Slater no se sentía orgulloso de lo que estaba haciendo —sentado en el coche, a oscuras, aparcado frente a la casa de su exesposa—, aunque en realidad no había pensado verse aquí.
A lo sumo, pensaba pasar despacio por delante de la casa y echarle una ojeada cuando volvía del AFIP, pero de repente una oleada de agotamiento se adueñó de él, y había tenido que hacerse a un lado bajo el paraguas de un gran olmo. Con vistas al trabajo de exhumación de Alaska, había empezado un régimen de antivirales que sabía que tendría efectos debilitantes, y el café que había comprado en Starbucks por lo visto no estaba haciendo mucho por contrarrestarlos.
Tras aparcar había apagado las luces, había reclinado el asiento y había mirado por la ventanilla la imponente casa de estilo Tudor, con sus paredes blancas y sus pulcros adornos de madera marrón, su tejado a dos aguas y sus bien podados setos. Hasta el camino de entrada estaba completamente limpio de hojas. Era como una foto de revista. La planta baja estaba oscura, salvo por la luz del porche, pero en las ventanas del piso de arriba había luz, y de vez en cuando veía a alguien moviéndose tras el vidrio con parteluces. Martha y su marido tenían dos críos, un niño y una niña.
Todo aquello, pensó Slater, no podía ser más perfecto. Y habría sido suyo… si él lo hubiera querido.
Había conocido a Martha cuando los dos estaban en la Facultad de Medicina de la Johns Hopkins. Martha se lo costeaba ella misma, mientras que a él se lo financiaba el Ejército. Cuando se marchó a Georgetown a proseguir sus estudios de epidemiología, ella lo siguió hasta allí y trabajó en su especialidad de dermatología. Al casarse, Slater supo lo que Martha esperaba: quería que él conservara un puesto militar bien seguro en el recinto del Centro Médico Militar Walter Reed mientras ella levantaba su consulta privada en una zona residencial de las afueras de Washington. Y durante un tiempo él lo intentó. Hizo todas aquellas cosas administrativas y de oficina, revolviendo papeles, asistiendo a reuniones y dando charlas, pero con el tiempo fue sintiéndose cada vez más desasosegado. Resultaba particularmente duro cuando recibía informes de campo, relatos pormenorizados de lo que se hacía en las líneas del frente para salvar vidas y erradicar enfermedades. Para eso se había preparado, eso era lo que quería hacer…, no estar sentado en un despacho con aire acondicionado, evaluando programas y dando el visto bueno a los informes. Entonces solicitó destino en el extranjero, y Martha, a regañadientes, aceptó dejar que lo probara.
Pero si creía que de ese modo a Frank iba a pasársele aquello, se equivocaba. Cuanto más lo hacía, más quería hacerlo. Al cabo de uno o dos años Slater ya no se sentía fuera de lugar en una selva olvidada de Dios; se sentía fuera de lugar en un cóctel en Chevy Chase. Y por mucho que él y Martha se amaran, los dos reconocían que iban en distinta dirección. La noche que ella lo dejó en la base para su vuelo matinal hacia un campamento militar de la República Dominicana, donde se había registrado un brote de dengue, le dijo «adiós» y «ten cuidado», pero ambos sabían que aquella despedida era más que eso. Al regresar nueve semanas después Frank abrió la puerta del piso con una sensación de presentimiento ominoso en el corazón; la carta que encontró esperándolo en la encimera de la cocina lo decía todo, pero, aun así, había tenido que leerla varias veces sólo para asimilar todas las palabras. Hasta hoy, si fuera necesario, podría repetirla de memoria línea por línea.
Slater dio un sorbo al café, frío ya, y observó que una ventana del piso de arriba se abría unos centímetros y un visillo se descorría. Le pareció oír un fragmento de conversación en el aire, una voz infantil que decía algo sobre unos deberes, y la risa de una mujer. La risa de Martha. Al cabo de unos segundos la luz se apagó.
Slater echó el asiento más atrás todavía y cerró los ojos. Señor, qué cansado estaba. Fuera hacía frío, pero aún tenía puesto el abrigo y dentro del coche no se estaba mal. Y había sido una jornada muy larga. Larga, pero productiva. Al menos la misión iba tirando, y su dream team tomaba forma. La doctora Eva Lantos no había dejado pasar la oportunidad de salir de su laboratorio de Boston —«¡Me encantará darle un descanso al genoma de la rata!»—, y a Vassili Kozak lo habían localizado en un vertedero industrial de las afueras de Irkutsk, donde estaba terminando un estudio de los contaminantes químicos del suelo.
