CAPÍTULO 6

Tsarskoe Selo, 1916

Los gritos de su hermano partían la noche, resonando por los largos pasillos de mármol y extendiéndose por las escaleras del palacio. Anastasia —o Ana, para abreviar— se incorporó en la cama. Su hermana Olga ya estaba despierta bajo su propio montón de mantas. Esto ya había sucedido muchísimas veces.

—Pobre Alexei —dijo Ana—. Está peor otra vez.

—No se puede hacer nada —contestó Olga—. Ninguno de nosotros puede hacer nada.

—Ha venido el doctor Botkin.

—El doctor Botkin tampoco puede hacer nada —repuso Olga con aire de cansancio—. Duérmete otra vez.

Levantó una de sus mullidas almohadas y metió la cabeza debajo, pero Ana no pudo volver a dormirse. Alexei gritaba, se oían pasos de gente que corría en zapatillas por el pasillo, y ella tenía que ir a verlo por sí misma. Salió de la cama, se puso una bata acolchada de seda china —un regalo del siempre generoso emir de Bujará— y salió sigilosamente al pasillo. Cuando su pequeño cocker canela, Jemmy, fue tras ella, Ana lo empujó con el pie hasta dentro del dormitorio.

Varias puertas más allá vio salir luz de las habitaciones del zarévich y oyó voces en urgente consulta. Como heredero del trono de Rusia, Alexei —o Alexis, como se le conocía fuera de la familia— era lo más preciado de todo el imperio, más valioso que Anastasia y sus tres hermanas juntas, algo que ninguna de ellas discutía: aquello era, sencillamente, una realidad insoslayable. Pero también era el único de los cinco hijos aquejado de una enfermedad mortal: la hemofilia.

Toda la familia había llegado al recinto imperial sólo una semana antes, esperando algún alivio de las presiones y exigencias públicas que imponía la vida en el Palacio de Invierno de San Petersburgo. Apenas a veintidós kilómetros de la capital, y comunicado con ella mediante una línea férrea privada, Tsarskoe Selo —o «el pueblo del zar»— constaba de ochocientos acres impecablemente cuidados y protegidos, donde los pavos reales paseaban ufanos desplegando el brillante abanico de plumas de sus colas y una manada de ciervos mansos vagaba suelta. Cosacos a caballo, con sables a los costados, recorrían las vallas de hierro que lo cercaban a todas horas, y en cada ventana de las doscientas habitaciones del palacio se veía un centinela ir y venir con paso pomposo. Una guarnición de cinco mil soldados más estaba destacada en el pueblo más próximo.

Dentro del palacio, encargado por Catalina la Grande en el siglo XVIII, cada habitación estaba adornada con arañas de cristal y alfombras orientales de colores vivos; enormes estufas de porcelana calentaban los aposentos y perfumaban el aire. Flores frescas, llegadas de lugares tan cercanos como los invernaderos del parque o tan distantes como los jardines imperiales de Crimea, llenaban los jarrones por todas partes. Una multitud de lacayos con librea, vestidos con docenas de uniformes distintos, realizaban discretamente cada función, desde abrir puertas a llevar cuencos de humeante incienso de una cámara a otra; cuatro en concreto, etíopes, cuya piel recia y lustrosa le parecía a Ana que brillaba como el ébano, se encargaban de preceder al zar Nicolás, o a la zarina Alejandra, cuando llegaban a cualquier habitación. La mera aparición de uno de estos temibles criados negros, con su enjoyado turbante, su chaleco de brocado y su resplandeciente cimitarra, alertaba a todo el que se encontrara dentro de que una de las majestades imperiales de Rusia estaba a punto de entrar.

Dos de estos guardias estaban de pie ahora a ambos lados de la puerta de Alexei, pero hicieron caso omiso de la gran duquesa Anastasia, de catorce años, cuando ésta entró corriendo en la antesala. Un par de los médicos en consulta del joven zarévich se apiñaban meditabundos junto a la chimenea, acariciándose la barbilla con gesto nervioso mientras que las lámparas eléctricas, con gruesas y picudas pantallas, iluminaban tenuemente la alcoba interior. La zarina estaba sentada en la cama, con el cobrizo cabello recogido en lo alto de la cabeza en un apresurado moño, y sus largos dedos acariciaban la frente de su hijo; el doctor Botkin, un hombre de complexión robusta a quien ni una sola vez se le había visto vestido con algo que no fuera su levita negra —la había llevado incluso en la playa de Livadia, para regocijo general—, estaba junto a ella, mirando un termómetro a la luz. No parecía satisfecho, y cuando habló, Alejandra se limitó a asentir con la cabeza.

