Jan Neshin
25 de diciembre de 1916
El Palacio de Invierno nunca estaba tan hermoso como cuando se adornaba para el baile de Navidad. Cada año Anastasia esperaba ese momento con impaciencia, en especial un año tan trágico y cruento como había sido éste. Aunque millones de soldados rusos mal equipados seguían luchando desesperadamente contra los alemanes en las remotas fronteras del imperio, aquí, esta noche, nadie lo diría. Mientras Ana miraba el gran patio delantero cubierto de nieve, centenares de elegantes carruajes y relucientes automóviles, trineos envueltos en el tintineo de los cascabeles y troikas de un rojo vivo se detenían ante el enorme vestíbulo del palacio, y los invitados del zar y la zarina, ataviados con sus mejores galas, se apeaban, riendo y charlando unos con otros. Incluso desde el asiento situado junto a la ventana de su cuarto, la joven gran duquesa oía algunas conversaciones —la mayoría en francés, ya que éste estaba muchísimo más de moda que el ruso— y divisaba algunas de las caras más familiares; justo en ese instante, precisamente, saliendo de uno de los carruajes dorados con más adornos, tirado por cuatro magníficos caballos blancos con borlas doradas en las crines y las colas, vio al joven gran duque Dmitri, primo de su padre, y a su disoluto amigo, el príncipe Felix Yusupov, vástago de la familia más rica de Rusia.
Se rumoreaba que los Yusupov eran todavía más ricos que la familia imperial, algo que a Anastasia le resultaba imposible de creer. ¿Quién iba a tener más que el zar? Sólo el pensarlo le parecía grosero, aunque el propio Felix estuviera entre los jóvenes más encantadores y solicitados de todo San Petersburgo.
Durante más de una hora los invitados fueron reuniéndose en la imponente sala de baile hasta que, a las ocho y media en punto, el maestro de ceremonias dio un golpe con un bastón de ébano en el suelo de mármol y anunció la presencia de sus majestades imperiales. Las puertas de caoba con adornos de oro se abrieron de par en par, y Anastasia y sus tres hermanas entraron detrás de su padre y su madre en la sala de baile, inmensa e iluminada por arañas de cristal. Por todas partes los hombres de uniforme engalanado con medallas o vestidos de frac negro inclinaban la cabeza, mientras que las mujeres, luciendo vaporosos vestidos de seda, hacían una reverencia con un frufrú que a Anastasia le hizo pensar en bandadas de gansos que alzaran el vuelo por encima de un campo. Joyas de todos los colores y tamaños centelleaban en los cuellos y orejas de las damas y adornaban sus muñecas y sus dedos. Una prima ballerina del Ballet de San Petersburgo calzaba unos zapatos blancos con los tacones y hebillas hechos de pavé de brillantes.
La orquesta comenzó a interpretar una polonesa y mientras sus padres iban saludando a los invitados, su madre con aquel revelador aire de aturdimiento que la invadía siempre que su hijo Alexei padecía uno de sus atroces ataques, Anastasia se ruborizó muchísimo y se limitó a hacer todo lo posible por no tropezar con el bajo de su largo vestido blanco. Por la deformidad de su pie izquierdo, sus zapatos se los hacía especialmente el zapatero de la corte en Moscú, pero en el encerado suelo de parqué era sumamente difícil andar, y le horrorizaba caerse con todos los aristócratas del país delante mirando. El gran mariscal de la corte, el conde Paul Benckendorff, la tomó del brazo y le ofreció una copa de champán.
Anastasia miró rápidamente a su alrededor y dijo:
—¿Y si mamá me ve?
—¿Y qué si os ve? —respondió el conde riendo. Las puntas de su canoso bigote le sobresalían de la cara, derechas como un lápiz—. ¡Es Nochebuena y tenéis quince años!
Al ver que seguía dudando, añadió:
—¡Termináoslo!
Riendo con él, la muchacha lo hizo así; para ser sinceros, Anastasia ya había tomado sorbitos de champán varias veces, aunque sabía que a su madre no le parecía bien.
—Y reservadme la chacona —añadió él guiñando un ojo antes de marcharse para dar la bienvenida a un grupo de la embajada británica.
