Port Orlov no siempre se había llamado así. En origen era un pueblecito inuit, establecido para sacar partido a un puerto natural. Durante centenares de años los nativos habían vivido en toscas aunque sólidas viviendas hechas de cueros de caribú y pieles de foca, con el tótem de cada familia levantado junto a la puerta. Los esbeltos kayaks, en los que perseguían a las ballenas francas que migraban por el estrecho de Bering, se alineaban en la orilla.
Pero a finales del siglo XVIII uno de los muchos navíos mercantes rusos que se aventuraban por estas aguas en busca de colmillos de morsa, pieles y cuero descubrió el pueblo; allí los rusos representaron la misma obra —la misma sombría tragedia— que habían puesto en escena por todas las islas Aleutianas y a lo largo de la costa de aquella parte del mundo que los nativos llamaban Al-ak-shak, o «Gran Tierra». Primero los visitantes llegaron en son de paz, ofreciéndose a comprar todas las pieles de nutria marina, el marfil y las pieles de oso que los inuit tuvieran disponibles. Luego intercambiaron armas de fuego y ron por todo cuanto los cazadores nativos salieran a capturar. Después, cuando los inuit empezaron a oponer cierta resistencia, alegando que matar tantos animales y de una forma tan gratuita no sólo estaba mal, sino que a la larga era una amenaza para el modo de vida de los nativos, los rusos los sometieron violentamente a base de golpes, esclavizándolos y matándolos por millares de forma brutal. Para cuando el capitán Orlov y los de su ralea terminaron, menos de cien años después, los inuit, que habían sido más de dieciocho mil cuando aquéllos llegaron, se habían reducido a poquísimos, y las nutrias, los cormoranes y los leones marinos de los que en tiempos habían dependido para sobrevivir estaban al borde de la extinción.
El viejo tótem del pueblo tenía talladas las caras de algunos de estos animales —nutrias y lobos desempeñaban un papel particularmente destacado—, pero en la actualidad el poste se inclinaba de modo peligroso, y nadie había encontrado tiempo para enderezarlo. Una mano de pintura no le habría ido mal, tampoco.
Harley Vane, con la capucha del chaquetón subida y las manos bien metidas en los bolsillos de la parka, le echó grava de un puntapié al pasar; no le iban mucho ninguna de aquellas gilipolleces indígenas. Se dirigía al bar del pueblo, el Yardarm, a hacer un pequeño negocio. Sólo eran las cuatro y media de la tarde, pero la ración diaria de sol hacía mucho que ya se había acabado. A partir de ahora los días no harían sino acortarse cada vez más —en el mejor de los casos contarían con una o dos horas de luz a mediodía— hasta que el brumoso sol volviera a ponerse bajo el horizonte y las estrellas llenaran el cielo. La calle, desmesuradamente ancha para tener en cuenta, de vez en cuando, a algún tráiler de dieciséis ruedas, estaba llena de baches y agrietada. Y, aparte de la quitanieves que pasaba con estruendo, desierta.
Delante del Yardarm Harley vio la habitual colección de herrumbrosas camionetas de batea descubierta y abolladas furgonetas, entre ellas, tal como se esperaba, el camión de fontanero de Eddie Pavlik. Eddie hacía más negocio vendiendo marihuana en la parte trasera de aquel camión del que jamás haría encontrando cañerías atascadas.
Harley entró en el ruidoso bar y se echó atrás la capucha. La repentina ráfaga de aire caliente hizo que el pelo se le encrespara, y se apresuró a alisárselo antes de que Angie Dobbs advirtiera su llegada. La vio ya, con su delantal de camarera, llevándoles una pizza a unos patanes sentados cerca de las mesas de billar. Eddie acumulaba las bolas de billar para Russell Wright.
Harley debía de haber atravesado tal vez un millar de veces esta sala, atestada de mesas y sillas de madera, con serrín en el suelo, pero desde la noche del accidente en alta mar le parecía que las cosas eran distintas, que la gente lo miraba. Al principio estaba convencido de que todos estaban impresionados: su foto había salido en los periódicos y el relato que había contado era bastante asombroso. Nadie más había salido vivo. Pero ahora sentía una impresión distinta.
A veces le parecía que se reían de él a sus espaldas.
—Hola —dijo.