Tras entrar muy despacio en la habitación, Ana por fin vio a su hermano menor acurrucado en la cama, con unas almohadas amontonadas bajo la cabeza y otras levantándole la pierna hinchada. El día antes había sufrido una caída de un columpio, una caída de la que Ana y sus hermanas habrían salido andando sin nada más que una rodilla arañada, pero a Alexei un accidente así podría resultarle mortal. Mientras crecían, a Ana y a sus hermanas les habían advertido un millar de veces que ni empujaran siquiera a su frágil hermano. Un corte o un rasguño a primera vista inofensivo tal vez estuviera provocando daños profundos e irreparables bajo la piel, porque la sangre, incapaz de coagularse, llegaba de forma abundante y continua a las articulaciones o los músculos. Ahora la pierna izquierda, que se le había hinchado hasta el doble de su tamaño, estaba bien envuelta en gasas que se cambiaban cada una o dos horas, cuando la sangre acumulada se filtraba por los poros de la piel. Los ojos del zarévich, por lo general tan brillantes y pícaros, estaban hundidos, rodeados de ojeras negras como el hollín.

El padre estaba en Polonia en visita diplomática, pero Ana supuso que, como siempre, a estas alturas ya habría recibido un telegrama y se apresuraba a regresar tan rápido como los trenes y carruajes le permitían.

La cuestión, cada vez que sucedía algo así, era: ¿sobreviviría el joven heredero a este último ataque?

Ana no podía ni imaginarse un día tan espantoso. Sería como si el mismo cielo se cayera. No sabía cómo sus padres, su madre en particular, serían capaces de soportar tal eventualidad. Era algo inconcebible…, de modo que trataba con todas sus fuerzas de no pensar nunca en ello.

—¿Qué haces levantada? —le preguntó su madre, que de pronto había reparado en ella—. Deberías estar dormida.

—¿Se pondrá bien Alexei?

—Alexei se pondrá bien —intervino el doctor Botkin—. Nosotros lo ayudaremos. Deberías volver a la cama. No tienes que preocuparte de nada.

La madre esbozó una leve, pero poco convincente, sonrisa, y Ana dio un paso más hacia la cama. Su hermano la vio e intentó sonreír, pero un súbito paroxismo de dolor le arqueó la espalda, le hundió aún más los ojos en el cráneo y le hizo dar un grito de intenso dolor. La zarina se tapó las orejas y enseguida, como si se avergonzara de su reacción, se apresuró a apartar las manos y coger las de su hijo, empapadas en sudor.

El gong del reloj de pie tocó doce veces, y al apagarse la última campanada se oyeron voces de centinelas y el estrépito de cascos de caballo en el patio de fuera. Ana se apresuró a acercarse a la ventana y descorrió de un tirón los gruesos cortinajes, esperando ver a su padre el zar bajar del carruaje de un salto; pero en vez de eso vio a un hombre fornido que, ataviado con una sotana negra, desmontaba de una yegua de hundido lomo.

Era Grigori Rasputin, el starets, u hombre santo, de Siberia.

Junto a ella, la madre, agarrando la cortina tan fuerte que tenía los nudillos blancos, dijo:

—Gracias sean dadas a Dios.

E incluso Ana rezó una oración. Si alguien podía salvar a su hermano era este monje de larga barba negra, anchas manos y rostro marcado de viruela. Ella lo había visto hacerlo otras veces.

Minutos después, el starets entró dando grandes zancadas en la habitación, y todos los que estaban allí, incluso la zarina, parecieron retroceder hasta las sombras. Aunque su mismo apellido —que significaba «disoluto»— debería haber servido de advertencia, en lugar de eso se le trataba con cortesía e incluso respeto; éste se generalizaba siempre que Alejandra, su más ardiente valedora y amiga, estuviera presente. Se ceñía las sotanas con un raído cinturón de cuero; tenía las botas cubiertas de barro y despedía un aroma a casilla de corral, pero eran sus ojos los que llamaban la atención. Ana no había visto nunca unos ojos como los que poseía Rasputin: azules como el Báltico y penetrantes como una daga. Cuando presidía los rezos vespertinos de las hermanas, a Anastasia le parecía que no había nada que él no supiera, nada en su corazón que él no viera, nada en su alma que él no perdonara. Y aunque les mostraba un rudo afecto a todos los hermanos, Ana siempre había notado que entre ellos dos había un vínculo especial.

