CAPÍTULO 2

Las aguas frente a la costa septentrional de Alaska ya eran bastante malas en verano, cuando el sol brillaba las veinticuatro horas del día y al menos uno veía acercársele los témpanos de hielo, pero ahora, a finales de noviembre y con una borrasca que llegaba, eran casi el peor lugar del mundo donde uno podía estar.

En particular en un cascarón cangrejero como el Neptune II.

Harley Vane, el patrón, sabía que ya tendría suerte si conseguía mantener el barco entero. Llevaba casi veinte años pescando en el mar de Bering, y en este tiempo tanto el cangrejeo como las tormentas no habían hecho más que empeorar. Lo del cangrejeo lo entendía: su barco, y una docena de barcos más, no dejaban de volver a los mismos sitios, con lo que agotaban la población y no le daban tiempo para reponerse. Todos los patrones sabían que estaban cometiendo una forma lenta de suicidio, pero nadie quería ser el primero en parar.

Y luego estaba lo del tiempo. Las corrientes eran cada vez más fuertes y más impredecibles, los vientos más violentos, el hielo estaba cada vez más hecho pedazos y era más difícil de esquivar. Él sabía que todo aquello del calentamiento global eran estupideces —¿no había sido la nevada del año anterior la mayor en cinco años?—. Pero a juzgar por las rutas marítimas, que nunca había conocido menos heladas ni más abiertas de par en par, decididamente se tramaba algo. Mientras, sentado en la cabina del timonel, gobernaba el barco por un turbulento océano de olas de cinco metros y trozos de glaciar como coches de grandes, tuvo que abrocharse el cinturón del elevado asiento para no caerse. El barco se balanceaba y cabeceaba tanto que Harley pensó en coger el micrófono y decirles a los marineros de cubierta que entraran, pero hasta ahora la pesca del Neptune había sido mala —el promedio de la última cadena de nasas había sido de menos de cien cangrejos cada una— y hasta que los contenedores no estuvieran llenos el barco tendría que seguir en alta mar. Allá, tierra adentro, había facturas que pagar, de modo que tenía que continuar lanzando las nasas, fuera como fuese.

—¿Quiere café? —preguntó Lucas, que subía con dos tazones en la mano.

Aún llevaba puesto el anorak amarillo, chorreando agua helada.

—¡Santo cielo! —exclamó Harley cogiendo el café—, estás poniendo esto perdido de agua.

—Sí, bueno, es que ahí fuera llueve —repuso Lucas—. Debería usted probarlo alguna vez.

—Ya lo he probado de sobra —contestó Harley.

Había trabajado en las cubiertas desde que tenía once años, allá cuando su padre era el dueño del primer Neptune y su hermano mayor echaba el anzuelo y enganchaba las boyas. Y recordaba a su padre sentado en un taburete igualito que éste, controlando el puente de mando y mirando por la hilera de ventanas rectangulares de la cubierta principal. La vista no había cambiado mucho, con su mástil cubierto de hielo, su grúa de hierro y sus grandes cubos grises para clasificar la pesca. Cuando el barco se hundió, Harley y su hermano Charlie invirtieron dinero en éste. Pero a diferencia del primero, el Neptune II estaba provisto de una doble batería de reflectores encima del puente de mando. En esta época del año, cuando el sol salía tan sólo unas cuantas horas a mediodía, las luces proyectaban un constante, aunque blanco y fantasmal, resplandor sobre la cubierta. A veces a Harley le daba la impresión de estar viendo una película en blanco y negro allá abajo.

Ahora, desde su atalaya, rodeado de pantallas de vídeo y de ordenador —otra novedad a la que su padre se había resistido—, veía a los cuatro tripulantes en cubierta lanzando los sedales, recogiendo las nasas con los cangrejos aún agarrados a la malla de acero y luego vaciando la captura en los cubos y en la cinta transportadora que los llevaría a la bodega. De repente una ola enorme, de ocho metros por lo menos, se elevó, hinchándose como un globo, y rompió sobre la proa del barco. La espuma helada llegó hasta las mismas ventanas del puente de mando.

