Harley Vane se había convertido en lo que podría llamarse una celebridad local. Todos los periódicos de Alaska, Oregón y el estado de Washington habían publicado su milagrosa historia de valor y supervivencia, e incluso había recibido atención nacional por parte de un surtido de programas de radio y un par de cadenas de televisión.
En el hospital, donde pasó recuperándose los tres primeros días posteriores al rescate, las enfermeras lo trataron como a una estrella del rock, y Angie Dobbs incluso fue a verlo. Le dijo que las copas le saldrían gratis en el Yardarm, y el modo de decirlo hizo que Harley pensara que a lo mejor también se le presentaba algo más. Por fin.
Esa mañana los médicos le habían prometido que le permitirían marcharse si los análisis cuadraban. Harley sabía que así iba a ser; se sentía bien de nuevo y tenía que ver a su hermano Charlie. Según las enfermeras, Charlie ya había pasado a verlo, justo unas horas después de que la Guardia Costera lo rescatase, pero entonces Harley estaba demasiado desorientado como para acordarse. Había un gran espacio en blanco en su memoria, y muchas veces deseaba que aquel espacio fuera todavía mayor.
Recordaba perfectamente bajar a toda mecha la escalera hacia la bodega. Mientras bajaba se había puesto deprisa un chaleco salvavidas, se había metido una bengala en el bolsillo, había echado mano al hacha de emergencia que estaba en la pared y se había remetido el mango en el cinturón. El agua entraba a borbotones por el invisible agujero que se había desgarrado en el casco, en algún lugar por debajo de los contenedores de los cangrejos. Millares de ellos habían vuelto a soltarse de pronto, y estaban subiéndose a toda prisa por las paredes, agarrándose al techo o nadando en la creciente marea. Metido en agua helada hasta las rodillas, Old Man Richter intentaba poner en marcha otra vez las bombas.
—¡No arrancan! —gritó—. ¡No arrancan!
—¡Sal de aquí! —respondió Harley—. ¡Sal de aquí!
Pero Richter dio media vuelta y volvió al trabajo; era la clase de tipo, y Harley lo sabía, dispuesto a hundirse con el barco.
Era lo que le faltaba en aquel preciso instante. Fue por el agua gélida, con cangrejos pellizcándole las botas y los muslos, y agarró a Richter por el huesudo hombro.
—Te digo que vayas a cubierta… ¡Ahora mismo!
—Tendrías que haberme dejado revisarlas antes de salir de puerto —respondió Richter—. ¡Te dije que tenían que funcionar!
Otra ola golpeó el barco de costado, y Richter se cayó en el agua. Su mano se alzó enseguida, y Harley la agarró rápido. A duras penas volvió a poner a Old Man de pie, pero ya estaba todo cubierto de cangrejos, y las pinzas trataban de asirle la ropa mojada o chasqueaban con furia en el aire. Uno grande, rosa como un chicle, le subía por el pecho, y Harley se lo quitó de un manotazo.
—¡Sal de aquí —le gritó a Old Man—, o te ahogo yo mismo!
Con un fuerte empujón, lo mandó hacia la escalera. Luego fue chapoteando a través de los desechos hacia el ataúd, aún amarrado a la cinta transportadora. Con los dedos tan fríos que casi estaban entumecidos, tiró torpemente de las cuerdas, pero renunció y las golpeó con el hacha. Las cuerdas y la lona recauchutada se desprendieron, y Harley apuntó a las oxidadas aldabillas que mantenían la tapa cerrada. Necesitó varios golpes para soltar cada una, pero cuando la última cayó, Harley metió la hoja del hacha de lado en la ranura y, haciendo palanca, levantó la tapa. Ésta subió despacio, con un crujido, y Harley tuvo que empujar fuerte hasta que se abrió del todo y se cayó por su propio impulso al agua. Se oyó un chapoteo, y luego la tapa se puso a moverse de un lado para otro como una tabla de surf por toda la bodega.
