CAPÍTULO 8

Harley Vane llevaba días contando su historia, pero iba quedándose rápidamente sin gente nueva a quien contársela. A estas alturas todo el mundo sabía lo de que había estado en cubierta supervisando la recuperación del viejo ataúd cuando Lucas Muller, aquel universitario sabiondo, había alterado el rumbo del barco hasta llevarlo demasiado cerca de los escollos de la isla de Saint Peter.

—Nunca debí dejarlo solo al timón —había reflexionado Harley en voz alta ante un periodista de la Barrow Gazette—, pero siempre me ha gustado darle una oportunidad a un chaval.

También había vuelto a relatar que, después de que el barco golpeara las rocas, había acarreado, sin ayuda, a Richter el maquinista arriba desde la bodega —«el anciano estaba ahogándose en un mar de cangrejos»— para intentar meterlo en el bote salvavidas, pero que entonces descubrió que la tripulación ya lo había echado al agua. Meneando la cabeza, le había dicho al periodista local: «Sólo con que hubieran esperado, los habría sacado a todos vivos de allí».

Únicamente tras asegurarse de que ya no había nadie más a bordo, y de que el Neptune II estaba perdido, se había zambullido a regañadientes en el agitado mar y hecho su milagroso viaje hasta la orilla sobre la tallada tapa del ataúd. «A veces desearía haberme hundido con el barco y mi tripulación», había añadido pensativo, mientras el fotógrafo de la Gazette le tomaba una foto en que se le veía mirando con sentimiento hacia el mar.

Sin embargo, no es que muchos de los vecinos se lo creyeran. Port Orlov era un pueblo no muy grande, y los chicos de Vane llevaban toda la vida viviendo allí. Su madre se había fugado cuando eran críos —«embrujada», había dicho el padre, «por un chamán local»—; los niños habían crecido cerriles y, a medida que se hacían mayores, absolutamente peligrosos. Charlie, el mayor, era el que daba ejemplo: forzaba y entraba en las cabañas de los demás cuando éstos se iban de caza, ensuciaba con gasolina el fletán de otros barcos para subir el precio del suyo y, finalmente, había destrozado el primer Neptune al quedarse dormido al timón, borracho y colocado. Al barco se le acabó el combustible en alta mar, se quedó bloqueado en el hielo y se estrujó como una lata. Después de eso nadie quiso navegar con Charlie Vane al timón. Ahora, con el Neptune II en el fondo del mar, daba la impresión de que tampoco era probable que nadie se uniera a una tripulación si Harley estaba al mando.

—Salve, héroe vencedor —dijo Charlie en tono irónico cuando Harley apareció por la casa familiar.

Era una construcción laberíntica con una cruz luminosa montada sobre el tejado como una antena. Toda la casa se elevaba algo más de un metro del suelo sobre pilares de cemento, y estaba tan mal diseñada y construida que todas las habitaciones parecían añadidas de cualquier manera. Los suelos se inclinaban, los techos eran o demasiado bajos o demasiado altos, y se habían colocado rampas en todos los lugares adonde la silla de ruedas de Charlie tuviera problemas para llegar. Después de hundir el barco Charlie había intentado dirigir una franquicia de saldos náuticos, pero al cabo de un par de meses había tratado de bajar los rápidos del cañón del río Heron, en pleno escurrimiento de primavera, y cuando su canoa se estrelló en las rocas, había quedado parapléjico. El índice de robos en domicilios del pueblo descendió de manera vertiginosa en el período inmediatamente posterior al accidente.

—Ven a la sala de reuniones —dijo, al tiempo que bajaba la silla por una rampa de madera.

