CAPÍTULO 3

Jan Neshin

Washington, distrito de Columbia

Para ser un consejo de guerra convocado tan apresuradamente, al comandante Frank Slater le parecía que las cosas avanzaban bastante bien.

Sentado junto a su abogado, designado por el Ejército —un chaval rubio, pelado al uno y con aspecto de haber visto más acción de combate en un Hooters que en ningún campo de batalla—, Slater no tenía mucho más que hacer, aparte de estar allí vestido con su uniforme bien limpio y escuchar la declaración condenatoria que él no negaba y por la que tampoco pedía perdón.

El coronel Keener, cuyas responsabilidades en Afganistán se habían considerado demasiado importantes como para enviarlo de vuelta a Washington para el consejo de guerra, prestaba declaración contra Slater a través de Skype. La pantalla de ordenador estaba sobre una mesita de ruedas delante del jurado de cinco jueces militares, y Slater y su abogado, el teniente Bonham, escuchaban atentamente mientras el coronel relataba los diversos delitos e infracciones que el comandante —«un epidemiólogo», explicó, como si lo tildara de pederasta, «que tiene tanto derecho a estar en el Ejército como mi perro»— había cometido en Jan Neshin.

La agresión a un oficial superior —algo que, según se enteró Slater, se recogía en el artículo 128 del Código de Justicia Militar— era un mate de baloncesto para la acusación. Una vez hubo realizado su declaración inicial, al coronel Keener le pidieron que se mantuviera a la espera mientras se presentaban las pruebas de confirmación. Eso también fue fácil. Daba la casualidad de que una enfermera había estado al otro lado del pasillo en el centro médico, y aunque se encontraba demasiado lejos como para oír lo que el coronel le había dicho a Slater justo antes del altercado, la habían enviado en avión de vuelta a Estados Unidos para testificar que sí había visto al comandante soltar el puñetazo que había derribado al coronel.

—¿Un puñetazo solo? —preguntó el juez principal, un general retirado.

—No hizo falta más —contestó la enfermera.

A Slater le pareció ver que un atisbo de sonrisa plegaba los labios del general.

—Y entonces llamé a la Policía Militar —continuó la enfermera.

—¿Y no tiene usted conocimiento de lo que sucedió inmediatamente antes? —preguntó el juez.

—Lo averigüé más tarde —respondió ella—. La niña había muerto en el quirófano, y el médico… quiero decir, el comandante Slater, perdió los papeles, sin más. —Aventuró una mirada comprensiva hacia el acusado—. Aquello parecía un arrebato momentáneo…, como si el comandante se hubiera esforzado muchísimo por salvarla y, al enterarse de que todo había sido inútil, pues… aquello, en cierto modo, lo hiciera pasarse del límite.

El general anotó algo, y los otros cuatro jueces, oficiales todos, siguieron su ejemplo e hicieron lo mismo. Como se trataba de un consejo de guerra general, de naturaleza más grave que un juicio sumario o especial, en total había cinco oficiales deliberando, entre ellos otros tres ancianos y una mujer que parecía haberse cambiado la espina dorsal por un palo. El fiscal presentó como prueba una radiografía, tomada en el centro médico, de una fractura en la mandíbula del coronel Keener. Cuando se la enseñaron a Slater para que la confirmara, éste comentó:

—Guarda gran parecido.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el general, llevándose una mano al oído.

—Mi cliente —intervino rápidamente el teniente Bonham, antes de pasarle de nuevo la radiografía al alguacil— dice que no impugna esta prueba material.

Acto seguido, le lanzó una mirada asesina a Slater.

Pero después de que se tomara debida nota de las acusaciones de agresión y lesiones y se registraran las pruebas en las actas, el tribunal pasó a lo que, desde el punto de vista militar, se consideraban acusaciones aún más graves. Aunque se soltaban puñetazos todo el rato, en particular en zonas de guerra, no era frecuente que un oficial diera una orden que sabía que era mentira y que, al hacerlo, expusiera a un helicóptero y a su tripulación. Cuando Slater había pedido la misión desde los arrozales, no sólo había realizado una falsa declaración oficial (artículo 107 del Código), penada con expulsión por conducta deshonrosa, pérdida de todo sueldo y prestaciones y reclusión durante un período de cinco años, sino que había puesto en peligro propiedades y personal militares (artículo 108, entre otros).

Para Slater lo peor del trámite no fue oír todas las acusaciones que se hacían en su contra. Contaba con eso. No; lo peor fue tener que ver cómo su amigo y mano derecha, el sargento Jerome Groves, se veía obligado a subir a la tribuna de los testigos. Slater ya le había ordenado que dijera la verdad y dejara que la culpa recayera exclusivamente en su oficial al mando, como correspondía, pero sabía que aquello sería difícil. Él y Groves tenían una larga trayectoria juntos.