El agua le llegaba a los muslos a Harley, que empezaba a helarse. Las luces parpadearon, pero siguieron encendidas. Dentro de la caja vio lo que parecía una momia: un petrificado rostro, todo dientes y pelo, haciendo una mueca con unas cuencas vacías y con las manos dobladas hasta tocarse los hombros. Sin embargo se veía que aquello era el cadáver de un joven, tal vez de diecinueve o veinte años, vestido con lo que parecían los congelados restos de una guerrera de lana, con un cuello redondeado al estilo cosaco, y un gabán negro de piel de foca. En torno al cuello del joven Harley vio lo que había ido a buscar. Era una de esas viejas cruces rusas, las que tienen tres travesaños laterales de distinta longitud, pero incrustadas en ella había varias piedras antiguas que lanzaban destellos verdes a la tenue luz. Trató de soltarla, pero se mantuvo en su cadena. Por mucho que a Harley le costara, no había más remedio que alargar la mano y levantar la cabeza del cadáver. Tocarlo fue como tocar una bolsa de viejas conchas y papel arrugado; la piel crujía y el cráneo pesaba en su mano como un vacío y frágil huevo.
Pero la cruz seguía sin soltarse.
La cadena estaba enredada en el largo pelo castaño, y sólo después de que Harley tirara de ella varias veces, tan fuerte que la cabeza del joven casi se separó de la columna vertebral, subió por fin y pasó por encima de la coronilla.
Harley se la metió en lo hondo del bolsillo interior del anorak y se cerró bien la cremallera. Un par de cangrejos ya se habían subido gateando al extremo del ataúd y se habían desparramado encima del cadáver. Sus pinzas estaban destrozando los restos de la tela y explorando la dura carne. Uno mordisqueaba un dedo del pie y no tardaría nada en desprenderlo.
«Que se lo coman», pensó Harley, «y cuanto antes mejor». El agua seguía subiendo. Ya le llegaba a la cintura, y el barco estaba tan escorado que Harley apenas podía mantener el equilibrio mientras intentaba cogerse a la barandilla de la escalera. Subió con gran esfuerzo, paso a paso, mientras el agua se agitaba tras él y algo, duro e insistente, le golpeaba las pantorrillas. Al mirar hacia atrás vio que la tapa del ataúd, tallada con el santo o el ángel o lo que quiera que fuese, subía flotando la escalera con él, como un fiel perro de caza mordisqueándole los talones.
En cubierta reinaba el caos. El furioso viento arremetía contra los sedales y las nasas, y el bote salvavidas ya lo habían echado al mar. «Que os den a vosotros también», pensó Harley, «parece que esto es sálvese quien pueda esta noche». Se preguntó quién habría conseguido subir a bordo y quién no. Una bengala ascendió desde el agua, y a su blanquísimo resplandor Harley vio el bote salvavidas, metido entre dos enormes olas por estribor. Los marineros de cubierta trataban de poner algo de distancia entre ellos y el Neptune para que no los arrastrara hacia abajo al hundirse. A Harley le pareció distinguir a Farrell agarrado a la caña y a Lucas agarrado a los toletes, pero por encima del viento que tronaba en sus oídos oyó una voz, la de Richter, gritando desde algún lugar allá en la cubierta.
Old Man, con un chaleco salvavidas naranja puesto, estaba aferrado al mástil.
Harley no oía nada de lo que decía —¿qué más daba?—, pero lo vio levantar un brazo y señalar al mar, hacia la imponente masa negra de la isla de Saint Peter. Ahora era grande como una montaña, y a través de la espuma y las olas Harley vio los escollos que sobresalían como estacas y barricadas por toda la línea de la costa.