Mientras sus hermanas mayores bailaban, Anastasia miraba, tomando nota mental de cuanto veía para contárselo bien a su hermano Alexei la mañana siguiente. El heredero estaba recluido en los aposentos privados de la familia imperial, recuperándose de una hemorragia nasal que había comenzado con un simple estornudo el día anterior. Pero, debido a su enfermedad, la hemorragia no se detuvo, y el doctor Botkin, en consulta con los mejores cirujanos de San Petersburgo, aún se planteaba si arriesgarse o no a cauterizar el vaso sanguíneo roto que la había provocado. A todos los médicos, Anastasia lo sabía bien, les daba pavor ser quien le causara al zarévich un daño mayor, o más grave. En consecuencia, solían optar por limitarse a esperar, observar y rezar para que las crisis pasaran.
A Rasputin lo habían llamado, por supuesto —en realidad lo esperaban en el baile—, pero, como sucedía a menudo, nadie había conseguido encontrarlo todavía. Aunque era famoso llevaba, asimismo, una reservada vida privada. Anastasia había oído chismes sobre eso también, algunos bastante escandalosos, pero su madre insistía con firmeza en que todas aquellas historias eran una sarta de mentiras, inventadas por los enemigos políticos y personales del hombre a quien ella llamaba, con reverencia y afecto, el padre Grigori.
A estas alturas debía de haber cerca de un millar de personas en la sala de baile, y muchísimos criados circulaban por el exterior de la pista con bandejas de plata llenas de caviar y esturión en rodajas, altas copas de champán y copas de vino de Burdeos. Gigantescas mesas de bufé repletas de todo lo imaginable, desde ensalada de langosta a nata montada y tartas de repostería, estaban dispuestas en los aposentos contiguos. Pero Anastasia, embelesada con la hermosura del baile, tenía muchas ganas de recorrer majestuosamente el salón a los compases de la mazurca o el vals. Sólo se fiaba de hacerlo, sin embargo, en los brazos de unos pocos, entre ellos el conde. Cuando éste regresó para la chacona y le ciñó la cintura con un fuerte brazo, Ana supo que la sostendría y guiaría sus pasos; mientras bailaban pudo inclinar la cabeza hacia atrás y sentirse transportada por un momento. El champán, pensó, ayudaba mucho; debería beberlo más a menudo. Vio a sus hermanas, Olga, Tatiana y María, bailar a su alrededor, y a sus ojos eran elegantes como cisnes. Se preguntó si se sentiría siempre como el patito feo… y eso hizo que se sorprendiera todavía más al ver que una mano cubierta con un guante de cuero blanco caía sobre el hombro del conde al tiempo que una voz decía:
—¿Me permite la intrusión?
El conde echó hacia atrás la cabeza y contestó:
—¡Pero si justo ahora estaba cogiendo el ritmo, príncipe!
Yusupov sonrió y, al tiempo que el conde la soltaba, ocupó su lugar con atrevimiento. Anastasia apenas daba crédito a lo que sucedía. El príncipe Felix Yusupov podía bailar con quien quisiera, cada vez que quisiera. Tenía el pelo oscuro y ondulado, y un alargado rostro, casi femenino, de oscuros ojos y mirada sentimental. Sus pestañas eran más largas que las de ninguna de las hermanas de Anastasia, y ahora que ésta las miraba más de cerca que nunca, juraría que estaban teñidas y rizadas; recordó el cotilleo que había oído por casualidad: que al joven príncipe le gustaba ser visto por la ciudad haciéndose pasar por mujer, ataviado con pieles y joyas y largos vestidos de seda. Ana nunca había sabido qué pensar de tales historias, en particular porque Yusupov se había casado hacía poco con una célebre belleza llamada Irina… a quien no se veía por ninguna parte en el baile.
Como si intuyera sus pensamientos, el príncipe dijo:
—La princesa Irina está en Crimea, en Kokoz.
Por muy espléndido que fuera el palacio que los Yusupov tenían allí —y los relatos de su magnificencia abundaban—, Anastasia no se imaginaba cómo nadie se perdía el baile de Navidad del zar.