Cuando el fiscal se inclinó y dijo: «Sargento Groves, fue usted quien envió las coordenadas exactas al rescate aéreo, ¿no es así?», Groves vaciló, y Slater le indicó con un movimiento de cabeza que tirara adelante. No tenía sentido negar hechos que eran irrefutables.

—Sí, pero el comandante Slater sólo intentaba salvar a…

—¿Y sabía usted —continuó el fiscal, mientras les daba vueltas a las gafas en una mano— que el objetivo de la misión era transportar en helicóptero a un civil, no a un miembro de las fuerzas armadas, hasta un punto de asistencia médica?

—Con el debido respeto, señor, pero si era una mocosa —respondió Groves—. ¿Qué habría hecho usted? La había mordido una víbora, y se habría…

—Repito —volvió a interrumpirlo el fiscal—, ¿sabía usted que no era personal del Ejército de los Estados Unidos?

—Sí.

—Y, sin embargo, ¿continuó usted prestándose al engaño?

—¡Por orden mía! —gritó Slater, levantándose de la silla. Temía que Groves no fuera a procurarse suficiente defensa—. El sargento Groves se limitó a hacer lo que yo le dije que hiciera como su oficial al mando. Lo que yo le ordené que hiciera.

Como era de esperar, a Slater le mandaron que se sentara y se callara, más o menos con estas palabras, o si no, lo echarían de su propio juicio. Cuando se sentó de nuevo, el teniente Bonham se levantó de la silla y realizó su interrogatorio del testigo, expresando más o menos el mismo argumento que Slater, pero de un modo razonado desde el punto de vista legal y también más desapasionado. Slater le había dado instrucciones explícitas de procurar que a Groves lo exoneraran de todas las acusaciones.

Cuando al sargento Groves le dieron permiso para retirarse de la tribuna de los testigos, se acercó a la silla de Slater y, al pasar, dijo entre dientes:

—Perdone, Frank.

—No hay nada que perdonar —contestó Slater.

El general que presidía el tribunal volvió a insistir en que no hubiera contacto entre los testigos, y después de revolver el montón de papeles que tenía delante, les pidió a los abogados que procedieran a la recapitulación.

El fiscal, que parecía seguro de tener una baza ganadora, repasó la letanía de acusaciones y todos los artículos del Código Militar que Slater había conseguido quebrantar —hasta Frank se sorprendió de habérselas apañado para cometer tantas infracciones en tan poco tiempo— antes de sentarse otra vez con las manos cruzadas sobre el abdomen como un tipo que espera a que le sirvan el soufflé.

El teniente Bonham se levantó con mucha menos seguridad en sí mismo y pasó a alegar sus razones en defensa del comandante Slater. Buena parte de ello era jerga legal, pero Slater también tuvo que aguantar quieto un prolongado resumen de sus logros militares y médicos.

—Tal vez deba constar en acta que el comandante Slater se alistó en el Ejército de los Estados Unidos hace trece años, con una licenciatura en Medicina por la Johns Hopkins, una especialidad en enfermedades tropicales e infecciosas y un título superior en Estadística y Epidemiología por el programa de estudios de Salud Pública de la Universidad de Georgetown. Estos méritos le han servido, y han servido a este país, extraordinariamente bien en algunos de los lugares de combate más peligrosos y más ferozmente disputados, desde Somalia a Sarajevo. Se ha ganado tres distinciones especiales y un Corazón Púrpura, y ha alcanzado el rango de comandante, que ostenta en el momento de esta vista. También es víctima de un tipo de malaria particularmente crónico, al cual se expuso durante el cumplimiento de su deber, pero que nunca ha permitido que afecte a las misiones que le encomienda el Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, aquí en Washington, donde está estacionado. Sostengo que esta enfermedad debería considerarse un factor atenuante de cualquier posible conducta profesional poco ética. Entre sus síntomas se cuentan las fiebres, los episodios de alucinaciones y el insomnio, los cuales en sí y por sí mismos pueden contribuir a realizar actos de naturaleza irracional e impulsiva. Actos que, de haber tenido pleno control de su comportamiento, el comandante Slater jamás hubiera tolerado y mucho menos, cometido.