—Está poniéndose demasiado peligroso ahí fuera —dijo Lucas, al tiempo que se aferraba al respaldo del otro taburete—. Va a darnos una ola suelta más grande que ésa y alguien va a irse por la borda.

—Pues espero que sea Farrell, ese hijo de puta vago.

Lucas dio un sorbo al café y guardó silencio.

Harley miró las pantallas. En una tenía una lectura de sónar indicándole lo que había debajo del casco, que no paraba de balancearse; ahora mismo eran treinta brazas de glacial agua negra, con un montaña submarina que se elevaba hasta la mitad de esa altura. En las demás tenía los datos de navegación y de radar, que le daban la posición, velocidad y dirección. Mientras echaba un vistazo a las pantallas supo lo que Lucas estaba a punto de decir.

—Sabe que va a chocar de frente con el montón de escollos que hay junto a la isla de Saint Peter como no cambie pronto de rumbo, ¿verdad?

—¿Te crees que soy ciego?

—Creo que es usted como su hermano. Pondrá en peligro todo el condenado barco para pescar una nasa llena de cangrejos.

Aunque Harley no dijo nada, sabía que Lucas tenía razón… al menos en cuanto a su hermano. Y a su padre también, en realidad, aquel viejo malnacido, que en gloria estuviera. Había una veta de locura en esos dos; una veta de la que Harley quería pensar que se había librado. Por eso era patrón ahora. Pero eso no quería decir que le gustara que le dijeran lo que tenía que hacer, y mucho menos aquel universitario sabiondo, un marinero de cubierta que quizá hubiera hecho dos o tres temporadas, como máximo, en un barco cangrejero. Harley mantuvo el rumbo y esperó a que Lucas se atreviera a decir algo más.

Pero Lucas siguió callado.

Abajo, en la cubierta, Harley vio a Kubelik y a Farrell subiendo otra nasa, una jaula de acero de poco más de tres metros cuadrados; ésta rebosaba de cangrejos, centenares de ellos, que buscaban a tientas unos encima de otros, con las pinzas moviéndose sin cesar, que trataban de asir la malla, que luchaban por escaparse. Era la primera nasa llena que Harley veía en días, abarrotada de ejemplares grandes. Cuando la parte inferior se abrió, los cangrejos se derramaron por el banco de clasificación y los tripulantes se pusieron enseguida a echarlos a los cubos, hacia el agujero o, en el caso de los que estaban demasiado mutilados o eran demasiado pequeños para aprovecharlos, a tirarlos rápidamente otra vez al océano como discos voladores.

A Harley le daba lo mismo cuánto se acercara a Saint Peter. Si allí era donde estaban los malditos cangrejos, allí es adonde iba a ir.

Durante la media hora siguiente el Neptune II avanzó, lanzando cadenas de nasas y resistiendo tenazmente una mar cada vez más gruesa. Un trozo de hielo que se desprendió de la grúa y cayó en picado sobre la cubierta estuvo a punto de matar al samoano que Harley había contratado en aquel bar del puerto. Pero cada vez que Harley oía a uno de los marineros de cubierta gritar en el interfono «¡Ciento cuarenta y cinco kilos!», o «¡Ciento cincuenta!», decidía seguir adelante. Si esto continuaba así, volvería a Port Orlov dentro de un par de días y no tendría que oír ni una palabra de la tabarra que le daba su hermano.

Y luego, si las cosas le salían bien de verdad, acaso convenciera a Angie Dobbs para que fuese a algún sitio cálido con él. Los Ángeles, o Miami Beach. Sabía que él solo no tenía suficiente gancho —diez años antes Angie había quedado segunda en el concurso de Miss Alaska Adolescente—, pero si le prometía un viaje gratis fuera de este agujero infecto, se imaginaba que ella lo aceptaría. Y a lo mejor hasta le daba algo de marcha sólo por educación. No es que Angie no tuviera mundo; joder, medio pueblo afirmaba haberse acostado con ella, y durante mucho tiempo Harley se había sentido injustamente ignorado.