—Aunque veo que también falta otro invitado —añadió el aristócrata, mientras Ana evolucionaba en sus brazos por la pista de baile.
El príncipe era un bailarín aún más consumado que el conde.
—Alexei está dormido —respondió ella—. Estuvo en el campo cazando todo el día.
Como al resto de la familia real, la habían enseñado a ocultar la gravedad del padecimiento de su hermano.
El príncipe asintió con la cabeza y sonrió, pero ella comprendió ahora que no era a su hermano a quien se había referido.
—Ah, ¿habla usted del padre Grigori? —preguntó.
Por algún motivo Yusupov pareció encontrar divertidas sus palabras y se echó a reír. Hasta sus dientes eran perfectos: pequeños, parejos y de un blanco radiante.
—Sí, desde luego, el padre Grigori —contestó, y Ana supo que estaba tomándole el pelo por haberlo llamarlo así—. Nuestro amigo Rasputin debe de tener una buena borrachera si llega tarde al baile del Palacio de Invierno.
Anastasia se quedó perpleja.
—Vendrá esta noche, ¿no?
—Eso creo —contestó Ana.
Pero ¿acaso el príncipe creía que ella supervisaba la lista de invitados?
—Lo pregunto porque vos y él parecéis tener una relación especial, n’est-ce pas? Siempre que salimos a beber juntos, el buen padre Grigori habla a menudo de vuestra familia…, pero habla de vos más que de todos los otros juntos.
A Anastasia le resultó escandaloso el que hablara de ellos siquiera, pero no pudo evitar preguntarse qué diría de ella. En el fondo estaba halagada. Sin tener que preguntar, Yusupov se apresuró a complacerla.
—Parece pensar que vos tenéis lo que él llama una chispa de fuego sagrado. Y si alguien sabe de semejante cosa, ése es Rasputin.
Anastasia empezaba a marearse, aunque no sabía si era por las rápidas vueltas del baile, por el champán o por el desconcierto que sentía ante los extraños giros que tomaba la conversación. ¿Qué quería Felix Yusupov de ella?
—¿Habla de mí alguna vez? —preguntó él.
—No que yo recuerde. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Somos muy amigos —contestó él con fingida indignación—, por eso. Pero tiene una lengua muy mordaz, y he sentido curiosidad por saber si alguna vez mi nombre se mencionaba tras las puertas cerradas de los aposentos imperiales.
Sus ojos, profundos, oscuros y penetrantes, se clavaban en los de ella, y Ana se sintió como si un lobo estuviera calibrándola para la cena.
De repente le pareció que le flaqueaban los pies.
—Me parece que tengo que sentarme —dijo.
El príncipe, sin alterarse, la sacó rápidamente de la pista y la depositó en un dorado diván situado entre un par de espejos que llegaban hasta el suelo. Otras dos damas se apresuraron a moverse para hacerle sitio a su imperial compañera.
—Perdonadme —dijo el príncipe, inclinándose desde la cintura con una mano a la espalda—. Me temo que mi conversación le resulta aburrida a vuestra alteza imperial.
Anastasia seguía teniendo la impresión de que, sin saber por qué, Yusupov se burlaba de ella. ¡De una gran duquesa!
—Estoy seguro de que nuestro común amigo aparecerá de un momento a otro. Dondequiera que corra el champagne, el padre Grigori no puede andar lejos.
Mientras se retiraba, las demás damas lo miraron pestañeando y procuraron llamar su atención, aunque en vano. Él ya estaba saludando al gran duque Dmitri Pavlovich e indicando con un gesto una de las salas de bufé, de modo que las señoras pusieron la vista en Anastasia.
—Estáis muy bonita esta noche, alteza —dijo con excesivo entusiasmo una de ellas.
—Pero ¿adónde ha ido vuestra madre? Su vestido era absolutamente precioso y yo estaba deseando observarlo en detalle —intervino otra; se inclinó más cerca, sonriendo—. Así me harán una copia mejor para cuando salga a París.