Slater tuvo que reconocérselo al chaval. Fue una recapitulación muy convincente y bien planteada…, aunque no le hizo gracia la parte que se refería a la malaria. No fue la malaria lo que le hizo dar aquel puñetazo o llamar al helicóptero. Ahora mismo, cómodamente sentado en la sala de juicios, con la enfermedad a raya y sus pensamientos tan despejados como el azul cielo de noviembre de fuera, habría vuelto a hacer exactamente lo mismo. Y la causa no era sólo la niña afgana; ella fue la proverbial gota que había colmado el vaso. Este arrebato llevaba años formándose. Había visto demasiado horror, había sido testigo de demasiadas muertes y demasiadas barbaridades. Había volado a demasiados rincones desolados de la tierra, armado con demasiada poca ayuda o alivio que ofrecer. Bajo una mosquitera en Darfur, a la luz de una brillante luna, por fin había tenido tiempo de leer El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, y enseguida comprendió por qué aquel voluntario de Oxfam lo había obligado a aceptar el libro con tanta insistencia. Acaso, sin darse cuenta, había ido convirtiéndose en aquel misterioso personaje, Kurtz, quien había visto tantas muestras de la crueldad que provoca el hombre que al final había enloquecido.

Cuando el teniente Bonham hubo terminado su apelación al tribunal, el general que lo presidía mandó que despejaran la sala para que deliberasen los jueces, y a Slater volvieron a llevarlo a una habitación cerrada, donde le dieron una coca-cola, una bolsa de patatas fritas y un bocadillo vegetal con huevo envuelto en plástico.

—¿Tiene hambre? —preguntó, deslizándolo hacia su abogado.

—Sí, pero no tanta.

—¿Qué posibilidades cree que tenemos? —dijo Slater, al tiempo que abría la coca-cola.

—Culpable de todos los cargos; huelga decirlo.

Slater sabía que tenía razón, aunque no es que le resultara muy agradable de oír.

—Sin embargo, hay muchos factores atenuantes a su favor, de modo que la condena será leve. Y me parece que el coronel Keener tiene cierta reputación de gilipollas. Eso ayudará también. —Señaló con un gesto la bolsa de patatas fritas—. Pero si no va usted a comérselas…

—Sírvase.

Slater echó atrás la silla y miró fijamente por la estrecha ventana situada en lo alto de la pared y cubierta de tela metálica. Tenía unos treinta centímetros cuadrados. Nada más grande que un sabueso conseguiría meterse por allí.

Bonham echó un vistazo a su Blackberry para ver si tenía mensajes, mandó unos cuantos y luego la guardó. Acabó con las patatas fritas y se limpió los dedos con un pañuelo.

—No tiene por qué quedarse aquí por mí —dijo Slater.

El teniente respondió:

—No tengo mucho que hacer en ninguna parte.

—¿Cuánto cree que tardarán?

—No se puede saber. —Tamborileó con los dedos en la mesa—. Pero quizá pueda sacarle alguna noticia al alguacil.

—Adelante —contestó Slater—. Ha hecho usted un buen trabajo —añadió antes de que el joven abogado cerrara la puerta.

Inesperadamente, Bonham se ruborizó.

—¿Lo cree así, comandante?

—Sí —respondió Slater—. Es que le ha tocado a usted una porquería de caso.

Solo en la celda, Slater se tomó a sorbos la coca-cola y esperó. A un par de habitaciones de distancia cinco jueces que jamás lo habían visto siquiera estaban decidiendo su destino. Resultaba duro pensar que en cuestión de minutos, horas quizá, se enteraría por boca de un general retirado de cuáles serían las terribles consecuencias de sus actos. Al reflexionar sobre todo ello ahora, meses después y en la otra punta del mundo, Slater no se culpaba por lo que hizo al intentar salvar la vida de aquella niña. ¿Podría haber hecho otra cosa y, aun así, ser capaz de mirarse en el espejo? En cuanto al puñetazo… eso fue un desacierto, como poco. Y además no era la primera vez que su carácter lo metía en líos. Pero cada vez que recordaba la expresión del coronel, el tono engreído con que había anunciado la muerte de la niña…, bueno, el puño se le hacía una bola de nuevo y volvía a sentir ganas de darle un buen castañazo. Sólo que esta vez quería estar todo el rato despierto y completamente consciente.

La cuestión era si seguiría pensando así después de cumplir cinco años de condena en una cárcel militar.

En la habitación no había reloj. No había revistero ni teléfono ni televisor. Las paredes eran de bloques de cemento ligero; la puerta, de acero. No había nada que el prisionero pudiese mirar, nada que hacer salvo estar allí y pensar en su destino, algo que Slater había estado haciendo todo lo posible por evitar.