—Tú eres la hermana más pequeña —le había dicho en confianza en una ocasión—, pero es a ti a quien se ha concedido un destino extraordinario. Incluso tu nombre, Anastasia, significa «la que rompe las cadenas». ¿Lo sabías, hija?

Eso había oído ella; en su honor, su padre había liberado a algunos prisioneros políticos el día de su nacimiento.

Pero en cuanto a qué cadenas rompería alguna vez, el monje no se lo había dicho nunca, y ella tampoco había tenido valor de preguntárselo.

La madre conducía ya al starets hacia la cama, y el doctor Botkin se apartó con actitud diplomática. Ana sabía que el médico y Rasputin no se podían ver, pero sabía, asimismo, que su madre depositaba su máxima fe en el hombre santo y no en el médico. Todos los demás lo sabían también.

Sobre todo, Rasputin.

El monje se quedó a los pies de la cama, imponente por encima del enfermo zarévich, y con los ojos alzados al cielo empezó a murmurar una oración. Con una mano agarraba una pesada cruz pectoral, con esmeraldas engastadas, que llevaba al cuello en una cadena de plata. Ana la había visto una vez en las vitrinas del gabinete malva de su madre, junto con el resto de las famosas joyas Romanov.

La barba del monje sobresalía como una rígida colmena negra, y sus palabras retumbaban como el eco de un tren lejano. Aunque Ana apenas entendía lo que estaba diciendo, aquel mero sonido, grave y continuo, resultaba extrañamente consolador. Vio los atormentados ojos de su hermano volverse hacia Rasputin, y al cabo de uno o dos minutos los gemidos cesaron, y dio la impresión de que su respiración se hacía más regular. Era una transformación que Anastasia ya había visto en otras ocasiones, aunque ni ella ni nadie parecían saber qué la provocaba. Su madre la achacaba al poder de Dios —«el Señor habla a través del padre Grigori»—, pero los médicos de la corte seguían desconcertados.

Rasputin rodeó la cama hasta ponerse al lado y estrechó las manos del niño entre sus ásperas manazas.

—El sangrado se detendrá —dijo—. El dolor desaparecerá.

Acarició las manos del zarévich, mientras la zarina los miraba a través de un torrente de lágrimas. El monje repitió estas palabras una y otra vez antes de decir:

—Tú descansarás, Alexei. Tú descansarás. Y cuando despiertes estarás mejor. La pierna no estará tan hinchada, no sentirás el dolor. —Se inclinó hacia delante (la barba tapó la cara del niño y la cruz de esmeraldas se quedó colgando hasta meterse en la ropa de cama) para darle un leve beso en la frente—. Y pedirás en voz alta tus gachas de avena con miel y mermelada.

Sonrió, con una sonrisa tan torcida como la raya que recorría el centro de su apelmazado pelo, y dijo otra oración entre dientes. Cuando se apartó de la cama, sus botas llenas de barro dejaron un charco en la alfombra.

Pero Alexei no se retorcía de dolor. Estaba, milagrosamente, dormido, y con un silencioso gesto de los brazos, como si fuera el mismo zar, Rasputin los hizo pasar a todos a la habitación contigua.

—Tú también, pequeña Ana —susurró, colocando una mano en el hombro de la bata de seda azul, antes de cerrar tras él las puertas de la alcoba.

La cruz de esmeraldas, que colgaba sobre su sotana, centelleaba al resplandor del hogar, y, llevada por un repentino impulso, Anastasia la besó.

Rasputin dijo:

—Ah, Cristo te habla, ¿verdad, pequeña?

Ana no sabía la respuesta de aquello, como tampoco sabía por qué acababa de hacer lo que había hecho.

Pero el padre Grigori sonrió entre sus rotos dientes, como si él lo supiera muy bien.