—¡Patrón! —oyó por el interfono.

Parecía Farrell; seguro que estaba a punto de quejarse por lo largo del turno.

—¿Qué? —contestó Harley, descontento porque lo hubiera hecho bajar de las nubes.

—¡Hemos cogido una cosa! —gritó la voz por encima del rugir del viento.

—Sí, estoy mirando. Habéis cogido la mejor condenada pesca de la temporada.

—No —respondió Farrell—, no: ¡echa un vistazo!

Harley se levantó del asiento para ver mejor la cubierta y vio lo que Farrell, con la capucha echada atrás sobre el impermeable amarillo, señalaba como loco.

Una caja grande y negra, de cuyos lados caía en cascada el agua helada, estaba enredada en los anzuelos y los sedales; un par de miembros de la tripulación tiraban de ella por encima de la barandilla. ¿Qué diablos…?

—¡Ahora mismo bajo! —gritó Harley; luego miró a Lucas y le dijo que mantuviera el barco en posición—. ¡Y no andes jodiendo con el rumbo! —añadió.

Echó mano al anorak, colgado de un gancho en la pared. Mientras bajaba disparado por la estrecha escalera, que crujía, sacó del bolsillo un par de guantes térmicos e impermeables y se los puso con mucho trabajo. Sólo unos minutos en cubierta sin protección y los dedos se congelaban como palitos de pescado. Tras subirse la capucha, abrió la puerta corredera y estuvo a punto de que el viento huracanado lo arrojara de nuevo dentro de la cabina.

Harley salió a duras penas y dejó que la puerta volviera a cerrarse de golpe en su ranura; luego fue con dificultad por la cubierta, agarrándose con una mano a la barandilla interior. Incluso a la débil luz del atardecer, ya próximo, vio, a unas tres millas a estribor, la dentada silueta de la isla de Saint Peter sobresaliendo del agitado mar. Sólo aquella isla, con sus escarpados acantilados y rocosos bajíos, se había cobrado más vidas que ninguna otra frente a la costa de Alaska, y entendía por qué hasta los nativos inuit la evitaban siempre. Desde que tenía memoria se la consideraba un lugar terrible: un lugar donde los espíritus desdichados y maléficos, los que no subían por las carreteras de la aurora boreal hasta el cielo, estaban condenados a quedarse en la tierra. Algunos decían que estas almas condenadas eran los espíritus de aquellos rusos locos que en tiempos habían colonizado la isla, y que ahora estaban atrapados en los cuerpos de los lobos negros que vagaban por los acantilados. Harley casi se lo creía.

—¿Qué hacemos con esto? —preguntó Farrell a gritos mientras la caja negra oscilaba en lo alto, dentro de los sedales y las redes.

Tenía unos dos metros de largo por uno de ancho, y la tapa estaba tallada con un dibujo que Harley aún no distinguía. Los demás tripulantes la miraban mudos de asombro, y Harley mandó al samoano y a otros dos que la bajaran y la pusieran en la cinta transportadora. Fuera lo que fuese, no quería perderla, y hubiera lo que hubiese dentro, no quería que los marineros de cubierta lo averiguaran antes que él.

Con la ayuda de un bichero Farrell apartó la caja de la barandilla mientras que el samoano la guiaba hasta la cubierta. Aterrizó sobre un extremo con un golpetazo sordo, y una grieta se abrió en el centro de la tapa.

—¡Rápido! —dijo Harley, echando una mano y empujando la caja hacia la cinta.

Harley calculó su peso en unos cien empapados kilos, y cuando la hubieron colocado bien en la cinta, le dio al interruptor y vio cómo recorría toda la cubierta y luego bajaba hasta la bodega.