Russell miraba con ojos entornados el taco de billar para comprobar si estaba derecho. Eddie estaba apoyado en la pared saboreando una cerveza. Harley se preguntó si Angie se habría fijado en él ya.
—Hola —contestaron los dos.
Russell, el más callado, se puso metódicamente a colocar en su sitio las bolas mientras que Eddie empezó con una de sus típicas batallitas.
—¿Os habéis enterado de que California va a legalizar el chocolate? ¿Os habéis enterado de que van a hacerlo votando y todo eso? Mierda, no sé si bajar allí y plantar cien acres de chocolate, o si pillar uno de esos permisos de dispensario médico, los tienen en muchos estados ahora, que te permiten vender el costo para usarlo sin líos. A ver, dime tú a mí por qué el Gobierno tiene que decirme lo que puedo y lo que no puedo meterme en mi propio cuerpo. ¿Dónde está eso en la Constitución?
Con Eddie casi todas las cosas al final venían a reducirse a la Constitución, que Harley estaba absolutamente seguro de que no había leído. Claro, que Harley no la había leído tampoco, de modo que igual sí incluía toda una larga lista de cosas que uno podía y no podía meterse en el cuerpo. Aunque en este preciso instante a él le parecía una idea buenísima meterse una cerveza.
Angie seguía repartiendo botellas y vasos. Su pelo rubio estaba todo encrespado también, pero eso no hacía más que darle un aire sexy. Tenía un anillo de plata en el labio inferior y un tatuaje en el hombro que decía MICK: el nombre de un tipo con el que había tenido un niño cuando tenía dieciséis años. A veces Harley veía al chaval por el pueblo con su abuela, que estaba criándolo.
—¿Sales en más periódicos? —preguntó Eddie—. En serio, deberías llamar a uno de esos programas de televisión, como Pesca radical.
—Sí —dijo Russell, que acababa de rozar la bola blanca—, podrías reconstruir el naufragio…
—Y quizá hasta conseguirías que alguien hiciera una película. Podrías comprarte un barco nuevo con el dinero.
—Y una tripulación nueva —añadió Russell—, ya puestos.
Eddie se echó a reír y se puso a batir palmas.
—¡Sí, tío, y buena suerte con eso! —Se retorció de risa, y entonces Harley se dio cuenta de lo borracho que estaba—. Van a darse tortas por ese bolo.
Dicho esto, intentó apuntar y falló el tiro completamente.
Esto era justo a lo que Harley se refería con lo de aquella extraña impresión nueva que notaba en el pueblo. Al principio todo era menos mal que el mar le ha perdonado la vida a uno por lo menos, pero luego empezó a ser otra cosa. La gente que lo conocía —¿y quién no iba a conocerlo en un pueblo del tamaño de Port Orlov?— lo miraba de reojo. Harley empezó a pensar que no lo creían; por lo menos, no del todo. Y cuando el padre de Lucas Muller se topó con él en el almacén de madera, lo miró fijamente hasta hacerle apartar la vista. Harley se figuraba que era porque él le había echado la culpa a Lucas del naufragio. Harley había tratado de mirarlo igual de fijamente, pero perdió. Entonces Muller le pasó una octavilla que decía que el domingo siguiente habría un funeral en la iglesia del pueblo por todos los tripulantes perdidos.
—Imagino que querrán que digas unas palabras —dijo Muller—. ¿Crees que puedes hacerlo?
Parecía creer que no, y por eso Harley contestó:
—Claro que sí. Claro.
El único motivo de que el oficio religioso se hubiera retrasado tanto era que esperaban a ver cuántos cuerpos recuperaban antes. Habían encontrado tres: Lucas, Farrell y aquel samoano. Dos más, Kubelik y Old Man Richter, seguían desaparecidos.
Harley vio a Angie, que se dirigía hacia donde ellos estaban. En la bandeja llevaba un cuenco con cacahuetes sin pelar y tres cervezas.
—¡Tráelas para acá! —dijo Eddie.
Atrapó dos botellas y apartó una de ellas para Russell, que ya había vuelto a tirar.
Angie le pasó la última a Harley y dijo:
—He oído decir que vas a hablar en la iglesia el domingo que viene.
—Sí —respondió Harley—, todo el mundo me lo ha pedido.