Lo que Charlie llamaba la sala de reuniones era un espacio grande y destartalado con techo de madera y una docena de viejas alfombras en el suelo para evitar que se colara el frío. Un montón de sillas plegables se apoyaba en una pared, por si Charlie conseguía alguna vez que más de unas pocas personas asistieran a una de sus reuniones de oración dominicales. En los dos años transcurridos desde el accidente afirmaba haber encontrado a Dios, y para divulgar la palabra había fundado una Iglesia por Internet llamada las Sagradas Escrituras de Vane: una extraña combinación de evangelismo, polémica antigubernamental y teoría de la conspiración. Harley, que había echado un vistazo al sitio web una o dos veces e incluso había asistido a un par de las reuniones de oración, nunca estaba del todo seguro de si su hermano se creía de verdad las majaretadas que decía o si estaba montando otro timo. Una vez llegó a preguntarle, a bocajarro, si hablaba en serio, y Charlie, indignado, lo echó de la casa.

Aunque eso podía formar parte del timo también.

—¿Quieres té? —le preguntó Charlie.

Harley, que estaba helado de frío por la larga caminata hasta la casa, aceptó, aunque allí el té era casi imbebible.

—¡Té! —gritó Charlie, impulsando la silla de ruedas por un tramo problemático donde las alfombras se superponían en parte.

En la mesa de caballete que utilizaba como escritorio tenía dos ordenadores. Uno era para lo que él llamaba sus investigaciones, mientras que el otro mostraba siempre su sitio web y el logotipo de éste: un lobo gris enseñando los colmillos y defendiendo una cruz de madera.

Harley se dejó caer en un desvencijado sillón que olía a perro mojado.

—Bueno —dijo Charlie, frotándose el mentón sin afeitar con una mano—. He estado leyendo tus aventuras. Eres un héroe. ¿Qué se siente?

—Está bien —respondió Harley.

—¿Bien nada más? —preguntó en tono de mofa Charlie—. Creía que ya estarías en todo lo alto…, o por lo menos en lo alto de Angie Dobbs.

Aquél era exactamente el tipo de comentario que a Harley lo desconcertaba mucho. Por un lado, su hermano iba por ahí afirmando ser un hombre de Dios, completamente puro y todo eso, y por otro era exactamente el mismo hijo de puta socarrón que siempre había sido…, al menos cuando nadie más lo oía.

—¿Le sacas dinero al tema ya? —preguntó Charlie—. He visto ese artículo de la Barrow Gazette, y apuesto a que les has dado la entrevista gratis. Eso has hecho, ¿verdad?

—No se cobra por salir en el periódico.

—Eso es lo que ellos te dicen, pero piensa: a los artistas de cine y a los cantantes y a los jugadores de béisbol, ¿no les pagan cada vez que abren la boca?

—Yo no soy un artista de cine.

—No —repuso Charlie—, de eso puedes estar segurísimo.

Rebekah, la mujer de Charlie, entró con una bandeja de té y unas magdalenas que probablemente sabrían igual de mal. A Harley no lo habían invitado a ninguna boda, y dudaba mucho de que la hubiera habido, aunque casi seguro que su hermano sostendría que había sintonizado con el Espíritu Santo directamente. Rebekah era una mujer flaca, y su hermano la había encontrado en Internet, cuando ella contestó a su anuncio online buscando una compañera. Había traído consigo a su hermana menor, Bathsheba, también. Rebekah sirvió el té, hecho de corteza de árbol o de cualquier otra cosa que no contuviera cafeína —ahora todos los estimulantes iban contra la religión de su hermano— y las magdalenas, que seguro que no contenían ni azúcar ni especias de ninguna clase. Harley se figuraba que las hacía del serrín que se quedaba alrededor de la astilladora, allá en la parte de atrás.

Harley la saludó, pero Rebekah, que iba con el vestido de costumbre, largo y abrochado hasta el cuello, se limitó a corresponder con una inclinación de cabeza. Al salir le dijo a Charlie: «Casi se nos ha terminado el fueloil». Tenía un marcado acento de Nueva Inglaterra —era de un rústico pueblo no mucho mayor que Port Orlov—, donde había estado viviendo en una presunta comuna cristiana que el Estado había disuelto. Con todo, Harley se preguntaba con frecuencia por qué ella, y su hermana, habían cometido la estupidez de irse a un lugar tan lejano como Alaska.