Las lisonjas eran algo a lo que Anastasia, como cualquier miembro de la familia imperial, estaba habituada. Su madre y su padre la habían educado lo mejor que podían para que no hiciera caso de ellas. Si se necesitaba una opinión sincera, había miembros de la familia a los que se podía acudir, y ciertas personas de confianza y criados, como el doctor Botkin, el profesor particular de francés Pierre Gilliard o Anna Demidova, la doncella de su madre, que servía a la zarina desde siempre y cuya lealtad y afecto eran indudables. Y aunque Jemmy no era más que un cocker spaniel, Anastasia sabía que el perrito la querría igual ya fuera una gran duquesa o una muchacha campesina. Ojalá las personas se parecieran más a los perros.
Un criado le ofreció otra copa de champán, y como no se veía a su madre por ningún lado, Ana no encontró motivo para no tomársela. Ya había terminado de bailar aquella noche —el pie izquierdo comenzaba a dolerle— y se puso a charlar afablemente con las dos damas, que resultaron ser esposas de ministros de algo; los ministros iban y venían de forma tan habitual que Anastasia no se molestaba en aprenderse los nombres. Entonces empezó a preguntarse por la ausencia de su madre. El zar estaba rodeado de invitados en un extremo de la sala de baile, pero Anastasia iba cayendo en la cuenta de que si su madre ya había desaparecido y el padre Grigori no había aparecido siquiera sólo podía haber un motivo.
Alexei debía de haber empeorado.
Tras pedir disculpas por ausentarse, rodeó la pista de baile, le dijo adiós con la mano al conde Benckendorff y, levantándose unos centímetros la larga falda, fue corriendo por una de las enormes galerías llenas de imponentes columnas de jaspe, mármol y malaquita. Algunos invitados rezagados se detuvieron rápidamente a inclinarse y hacer una reverencia cuando ella pasaba. Luego subió deprisa la escalera principal y recorrió varios pasillos más, adornados con lujosos tapices y sombríos retratos al óleo, hasta llegar a los aposentos privados de la familia, en el ala este. Constaban sólo de veinte o treinta habitaciones, la mayoría con vistas a un parque cercado, y eran el refugio de los Romanov, el lugar donde llevaban una vida relativamente normal, libre de inhibiciones y de miradas ajenas. Los guardias etíopes abrieron sin hacer ruido las puertas cuando se acercó, e igual de silenciosamente las cerraron tras ella un momento después.
Ana iba corriendo hacia el cuarto de su hermano cuando por casualidad se fijó en que la puerta de la capilla privada de su madre estaba entreabierta. Las luces de las velas parpadeaban dentro, y cuando se asomó vio a Rasputin de pie delante del altar, rodeado de velas votivas y docenas de sagrados iconos: retratos de la Virgen María o diversos santos, embadurnados de oro y plata, pintados sobre madera tratada con una capa de resina o bronce. Él no la oyó entrar, tan absorto estaba en sus oraciones, y aunque no deseaba sobresaltarlo, Ana necesitaba saber si su hermano estaba en peligro.
—Padre Grigori —murmuró.
Como si hubiera sabido que ella estaba allí desde el principio, y sin volverse, el monje dijo:
—He confortado al zarévich, y vivirá.
Aliviada —¿qué Navidad habría sido ésta si Alexei no viviera?—, Ana esperó, preguntándose si debería dejar al starets con sus rezos.
—Pero mi tiempo se aproxima rápido —añadió él.
La luz de las velas centelleaba en la cruz pectoral.
Él volvió la cabeza sin mover el cuerpo, y a pesar de la veneración que sentía por el hombre santo, a Anastasia le recordó a una serpiente que girase el cuello sinuosamente. Sus ojos parecían ascuas en las cuencas.
—No viviré para ver el Año Nuevo —continuó—. Lo he apuntado todo en una carta que le he dado a Simanovich.
Anastasia sabía que Simanovich era su secretario particular: un hombre desaliñado que apestaba a zumo de tabaco y a sudor.
—Pero es para que tu padre la lea algún día. Si me matan unos asesinos corrientes, mis hermanos los campesinos, tú y tu familia no tenéis nada que temer; los Romanov reinarán durante centenares de años. —En ese momento alzó un dedo en un gesto de advertencia, al tiempo que la barba se le erizaba como si tuviera electricidad—. Pero si me asesinan los boyardos, si son los nobles los que me quitan la vida, sus manos estarán manchadas con mi sangre durante veinticinco años. Los hermanos matarán a los hermanos. Si alguien de tu familia provoca mi muerte, ay de la dinastía. El pueblo ruso se levantará contra vosotros con el crimen en el corazón.