Otra bengala subió vertiginosamente en el cielo, ésta dejando una estela verde fosforescente, y a su luz Harley vio el bote salvavidas dar vueltas y vueltas en un remolino, hasta que de pronto se soltó y se estrelló contra las rocas. La tripulación se desparramó como gominolas de un tarro, y los maderos del bote, hechos astillas, salieron volando en todas direcciones. Antes de que la luz verde se desvaneciera, Harley vio moverse los chalecos de sus marineros de cubierta, atrapados en las contracorrientes y los torbellinos, y vio cómo los arrastraban hacia abajo a todos, y cómo todos desaparecían bajo la tempestuosa y funesta marea.
Cuando alzaba la vista al puente de mando, una pantalla azul de ordenador atravesó con gran estrépito una ventana y las luces se apagaron. La cubierta dio un bandazo bajo sus pies, y el golpe hizo que Harley chocara con las nasas de cangrejos. Las jaulas seguían estando llenas; cuando el barco se hundiera con ellas aún herméticamente cerradas, los cangrejos capturados tendrían que comerse unos a otros hasta morir.
Una vorágine de pensamientos invadió la mente de Harley; mientras dudaba entre si quedarse en los restos del barco o intentar llegar a la cabina de la tripulación para coger una balsa, una ola se estrelló en la borda de babor y lo echó de cabeza al océano. En un instante Harley estaba metido en el agua gélida, casi sin aire en los pulmones y con la sal escociéndole en los cegados ojos. Luchó por volver a la superficie, pero el agua estaba tan agitada que se encontraba completamente desorientado. Procuró mantenerse lo bastante tranquilo como para que el oxígeno de su pecho y el aire del chaleco salvavidas lo enderezaran y lo hicieran subir de nuevo, pero aquello no parecía funcionar. Entonces se dejó llevar por el pánico y se puso a dar patadas, agitando los brazos. Chocó con algo, un afloramiento rocoso, y lo usó para apartarse de un empujón. Jadeando, rompió la superficie del agua y al alargar la mano en la oscuridad, agarró algo que flotaba cerca. Era madera, y cuando la asió más fuerte en los brazos notó el tosco labrado. Y supo que era la tapa del ataúd.
Se las arregló para subirse a medias en ella, y luego le rodeó los lados con los brazos. Las olas lo levantaron y lo lanzaron abajo una y otra vez, hasta que al final lo metieron por un angosto pasaje entre las dentadas rocas, con el mar bullendo por todas partes. Casi no veía adónde iba, y tenía los brazos tan entumecidos que se preguntó cuánto tiempo más aguantaría. Pero cuando sintió las rodillas arañarse en las rocas y conchas de la costa, sin saber cómo, se las arregló para ponerse en pie tambaleándose y luego consiguió atravesar la retumbante rompiente hasta llegar a la playa. Allí se desplomó hecho un tembloroso guiñapo, con la cruz, aún metida en el bolsillo, clavándosele en las costillas.
La tapa del ataúd, reluciente a la luz de la luna, se deslizó hasta detenerse sobre los guijarros y la arena.
Harley no supo cuánto tiempo pasó tendido allí. Aunque el suelo estaba frío y duro, parecía una cálida manta comparado con el mar glacial. Inspiró hondo varias veces, tosiendo para echar el agua salada y la grava que ahora tenía pegada a los labios, pero sabía que si se quedaba allí mucho tiempo, se moriría de frío. Se puso boca arriba y alzó la mirada al cielo nocturno, donde incluso detrás de los bancos de nubes tormentosas, que pasaban rápidas, vio los deslumbrantes y minúsculos puntos de las remotas estrellas. Estremeciéndose de la cabeza a los pies como un perro que se sacude el agua, se incorporó y clavó la mirada en el mar. No había ni rastro del Neptune II, ni de ninguno de los demás tripulantes. Incluso sus bengalas hacía mucho que habían desaparecido del cielo. Harley le pidió a Dios que la Guardia Costera fuera de camino.
Tras manipular torpemente las cintas del chaleco salvavidas, se las arrancó de un tirón, y luego buscó a tientas la bengala que se había metido en el bolsillo. No quería usarla demasiado pronto, pero tampoco sabía cuánto sobreviviría en el estado en que se encontraba. Buscó por toda la playa algún refugio, pero no había nada. Ni siquiera una roca lo bastante grande como para acurrucarse detrás.