Echó diez pavos en la bandeja.
—Acabo a las nueve esta noche.
—¿Ah, sí? —contestó él tartamudeando.
—Ajá. Y el pequeño Mick está con mi madre.
Por qué Angie le había puesto al niño el nombre de aquel bicho, que ni siquiera se había quedado el tiempo suficiente de verlo nacer, nunca dejaba de desconcertar a Harley.
—Podría pasarme por tu casa —dijo ella.
—Claro —respondió Harley, procurando no parecer demasiado entusiasmado—. Creo que andaré por allí.
—¡Eh, Angie! —gritó uno de los clientes, blandiendo una botella vacía—. ¡Aquí estamos secos!
Era Geordie Ayakuk, que trabajaba en el centro cívico inuit. A Harley nunca le había gustado, y le gustó menos todavía por hacerle añicos su momento.
Pero cuando Angie se marchó, y Eddie y Russell se cansaron de jugar al billar —como no les quedaba dinero que apostar, se aburrieron rápido—, Harley fue poco a poco, dando un rodeo, hasta el tema del que había ido a hablar con ellos. Sentados a una mesa embutida entre la máquina de discos y la puerta de los servicios de caballeros, hicieron corrillo con las cervezas y un cuenco de cacahuetes sin pelar mientras Harley hacía todo lo posible por presentarles su idea… o, para ser más exactos, la idea de su hermano Charlie.
—La vi yo mismo, con mis propios ojos —dijo, mientras los otros dos escuchaban atentamente.
La camisa de faena de Eddie olía como si no se la hubiera cambiado desde el último trabajo de fontanería, y Russell se había subido las mangas para mostrar el tatuaje que él mismo se había hecho cuando estaba incomunicado en el correccional de Spring Creek. En teoría era un águila, aunque le había salido más parecida a un murciélago.
—Si viste joyas, ¿por qué no las cogiste entonces? —preguntó Russell—. ¿Antes de que el barco se hundiera?
—Porque no sabía que el barco iba a hundirse —explicó Harley por segunda vez—. Lógicamente, si lo hubiera sabido, habría cogido esa maldita cosa allí mismo.
No le pareció prudente decir que en realidad había echado mano a la cruz; si lo hiciera, Eddie y Russell no tardarían en intentar robársela.
—¿Y qué dices que era? —quiso saber Eddie—. ¿Un collar con esmeraldas?
—A lo mejor. Pero como os he dicho, era difícil verlo bien porque la grieta de la tapa no era muy grande.
—A lo mejor era todo lo que había —dijo Russell, partiendo otro cacahuete—. ¿Qué te hace pensar que hay más allí?
—No lo sé —contestó Harley—. No os hago promesas. Pero si hay más ataúdes que salen de repente del suelo como éste, ¿quién sabe lo que tendrán dentro?
Mientras que Russell permanecía indeciso, Harley vio que Eddie empezaba a ilusionarse.
—Tíos, ¿no habéis oído nunca esas historias? —dijo Eddie—. Mi tío me contaba que había unos rusos chalados, hace mucho tiempo, que habían escapado de Siberia y se fueron a vivir a la isla porque nadie los alcanzaría nunca allí. Tenían una religión secreta y vivían allí sin ningún contacto con la tierra firme.
—¿Cómo lo consiguieron? —respondió Russell—. Eso es territorio estadounidense.
—En realidad pertenecía por tratado a los putos indígenas de por aquí —explicó Harley—, que vieron bastante pasta y dijeron: «Podéis quedároslo». Y nadie ha ido allí desde entonces porque aquello tiene muy mala fama.
—¿Quieres decir porque se murieron todos los de allí?
—Sí —contestó Harley—. Y esos lobos negros no es que ayuden, tampoco. —Aún veía a aquel lobo jefe, saltando para intentar agarrarle el pie cuando el helicóptero de la Guardia Costera tiró de él para arriba, muerto de frío, y lo sacó de la playa—. Ni siquiera los inuit van allí porque dicen que aquel lugar está embrujado.
—Vaya tontería —dijo Russell.
—Exacto —asintió Harley en el tono más convincente que pudo—. Exacto. —Aquella luz amarilla había sido una completa ilusión—. Todo son chorradas. El verdadero motivo de que nadie vaya allí es porque no hay dios que pueda llegar a la isla siquiera. Esos escollos me han jodido una vez ya, y no tengo intención de que me jodan más.