—He aconsejado —dijo en su inglés con mucho acento— que deberían cerrar la ciudad de Irkutsk, pero no les hace gracia la idea.
—No me sorprende.
—Ni a mí tampoco.
Slater le había contado, pidiéndole la más absoluta reserva, para qué lo necesitaba en Alaska. Vassili había escuchado con atención mientras Slater esbozaba a grandes rasgos la tarea prevista, hasta que finalmente lo interrumpió sólo para preguntar:
—Esta gripe española… ¿mató a muchos rusos?
—Diez o doce millones, según los mejores cálculos —contestó Slater.
—¿Cree usted que aún es contagiosa?
Slater sabía que Vassili le hacía una pregunta sincera, y lo único que pudo hacer fue darle la respuesta más franca posible.
—No, no creo que lo sea —dijo—, aunque no garantizo nada.
Los rusos, incluso ahora, sabían bastante acerca de la muerte: la mortandad sufrida en el siglo XX, entre la guerra y las enfermedades, había sido absolutamente extraordinaria. Otras nacionalidades a veces olvidan sus desastres pasados, pero en el caso de los rusos una espantosa conciencia les nacía de los propios huesos, y Slater respetaba la cautela que aquello les inspiraba hasta en la actualidad.
—Si viene usted, quiero que empiece un régimen de antivirales ahora mismo, el mismo que todos los demás miembros del equipo seguiremos, incluido yo.
—¿Y me enviará usted los nombres de esos medicamentos?
—Haré algo mejor: mandaré que se los entreguen a usted en mano en Irkutsk.
El geólogo gruñó, pensándoselo aún, mientras Slater le explicaba algunas de las autorizaciones que Vassili tendría que conseguir tanto de la Academia de Ciencias por el lado ruso como del Consejo de Seguridad Nacional, el AFIP y tal vez incluso el FBI por el otro. Cuando acabó, dijo:
—Concluyo la presentación de mi alegato. —Y aguardó el veredicto.
—Me parece —respondió el profesor— que a lo mejor ya he hecho bastante en Irkutsk.
Slater sonrió y apretó el puño en un gesto de triunfo.
—Y sería buena cosa, sí, trabajar con usted de nuevo. Quizá hagamos historia.
Aunque historia era lo único que Slater esperaba que no fueran a hacer —su deseo más ferviente era que al final la misión resultara ser completamente innecesaria—, él aceptaría las victorias, vinieran como viniesen.
Ahora tan sólo seguía faltando una gran pieza del equipo, y esa tarde Slater se había acercado en coche a la base de Fort McNair. El ordenanza le había dicho dónde encontrar al sargento Groves, y Frank entró en el gimnasio de la manera más discreta posible. Se quedó al fondo, viendo el combate; aunque Groves y su adversario llevaban guantes y cascos acolchados, cada golpe resonaba con un ruido sordo.
Los demás soldados habían acortado bruscamente sus sesiones de entrenamiento, soltando los saltadores, dándoles un descanso a los sacos y sosteniendo las pesas a los costados. Era un combate demasiado bueno como para ignorarlo.
Para ser alguien con la constitución de un bulldog, Groves tenía una sorprendente agilidad de pies, y se movía de un lado para otro yendo y viniendo por todo el ring. El otro púgil, sin embargo, era un tipo blanco con los brazos más largos y que le sacaba unos cinco centímetros. Unas cuantas veces soltó un puñetazo largo, con trayectoria curva, que le dio al sargento en el hombro o en el lado de la cabeza. Una vez, un potente golpe a las costillas incluso hizo que Groves se balanceara hacia atrás.
Pero cada vez que lo alcanzaba, Groves bajaba más la cabeza y volvía a entrar, como Mike Tyson pero sin los tatuajes maoríes.
Sonó una campana, y al instante los dos boxeadores dejaron caer los brazos y se retiraron a sus respectivos taburetes. Groves tenía la cabeza baja y sorbía agua por una pajita.
—El sargento es cojonudo de verdad —comentó un soldado que llevaba una camiseta de West Point.
—Ya puedes creerlo —replicó Slater.
—He oído decir que ha hecho tres períodos de servicio en el extranjero.
—Cuatro.
El soldado lanzó una mirada a Slater, que no le era conocido y resultaba fuera de lugar con ropa de civil —pantalones vaqueros y una camisa blanca, bajo un abrigo—, y sin duda se preguntó cómo lo sabía él. Se oyó el ruido entrecortado de un saco que volvía a usarse.
