CAPÍTULO 5

Me alegro de que lo haya conseguido —dijo la doctora Levinson cuando Slater entró con actitud pesarosa en la sala de juntas con veinte minutos de retraso.

Teniendo en cuenta todo lo que le debía, lo último que Slater quería hacer era llegar tarde a la primera reunión que ella le pedía desde el juicio.

—Perdón, pero he tenido problemas en la barrera.

Problemas que debería haber anticipado. Los lunes por la mañana el tráfico en la capital federal siempre era malo, pero hoy era la primera vez desde su consejo de guerra que había intentado entrar en el Centro Médico Militar Walter Reed por la puerta de SÓLO PERSONAL de la calle Aspen. Entonces se enteró de que su condición de oficial ya estaba suspendida —el Ejército era eficiente con ganas cuando quería—, y aunque los guardias lo conocían bien, se habían visto obligados a retenerlo para darle una autorización antes de dejarlo pasar. En particular porque Slater estaba vinculado al AFIP, el Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas, donde se realizaba parte del trabajo más secreto del país sobre contagios mortales y guerra biológica. Al doctor Slater, como se le conocía sencillamente ahora, se le proporcionó un pase de un día, una nueva pegatina para el parabrisas e instrucciones para que en adelante entrara en el recinto por la puerta de empleados civiles de la calle 16.

Mientras por fin levantaba la barrera, el soldado de la puerta dijo:

—Lo siento, señor.

Y Slater contestó:

—No hay por qué… Y ya tampoco tiene por qué llamarme señor.

—No…, doctor.

Slater entró con su Ford Taurus propiedad del Gobierno al enorme recinto universitario, preguntándose cuándo tendría que devolver el coche, y después describió una curva pasando por delante de varios de los otros edificios, entre ellos el antiguo Museo Médico del Ejército (ahora Museo Nacional de Salud y Medicina), antes de aparcar en su lugar reservado en el piso superior del garaje del Instituto. Eso no podían quitárselo: seguía teniendo trabajo como epidemiólogo titular en el Departamento de Patología de Enfermedades Tropicales e Infecciosas. Y, según la doctora Levinson, ahora se precisaban sus conocimientos por una cuestión de interés nacional.

Por el momento, sin embargo, lo único que veía era una larga mesa, y a la doctora Levinson escudriñando muy atenta un ordenador portátil abierto que tenía delante.

—¿Qué tal está? —quiso saber ella; era algo más que una mera pregunta de cortesía—. ¿Ha tenido recurrencias de la malaria?

—Estoy bien —respondió Slater, concentrando todos sus esfuerzos en mantener un tono de voz mesurado y la mirada serena.

Al tiempo que se quitaba el abrigo —había subido corriendo la escalera directamente, sin detenerse en el despacho— tomó asiento a la mesa. El traje azul que llevaba puesto le bailaba en el cuerpo; había adelgazado en Afganistán.

—No me mienta, doctor Slater. Esto es importante.

—Lo que usted necesite —contestó él tratando de eludir el tema—. Estoy disponible.

Slater no supo si Levinson lo creía o no, o si sencillamente estaba demasiado decidida a conseguir sus servicios como para insistir más. El caso es que, tras arrellanarse y observarlo con atención, Lena Levinson dijo:

—Todos tenemos cierto número de fichas que podemos retirar y, sinceramente, me he gastado casi todas las mías en su juicio.

—Lo entiendo —repuso él—, y se lo agradezco.

—Bien, me alegra oírlo. Porque ahora voy a decirle cómo puede usted pagármelo.

—Adelante.

—Tenemos un problema.

Eso no suponía ninguna sorpresa. El trabajo de Slater consistía en resolver problemas.

—En Alaska.

Bueno, eso sí que era una sorpresa. A Slater lo habían enviado a algunos sitios remotos, pero rara vez a un lugar de los Estados Unidos.

—Primero quiero que vea usted unas cosas.

Levinson pulsó unas cuantas teclas del ordenador portátil y una imagen apareció en una pantalla que se había bajado detrás de ella. Era la foto de una calle cubierta de nieve, con una larga hilera de postes de teléfono a un lado, todos ladeados en ángulos extraños.

—Esta foto se tomó hace unos días, en las afueras de una ciudad que se llama Port Orlov.

—Nunca he oído hablar de ella.

—Nadie ha oído hablar de ella. Es un pueblecito pesquero, en el extremo nororiental de la península de Seward. Esta foto se tomó allí también —añadió, tecleando de nuevo y poniendo la foto de una casa en forma de A que se había escurrido de sus cimientos—. Y aquí está el tótem inuit que lleva en el centro del pueblo desde 1867 para conmemorar la venta por parte de los rusos del territorio de Alaska.

Milagrosamente, la vieja columna de madera, con la pintura descolorida en las caras de las águilas y las nutrias, seguía en pie, pero en un ángulo que a Slater le recordó la torre inclinada de Pisa. Estaba claro que el terreno se movía, pero eso era un problema de geólogos, ¿no?

—¿Actividad sísmica? —preguntó.

La doctora Levinson meneó la cabeza.

—Hemos comprobado todos los datos sismológicos y no, no es eso.

Tecleó otra vez, y apareció una serie de fotos de buzones que se habían caído, de escalones de hormigón que se habían agrietado y de embarcaderos que se habían combado.

—Es el cambio climático —explicó ella—. La temperatura media del aire sube, las corrientes cercanas a la costa se calientan… y el permafrost empieza a fundirse.

De acuerdo, parecía una conclusión muy razonable. Pero Slater seguía sin entender cómo nada de aquello tenía que ver con su ámbito de acción.

