de ballena—, veamos qué tenemos aquí.
Slater se dispuso a protestar, e incluso levantó una mano para recuperar el sobre, pero la sonrisa que se dibujaba en los labios de la joven debió de delatarla.
—¿No me diga —dijo Slater— que es usted N. J. Tincook, el… la alcaldesa?
Ella sacó la carpeta que había dentro del sobre.
—Nikaluk Jane Tincook, aunque casi todo el mundo me llama sólo Nika. Encantada de conocerlo —respondió.
Mientras hablaba, sus ojos estaban fijos en la cubierta del informe.
Ya el título bastó para casi hacerla caerse de la silla: Plan de poyecto del AFIP, isla de Saint Peter, Alaska (distrito XVII): Procedimientos de estudio geológico, exhumación, toma de muestras y análisis víricos. Y el informe adjunto, según vio tras hojearlo rápidamente, debía de tener sesenta o setenta páginas, todas llenas de densa prosa a un espacio, con profusas notas al pie, listas, tablas y gráficas. La última vez que había tenido que leer algo parecido fue en la Escuela de Posgrado de Berkeley.
—¿Espera usted que lea esto ahora? —preguntó—. ¿Y que saque algo en claro?
—No —contestó él.
—¿Y por qué no me lo ha enviado con antelación?
—Porque, como ya ha visto por las autorizaciones de la cubierta, procuramos hacer las cosas lo más discretamente posible.
—¿Por qué?
Nika empezaba a sentirse exasperada de nuevo, y parecía que el doctor Slater lo veía. Éste dio un sorbo al café y luego, en tono muy tranquilo y pausado, dijo:
—Déjeme que se lo explique.
A ella le dio la impresión de que no era la primera vez que hacía este tipo de cosas; que, por motivos que no era libre de explicar, estaba acostumbrado a hablar con personas a quienes se había mantenido en la ignorancia.
A medida que le exponía el caso, las sospechas de Nika se confirmaron. Se trataba de lo que ya conocía sobre la tapa de ataúd y Harley Vane, igual que sabía casi todo lo que Slater le contaba sobre la antigua colonia rusa. Ella había crecido en Port Orlov; allí todo el mundo sabía que una secta de rusos chiflados había habitado en tiempos la isla y que la gripe española los había aniquilado en 1918. Nika incluso sabía que los de la secta eran discípulos del monje loco Rasputin, quien se decía que había embrujado a la familia imperial de Rusia, los Romanov, en los años previos a la Revolución. Pero por cortesía, y curiosa por ver adónde iba a parar todo esto, lo dejó seguir hablando. Como la abuela que la había criado decía siempre: «Dios nos dio sólo una boca, pero dos orejas. Así que escucha».
A decir verdad, también le gustaba el sonido de la voz de Slater, ahora que hablaba con ella como si fuera su igual.
—El patrón de Rasputin era san Pedro —le explicó él.
«Mira», pensó Nika, «eso no lo sabía yo».
—La tapa del ataúd tenía una imagen del santo, con las llaves del Cielo y del Infierno en la mano. Fue una pista para que supiéramos de dónde procedía.
—Pero, aparte de que el mar arrastrara a Harley Vane allí, hace años que nadie pone los pies en esa isla. Tiene muy mala fama entre los de aquí. ¿Cómo lo sabe usted con seguridad?
—La sobrevolamos hace una hora, y vimos dónde se había hundido el cementerio. El permafrost se derrite y el acantilado se erosiona.
En ese momento sonó el teléfono, y Nika gritó:
—¡Cógelo, Geordie! Nada de llamadas.
—Por eso tenemos que establecer allí una base de reconocimiento, exhumar los cuerpos, tomar muestras y asegurarnos de que no haya un virus viable.
Y de pronto ella cayó en la cuenta, con absoluta claridad, de por qué se había mantenido tan en secreto todo aquello. Dios mío, estaban hablando de hacer algo que, para empezar, era una grave profanación de tumbas antiguas —la clase de cosa que su pueblo inuit vería con muy malos ojos—; pero peor aún: estaban hablando de la potencial puesta en circulación de una plaga que había aniquilado a incalculables millones de personas. Ésa era una lección de la que ningún poblador inuit de Alaska se libraba.
