Jan Neshin
Provincia de Helmand, Afganistán. 10 de julio de 2011
—¿Todo en orden, comandante?
Slater sabía el aspecto que tenía, y sabía por qué el sargento Groves se lo preguntaba. Aquella mañana se había tomado un puñado de pastillas, pero la fiebre había vuelto. Alargó una mano para sujetarse al capó del jeep, pero volvió a quitarla precipitadamente. El metal estaba caliente como un horno.
—De ésta no me muero —respondió, al tiempo que se frotaba las puntas de los dedos en los pantalones de camuflaje.
Esa mañana había ido a los barracones de los marines para ver cómo se llevaban en helicóptero a otros dos hombres, ambos a las puertas de la muerte; no estaba seguro de que lograran sobrevivir. Pese a todas las precauciones habituales, la malaria, que él también había contraído hacía un año en una misión en Darfur, había diezmado el campamento. Como médico del Ejército estadounidense y epidemiólogo de campo, habían enviado al comandante Frank Slater para averiguar qué más podía hacerse…, y rápido.
Los arrozales que miraba ahora eran un perfecto caldo de cultivo para aquellos mortíferos mosquitos, y la base militar se había construido no sólo demasiado cerca, sino también justo en la dirección del viento. Por la noche, cuando les gustaba alimentarse, enjambres de mosquitos se alzaban de los arrozales e invadían en masa los barracones, la cantina y las torres de vigilancia. Una vez, en el valle del Éufrates, Slater había visto levantarse en el cielo una nube de bichos tan densa y tan alta que la había confundido con una tormenta que se aproximaba.
—Bueno, ¿por dónde quiere tirar? —preguntó el sargento Groves. Era un hombre de color, tan duro e inflexible como las calles de Cleveland de donde procedía («Cuando me marché, lo único que hacíamos allí era criar carámbanos», le había dicho una vez a Slater), y siempre hablaba de forma decidida y concisa—. ¿Rociar la ciénaga o trasladar la base?
Eso mismo estaba planteándose Slater cuando lo distrajo una pareja de viajeros, una niña de unos nueve o diez años y su padre, que atravesaban trabajosamente el arrozal con una mula muy cargada. En Afganistán casi todo el mundo se veía expuesto a la malaria; era tan corriente como la gripe en el resto del planeta, y con el paso de las generaciones la gente o bien se moría o bien desarrollaba una rudimentaria inmunidad. Con frecuencia se ponían enfermos, pero habían aprendido a vivir con ella.
A los jóvenes norteamericanos, en cambio, recién llegados de las granjas de Wisconsin y las ciudades montañosas de Colorado, no les iba tan bien.
La niña conducía la mula mientras que su padre sujetaba los enormes cestos de grano puestos a ambos lados del escuálido lomo del animal.
—Ya voy yo —dijo el soldado Diaz, al tiempo que salía del asiento del conductor del jeep.
Ya llevaba el M4 sujeto entre las manos. Una cosa que los soldados aprendían rápido en Oriente Medio era que hasta la imagen más inofensiva podía ser lo último que vieran. Los cestos llevaban explosivos. Las mulas eran bombas de relojería. Hasta a los niños los empleaban como reclamo, o los sacrificaban directamente los yihadistas. En una misión anterior Slater había tenido que revisar los escombros de una escuela de niñas de la provincia de Kandahar después de que un talibán, que trabajaba infiltrado como celador, se metiera en el aula con una motocicleta cargada de explosivos.
«Allahu Akbar!», había gritado el conserje, jubiloso, «¡Dios es grande!», justo antes de mandarlos volando a todos al otro mundo.
Hacía diez años que Slater veía la muerte, de una forma u otra, casi a diario, pero aún no estaba seguro de qué era peor, si el que todavía lo conmocionara o el que la mayoría de los días no lo hiciera. Con frecuencia se preguntaba hasta qué extremo podía un hombre dejar que se le endureciera el corazón. Qué dureza debía de tener.
Ahora la niña se volvió para mirarlo con sus grandes ojos oscuros bajo el pañuelo, mientras sacaba la mula del arrozal y la subía al dique de tierra. El padre vareaba las ancas del animal con una caña hueca. El soldado, con el fusil echado hacia delante, les ordenó que se detuvieran. Hablaba un árabe bastante básico, pero el gesto de la mano y el arma cargada facilitaban que lo entendiese todo el mundo.