La sangre se heló en las venas de Anastasia. Jamás lo había oído hablar en tonos tan apocalípticos, y por primera vez retrocedió apartándose de él, atemorizada.
—Por eso debes coger esto —dijo Rasputin, al tiempo que agarraba la cruz de esmeraldas con su cadena—. Debes llevarla puesta siempre.
Levantó la cruz por encima de su cabeza, se la puso a Ana y le dio la vuelta para que viera el dorso. Sus cabezas estaban tan cerca que ella olió el alcohol en su aliento y se fijó en la blanquísima piel de la raya en zigzag que dividía su largo pelo negro.
—Iba a ser mi regalo de Navidad para ti. Mira, hija, mira.
Ahora la cruz tenía una inscripción, pero a la parpadeante luz de las velas votivas resultaba demasiado difícil de leer.
—¿Ves? ¿Ves lo que dice? —preguntó él; su voz era un ruego—. «Para mi pequeña». Malenkaya. «Nadie puede romper las cadenas de amor que nos atan».
Ana vio que estaba firmado: «Tu padre que te quiere, Grigori».
—Ya es hora de que lo sepas —prosiguió Rasputin—. Aunque no estaré aquí con el cuerpo, siempre velaré por ti en espíritu. Esta cruz será tu escudo.
—Pero ¿por qué yo y no las otras? —preguntó Anastasia; para su sorpresa, le temblaba la voz. Deseó que su madre, o cualquiera, en realidad, entrara de pronto en la capilla privada y rompiera este espantoso hechizo que sentía que estaban haciéndole—. ¿Por qué no mis hermanas? Ellas son mayores y… —vaciló, avergonzada, y luego soltó lo que estaba pensando— más hermosas de lo que yo seré nunca.
Rasputin hizo un gesto burlón y dio un paso atrás.
—Tú eres la más hermosa a los ojos de Dios —contestó, alzando la mirada hacia los vidrios de colores del techo.
—Pero ¿y Alexei? Él es quien reinará en Rusia algún día.
—Escúchame —dijo Rasputin, antes de bajar la voz y la mirada—. La sangre de tu familia está envenenada; el zarévich está envenenado. Fue matushka quien le transmitió la mancha.
Él llamaba con frecuencia al zar y a la zarina con los tradicionales términos afectuosos matushka y batushka, que sugerían que eran los cariñosos padres de su pueblo. Y aunque, en efecto, Anastasia ya se había enterado de que la maldición de la hemofilia era hereditaria —había oído a su propia madre lamentarse una noche en su gabinete, diciendo que era ella quien había causado este padecimiento a su hijo—, nunca había oído al monje decir nada tan directo y condenatorio.
—Esta maldición que llevas en las venas será tu salvación un día. Una plaga aplastará al mundo, pero tú resistirás a ella.
A Anastasia le pareció que el monje estaba parloteando ahora, atrapado en pleno trance santo, y sólo quiso escapar. Hasta se arrepentía muchísimo de haberse marchado del salón de baile.
—Gracias, padre, por el regalo —respondió entre dientes, acariciando la cruz; pesaba más de lo que había imaginado, y, aunque era preciosa, deseó no tenerla—. Ahora debo ir a hacer una visita a mi hermano.
Retrocedió despacio, como un conejo que no pierde de vista a un armiño.
Rasputin no apartó la mirada ni un instante, ni se movió tampoco, mientras Ana iba lentamente hacia la puerta. Vestido con su sotana negra, enmarcado por el tenue centelleo de los sagrados iconos a la luz de las velas, parecía una columna de humo.
Sin saber qué decir, Ana murmuró:
—Que las bendiciones de Navidad sean con vos, padre.
—Reza por mí —contestó él.
Y entonces, justo cuando Ana alargaba el pie bueno tras ella para salir de los límites de la capilla, lo oyó añadir en voz baja:
—Porque yo ya no estoy entre los vivos.