Charlie dio un gruñido y, cuando ella se marchó, continuó donde lo había dejado.

—A lo mejor tendrías que dejar que yo manejara la prensa de ahora en adelante.

—Ya no queda mucha. Hoy no me ha llamado nadie, menos la Guardia Costera. Quieren saber más de esa tapa de ataúd que apareció en las redes.

—¿Qué han dicho exactamente?

Harley sabía que su hermano sentiría curiosidad.

—Quieren estar seguros de que es lo único que salió.

—Eso es lo que les has dicho, ¿no?

—¿A ti qué te parece? —contestó Harley, al tiempo que clavaba la mirada sin pestañear en los oscuros ojos de su hermano—. Claro que sí.

Tomó un sorbo del té caliente, que sabía como si estuviera hecho de cuero hervido.

Charlie le sostuvo la mirada y tampoco pestañeó.

«Que le den», pensó Harley; «es ahora o nunca».

—Tú fuiste al hospital —le dijo sin rodeos—, y te fuiste con mi anorak.

—¿Y qué? Si quieres recoger el chaquetón, está en el armario del pasillo.

Harley dejó la taza en un montón de periódicos viejos, salió al pasillo y volvió con su chaquetón. Se sentó y empezó a rebuscar por los diversos bolsillos cerrados con cremallera y, aparte de un paquete de pastillas para la garganta, salió con las manos vacías.

—Vale —dijo—. ¿Dónde está?

—¿Dónde está qué? —contestó Charlie, pero con aquel malicioso destello en la mirada que le indicó a Harley que sabía muy bien de qué estaba hablando.

Era como si volvieran a ser críos y Charlie le escondiera algo.

—Tú sabes qué. La cruz que estaba en el bolsillo interior.

Lentamente, la cara de Charlie se plegó en una amplia sonrisa que dejó ver una hilera de torcidos dientes grises.

—¿Qué cruz?

Harley alargó la mano y dijo:

—Dámela, Charlie.

—Y si no, ¿qué? ¿Vas a darle una paliza a tu hermano, a tu hermano lisiado?

Nadie sacaba tanto partido a una silla de ruedas como su hermano.

—Si es preciso, registraré de arriba abajo esta puñetera casa.

—Huy, no creo que Rebekah y Bathsheba dejen que pase eso —repuso Charlie.

Harley sabía que tenía razón. Las dos hermanas tal vez fueran huesudas como esqueletos, pero eran fuertes, y aunque no le hacía ninguna gracia confesarlo, metían muchísimo miedo. Tenían los ojos negros como pequeños guijarros, puestos en unas caras blanquísimas y picadas de viruela, y Harley había visto una vez a Rebekah retorcerle el pescuezo a un zorro sin mirar al bicho siquiera. Y lo más espeluznante todavía era que a Harley le daba la impresión de que Bathsheba andaba un poco encaprichada de él. Eso fue un motivo más para tener que mudarse.

Antes de que el punto muerto durara mucho más, Charlie pareció cansarse de la broma y, al tiempo que señalaba el armero que había bajo la ventana, dijo:

—Está en el cajón de las municiones.

Durante una fracción de segundo Harley se preguntó si el cajón de las municiones tendría una trampa explosiva, pero lo abrió y encontró la cruz, envuelta en un trapo limpio. Parecía que Charlie le había sacado un poco de brillo, y las piedras —esmeraldas, seguro— relucían al resplandor de las pantallas de los ordenadores.

—Suerte que no has dado el cante de eso —dijo Charlie.

Harley le dio la vuelta en las manos, maravillándose de cuánto pesaba; se preguntó si el lustre de la plata sería auténtico, cuánto valdrían las gemas y qué significarían las palabras rusas grabadas al dorso. Había en Nome un perista llamado Gus Voynovich —él y Charlie habían utilizado sus servicios de vez en cuando en el pasado—, y si alguien sabía su verdadero valor sería él. El tipo era un ladrón, por supuesto, pero sabía lo que se traía entre manos.

