El viento en la isla de Saint Peter era aún más fuerte que de costumbre, pero en lugar de disipar la niebla que se pegaba a las rocosas orillas, la había batido hasta convertirla en un guiso lechoso. Aullaba en torno a los viejos edificios de madera de la colonia rusa como una manada de lobos y silbaba por las brechas de la empalizada.
Old Man Richter oía las ráfagas arañando los maderos del tejado, pero la destartalada iglesia, con su cúpula bulbosa, había aguantado en pie muchos decenios, y dudó de que fuera a hundirse esta noche. Y esta noche era lo único que necesitaba.
Estaría muerto antes de que amaneciera.
Aquello ya no le daba demasiado miedo. Había tenido mucho tiempo para hacerse a la idea. Desde que el mar lo barrió del Neptune II, había estado engañando a la muerte… primero agarrándose a un trozo del bote salvavidas hecho pedazos, después desembarcando a gatas y subiendo un tramo de peldaños de piedra, de no más de treinta centímetros de anchura, que lo llevaron a un terreno más alto… y a las ruinas de la antigua colonia.
Llevaba tendido en esta iglesia, bajo un montón de pieles petrificadas, un día, tal vez incluso dos. En sueños había oído lo que parecían helicópteros y sirenas de niebla, pero no había podido despertar, no había podido moverse. ¿Y quién iba a creer que nadie, y mucho menos Old Man Richter, sobreviviría a un naufragio como aquél? Estaba seguro de que nadie más lo había logrado.
Le pidió a Dios que aquel imbécil de Harley Vane hubiera sido el primero en ahogarse.
Había confiado en recobrar las fuerzas con el sueño, y quizá con algo de comida, pero lo único que encontró en los bolsillos fue un par de empapadas chocolatinas que había estado racionándose. No había nada en la iglesia salvo paja vieja, que había rumiado como un caballo, y un charco de agua de lluvia que goteaba por un agujero de la cúpula. Incluso para llegar a aquel charco había tenido que arrastrarse apoyado en los codos. Tenía los pies congelados y le habían cambiado de color, de azules a morados, y luego a negros, al tiempo que la mancha le subía implacablemente por las piernas. Había perdido el conocimiento a ratos, y cada vez que recuperaba la consciencia se pasmaba de haber conseguido despertar siquiera.
Y, a decir verdad, se sentía decepcionado también.
Quería que aquello acabara. Había vivido lo suficiente, y no estaba muy interesado en que lo rescataran ahora, cuando lo único que harían sería cortarle las piernas —y unos cuantos dedos de la mano también, que tampoco se sentía— y dejarlo languidecer en el rincón de alguna residencia de ancianos. Únicamente lamentaba estar tan solo. Le habría gustado ver otro rostro humano antes de morir. Le habría gustado que hubiera alguien allí de quien despedirse. Alguien que incluso le hubiera cogido la helada y vieja manaza mientras él se marchaba.
Estaba oscuro, tan oscuro que no estaba seguro de si en realidad veía algo siquiera, o sólo imágenes que inventaba su mente. No dejaba de ver a su mujer, y llevaba muerta veinte años. Y un caballo que había tenido de crío. Castaño, con la nariz blanca. Se llamaba Queenie. ¿Por qué no se acordaba de qué había sido de aquel caballo? Una vez, cuando era un niño de trece años, había cogido un tren de Tacoma a Saint Paul, y no se lo había pasado mejor en toda su vida. El mozo de los coches cama lo llevó por los vagones del tren, arriba y abajo, enseñándole cómo funcionaba todo. Siempre le había gustado saber cómo funcionaban las cosas.
Había una ventana en la iglesia, aún tapada con medio postigo. Aquel medio postigo había estado dando golpes toda la noche. Richter se preguntó cómo aguantaba en su sitio siquiera, y durante tanto tiempo, suelto así. Volvió a golpear ahora, y una ráfaga de viento irrumpió en la iglesia, removiendo la tierra y la paja.
Otra imagen pasó por su mente…, un farol encendido.
Era como si acabara de pasar por fuera, delante de la ventana.
Sus pensamientos volvieron al vagón de tren. Recordó lo encantado que había estado con todos los indicadores e interruptores del compartimento del maquinista, y cómo había preguntado qué hacía cada uno. Era como entrar en la cueva de Aladino.
Se oyó un crujido allá junto a la puerta, la puerta que hacía días Richter había calzado con una cuña para que se quedara cerrada. Estaba abriéndose ahora, y una luz —una luz amarilla— estaba entrando. Richter volvió la cabeza sobre las tiesas y viejas pieles, y justo detrás de la esquina de un banco vio lo que parecía uno de aquellos viejos faroles de petróleo suspendido en el aire.
Oyó un sonido, como un pie enfermo que alguien arrastrara por el suelo de madera y que se acercaba por la nave central.
—Estoy aquí —dijo con voz ronca—. En el suelo.
«¿Voy a conseguir mi deseo? ¿Van a evitarme una muerte solitaria?».