Slater y Groves, su mano derecha en todas las misiones que había emprendido desde Irak a Somalia, se quedaron observando mientras el soldado Diaz se acercaba a ellos.
—Abran los cestos —dijo, haciendo un movimiento con una mano para indicar lo que quería.
El padre le dio una orden a su hija, que le quitó la tapa a un cesto y esperó mientras el soldado escudriñaba dentro.
—El otro también —dijo Diaz, rodeando la cabeza gacha de la mula.
La niña obedeció, de pie junto al cesto, mientras Diaz hundía la boca del arma en el grano.
Y justo cuando Slater estaba a punto de ordenarle que los dejara seguir su camino —¿ésas eran maneras de ganarse las mentes y los corazones?—, una cinta de vivo color verde tornasolado salió disparada del cesto, rápida como un rayo, y golpeó a la niña en la cara. La niña se cayó como si le dieran un mazazo y empezó a retorcerse en el suelo, y el soldado retrocedió de un salto, sorprendido.
—¡Por Dios! —repetía una y otra vez, sin dejar de apuntar en vano con el fusil al agitado cuerpo de la chiquilla—. ¡Es una víbora!
Pero Slater ya lo sabía, y mientras el padre daba alaridos, aterrado, él acudía ya corriendo al lado de la pequeña. La serpiente aún tenía los colmillos enterrados en la mejilla, segregando su veneno y agitando la cola con violencia. Slater desenvainó el cuchillo de campaña —un cuchillo que solía utilizar para cortar muestras de tejido de los cadáveres de enfermos— y con la otra mano intentó agarrar la cola de la víbora. Dos veces sintió cómo su áspera y jaspeada superficie, fuerte como un tubo de acero, se le escurría de los dedos, pero al tercer intento la cogió bien y logró partirle las vértebras. La mitad de la serpiente se separó echando sangre, pero la cabeza siguió clavada en su mordedura mortal.
La niña tenía los ojos cerrados y sus miembros se agitaban sin cesar; sólo cuando Groves empleó sus anchas manos para sujetarla pudo Slater apretar la parte posterior de la cabeza de la moribunda víbora y soltarle los colmillos. La lengua de la serpiente se movía rápida como un látigo, pero la amarilla luz de sus ojos fue apagándose. Slater apretó más fuerte hasta que el movimiento de la lengua se hizo más lento y los ojos perdieron el brillo por completo. Tiró el animal muerto al dique y Diaz, por si acaso, lanzó una ráfaga de disparos de fusil que fue empujando sus anillos hasta el agua turbia.
—¡Tráeme el botiquín! —pidió a voces Slater.
Diaz corrió hacia el jeep.
Groves, fornido como un zaguero de rugby, pero tierno como una enfermera, estaba agachado junto a la niña, examinándole la herida. Tenía dos largos tajos en la mejilla y manchas sanguinolentas en la morena piel. El veneno, uno de los más potentes del reino animal, ya corría por sus venas.
El padre, lamentándose y rezando en voz alta, se balanceaba sobre los pies calzados con sandalias. Hasta la mula relinchaba con muda alarma.
Diaz le pasó el botiquín ya abierto a Slater. Éste fue cumpliendo todos los pasos necesarios con el piloto automático: se ocupó de administrarle a la niña el anticoagulante e hizo todo lo posible por estabilizarla, aunque sabía que sólo el contraveneno, que últimamente escaseaba, podía salvarle la vida.
Y eso si se usaba en el plazo máximo de una hora.
—Trinca el helicóptero que esté más cerca —le dijo a Diaz—. Tenemos que llevar a esta niña al centro médico.
Pero el soldado vaciló.
—Sin ánimo de ofender, señor, pero las órdenes son que las misiones médicas sólo son para bajas militares. No vendrán por un civil.
Groves echó una ojeada a Slater con gesto apesadumbrado y dijo:
—Tiene razón. Desde que derribaron ese helicóptero hace tres días las órdenes son tajantes. Las misiones para servicios de urgencias médicas no se permiten.
Slater los oía, pero al mismo tiempo se preguntaba si de verdad estaban dispuestos a cruzarse de brazos y dejar que la niña muriera. El padre gritaba las pocas palabras que sabía en inglés: Help! U. S. A.! Please, help! Arrodillado en el polvo, no paraba de retorcer su gorro de punto entre las manos.
