Aunque la doctora Levinson había expuesto la cuestión de forma algo hiperbólica, Slater no tardó en descubrir que hablaba en serio. Se le ordenó que elaborara una estrategia, una estimación de riesgos, un presupuesto preliminar —aunque, cuando Slater salía de la sala, Levinson había dejado claro que el coste no iba a suponer ningún problema—, que reuniese un equipo de cuantos especialistas necesitara y que todo estuviera sobre la mesa de Levinson en un plazo de setenta y dos horas. Ésa era la clase de cosa que solía tardar semanas, si no meses, no sólo en prepararse, sino en que la revisaran todos los demás miembros de la cadena de mando. Pero, una vez más, la doctora Levinson le había dejado claro que este proyecto tendría permiso de máxima prioridad no sólo por parte del AFIP, sino del Ejército, la Fuerza Aérea y la Guardia Costera, todos los cuales tendrían que tomar parte en una fase u otra. El Centro para el Control de Enfermedades de Atlanta había ofrecido, asimismo, su plena colaboración y apoyo.
—Pero no quiero que se entrometan —había dicho Levinson—. Tardan un mes en preparar una taza de café.
El doctor Slater había vuelto a su despacho, se había subido las mangas y había empezado a hacer la lista ideal de quienes lo ayudarían. Necesitaba un equipo de personas que fueran tan entregadas a su trabajo como expertas, y tan competentes como intrépidas. Llevarían a cabo uno de los trabajos más delicados y peligrosos imaginables, y en condiciones que seguramente serían complicadas y adversas. Una cosa era realizar una autopsia en un laboratorio de vanguardia y otra, radicalmente distinta, tomar muestras de órganos en un cementerio al aire libre, en una isla helada, donde el suelo que pisaban podía hundirse en cualquier momento. Tenía que escoger a su gente con mucho cuidado.
Ante todo la logística era decisiva. Habría toneladas —en sentido más que literal— de pertrechos que habría que llevar al emplazamiento de la isla: todo, desde tiendas de campaña de descontaminación a martillos neumáticos, y desde generadores a frigoríficos (aunque estuvieran en Alaska). Para este trabajo tan grande y complicado sólo había un hombre de quien Frank se fiara: el sargento Jerome Groves, quien estaba previsto que cambiara de destino a una zona conflictiva de Oriente Medio a finales de semana. Pensándolo bien, tal vez se alegrara de recibir la llamada.
Slater puso su nombre en lo alto de la lista.
Lo siguiente que necesitaba era a aquel geólogo en quien había estado pensando anteriormente. Antes de que Slater y su equipo metieran siquiera una pala en la tierra, tendrían que utilizar un georradar para valorar lo que hubiera debajo del suelo y para asegurarse, antes de provocar daños irreversibles, de que los ataúdes, y los cuerpos de dentro, no se hubieran movido o separado en el siglo transcurrido desde su entierro. En cierta ocasión, durante un brote de fiebre tifoidea en Croacia, había trabajado con un ruso que interpretaba las capas freáticas subterráneas con la misma facilidad que si estuviera leyendo la carta de un restaurante. Por entonces dependía del Instituto Unido Trofimuk de Geología, Geofísica y Mineralogía, la rama siberiana de la Academia de Ciencias rusa, pero Slater no tenía ni idea de lo que haría ahora. Sin embargo, el profesor Vassili Kozak era el hombre que buscaba, y añadió su nombre a la lista.
En cuanto a la virología y las autopsias, Slater se encargaría en persona de casi todo. Pero seguiría necesitando otro par de manos y otro juego de ojos para ayudarlo en el cementerio, y también a llevar el laboratorio. Sólo tardó unos segundos en dar con la doctora Eva Lantos, una viróloga doctorada por el Instituto Tecnológico de Massachusetts y dueña de una mente excepcional. La última vez que había sabido de ella vivía en Boston con su novia más reciente y trabajaba en el genoma de la rata, pero seguro que si alguien estaba dispuesto a apuntarse a una aventura, ésa sería Eva.
