CAPÍTULO 12

Llegaremos a la isla de Saint Peter dentro de unos diez minutos —dijo el piloto. Su voz sonaba entre un crepitar de interferencias por los auriculares de Slater; incluso con ellos puestos resultaba difícil oírlo con el tableteo de las hélices y el sordo ronroneo de los motores gemelos del Sikorsky S-64 Skycrane—. Sólo quería asegurarme de que echaran ustedes un buen vistazo al lugar antes de que oscurezca. —En el horizonte el sol era un dólar de cobre que se hundía bajo el brumoso contorno de Siberia oriental—. No tenemos mucha luz del día en esta época del año.

—En Irkutsk yo tenía lámparas solares —dijo el profesor Kozak en su micrófono—. Tres —añadió, levantando tres enguantados dedos para que los viera Slater—. Una en cada habitación.

Slater asintió con una amistosa inclinación de cabeza, al tiempo que mantenía en equilibrio un sobre cerrado en el regazo. Apiñados hombro con hombro detrás del piloto y el copiloto, los dos sobrevolaban las heladas aguas color azul cerceta del estrecho de Bering; por debajo de ellos se unían los océanos Pacífico y Ártico, y la línea internacional de cambio de fecha marcaba una raya invisible entre la isla de Diómedes Menor, que pertenecía a los Estados Unidos, y la de Diómedes Mayor, que era territorio ruso. Mientras que el sargento Groves se quedaba en Nome, organizando el resto del cargamento y esperando a la doctora Eva Lantos para acompañarla en la última etapa de su viaje desde Boston, Frank había decidido adelantarse en el primer helicóptero junto con su geólogo ruso prestado. No había tiempo que perder, y quería que los dos vieran bien cómo estaban las cosas en Saint Peter. Sabía que había que tomar muchas decisiones, y había que tomarlas rápido.

Ya había sido un viaje arduo y complicado. Slater había volado de Washington a Los Ángeles antes de coger un vuelo a Anchorage, y desde allí se había subido a un avión de abastecimiento con destino a Nome, donde estaban cargando los dos helicópteros con la montaña de pertrechos y víveres que necesitaría la expedición. Cuando el primer compartimento de carga estuvo lleno de todo tipo de cosas, desde laboratorios hinchables hasta esteras de caucho endurecido para el suelo, y luego se cerró bien, Slater y el fornido profesor, que no se veían desde los tiempos en que avanzaban cuidadosamente por un campo de minas en Croacia, subieron a bordo.

A diferencia de la mayoría de los helicópteros, el Sikorsky estaba designado principalmente para el transporte de pesados cargamentos —hasta diez mil kilos— y, en consecuencia, se parecía mucho a una gigantesca mantis religiosa: una redondeada cabina colgando arriba, en la parte delantera, para pilotos y pasajeros (no más de cinco personas al mismo tiempo), y un compartimento de carga, largo y delgado, con una grúa extensible para bajar, o subir, material desde grandes alturas. Dos rotores, uno con seis largas palas montado sobre el chasis y el otro tirando de la cola, lo mantenían en el aire. Para Slater, aquello se parecía mucho a ir en un vehículo de construcción.

Durante muchos kilómetros habían viajado por el escarpado litoral de Alaska y sobre vastas extensiones de taiga cubierta de vegetación, donde prosperaban los álamos temblones, los pastos y la tupida maleza, y sobre árida tundra, cuyo suelo era más implacable. De vez en cuando distinguían osos polares avanzando pesadamente por los témpanos de hielo, o rebaños de caribúes que buscaban escarbando con las pezuñas los líquenes enterrados bajo la escarcha. Al pasar por encima de una franja de tierra que se adentraba en el mar, Slater le dio un golpecito con el dedo al copiloto y señaló los tejados a dos aguas y las torcidas cercas de un pueblecito.

—Cape Prince of Wales —dijo el copiloto—. Fundada en 1778.

—Por el capitán Cook —añadió el profesor Kozak, orgulloso de colaborar.

No había mucho que ver, y a la velocidad a la que iban —más o menos ciento ochenta kilómetros por hora— la diminuta ciudad, guarecida por una cresta rocosa, ya desaparecía de la vista. Pero Slater conocía bien su historia. No era muy distinta de la de su vecina, Port Orlov.