—Pero ¿por qué aquí? Esos cuerpos llevan enterrados casi cien años. ¿Por qué piensan ustedes que contienen un virus vivo, cuando por todo el planeta hay cementerios llenos de personas que murieron de la gripe?
—Pero esos cuerpos no se sometieron a un proceso de congelación muy rápido ni se han mantenido en ese estado desde entonces.
En su imaginación Nika vio el cadáver de un mamut, casi perfectamente conservado, que se había descubierto cuando construyeron la refinería de petróleo y gas justo a las afueras del pueblo. Por entonces ella sólo tenía seis años, pero recordaba que, tras mirarlo con mucha atención, se había sentido muy triste y se había preguntado si lo habría matado un dinosaurio.
—¿Y el riesgo para este pueblo? Si hay un peligro a unas cuantas millas de la costa, a mi modo de ver eso es demasiado cerca para que esté tranquila. ¿Vamos a tener que abandonar el pueblo? Y si es así, ¿durante cuánto tiempo? ¿Quién va a pagarlo y adónde tendríamos que ir?
Se le ocurrían otra docena de preguntas, además, pero Slater levantó la mano y dijo:
—Espere, espere. Todo está en ese informe.
—Hombre, muchas gracias —respondió ella, mordaz—, pero, como ya hemos comentado, tardaré toda la noche en leer ese mamotreto.
—El riesgo —contestó el doctor Slater— se ha calculado que esté de sobra dentro de unos límites razonables, y para mayor seguridad, siempre procederemos en condiciones de alerta biológica 3. La Guardia Costera se encargará de cargar y sacar de la isla todas las muestras en helicóptero. Ni siquiera pasarán por Port Orlov. Sólo necesitaremos este pueblo como zona de escala temporal. Antes de pasado mañana ya nos habremos reunido y nos habremos marchado. Nadie tiene que ir a ninguna parte.
Por el momento Nika se apaciguó, aunque seguía sin estar contenta. Había regresado a aquel pueblo situado en mitad de la nada porque sentía que tenía una responsabilidad hacia él y hacia sus habitantes inuit. Conocía la historia de sus sufrimientos, y sabía el grave efecto que esas espantosas fechorías continuaban teniendo hasta el día de hoy. No había ni una familia inuit que no sintiera aún el dolor por la pérdida de su modo de vida, ni una familia que no estuviera rota por la depresión, el alcoholismo o las drogas. Ella había logrado salir, primero con una beca para la Universidad de Alaska en Fairbanks, y luego con el programa de posgrado en Antropología de Berkeley. Pero había vuelto para ser la voz y la defensora de los suyos. Sólo que en este preciso instante no estaba segura de cuál era el mejor modo de hacerlo.
El teléfono sonó de nuevo, y Geordie interrumpió los timbrazos contestando al otro extremo del pasillo.
—Sé que le he dado a usted mucho que asimilar —dijo Slater.
Pero antes de que Nika pudiera responder, Geordie preguntó a voces:
—Cuando dijiste que nada de llamadas, ¿te referías a la planta de residuos también?
—¡Sí! —le gritó ella, exasperada.
—Pero estaré encantado de contestar cualquier otra pregunta que me plantee. Sé que le surgirán muchas más.
Una ráfaga de aire frío llegó por el pasillo, seguida del sonido de unas fuertes pisadas. El profesor Kozak se apoyó en la puerta, con las gafas empañadas y la cara rubicunda.
—¿Alguien tiene hambre? ¡Yo tengo tanta hambre que me comería un oso!
Aquello fue justo el toque humorístico que Nika necesitaba. Sonrió, y el doctor Slater sonrió también. El rostro de Slater adoptó una expresión irónica, pero atractiva. Ella se sorprendió preguntándose en qué otro lugar habría estado antes de acabar en este remoto rincón de Alaska. Por el hastío que también veía en su cara, Nika supuso que habrían sido muchas de las zonas conflictivas del mundo.
—No estoy segura de que sirvan oso —dijo, mientras metía el informe en el cajón de la mesa y después cerraba éste con llave—, pero conozco un sitio donde hacen la mejor hamburguesa de alce al norte de Nome.