Slater hizo unas cuantas llamadas, dejó unos cuantos mensajes que por la naturaleza de la misión, calificada de alto secreto, resultaron mucho más crípticos de lo que hubiera deseado, y empezó a enfrascarse en el papeleo adjunto que el AFIP le había recopilado. Después de escribir una lista de peticiones preliminar y de remitir el memorándum al despacho de la doctora Levinson, miró por la ventana y vio que ya había anochecido; se le había olvidado almorzar y, sin saber cómo, había aguantado el día sólo con café y un paquete de frutos secos surtidos que había encontrado en la mesa. Como médico —en concreto, un médico que sufría de brotes recurrentes de malaria— sabía muy bien que necesitaba seguir una dieta sana y ordenada, y hacer todo lo posible por bajar sus niveles de estrés. Pero aquello era una broma, desde luego. Apenas se había librado de pasar cinco años en la prisión militar cuando lo destinaban a una isla del Ártico en una misión de nivel 3. Tras sacar el pastillero del bolsillo, se tragó un par de comprimidos de cloroquina, apagó de un capirotazo la lámpara de mesa y bajó a comer algo.
Debido a los imprevisibles horarios de los científicos e investigadores, la cafetería se mantenía abierta las veinticuatro horas del día, de modo que echó mano a un bocadillo y un Snapple. Un par de personas lo saludaron y le preguntaron: «¿No estabas por ahí, en el extranjero?», y Frank se dio cuenta, con alivio, de que la noticia de su agresión a un oficial al mando y el subsiguiente consejo de guerra no habían tenido mucho eco aquí. Los civiles de plantilla no tenían ni idea de la gravedad de lo ocurrido —lo único que sabían de la disciplina militar era lo que habían visto en los episodios de JAG: Alerta Roja—, y el personal del Ejército estaba tan metido en sus propios proyectos y planes que le daban igual los de los demás.
Comió solo y, tras tirar a la basura el envoltorio del bocadillo y la botella vacía, se planteó irse a casa, pero pensó: ¿a qué? ¿A un piso vacío? Siempre podía ir al gimnasio a hacer ejercicio, pero había algo francamente melancólico en el gimnasio de noche. Las luces fluorescentes, el acre olor a sudor que había estado acumulándose todo el día, el cansado guarda limpiando el suelo del vestuario… Por no hablar de los demás tipos que, como él, no tenían un lugar mejor adonde ir.
Y además, aunque el cuerpo le flaqueaba, la mente seguía bullendo estupendamente en aquel preciso instante. Eso era a la vez su bendición y su maldición. Siempre lo había sido. Si su cerebro estaba provisto de un interruptor de encendido y apagado, no lo había encontrado aún. Las noches eran lo peor. Sus pensamientos podían llevarlo a cualquier sitio y a todas partes; era como una alocada atracción de feria que no paraba nunca. Y ahora mismo la vagoneta de la montaña rusa estaba lanzándolo a toda velocidad hacia un destino en concreto: el depósito histológico del AFIP, situado junto al archivo del antiguo Museo Médico del Ejército. Con la previsión y la sabiduría que lo caracterizaban, lo había fundado el mismísimo Abraham Lincoln… y desde entonces no es que hubiera cambiado mucho.
El depósito, que era la colección de muestras histológicas más completa del mundo, contenía más de tres millones de ejemplares; entre ellos, trozos del tejido pulmonar de un soldado raso de Camp Jackson, Carolina del Sur: el primer soldado norteamericano que había sucumbido a la gripe de 1918. Antes de partir hacia las tierras inexploradas de Alaska, el doctor Slater quería ver por sí mismo las muestras para echarle una ojeada a este antiguo enemigo al que estaba a punto de enfrentarse.
Pero cuando probó su tarjeta de seguridad en el vestíbulo abierto que llevaba al museo, descubrió que había un fallo técnico en su acreditación; sin duda otro problema derivado de su expulsión militar. Y aunque sabía que lo solucionaría el día siguiente, eso no le servía de nada ahora. Volvió a pasar la tarjeta plastificada, que llevaba en una cadena al cuello, bajo el escáner, por si había suerte, y vio que la luz seguía roja. Supuso que un tercer intento haría sonar una alarma interior. Se quedó por el pasillo uno o dos minutos, con la esperanza de subirse a la chepa de alguien que fuera hacia donde él iba, pero a esta hora de la noche los despachos estaban casi todos desiertos y no había nadie más por allí; mucho menos, nadie que se dirigiera a los sombríos confines del viejo museo.
Sin embargo había otra ruta, y aunque era mucho más tortuosa, le permitiría burlar el quisquilloso sistema de seguridad que lo bloqueaba ahora. Tras retroceder hacia su despacho, torció bruscamente a la derecha por el ala de medioambiental y toxicología, bajó la escalera de incendios hasta el nivel del garaje, sin calefacción y casi vacío, y lo atravesó con paso enérgico. No lo bastante enérgico, pensó, al sentir un súbito escalofrío. Apretó el paso y se apresuró a bajar un tramo de ruinosa escalera que se comunicaba con un pasillo del subsótano, en origen ideado para la discreta descarga de cadáveres mediante coches de tracción animal en los años siguientes a la Guerra Civil.