Llamado Kingigin, o «Risco Alto», por sus habitantes nativos, en tiempos había sido un próspero pueblo esquimal y un animado puerto comercial para pieles de ciervo, marfil, jade, pedernal, abalorios y barbas de ballena. Situado en el punto más occidental del continente norteamericano, justo al sur del círculo polar y comunicado con el continente sólo por un camino para trineos de perros, aquel pueblo debería haber estado más a salvo de la epidemia de gripe española de 1918 que ningún otro lugar de la tierra. Ni siquiera disponía de telégrafo. Pero, debido a una serie de calamitosos acontecimientos, Wales, igual que un puñado de aldeas más de Alaska, terminó sufriendo los índices de mortalidad más altos de Estados Unidos.

En octubre de aquel año el barco de vapor Victoria llegó a Nome, y el médico del pueblo, consciente del peligro, lo recibió en el muelle, donde insistió en hacerles un reconocimiento a los pasajeros y a la tripulación; incluso llegó a poner en cuarentena a varias docenas de ellos en el Hospital de la Santa Cruz. Pero cuando al cabo de cinco días allí sólo enfermó uno, e incluso esa enfermedad se interpretó como amigdalitis, el médico permitió que dieran de alta a los pacientes. Un trabajador del hospital murió de gripe cuatro días después y a las cuarenta y ocho horas toda la ciudad de Nome estaba en cuarentena.

Pero para entonces el daño ya estaba hecho. El correo se había descargado del barco, y aunque se había fumigado hasta la última brizna de papel, los marineros que les pasaban las sacas a los carteros locales habían sido involuntarios portadores del virus. Ahora los carteros, al ir en sus trineos tirados por perros a todos los rincones más remotos del territorio, también actuaron como mortíferos agentes de la plaga. Adonde quiera que fueron llevaron consigo el contagio, y para cuando el rescate llegó al pueblo de Wales, tres semanas después de repartirse el correo, encontraron escenas de absoluta desolación: cadáveres en estado de putrefacción apilados en los ventisqueros y manadas de perros salvajes que despedazaban los restos. En una cabaña encontraron a un hombre abrazado a su estufa, completamente congelado, y hubo que enterrarlo, aún de rodillas, en una caja cuadrada. A los hambrientos supervivientes, que sólo habían bebido caldo de reno, los hallaron en la minúscula escuela de una sola habitación.

—¡Mire eso! —exclamó el profesor señalando Cape Mountain, que ahora pasaba debajo de ellos—. Eso, amigo mío, es el extremo de la divisoria continental.

El aliento le olía al chicle de menta que masticaba con diligencia para evitar que se le taponaran los oídos.

Cape Mountain, una dentada cumbre marrón, lisa de nieve y hielo, estaba situada sobre una gigantesca losa granítica con forma de hacha. A los inuit les gustaba decir que aquella losa era el lugar donde Paul Bunyan había dejado su hachuela después de haber talado hasta el último árbol del Ártico. Slater entendió cómo había comenzado la leyenda.

—Cuando lleguemos a Saint Peter —dijo el piloto—, entraré por el este, daré un giro completo de trescientos sesenta grados y después nos mantendremos quietos donde ustedes deseen. —Consultó los indicadores de combustible—. Pero no durante mucho tiempo.

Al pensar en ver por fin la isla, Slater sintió que el corazón se le aceleraba y se enderezó en el asiento, algo que no era fácil dado el volumen de la parka que llevaba puesta y las correas que lo sujetaban por encima de los hombros. El profesor tampoco le dejaba mucho sitio, pero su compañía desprendía entusiasmo, y sólo por ese motivo Slater sabía que había elegido al hombre indicado para el trabajo tan sombrío que los aguardaba.

A medida que el helicóptero se acercaba, Frank vio justo enfrente y enmarcado entre los hombros de los pilotos un nudoso trozo de piedra negra, rodeado por salientes escollos que rompían la superficie de las agitadas aguas. El hielo y la bruma ocultaban en gran medida la parte inferior. Vio retazos de playa, aunque parecían demasiado escarpados y pequeños para que un helicóptero, y mucho menos éste, aterrizara. Labrada en el acantilado de piedra parecía haber una tortuosa escalera.