La única alternativa era escalar el acantilado de algún modo, y eso habría sido imposible hasta en pleno día, con todas las cuerdas y el equipo apropiado. Harley siempre había sentido nada más que desprecio por los montañeros. Ya era bastante malo jugarte el pellejo cangrejeando, pero al menos allí se ganaba dinero. ¿Por qué hacerlo por la gloria de llegar a lo alto de un montón de piedras?
El viento le tiraba de las mangas del anorak, y la espuma del océano lo obligaba a taparse los ojos y bizquear. Se esforzó por oír algo aparte del fragor del viento, por ver algún indicio de rescate.
Pero no había nada. Iba a morir congelado en esta isla. Todas aquellas leyendas de las pelotas eran ciertas, y él iba a acabar como una más de las míseras almas que rondaban aquel lugar… y para colmo de males, iba a morirse la primera vez que había tenido suerte desde hacía un siglo: con aquella cruz rusa de las esmeraldas incrustadas metida en el bolsillo del anorak. La notaba, pinchándole las costillas.
Tras ponerse en cuclillas para resguardarse del viento y colocarse la bengala entre las empapadas botas, abrió con torpeza la cremallera, metió la mano en el chaquetón y sacó la cruz. Era un trasto pesado, de plata, con esmeraldas en un lado y, cuando le dio la vuelta, vio una especie de inscripción al dorso. Incluso sin saber nada más sobre ella, Harley supo que valdría una fortuna. Charlie se lo diría, o Voynovich, en Nome.
Es decir, si alguna vez encontraban su cuerpo.
De nuevo echó un vistazo al cielo nocturno y esta vez, allá a lo lejos, creyó ver un destello de luz.
Sólo un instante.
Un destello de luz roja.
Y después volvió a verla.
Se embutió de nuevo la cruz en el bolsillo y se puso en pie de un salto con la bengala en la mano. Le arrancó la chapa de seguridad, la levantó en alto y tiró del cordón.
La bengala subió como un cohete por el cielo, dejando una estela de chispas blancas, antes de florecer allá, muy en lo alto, en una lluvia de fosforescente luz verde que bañó la playa con su resplandor.
—¡Aquí! —gritó Harley, dando saltos y agitando los brazos—. ¡Aquí! —Sabía que no lo veían, sabía que no lo oían, pero aquello bastó para hacer que la sangre le bombeara de nuevo—. ¡Estoy aquí!
Era imposible que no hubieran visto la bengala, se dijo, imposible de toda imposibilidad.
Y cuando las verdes serpentinas empezaban a deshacerse y a dispersarse en el viento, Harley vio que las luces rojas se volvían hacia la isla, y oyó —¿o no eran más que imaginaciones suyas?— el estruendo de las hélices de un helicóptero.
Señor, iba a conseguirlo. A lo mejor la cruz era su amuleto de la buena suerte, después de todo.
O no.
Apenas había cobrado ánimos cuando por el rabillo del ojo divisó un movimiento en el otro extremo de la playa.
Sólo una sombra, que merodeaba por la arena y la grava.
El resplandor verde del cielo casi había desaparecido, pero a su débil luz vio que a la sombra se le sumaba otra. Se movían, bajas y despacio, como si la bengala las atrajera pero algo empezara a resultarles mucho más interesante.
Harley miró al mar de nuevo y vio que las luces del helicóptero se acercaban.
Entonces miró atrás por la medialuna de la playa y advirtió que las dos sombras se habían convertido en tres.
Y luego en cuatro.
Su primer impulso fue gritar y hacerse ver por el piloto de la Guardia Costera, pero al mismo tiempo le aterraba llamar la atención de las bestias que estaban sólo a unos centenares de metros. Sabía lo que debían de ser: los lobos negros autóctonos de la isla.