Los pasillos estaban hechos de ladrillo rojo, desvaído con los años, y las luces del techo, cada una dentro de un pequeño nido de alambre, eran bombillas incandescentes y de pocos vatios, además. Las puertas que iba dejando atrás tenían recuadros de vidrio esmerilado, con letras doradas pintadas a mano y rótulos que decían HISTOLOGÍA, ARCHIVO DE HERIDAS DE GUERRA O DEPARTAMENTO DE PALEOPATOLOGÍA. Costaba creer que este laberinto aún estuviera ocupado, pero Slater sabía que a todo el complejo Walter Reed hacía mucho que se le había quedado pequeño el recinto universitario, y ni el mínimo rincón se dejaba sin utilizar mucho tiempo.
Al doblar la esquina hacia el depósito histológico, Slater se topó con las antiguas vitrinas que en tiempos se veían en las exposiciones públicas. Aunque ya no formaban parte de ninguna visita organizada, mostraban, en polvorientos estantes y detrás de un grueso vidrio, una colección de tarros llenos de formol. Algunos se remontaban a mediados del siglo XIX y contenían muestras de flagrantes anomalías físicas: gemelos unidos por el torso, o fetos nacidos con las piernas y pies fundidos de las víctimas de la sirenomelia. Por sus colas parecidas a las de un pez y sus ojos de anfibio se les daba el nombre de las míticas sirenas, y rara vez habían sobrevivido más de un día tras el nacimiento. Ahora, muchos decenios después, seguían flotando en silencio, intactos e inmutables, en el limbo de sus turbios tarros.
Justo pasadas las puertas del depósito, un empleado de noche que vestía un uniforme marrón claro cuidadosamente planchado, con la cabeza baja y unos diminutos auriculares metidos en las orejas, escribía en el teclado de su ordenador. Alzó la vista sorprendido cuando entró Slater, y enseguida se apresuró a quitarse los auriculares de un tirón, se enderezó en la silla y pasó una tablilla sujetapapeles al otro lado de la mesa para que Slater firmara en el registro.
—Necesito su documentación también —dijo.
Slater alargó la tarjeta de seguridad. El empleado anotó el número y luego lo cotejó en Internet con el nombre del archivo. Slater rezó para que no surgiera un problema, pero el empleado asintió con la cabeza y preguntó:
—¿Qué desea, señor?
Slater le explicó lo que buscaba, pero cuando el empleado se disponía a levantarse de la silla, dijo:
—No se mueva. Conozco esto y puedo cogerlo yo.
—¿Seguro? —preguntó el empleado.
Daba la impresión de que estaría encantado de seguir con lo que estaba haciendo. Slater vislumbró en el ordenador un videojuego de guerra.
—Sí, no tardaré mucho.
En ese momento, inexplicablemente, el empleado sacó unos cuantos clínex de una caja y le pasó un fajo a Slater.
—¿Para qué es esto?
—Perdone que se lo diga, señor, pero está usted sudando.
Le señaló con un gesto la frente, y cuando Slater se enjugó la piel, los pañuelos de papel, en efecto, salieron húmedos.
—Gracias —dijo Slater—. Me parece que traía demasiada prisa por llegar.
El empleado se encogió de hombros y, al tiempo que miraba el fantasmal sótano, respondió:
—Toda una novedad, señor.
El depósito era enorme, con varias salas comunicadas entre sí bajo unos abovedados pasajes de ladrillo, todas equipadas con hileras de brillantes luces fijadas encima de los terminales de trabajo provistos de microscopios. En los largos pasillos había interminables filas de armarios metálicos, cada uno de ellos dividido en cajones, no más hondos que una baraja de cartas, que contenían las muestras de tejidos y huesos. Organizadas primero por su origen patológico, luego por el orgánico o anatómico, y luego otra vez por época, aquellas muestras se habían recogido en barracones y campos de batalla de todo el mundo, y desde allí se habían enviado al archivo; a menos que el tamaño fuese un problema, las más antiguas de cualquier categoría se depositaban en los cajones más bajos de cada sección. Slater, que llevaba varios años sin ir a este archivo, tardó media hora tan sólo en dar con el rincón correcto de la sala correcta. Era la última de la cadena y, como todas las demás por las que había pasado, en ella no había nadie.