Se dejó caer hacia delante, puso la cabeza en la mesa —la madera estaba gastada y llena de marcas; el olor le recordó las aulas de su escuela de primaria— y cerró los ojos. De noche no dormía, pero durante el día a menudo lo abrumaba el cansancio. Unas cuantas noches antes había llamado a su exmujer, Martha, a Silver Spring. No pareció alegrarse mucho al saber de él… y eso antes de decirle por qué estaba en Estados Unidos de nuevo. Cuando se lo contó la oyó suspirar. Sobre todo fue un suspiro de solidaridad, aunque en él también había una sombra de alivio: alivio por haber roto la relación cuando lo había hecho, y porque aquel último acto de autoinmolación ya no tuviera nada que ver con ella.

—¿Dónde te tienen? —preguntó Martha.

Frank le explicó que estaba en libertad bajo palabra hasta que empezara el juicio…, aunque sin pasaporte no iba a ir muy lejos.

—¿Quieres que vaya a verte? —dijo ella—. ¿Te serviría de algo?

Pero en realidad Slater no veía cómo iba a servirle. Sólo la había llamado para contarle lo que pasaba, por si sentía curiosidad por su paradero… o por si el Ejército le notificaba que su parte de la pensión militar se reduciría drásticamente.

No es que Martha necesitara el dinero.

Su nuevo marido era socio de una empresa de presión de la K Street, y su consulta de dermatología iba viento en popa. Slater había visto anuncios en las revistas locales y también, una o dos veces, que en los telediarios locales la entrevistaban sobre el bótox y el colágeno. Martha había conseguido lo que quería en la vida… y él tenía lo que se merecía. O así se figuraba que lo entendería la mayoría de la gente.

Cuando su abogado volvió a por él no sabía cuánto tiempo había pasado. Había dado una cabezada, y en la mejilla llevaba la marca de las grietas de la madera. En la parte delantera de la sala de juicios todos los jueces estaban sentados muy tiesos en los sillones, pero ahora había una diferencia. Al fondo, en una silla de plástico, estaba la doctora Lena Levinson, directora del Instituto de Patología, con una gruesa carpeta en el regazo y una expresión severa en el rostro. Cuando Slater la saludó con una inclinación de cabeza, ella le correspondió con una mirada feroz y cargada de reproche, y luego contestó una llamada al móvil.

—Tenga la amabilidad de ponerse de pie el acusado —dijo el general.

Slater se levantó junto al teniente Bonham. Le sorprendió notar que no tenía las rodillas tan firmes como había previsto.

Tras un carraspeo, el general prosiguió:

—En relación con las diversas acusaciones formuladas por este consejo de guerra contra el doctor Frank James Slater, comandante del Ejército de los Estados Unidos, el veredicto del tribunal es el siguiente.

Slater se preparó, igual que Bonham, que estaba tan pálido que Frank tuvo que contenerse para no rodearle los hombros con un brazo.

Culpable fue la única palabra que Slater oyó con claridad, una y otra vez. Por otro lado, se lo esperaba.

Era la condena lo que temía.

Y eso, asimismo, fue todo lo mal que podía ir. Quedaba despojado de su rango y dado de baja por conducta deshonrosa en el Ejército. Todo el sueldo, todas las prestaciones y todos los subsidios los perdía, ahora y a perpetuidad. Sólo cuando se planteó la cuestión del encarcelamiento el general se detuvo un instante, mientras Slater esperaba sin respirar el momento decisivo.

—Respecto al asunto de la reclusión, que estas acusaciones suelen acarrear, el tribunal ha oído una opinión independiente y leído el escrito de un amicus curiae presentado hace sólo unas horas. —Su mirada fue rápidamente hacia la doctora Levinson—. En vista del prolongado y valioso servicio del doctor Slater a este país, y en aras del interés nacional, el tribunal ha decidido por unanimidad renunciar a tal castigo esta vez.

¿No había pena de cárcel? ¿Y por interés nacional? Slater estaba pasmado, y hasta Bonham parecía confundido.

El general leyó unas sumarias observaciones para las actas —nombres, fechas y artículos del Código Militar que se consideraban— y luego echó un vistazo por la sala, como si dejara un momento para posibles objeciones antes de decir:

—En virtud de este acto, este consejo de guerra ha concluido.

Slater —convertido de pronto en civil, aunque civil deshonrado, al cabo de trece años— apenas daba crédito a lo que oía. Bonham le daba palmadas en la espalda, y hasta el general le lanzó una mirada que era menos condenatoria que arrepentida. Al salir Slater se encontró a la doctora Levinson junto a la puerta.

—He de suponer —dijo— que su declaración aquí hoy tiene algo que ver con mi indulto.

—Así es.

—Gracias —repuso Slater desde el fondo de su corazón.

Levinson era un auténtico buitre de colmillo retorcido, pero él sabía que siempre se habían entendido y apreciado.

—Y ahora tenemos que hablar, doctor Slater.

—¿Del interés nacional?

—Pues —contestó ella— en realidad, sí.