Como si adivinara lo que estaba pensando, la doctora Levinson hizo clic en la siguiente imagen.

—Y entonces apareció esto —dijo.

Al principio Frank pensó que era tan sólo una puerta vieja y oscura, o quizá una vetusta mesa de comedor, pero luego miró más atentamente y vio que la superficie, profusamente tallada, representaba una figura clásica, tal vez un santo, con una túnica larga y suelta, que tenía en la mano unas llaves en un aro. Una larga grieta bajaba por un lado de la madera.

—Supongo que es la parte superior de un ataúd —comentó; Levinson no lo corrigió—. Pero ¿quién es ése?

—San Pedro, con las llaves del Cielo y el Infierno.

—¿De dónde procede?

—Lo recuperó la Guardia Costera. Un barco pesquero lo había subido en las redes, y cuando chocó con unos escollos y se hundió, uno de la tripulación pudo agarrarse a él el tiempo suficiente como para llegar a tierra.

—Parece Ishmael, el de Moby Dick.

—Se llama Harley Vane y, por lo que he leído en los informes iniciales, es un tipo de cuidado. Ha reclamado la tapa como material rescatado y aún la tiene.

Aquello le pareció un poco raro a Slater, aunque quizá si él hubiera tenido oportunidad de viajar en la tapa de un ataúd también le habría cogido cariño.

—¿De dónde procede?

—Suponemos que es del cementerio de un lugar llamado isla de Saint Peter, a unas cuantas millas de Port Orlov.

Otra imagen apareció. Una foto aérea de una descomunal isla negra, con un banco de niebla pegado a sus orillas.

—La isla es prácticamente inexpugnable, pero una secta de fanáticos religiosos, la mayoría de Siberia, se las arregló para establecerse en ella alrededor de 1912.

—No me diga que aún hay gente allí —repuso Slater.

Una mirada a la imponente isla bastó para que se preguntara cómo alguien había decidido siquiera considerarlo su hogar.

—Nadie vivo —respondió Levinson, que ahora se inclinó hacia delante en la mesa, con los brazos cruzados y la expresión seria. Lo miró por encima de las gafas bifocales—. Todos murieron en el lapso de una o dos semanas. En 1918.

La fecha lo decía todo, y ahora Frank comprendió adónde iba a parar todo esto.

—¿La gripe española?

Levinson asintió con la cabeza.

Todo empezaba a encajar.

—De modo que las mismas alteraciones del terreno de Port Orlov están apareciendo en la isla también.

Ella permaneció en silencio mientras Slater llegaba a una conclusión.

—Y a medida que el permafrost se funde, las cosas que estaban enterradas salen a la superficie. Cosas como antiguos féretros.

—El cementerio estaba construido en un acantilado, lejos de la colonia en sí —dijo Levinson, dándole otro dato—. Pero ahora el acantilado se está hundiendo.

Y esparciendo ataúdes…, ataúdes llenos de víctimas de la gripe.

—¿La preocupación —preguntó Slater, pensando en voz alta— es que el virus de la gripe española tal vez aún sea viable en los cadáveres congelados?

—Es una posibilidad remota —reconoció ella—, aunque, sin embargo, es una posibilidad con la que tenemos que contar.

Como epidemiólogo, a Slater no había que decirle lo que ocurriría si alguna vez volvía a desatarse la gripe española por el mundo. En unos pocos años aquella pandemia de gripe había barrido el planeta, y aunque seguía habiendo discusiones sobre el número definitivo de víctimas, la cifra de cincuenta millones de personas se admitía perfectamente. En cuanto a Slater, siempre había pensado que el recuento de bajas del subcontinente indio se había subestimado enormemente. Lo que no se discutía era que la gripe española había sido la plaga más terrible que jamás afectara a la raza humana, y que hasta el presente nadie la había descifrado por completo, ni había descubierto un modo de combatirla. Sus víctimas sufrían la más atroz de las muertes: literalmente, se ahogaban entre espumarajos de su propia sangre y sus secreciones. Aunque alguna de las investigaciones más rigurosas para lograr un mapa de su estructura genética se había realizado allí mismo, en el Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas, la comunidad científica seguía sin estar más cerca de una cura.

—Y este hombre, Harley Vane —dijo Slater, prosiguiendo el hilo de sus pensamientos—, ¿ha estado expuesto a un cuerpo de ese ataúd?

—Él dice que no —contestó la doctora Levinson—. Dice que en las redes apareció la tapa sola. —No parecía estar segura de creérselo—. Y todos los demás miembros de la tripulación murieron en el mar.

Un trozo de madera, aunque formara parte de un ataúd de hacía cien años, no iba a transmitir ningún contagio; Slater estaba convencido de ello. Pero también estaba convencido de lo que la doctora Levinson añadió a continuación, refiriéndose a ambos.

—Tenemos que controlar el cementerio —afirmó—, antes de que aparezcan inesperadamente más féretros, y tenemos que hacerlo lo más rápido, y con el menor revuelo, posible. Este tipo de trabajo rápido y minucioso es su especialidad, doctor Slater.

Slater aceptó el cumplido sin más comentarios. Era un hecho.

—Y luego tendremos que exhumar uno o más de los cuerpos, tomar todas las muestras de costumbre, examinarlas y analizarlas meticulosamente, todo ello siguiendo los protocolos de alerta biológica 3.

La doctora Levinson frunció los labios y esperó. Tan sólo se oía el bajo zumbido del sistema de filtrado de aire que llegaba hasta el último centímetro de los despachos y laboratorios del Instituto. Sus palabras se quedaron flotando, aguardando alguna respuesta, aunque Slater sólo podía ofrecer una.

—¿Cuándo salgo? —preguntó.

Ayer.