La campana sonó de nuevo y los dos púgiles se levantaron y empezaron a dar vueltas en el centro del cuadrilátero. Groves brillaba de sudor, aunque por lo demás parecía tener muchas ganas de empezar. En cambio el otro tipo mantenía las manos un poco más bajas, tenía los hombros encorvados y hacia la mitad del asalto ya soltaba puñetazos incontrolados que no le daban a nada.
—Vaya que sí, Groves se lo va a cepillar —dijo el de West Point.
Y, fiel a la predicción, Groves no esperó más de treinta segundos para avanzar como una locomotora y lanzar una súbita lluvia de golpes que mandó a su contrincante no sólo contra las cuerdas sino, inesperadamente, por entre ellas. El tipo aterrizó en la colchoneta, y luego escupió el protector y se puso a resoplar para recobrar el aliento, mientras un colega lo ayudaba a quitarse el casco.
—Por Dios, Groves —dijo el tipo—, tranquilo. —Respiró otra vez—. Que no hay premio en metálico.
Groves escupió su protector y contestó:
—Tiene que pelear como si lo hubiera, teniente. Siempre tiene usted que pelear como si lo hubiera.
Groves separó las cuerdas y bajó del ring. Estaba sentado en el banco, volviendo a meter sus cosas en la bolsa, cuando Slater salió del rincón del gimnasio y dijo:
—Bueno, ¿esto es lo que tú entiendes por un período de descanso?
El sargento no tuvo que alzar la vista.
—Hola, Frank… Estaba esperándolo a usted.
—Ha sido una buena pelea.
Groves soltó un resoplido y con una toalla se frotó fuerte la parte superior de la sudorosa y rapada cabeza.
Slater se sentó en el banco.
—¿Cuándo tienes que desplegarte?
—El viernes que viene, con el Octavo batallón.
—¿Adónde?
—¿Importa? —respondió Groves—. Hará cuarenta y tres a la sombra, y con toda la arena que uno pueda comer.
Slater hizo un gesto afirmativo mientras otro par de tipos trepaban al cuadrilátero.
—No veo cómo puedo competir con eso —bromeó—. Suena a auténtico lugar de vacaciones.
Groves cerró la cremallera de la bolsa y miró a Slater, quien ahora vio que el sargento tenía el labio partido.
—Recibí sus mensajes —dijo Groves—, pero sigo sin entenderlo.
—¿Entender qué?
—Por qué sale usted a hacer otro trabajo, y en Alaska precisamente, cuando acaban de echarlo del cuerpo.
—Voy exclusivamente como epidemiólogo. Nada de ejército esta vez, sólo es el AFIP civil.
—¿Y saben que aún le dan los temblores de la malaria? Ya que ha sacado usted a relucir lo de tomarse tiempo libre, ¿no cree que necesita un buen permiso?
—Nunca sé qué hacer con él —respondió Slater, en lo que incluso a él le pareció el eufemismo del año—. Y por lo menos esta vez no será Oriente Medio. Nadie va a dispararle a nadie. Es pura investigación médica.
—¿Y por qué me necesita a mí? —preguntó el sargento.
—Porque necesito a alguien de quien me fíe para que me ayude a organizar la operación. Dentro de una semana estaremos descargando más o menos tres toneladas de pertrechos en una isla que según me han dicho es casi inaccesible. No hay sitio para que aterrice un avión ni puerto seguro para un barco, del tamaño que sea. Vamos a tener que llevar los pertrechos en helicóptero, prácticamente como hicimos en Afganistán, y tenemos que empezar con brío.
Groves exhaló fuerte y alzó la mirada mientras dos nuevos boxeadores fintaban e intentaban golpearse.
—¿Por qué ahora? ¿Por qué en esta época del año?
—¿Por qué no? —replicó Slater—. Es la temporada de vacaciones… ¿Dónde preferirías estar mejor que en el Ártico?
—Allí está oscuro. Casi todo el rato. ¿A alguien se le ha ocurrido?
—Sí, claro que se nos ha ocurrido —contestó Slater. En realidad la iluminación artificial era una de las primeras cosas que había anotado en la propuesta presupuestaria: focos, luces de rampa y grupos electrógenos de apoyo para asegurarse de que no se quedaran sin corriente. Cuando uno manejaba material vírico, inerte o no, un fallo de alumbrado era tan peligroso como un fallo en la refrigeración—. Pero el trabajo no puede esperar.
Uno de los púgiles del ring asestó un golpe bajo y el otro se quejó en voz alta.
—¡Ya está bien! —gritó Groves.