—Vale, se acabó el número —gritó por encima del viento y del estruendo de las olas—. ¡Id recogiendo esas nasas! ¡Venga!

Después, mientras los hombres echaban otra mirada por encima del hombro y volvían a sus tareas, regresó hacia el puente de mando. Pero en lugar de subir a la cabina del piloto, bajó dando traspiés los bamboleantes peldaños hasta la bodega, donde encontró al maquinista, Richter, observando atentamente la caja.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó Richter—. ¿Sabes que podías haberte cargado la cinta con este maldito trasto?

A Richter lo llamaban Old Man, y llevaba trabajando en la pesca del cangrejo, el bacalao y el pez espada casi cincuenta años.

—No sé qué es —contestó Harley—. Ha aparecido en los sedales, sin más.

Tirándose de las pobladas cejas blancas, Richter se apartó y se quedó mirando la caja, que se había quedado al final de la ya inmóvil cinta. Por todo el mojado suelo había cangrejos mutilados, la mayoría muertos, aunque algunos se meneaban aún. Las luces del techo iluminaban con un desvaído resplandor amarillo los enormes contenedores y las ruidosas turbinas. El aire apestaba a gasolina y a agua de mar.

—Te diré lo que creo que es —repuso Richter—. Este condenado trasto es un ataúd.

Aunque a regañadientes, Harley había llegado a la misma conclusión. No tenía la forma normal de un ataúd, pero las dimensiones generales se correspondían.

—Y no hay que subir ataúdes a bordo —refunfuñó Richter por encima del ruido de las máquinas—. ¿Es que tu padre no te enseñó nada, puñeta?

Harley estaba hasta la coronilla de oír hablar de su padre. No había nadie, desde Nome hasta Prudhoe Bay, que no supiera una historia suya que tenía que contarle sin falta. Pasó una mano por la tapa de la caja, quitando parte del agua helada, y se inclinó para observar los labrados. Casi todos se habían borrado, aunque parecía que había algo escrito; no en inglés, sino en aquellas letras que había visto en los viejos edificios rusos que aún quedaban aquí y allá por Alaska. En la escuela le habían enseñado que los rusos habían sido los primeros en colonizar aquella zona, allá por el siglo XVIII, y luego, en una de las más colosales meteduras de pata de todos los tiempos, se la habían vendido a los Estados Unidos tras la Guerra Civil. Esto se parecía a esa escritura, y a la débil luz de la bodega distinguió también una figura tallada. Inclinándose más, vio que era una especie de santo, pero de aspecto muy feroz, con una túnica larga, una barba corta y un llavero en una mano. Sintió que un repentino escalofrío le recorría la columna vertebral.

—Tráeme una linterna —le dijo al viejo.

—¿Para qué?

—Tú tráemela.

Moviendo la cabeza a un lado y a otro y procurando no proyectar una sombra sobre la caja, Harley escudriñó a través de la grieta de la tapa, y cuando Richter le puso bruscamente una linterna en la mano, apuntó con la luz a la caja y pegó la nariz a la madera.

—Dios te castigará por lo que estás haciendo.

Pero Harley no lo escuchaba. Aunque la grieta era muy estrecha, volvió a vislumbrar algo que relucía dentro. Algo que lanzaba destellos como un brillante ojo verde.

Como una esmeralda.

—A los muertos hay que dejarlos tranquilos —insistió Richter en tono solemne.

En términos generales, Harley estaba de acuerdo; sin embargo, eso no quería decir que los muertos tuvieran que quedarse con sus joyas.

—¿Qué has visto ahí dentro? —preguntó Old Man, por fin vencido por la curiosidad—. ¿Era un nativo o un blanco?

—No sé —respondió Harley, al tiempo que apagaba rápidamente la linterna y se echaba hacia atrás—. Está demasiado oscuro.

Nadie tenía por qué enterarse de esto. Todavía no.