El pequeño corazón de la niña latía como un martillo pilón y sus extremidades sufrían convulsiones; Slater sabía que cualquier retraso decidiría el destino de la pequeña para siempre. En alguien de su tamaño y su peso, a quien se le había inoculado toda una dosis del veneno de una víbora del desierto —y Slater conocía estas serpientes lo bastante como para saber que ésta era un ejemplar adulto—, los glóbulos sanguíneos no tardarían en deshacerse.
—Mantenedla lo más quieta que podáis —les dijo a Groves y a Diaz; luego volvió corriendo al jeep, cogió el micrófono de la radio y llamó al puesto central—. ¡Baja de marine! —gritó—. Picadura de víbora. ¡Precisa evacuación inmediata, repito, inmediata!
Vio que Groves y el soldado se miraban.
—¿Coordenadas? —preguntó, entre un crepitar de interferencias, una voz en la radio.
¿Las coordenadas? Con la sangre zumbándole en la cabeza por la fiebre, Slater trató torpemente de reconstruirlas.
—Estamos a dos pasos del puesto avanzado de Jan Neshin —contestó, concentrándose todo lo que podía—, justo al suroeste de los arrozales.
De repente Groves apareció a su lado y le arrebató el micrófono de las manos; pero en lugar de cancelar las órdenes del comandante, dio la situación exacta.
—Diles que terminen el reparto de víveres después —gritó—. ¡Necesitamos ese helicóptero aquí enseguida! ¡Y dile al centro médico que preparen todo el contraveneno que tengan!
Con las piernas temblorosas, Slater se puso en cuclillas a la sombra del jeep.
—No tenías por qué meterte en esto —dijo cuando Groves hubo cerrado la comunicación—. Ya me llevaré el palo yo.
—No se preocupe —repuso Groves—. Habrá mucho para repartir.
Durante la media hora siguiente Slater mantuvo a la niña todo lo tranquila que pudo —cuanto más se agitara, más rápido correría el veneno por su organismo—, mientras que el sargento y el soldado no quitaban ojo de los campos vecinos. Los combatientes talibanes acudían a los problemas como los tiburones a la sangre, y si sospechaban que iba a llegar un helicóptero, se pondrían a rebuscar en sus reservas un último misil Stinger. Slater tampoco quería volver al puesto avanzado a pedir apoyo; alguien podría ver lo que pasaba de verdad y cancelar la misión.
—¡Lo oigo! —dijo Groves de pronto, mirando hacia una elevación de lomas bajas, cubiertas de maleza.
Slater también lo oía. El sordo ronroneo de los rotores precedió sólo unos segundos a la imagen del Black Hawk elevándose sobre los cerros. Después de hacer una rápida vuelta de reconocimiento, el piloto aterrizó a una docena de metros del jeep, con las palas girando aún y el motor en movimiento. La portezuela lateral se abrió, y dos soldados rasos con una camilla salieron de un salto a la nube de tierra.
—¿Dónde? —gritó uno, al tiempo que se limpiaba de las gafas protectoras la tierra arremolinada.
Diaz señaló la niña que yacía en el dique entre Slater y el sargento.
Los dos soldados se pararon en seco, y por encima del fuerte estruendo del helicóptero al ralentí, uno gritó:
—¿Un civil?
El otro dijo:
—¡Sólo víctimas de combate! Órdenes estrictas.
—Exacto —intervino Slater, dándose un golpecito en el puñado de hojas de roble de comandante que lucía en la camisa—, ¡y aquí las doy yo! ¡Esta niña va a ir al centro médico, y va a ir ahora mismo!
El primer soldado vaciló, indeciso aún, pero el segundo puso su extremo de la camilla en el suelo, a los pies de la pequeña.
—Tengo una hija allá en casa —dijo entre dientes mientras la envolvía en una manta de camuflaje; luego ayudó a Groves a ponerla sobre la lona.
—Yo asumo toda la responsabilidad —afirmó Slater—. ¡Vámonos!
Pero cuando el padre de la niña intentó subirse al helicóptero, el piloto meneó la cabeza con energía e hizo un gesto con la mano.
—¡De eso nada! —gritó—. Ya llevamos demasiado peso.
Slater tuvo que apartar al hombre de un empujón; no había tiempo para explicaciones.
—¡Dile lo que pasa! —le gritó al sargento.
El padre chillaba y lloraba —Diaz intentaba contenerlo— cuando Slater cerró la portezuela y golpeó la parte posterior del asiento del piloto.
—¡Vale, vamos, vamos, vamos!