O, de creer las historias, las almas perdidas de los rusos muertos hacía mucho tiempo.
No supo qué hacer, pero instintivamente corrió hacia la retumbante rompiente. Si era preciso, volvería a meterse en el mar e intentaría agarrarse a una de las rocas más próximas. A los lobos no les gustaba nadar.
Pero sí que eran rastreadores, y mientras miraba horrorizado, le dio la impresión de que encontraban su rastro y alzaban los hocicos al viento. Harley buscó un arma. La tapa del ataúd estaba cerca, pero apenas podía levantarla, y mucho menos, blandirla en una pelea. Soltó una piedra de la playa, y luego otra, y las agarró fuerte en las manos.
El helicóptero se mantenía inmóvil en el aire, más cerca, pero era evidente que temía acercar demasiado las palas al acantilado, en particular con un viento tan fuerte.
De pronto un brillante reflector blanco giró hacia donde Harley estaba, barriendo primero los escollos y bajíos, y luego trazando una parábola hacia la playa y centrándose en la tapa del ataúd. Harley corrió a meterse en el haz de luz, moviendo las manos y gritando, y una voz resonante, distorsionada por el viento, dijo:
—¡Ya lo vemos!
Eran las tres mejores palabras que Harley había oído nunca.
Pero al mirar la playa vio que los lobos lo habían visto también.
—¡Aléjese de los acantilados todo lo que pueda!
Con el reflector aún enfocado hacia él, Harley se metió chapoteando en el agua hasta las rodillas.
Una cesta metálica bajaba desde el helicóptero, columpiándose al extremo de una larga y gruesa cuerda de nailon. La cuerda se desenrollaba rápido, dejando caer la cesta como una araña que bajara ligera por su propio hilo.
Aunque no tan rápido como quería Harley. Los lobos iban cogiendo velocidad, clavando las patas en las resbaladizas rocas y la arena húmeda.
—¡Vamos, por Dios! —gritó Harley—. ¡Venga!
La cesta se balanceaba con violencia, atrapada en las contracorrientes que daban violentas vueltas en la playa.
El lobo jefe corría a toda prisa ahora —¿cómo no iba a verlo, enmarcado como estaba en la luz del reflector?—, y Harley iba a toda velocidad de acá para allá tratando de calcular dónde caería la cesta.
—¡Déjenla caer! —chilló—. ¡Suéltenla!
La cesta oscilaba como un péndulo justo encima de su cabeza, pero cuando saltó, sus pesadas botas se hincaron en el barro y la arena.
La cesta se apartó y la manada de lobos se acercó más. El jefe venía chapoteando por la costa.
Harley sacó a patadas los pies de la arena y, cuando la cesta volvió balanceándose, saltó de nuevo y esta vez logró agarrar la malla.
—¡Póngase el cinturón de seguridad! —oyó gritar desde arriba—. ¡Y agárrese fuerte!
Harley no necesitaba que le dijeran que se agarrara fuerte. Metió de golpe el trasero en la cesta, se ciñó el cinturón y enganchó la hebilla en la abrazadera; después se aferró a la cuerda como si le fuera la vida en ello.
El jefe de la manada arremetió contra él justo cuando Harley sintió que se tensaba el cabrestante y la cesta se elevaba. Soltó una patada con una bota y le dio en el hocico al lobo, que enseñaba los colmillos. La cesta salió oscilando por encima de la rompiente mientras el helicóptero se alejaba de los acantilados.
Harley vio la rocosa playa descender abruptamente debajo de él; la manada de lobos, privada de su presa, se apiñaba alrededor de la tapa del ataúd. «Casi, casi», pensó con regocijo.
Y subió y subió, balanceándose en el aire helado, al tiempo que los lobos y la playa desaparecían en la oscuridad. Pero justo antes de que lo recogieran en la panza del helicóptero, le pareció vislumbrar, encima del acantilado más alto de la isla, una luz amarilla, como un farol, suspendida en la oscuridad.