Tras ponerse en cuclillas, sacó un cajón, miró las muestras, lo cerró y abrió otro. Aquí encontró lo que buscaba. Los últimos restos del soldado Roscoe Vaughan, un recluta de artillería que se encontraba en Fort Jackson, Carolina del Sur, en 1918… y la primera baja militar conocida de lo que se había dado en llamar, si bien de forma incorrecta, la gripe española. Aunque el dato era poco conocido, durante la Primera Guerra Mundial habían muerto más soldados de gripe que en combate.
Lo único que quedaba ya del soldado era un bloque de parafina, no más grande que un cubito de picatoste, en el que el capitán K. P. Hedgeforth, médico militar, había incrustado rodajas de tejido pulmonar que había obtenido del soldado muerto. Conservado en formol, el bloque se había enviado a Washington, donde, en una cajita marrón, pasó casi ochenta años guardado en un estante hasta que los científicos del AFIP exploraron sus mortíferos secretos.
Slater llevó el cubo, ahora metido en un sobre de fino papel transparente, y varias de las muestras preparadas a partir de su contenido allá en Camp Jackson, a la mesa de estudio situada en el otro extremo de la sala. Todo este material se había declarado completamente inerte, y ahora se utilizaba sólo con fines docentes y de investigación histórica. Pero las muestras que se habían obtenido de él en 1996, y que luego se sometieron a la reacción en cadena de la polimerasa, habían brindado información suficiente como para que los patólogos del Instituto reconstruyeran la estructura genética completa del virus. A diferencia de este material de referencia inactivo, los resultados de las pruebas moleculares estaban ahora metidos, con las más estrictas precauciones de seguridad, en pequeños frascos dentro de un congelador en un lugar secreto al que era casi imposible tener acceso; en particular alguien con unas referencias tan comprometidas como el doctor Slater. Para conectar con el origen de la epidemia las tumbas de cuyas víctimas estaba a punto de profanar, lo más lejos que podía llegar era a este anticuado material de archivo.
Pero una corazonada le había dicho que tenía que hacerlo. A menudo se pensaba que la epidemiología era una disciplina impasible, cuyos profesionales utilizaban la objetividad y el criterio imparcial frente a unas realidades espantosas, pero Slater jamás había enfocado el trabajo así. Él era un combatiente, y para entablar batalla a fondo necesitaba tener una sensación visceral de su enemigo.
Aunque los electricistas habían hecho todo lo que podían, la iluminación de este lugar no era buena; el techo de ladrillo era curvo como un tonel, y la luz que llegaba del techo, demasiado intensa en algunos lugares y demasiado débil en otros. Slater descubrió que tenía que tirar del taburete primero a un lado y luego al otro con el fin de evitar que las sombras dieran en la superficie de trabajo. Detrás de las paredes oía el apagado chocar metálico de las viejas cañerías.
El soldado Vaughan había sido un joven «bien alimentado», según uno de los documentos que Slater había leído aquella tarde; otro lo calificaba de «rechoncho». Medía alrededor de uno cincuenta y cinco, y estaba, como la mayoría de los demás soldados de infantería, ansioso por llegar a Francia antes de que finalizaran los enfrentamientos. Se había adiestrado, en las dunas cubiertas de maleza que rodeaban el campamento, para mantener y desplegar la artillería de campaña. Pero la mañana del 19 de septiembre de 1918, en lugar de ir con su pelotón, se presentó en la enfermería quejándose de escalofríos y fiebre. Tenía tos seca, un sordo dolor de cabeza y la cara colorada. Aunque el corazón le latía con cadencia regular, tenía la garganta congestionada y decía que le costaba respirar. El médico, que ya había visto la gripe, lo mandó a un catre.
Pero ésta no se parecía a ninguna gripe con la que el mundo hubiera tropezado jamás.
Durante los días siguientes el soldado Vaughan fue empeorando poco a poco. La fiebre le subió, y en consecuencia se pasaba casi todo el tiempo delirando y tiritando bajo un montón de mantas que nunca era lo bastante alto. Sobrevino una infección secundaria, la pulmonía, y los pulmones empezaron a llenársele de mocos. Cuando intentaba hablar, burbujas de sangre le estallaban en los labios, y mientras los médicos y las enfermeras miraban con horrorizada impotencia, el soldado Vaughan lentamente se ahogó en sus propios fluidos. A las seis y media de la mañana del 26 de septiembre lo declararon muerto.
El soldado Vaughan fue el proverbial canario de la mina de carbón.
La gripe española, llamada así porque se había abierto camino de forma arrolladora a través de España antes de pasar al Nuevo Mundo, con el tiempo se cobraría las vidas de seiscientos setenta y cinco mil civiles norteamericanos. El número de víctimas en otros países fue muchísimo más alto. Y antes de que se consumiera, el destino de las naciones, y el del propio planeta, se alteró de forma radical. A quienes creían que la carnicería de la Primera Guerra Mundial era la peor calamidad que la humanidad podía soportar, la gripe española les demostró que se equivocaban por completo.