—La isla entera procede de un volcán —comentó el profesor por los auriculares en tono de admiración—. Lava basáltica, dos millones de años.

Se quitó las gafas, retiró soplando un poco de polvo de los cristales al tiempo que inundaba de nuevo la cabina de olor a menta y volvió a ponérselas apresuradamente.

El helicóptero se ladeó hacia la derecha, y ahora Slater vio mejor por la ventanilla de su lado. Unos abruptos acantilados, moteados aquí y allá de golondrinas de mar que anidaban, se elevaban hasta una meseta desigual, arbolada con algunas píceas y alisos de un verde intenso.

—¿Puede acercarse más? —preguntó Slater.

—Sí —contestó el piloto—, pero los vientos se complican alrededor de los acantilados.

El helicóptero descendió y dio una pasada más cerca. Fue entonces cuando Slater vio algo de pronto, camuflado por el irregular bosque, que le hizo agarrar la manga de Kozak y señalar abajo.

Una cúpula con forma de cebolla, hecha de toscos maderos y acribillada de agujeros, asomaba la cabeza entre los árboles.

—La colonia rusa —dijo el piloto, dando una vuelta.

Aunque fuertes vientos de costado zarandeaban el helicóptero, el piloto consiguió mantenerlo estable el tiempo suficiente como para que Slater se hiciera con el estado de las cosas. La antigua iglesia la rodeaban varias destartaladas construcciones más: viejas cabañas ladeadas sobre sus elevados cimientos, corrales vacíos para el ganado, un pozo con un herrumbroso cubo. Una empalizada, desmantelada en parte, ceñía lo que quedaba del pueblo.

Pero ¿dónde estaba el cementerio?

Lo mismo debió de ocurrírsele al profesor, que tiró de la manga de Frank y señaló hacia un camino que partía de lo que antes fuera la entrada principal. Se perdía en un denso bosquecillo de abetos.

—¿Puede ir hacia el oeste? —pidió Slater.

Roger —respondió el piloto—. Pero sólo disponemos de unos cuantos minutos hasta que tengamos que ir a Port Orlov para repostar.

El Sikorsky giró, con las hélices haciendo más ruido aún al estar suspendido en el aire que cuando volaba, y siguió el sendero por encima de las copas de los árboles hasta que justo debajo apareció un promontorio rocoso. Sobresalía de la meseta como una tabla de planchar, y el suelo, azotado por el viento, estaba salpicado de viejas cruces de madera, medio tumbadas, y lápidas de piedra volcánica gris.

Aquello tenía sentido, pensó Slater. El cementerio se había situado lo más lejos posible de la colonia.

Y en la creciente penumbra vio un escabroso paraje en el mismo extremo del promontorio, donde la tierra y la piedra colgaban de forma precaria por encima de los acantilados, como si al cuerpo de la isla le hubieran arrancado un miembro… Y ahora supo exactamente de dónde había salido el ataúd que encontraron flotando en el mar.

—Hora de apagar las luces —dijo el piloto.

Los últimos rayos del sol desaparecieron tan bruscamente como si hubieran soplado la llama de una vela. La oscuridad cayó sobre la isla, y el helicóptero se ladeó y se apartó de los escarpados e implacables acantilados.

Pero una cuestión permanecía en la cabeza de Slater. Ésta tal vez fuera la colonia más aislada del planeta, rodeada de témpanos de hielo y litorales rocosos, sin correo ni trato con la gente de la zona. Debería haber sido el lugar más seguro de la tierra durante la pandemia de 1918. Pero incluso aquí la gripe española había conseguido introducir sus tentáculos mortales, y se preguntó si llegaría a averiguar cómo. No por primera vez, sintió un amago de reticente admiración hacia su terrible enemiga. Maldita sea, era astuta.

—Ésos de abajo son barcos cangrejeros —comentó el piloto cuando Slater bajó la mirada para ver las luces de navegación que daban violentas sacudidas en el agitado mar—. El peor oficio del mundo.

Qué curioso, pensó Frank. A menudo había oído calificar así su propio trabajo.