El farol se acercó todavía más, y mientras Old Man escudriñaba la oscuridad con los ojos entornados, empezó a distinguir quién lo llevaba.
Vio un rostro, un rostro de mujer, chupado como el de su esposa cuando el cáncer ya había hecho lo peor. Un largo pelo cano y una sonrisa desdentada…, una sonrisa que le hizo sentir más frío del que hubiera sentido nunca.
La luz bajó más y una mano se deslizó por debajo de las pieles y le cogió la suya. Ahora deseó con toda su alma no haberle pedido a Dios compañía. Los dedos de aquella mujer parecían sarmientos.
La mujer dijo algo —sonó como si pretendieran ser palabras de consuelo— en un idioma que él no comprendió.
Quiso gritar, pero no le quedaba aliento. La sangre parecía habérsele detenido en las venas. Jadeó una o dos veces. La mano lo agarró más fuerte, y Old Man murió con los ojos muy abiertos, con la vista clavada en la luz del farol y la boca inmóvil en un grito silencioso.
La mujer repitió sus palabras, luego le soltó la mano y se alejó cojeando.
* * *
Se echó el chal por los hombros, aunque no sentía el frío, y salió de la iglesia. No sabía el nombre del anciano, pero sabía de dónde había llegado. Había visto el barco hundirse.
Había visto hundirse muchos barcos… durante muchos años.
Siguiendo el sendero que llevaba tanto tiempo recorriendo, la mujer vagó por la colonia, recordando el sonido de las voces elevadas en una oración, el aroma a pescado fresco asándose en la sartén, el calor de un buen fuego.
¿Cuánto hacía que no oía nada más que el aullar de los lobos, sus almas gemelas? ¿Cuánto hacía que no sentía nada más cálido que el roce de la mano de aquel anciano moribundo?
Aunque, ¿qué otra cosa se merecía? Ella era el heraldo de la muerte, y la terrible misericordia que le había perdonado su propia vida no una vez, sino dos, era menos compasiva con los demás.
—Eres una niña especial —le había dicho el monje—. Dios tiene en mente un destino especial para ti.
La noche que le dijo aquello le dio la cruz de plata en una cadena dorada. Tenía esmeraldas engastadas, verdes como los ojos de un gato, y en el dorso había mandado grabar un mensaje destinado sólo a ella. «Que éste sea nuestro secreto», había dicho, mientras le ponía sobre la cabeza una de sus anchas manos, aquellas manos que habían sanado a su hermano pequeño. Fue como si un bálsamo curativo la bañara. Ella había cerrado los ojos, y su respiración se había hecho más lenta; incluso su pie izquierdo, el que estaba deformado y le causaba tantas continuas molestias, dejó de dolerle.
—Te bendigo —dijo él— para protegerte de todo mal.
Y entonces había salmodiado unas palabras en voz baja. No por primera vez, ella olió alcohol en su aliento; sabía que había gente que decía vilezas de él.
—Nada puede hacerte daño ya —dijo él, y ella no lo había dudado—. Si crees en mi poder…
—Sí creo, padre, sí creo.
—… debes creer también en el poder de esta cruz.
Sosteniendo el farol en alto, la mujer pasó al otro lado de la empalizada, bajó la ladera y se internó entre los árboles. Aunque no los veía, sabía que los lobos negros —espíritus de los muertos que no estaban en paz— la acompañaban, moviéndose sigilosamente por el bosque. ¿Cuánto tiempo tardó en darse cuenta de que su número no aumentaba y de que tampoco morían? ¿Cuánto tardó en comprender que cada una de aquellas misteriosas criaturas albergaba un alma, un alma tan perdida como la suya, varada en algún lugar entre este mundo y el otro? ¿O que el destino de ellos y el suyo estaban inextricablemente unidos?
Cuando se acercó al cementerio, sus compañeros vacilaron y se quedaron en los árboles y las sombras. Con las puntas de los dedos la mujer rozó los postes de madera de la puerta, dibujando y volviendo a dibujar las palabras que en su día había grabado allí. Perdonadme, decían una y otra vez; pero ¿quién había allí para perdonarla?
Un fuerte viento arrastraba un lienzo de nieve por el suelo. La mujer paseó por entre las caídas lápidas y las petrificadas cruces, pero se detuvo al llegar al borde del cementerio que daba al mar. Un trozo de tierra se había desprendido, como un diente cariado arrancado de una encía. Incluso ahora, si hubiera podido horadar el deteriorado suelo y encontrar su lugar allí, lo habría hecho. Pero como Rasputin le había dicho, un destino especial la aguardaba.
Había pasado casi un siglo, y en todo ese tiempo nunca había estado del todo segura de si aquellas palabras habían sido una bendición, pensada para darle fuerzas frente a la adversidad, o una maldición lanzada contra su propia cabeza y las cabezas de toda su familia.
Aunque, fuera cual fuese el propósito que tuvieran, las palabras del monje habían servido admirablemente de ambas cosas.