El combate se reanudó, y Slater esperó. A pesar de todos los reparos del sargento, Slater conocía a su hombre. La llamada del deber en Afganistán era fuerte, pero la petición de su antiguo comandante lo era más. El sentido de la lealtad de Groves no le permitiría dejar que Slater se marchara solo, y mucho menos después de una solicitud tan personal.
—Ya tengo mis órdenes —contestó Groves por fin sin apartar la vista del ring. Los dos boxeadores estaban abrazados, topando con las cabezas como carneros—. ¿Quién va a cambiarme el despliegue?
—No te preocupes. Ya se encargarán ellos de todo. —Slater le tendió la mano—. No olvides meter ropa de abrigo en la maleta.
—Sí —respondió el sargento, al tiempo que le estrechaba la mano con gesto resignado—. Eso haré.
En general, pensó Slater, las cosas le habían ido bien hoy. Lo que necesitaba ahora era dormir bien y de un tirón. Al mirar la calle residencial de las afueras, vio abrirse una puerta y salir un perro que levantó la pata en un árbol y luego volvió a entrar corriendo. Adormilado aún por los medicamentos, encendió la calefacción del coche y cerró los ojos para lo que pensó que sería un sueñecito de diez minutos antes de hacer el resto del camino de vuelta. Pero cuando despertó, agarrotado y dolorido en el asiento, oyó un suave tamborileo en la ventanilla. Al abrir los ojos Martha estaba allí de pie, vestida con un chándal y con una llave en la mano.
Slater, tan abochornado como la situación requería, pulsó el botón y la ventanilla bajó.
—No me digas que llevas aquí toda la noche, por favor —dijo ella.
Slater echó un vistazo al reloj. Eran las cinco y media de la mañana. Despuntaba un amanecer gris. Joder, se preguntó, ¿estaba volviéndose narcoléptico por todas las interacciones de los fármacos?
—No me digas que tú sales a correr a esta hora —respondió, en un tono que confiaba en que ocultara su azoramiento.
Martha meneó la cabeza con gesto triste.
—¿Quieres pasar para entrar en calor?
—No creo que fuera muy buena idea.
—No —contestó ella—. No lo sería.
Tras un instante de incomodidad Martha dijo:
—Me alegro de que el consejo de guerra saliera tan bien.
—Más bien —repuso él— tuve suerte.
—Entonces, ¿estás destinado aquí en Estados Unidos otra vez?
—No por mucho tiempo.
—¿Adónde vas ahora?
—Es secreto —respondió él, y ambos sonrieron.
Habían mantenido una conversación casi idéntica a aquélla tantas veces en el pasado que repetirla ahora en una fría calle de las afueras, con Martha en chándal y Slater repantigado en el coche, les parecía absurdo.
Por un momento se sostuvieron la mirada; había un millar de cosas que decir, pero todas se habían dicho ya. Para Slater era como si viera lo que podría haber sido, la vida que podría haber llevado; y ahora mismo, con la espalda como una tabla, las piernas medio dormidas y el cerebro hecho un lío, no le parecía tan mal. Tuvo que contenerse para no sacar una fría mano por la ventanilla y acariciarle la mejilla a Martha un instante, nada más. Como parte del reconocimiento anual que se les hacía a los epidemiólogos de campo desplegados en misiones de mucha tensión nerviosa, un psiquiatra del Ejército le había dicho hacía poco que en su vida había una notable carencia de intimidad.
—No puede usted huir de eso constantemente —le dijo—. Dado a lo que se enfrenta en el trabajo, va a necesitar un pilar humano, un refugio en su vida. —El loquero se había callado un momento—. Si no, tal vez se encuentre yendo a la deriva por el mapa emocional y metiéndose en aguas desconocidas.
Slater sabía que tenía razón; mira dónde acababa de varar.
—Bueno, muy bien —dijo, como si él y su exacabaran de terminar una charla de lo más despreocupada. Hizo girar la llave de contacto—. Ha sido estupendo ponerse al día.
—Sí —respondió ella.
Cuando Frank subía la ventanilla, Martha, en broma, dio golpecitos con la mano en el cristal.
Tenía una sonrisa agridulce en el rostro, y durante uno o dos segundos Frank se preguntó si ella también habría estado repasando aquel mismo pequeño guion fallido.
Alzó la mano en un gesto de despedida mientras apartaba el coche del bordillo, y luego redujo la marcha para mirar por el espejo retrovisor mientras ella partía calle abajo, una figura cada vez más pequeña vestida con un chándal azul. Luego dobló la esquina sin mirar atrás y, como tantas otras cosas de la vida de Slater, desapareció.