Slater miró el pequeño cubo de parafina impregnada de tejido —en tiempos un trozo cortado de una vela— y se asombró de los destrozos que aquello presentaba. Tras conectar el microscopio, metió uno de los portaobjetos originales, preparados por el doctor Hedgeforth; el vidrio era tan grueso, mucho más que los actuales, que tuvo que levantar el ocular y hacer unos cuantos malabarismos para poder acoplarlo.
Inclinó la cabeza, reguló un poco el aumento y observó un fondo amarillo pálido —una fina rodaja de la parafina— y en mitad de él, un borrón oscuro, como una miga de tostada quemada sobre una porción de mantequilla.
Aquel borrón era un trozo diminuto del pulmón izquierdo del soldado, tan empapado e hinchado de sangre que el doctor Hedgeforth había dicho que parecía una tajada de hígado.
Incluso al cabo de todos estos años los portaobjetos y la cera de la vela despedían un tufillo a formaldehído, y el olor le recordó a Slater los laboratorios de disección y las veces que se quedaba estudiando toda la noche en la Facultad de Medicina. Mientras observaba atentamente las muestras y ajustaba el aumento, consiguió sacar, en una de las últimas, una imagen más nítida no sólo de las células amorfas, de un ligero tono violeta y fijadas para siempre en sus lugares, sino de fragmentos del virus mortal, parecidos a trozos de alambre de espino. Aquello, pensó, era como observar un antiguo campo de batalla, un lugar de muerte y destrucción. Se miraba hacia atrás en el tiempo algo que había terminado hacía mucho, pero cuya huella, incluso ahora, seguía sin cambiar. Era una noticia de un mundo que había dejado de existir…, una noticia que, en este caso, comunicaba un joven soldado cuya propia esencia había regresado a las estrellas.
Slater apenas sabía cuánto tiempo llevaba allí. Se ensimismó en su investigación y en sus pensamientos, rodeado de un silencio sólo roto de vez en cuando por el lejano ruido metálico de las tuberías de la calefacción tras las viejas paredes de ladrillo. A su manera, estaba aprestándose para el combate. El enemigo estaba justo allí, bien derrotado y conservado tras el vidrio, pero era el mismo adversario con el que no tardaría en enfrentarse en el Ártico…, aunque en el Ártico todo estaría en el aire.
Sus ideas se habían vuelto confusas, e incluso tal vez se hubiera dormido en el taburete unos instantes, cuando se percató de que había alguien en el pasaje abovedado que tenía detrás. Volvió la cabeza despacio. Una de las luces le dio directamente en los ojos, y tuvo que alzar una mano para protegerse del resplandor.
Durante una fracción de segundo fue como si estuviera mirando al soldado muerto cuyos tejidos había examinado…, pero en ese momento el joven vestido de uniforme le habló.
—Vamos a cerrar, señor —dijo el empleado de noche—. El archivo vuelve a abrir a las ocho de la mañana.
Slater hizo un gesto afirmativo, y luego quitó el último portaobjetos del microscopio, volvió a meter el cubo de parafina en su sobre de fino papel transparente y se levantó del taburete. Se tambaleó un momento, pero lo atribuyó a haber pasado demasiado tiempo en la misma postura, bastante precaria además. Sólo tenía que volver a meter las muestras y los portaobjetos en el cajón, irse a casa y dormir bien.
Hasta el piso vacío le parecía una perspectiva atrayente ya.
Mientras avanzaba por los pasajes abovedados sintió una inesperada corriente de aire en la espalda y tuvo que controlar el impulso de tiritar al pasar por delante del empleado, que estaba de pie junto a la puerta con un juego de llaves colgando en una mano. Sólo cuando hubo doblado la esquina y estuvo a salvo de la mirada del empleado Slater se atrevió a sacar el pastillero del bolsillo y, apoyado en la pared de ladrillo del corredor de fuera, se tragó rápidamente un par de las pastillas contra la malaria sin agua.
«Médico», pensó, con los ojos cerrados y la cabeza dándole vueltas, «cúrate a ti mismo».
Pero al abrirlos de nuevo, sus ojos tropezaron con la silenciosa mirada fija del bebé de sirena, que nadaba para siempre en su tarro de formol. ¿Estarían los cadáveres rusos, se preguntó, tan bien conservados y tan seguros?