—¿Otra ronda, chicos? —dijo Angie, deteniéndose ante la mesa con un nuevo cuenco de cacahuetes—. Acabo el turno dentro de una hora.
Mientras pronunciaba la última frase le lanzó una elocuente mirada a Harley.
—Sí, claro —contestó Harley—. Pago yo.
—Ahora mismo vuelvo.
—Me he enterado de que tiene un anillo en el pezón también —comentó Eddie—, igual que el del labio.
Harley se moría de impaciencia por averiguarlo.
—¿Cuánto dices que nos llevamos? —preguntó Russell.
—Como es idea mía, me llevo el setenta y cinco por ciento de lo que encontremos —dijo Harley. Sabía que la mitad tendría que dársela a Charlie—. El resto os lo dividís entre los dos.
Estaba claro que Russell estaba pensándoselo mientras que Eddie ya estaba contando el dinero.
—Apuesto a que podemos usar el Kodiak —dijo, refiriéndose al canijo arrastrero de su tío—. De todos modos, la mitad del tiempo está demasiado borracho para salir a pescar.
—Y necesitaremos palas, quizá una sierra para metales y un soplete también —respondió Harley—. Aunque los ataúdes estén sólo a cincuenta o sesenta centímetros de hondo, va a costar muchísimo atravesar el permafrost.
Angie puso de golpe las cervezas en la mesa y Harley pagó otra vez. Estaban entrándole ganas de descontarles de su parte a Russell y a Eddie la cuenta del bar.
Los tres se quedaron callados hasta que Geordie Ayakuk terminó de pasar pesadamente por delante de la mesa hacia los servicios de caballeros, y después, en voz baja, Harley dijo:
—Bueno, ¿queréis hacerlo o no?
—Claro —respondió Eddie, al tiempo que daba una palmada en la mesa y esparcía cáscaras de cacahuetes por todas partes.
Russell aún parecía dudar.
—¿Qué te preocupa? —preguntó Harley.
Russell se removió en el asiento y se frotó el tatuaje del antebrazo.
—Vamos a desenterrar gente. Gente muerta, en sus tumbas. Eso no está bien.
—No vamos a sacarlos, por el amor de Dios —objetó Eddie—. Dos minutos y vuelven a estar todos tapados, igual que siempre.
Geordie salió de los servicios de caballeros y al pasar por delante de Harley le preguntó con una risa ahogada:
—¿Has estado en Mira quién baila ya?
—Tú sigue pendiente del programa —gruñó Harley; luego miró a Russell—. ¿Y bien?
—Venga —lo engatusó Eddie—. Va a ser una pasada. Piensa en cuántos repartos de propano tendrías que hacer para conseguir tanto dinero.
—Si no tomas parte en esto —dijo Harley—, tienes que estarte callado.
—¿Crees que no lo sé? —respondió Russell—. Es que no quiero acabar otra vez en Spring Creek.
—No volverás allí —le aseguró Harley—. Lo único que vamos a hacer es… una prospección. Es una antigua tradición de Alaska. Lo que pasa es que esta vez da la casualidad de que la mina de oro es un cementerio.
A Eddie le gustó aquello y se rio tan fuerte que eso hizo que Russell empezara a sonreír. Entonces fue cuando Harley supo que ya era suyo. Alargó la mano con el puño cerrado y Eddie chocó los nudillos contra ella. Al cabo de unos segundos Russell levantó la mano despacio y lo golpeó también.
Cuando Harley salió del Yardarm minutos más tarde, con tiempo de ir a su casa a poner una sábana limpia en la cama, un fuerte viento soplaba del noroeste: la dirección de la isla de Saint Peter. Por un instante le pareció oír los aullidos de los lobos. Se subió la capucha, se la ajustó bien y miró a un lado y a otro de la calle desierta. Ésta iba a ser su noche de suerte. Angie Dobbs por fin. Y, para empezar con los buenos tiempos, fue al bordillo, sacó el cuchillo de caza que siempre llevaba en la parte posterior del cinturón y lo clavó en el neumático delantero del jeep de Geordie Ayakuk.