—Tráeme una lona recauchutada —dijo, y cuando el viejo no se movió, fue él mismo a coger una. La echó por encima de la caja y después la sujetó con gruesos cabos—. Nadie toca esto hasta que volvamos a puerto —añadió.

De forma bien visible, Richter se santiguó.

Harley subió la resbaladiza escalera hasta la cubierta, y luego hasta el puente de mando, donde Lucas seguía manteniendo el rumbo como le habían ordenado. Aunque, con Harley de vuelta, no pudo contenerse más.

—La isla de Saint Peter —avisó— está a menos de una milla frente a la proa de estribor. Si no esquivamos los escollos ahora mismo, van a arrancarle las tripas al barco.

Harley se quitó el empapado chaquetón y volvió a la silla. A la pálida luz de la luna la isla aparecía como un gigantesco cráneo negro que se alzara del mar. Una franja de niebla se pegaba a sus playas como un sudario.

—Llévanos diez grados al oeste —dijo Harley.

Lucas hizo girar el timón lo más rápido que pudo.

—¿Qué era eso de las redes? —preguntó, al tiempo que otra cresta de agua helada zarandeaba el barco.

—Tú preocúpate del rumbo —respondió Harley, mirando fijamente el oscuro mar—. Lo demás, déjamelo a mí.

—Es que estaba pensando que si es material rescatado y eso, hay que dar parte a…

De pronto el barco vibró de proa a popa, estremeciéndose como un perro que se sacude el agua, y desde muy abajo llegó un sonido de metal chirriando. Lucas estuvo a punto de caerse al suelo, y Harley se agarró al panel de control que tenía delante.

—¿Hielo? —preguntó, aunque sabía de sobra la respuesta.

Con los ojos muy abiertos, y blanco de miedo, Lucas, contestó:

—Escollos.

Un segundo choque sacudió el barco y lo tumbó hacia un lado, mientras las olas barrían la cubierta y las nasas de cangrejos se balanceaban violentamente en el aire. Una de ellas golpeó al samoano; mientras éste agitaba sin parar los brazos en un intento por recobrar el equilibrio, la siguiente oleada que saltó por encima del costado se lo llevó. Farrell y Kubelik se agarraron con desesperación al mástil, a la grúa y a los cabos cubiertos de hielo.

—¡Santo Dios! —exclamó Harley, buscando a tientas el micrófono de mano.

Lucas estaba abrazado al timón como si éste fuera un chaleco salvavidas.

—¡Socorro! —gritó Harley en el micrófono—. ¡Aquí el Neptune II, al noroeste de la isla de Saint Peter! ¡Hombre al agua! ¿Me oís? ¡Socorro!

Desde abajo llegó otro chirrido, como de chapa de metal que estrujaran en un desguace, y el maquinista, Richter, se quejaba por el interfono.

—¡El mamparo tiene una brecha! ¿Me oís ahí arriba? ¡Las bombas no dan abasto!

—Te oímos, Neptune —dijo entre el crepitar de las interferencias la voz de un guardacostas por el micrófono—. ¿Tenéis un hombre al agua?

—¡Sí —respondió Harley—, y además hacemos agua!

Recitó de un tirón las coordenadas del barco y le lanzó el micrófono a Lucas al tiempo que se bajaba del taburete.

—¡No me deje aquí! —exclamó Lucas, con voz tensa y temblorosa.

—¡Encárgate de él! —gritó Harley.

—¿Adónde diablos va?

—¡Allí abajo! —contestó Harley, que ya se dirigía dando tumbos hacia la escalerilla—. ¡A comprobar los daños!

Y a algo más.

Mientras Lucas se aferraba al timón, Harley bajó con dificultad los escalones, aunque sólo por la inclinación de la cubierta y el espantoso estruendo de la bodega ya sabía que el barco estaba perdido. Tendría suerte si salía vivo esta noche. Todos tendrían mucha suerte.

Quizá Old Man tuviera razón sobre aquella maldita caja, después de todo.