—Así que me figuro que un negocio a medias —dijo Charlie.

—¿De qué hablas?

—Vas a llevarlo a The Gold Mine, ¿no? —The Gold Mine era la casa de empeños que Voynovich, el perista, tenía en Nome—. Bueno, pues me debes la mitad de lo que Voynovich nos dé por ella.

—Eso son chorradas. La encontré yo. Casi me muero por conseguirla.

—Y si yo no llego a coger tu chaquetón, la Guardia Costera o algún puto celador la tendría ahora. Y entonces, ¿cuánta parte crees que te habría tocado?

—Te doy el diez por ciento.

—No pienso discutir de esto contigo, Harley. Preferiría haber sacado una escopeta de ese armero y haberte dicho que te largaras pitando de una propiedad de la Iglesia. —Las Sagradas Escrituras de Vane tenían su sede en la vieja casa, y, por consiguiente, Charlie no pagaba impuestos sobre la propiedad inmobiliaria. También recibía un buen cheque de subsidio por discapacidad todos los meses—. Bueno, en realidad sólo nos queda una cuestión que comentar.

—¿Y qué diablos es?

—¿Cuánto más hay?

—¿Cuánto más de qué? El ataúd ha desaparecido, se hundió, igual que el barco. ¿No lees los periódicos?

—El ataúd llegó de algún sitio. Y ese algún sitio sería la isla de Saint Peter. Es de uno de esos antiguos rusos que vivían allí. ¿Quién sabe qué más habrá enterrado en las demás tumbas?

Harley se quedó muy quieto; la cruz le pesaba cada vez más en la mano.

—¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo que tenemos que volver allá antes de que vaya otro y cavar un poco.

—¿Quieres que yo me ponga a abrir tumbas? —preguntó Harley.

Se sentía exactamente igual que cuando Charlie le había dicho que trepara por la claraboya de la tienda de bebidas alcohólicas de Front Street.

—Escúchame —contestó Charlie, inclinándose hacia delante en la silla de ruedas—. ¿No te acuerdas de las historias?

—Claro que me acuerdo. En ese maldito sitio hay fantasmas.

No añadió nada sobre los lobos negros… ni sobre aquella luz amarilla que le había parecido ver sobre los acantilados.

—Vamos, no te creerás de verdad esas historias, ¿verdad? Para mí que los rusos se inventaron todas esas capulladas hace años sólo para que no se acercara nadie a la isla.

—Nunca hubo ningún motivo para ir a la isla.

—No —convino Charlie—. Por aquel entonces no.

Todo el mundo sabía que en Saint Peter no había más que los restos del viejo pueblo ruso, cuyas cabañas de madera, que a estas alturas sin duda se habían caído a pedazos, supuestamente custodiaba una vieja con un farol, que andaba por los acantilados de noche atrayendo a los marineros a la muerte.

—Pero hay un motivo ahora.

Harley no supo qué decir ni cómo responder a lo que decía su hermano. Así había sido siempre. Charlie siempre había ganado las discusiones; a veces de golpe y a veces limitándose a esperar a que Harley se aburriera.

—¿Qué otras opciones tienes? —le preguntó con sorna Charlie—. ¿Crees que alguna vez vas a conseguir otro barco? ¿O una tripulación? Tus días de pesca se han acabado, hermano, por si no lo sabías ya. —Dejó ver una amplia sonrisa y se alisó la pechera de la camisa de franela—. Esta cruz ha venido, diría yo, como llovida del cielo… Una cosa sí que sé, y es que Dios no llama dos veces.

Harley no estaba tan seguro de que quien llamara a la puerta fuera Dios en absoluto.

Pero, señalando con la cabeza aquel objeto ruso, Charlie añadió:

—Y tendrías que dejar eso aquí para que yo lo ponga en lugar seguro. Esa caravana de lata donde vives no es que sea a prueba de ladrones, ¿no es verdad?