Para evitar posibles disparos, el helicóptero se inclinó muchísimo hacia un lado al despegar y luego se alejó en zigzag de los arrozales; estas regiones de regadío, llamadas la zona verde, eran uno de los terrenos más peligrosos de Afganistán, refugio de francotiradores e insurgentes. Slater oyó un rápido repiqueteo metálico en la parte inferior del Black Hawk, un sonido como el chasquear de las teclas de una máquina de escribir, y supo que al menos un combatiente talibán había conseguido soltar unas cuantas balas. El helicóptero voló más alto, elevándose sobre las áridas colinas rojas donde había oxidados armazones de transportes militares soviéticos medio enterrados en la tierra y la arena. Ahora sólo era una carrera contrarreloj. La cara de la niña estaba hinchada como si tuviese paperas, y Slater le puso la mascarilla de oxígeno lo más suavemente que pudo. Sus orejas eran como pequeñas conchas perfectas, pensó, mientras le pasaba las cintas elásticas por la parte posterior de la cabeza. Ella no se daba cuenta de lo que estaban haciéndole, ni de dónde se encontraba. El dolor y el estado de shock la hacían delirar, y también la adrenalina natural que su cuerpo, instintivamente, le bombeaba sin cesar en las venas.
Los soldados no se acercaron; sujetos a los asientos con los cinturones de seguridad junto a los palés de víveres que habían estado repartiendo, miraban en silencio mientras el comandante Slater la atendía. El de la hija parecía estar rezando en voz baja. Pero ahora esta niña afgana era problema de Slater, y todos lo sabían.
Para cuando el helicóptero salvó el muro exterior del centro médico y aterrizó, los párpados de la pequeña se habían cerrado; al levantárselos, Slater sólo le veía el blanco de los ojos. Sus miembros estaban bastante quietos; sólo de vez en cuando los sacudían unos súbitos paroxismos, como si la atravesaran rápidas descargas de electricidad. Slater sabía que aquellos síntomas no eran buenos. Habría sido distinto de haber tenido el contraveneno encima en el campo, pero era material costoso, escaseaba y se deterioraba rápido si no se conservaba refrigerado.
Parte del personal del centro médico se quedó sorprendido al ver el nuevo ingreso —una niña de la zona, cuando esperaban un marine—, pero Slater dio sus órdenes con tal convicción que no se perdió ni un segundo. Cubierto de tierra y sudor, con los dedos manchados de sangre de serpiente, seguía agarrando la flácida mano de la pequeña mientras la metían en el quirófano, donde el equipo de urgencias estaba preparado con los goteros.
—Cuidado al ponerlos —advirtió Slater—. Los puntos de entrada van a filtrarse del veneno.
—Comandante —repuso el cirujano con tranquilidad—, sabemos lo que hacemos. Ya nos encargamos nosotros.
Pero cuando Slater intentó soltarse, los dedos de la niña le apretaron débilmente los suyos. Quizá pensara que era su padre.
—Aguanta, chiquitina —dijo Slater bajito, aunque dudó de que lo escuchara, o lo entendiera—. No te rindas.
Logró soltar los dedos y una enfermera lo apartó rápidamente para llegar a la herida y esterilizar el campo. El cirujano cogió una jeringuilla llena del contraveneno, la levantó a contraluz y sacó el aire del émbolo.
Sabiendo que ya no hacía sino estorbar, Slater salió y observó por el vidrio de la puerta batiente. El médico y dos enfermeras realizaban su labor con metódica precisión y rapidez. Pero Slater se temió que hubiera pasado demasiado tiempo desde el ataque.
Lo asaltó un escalofrío, y se dejó caer hasta agacharse junto a la puerta. Ésta era la peor recurrencia de la malaria que había tenido en meses, y la repentina ráfaga del aire acondicionado le hizo desear tener una manta. Pero si decía lo fuerte que era esta vez, se vería confinado a tareas de oficina en Washington, un destino que temía más que la muerte. Sólo tenía que volver a su cama, tragarse unos medicamentos y aguantarlo un día o dos. La sangre le zumbaba en las sienes como un tambor.
Y la cosa no mejoró cuando oyó la voz de su oficial al mando, el coronel Keener, gritando desde el otro lado del pasillo.
—¿Ha sido cosa suya esta misión, comandante Slater?
—Sí.
—Sí, señor —lo corrigió Keener, echando un vistazo a una copia impresa que tenía en la mano—. ¿Y afirmó usted que se trataba de un marine? ¿Una baja de marine?
—Sí —contestó Slater—, señor.
—¿Y es usted consciente de que no somos un servicio de ambulancia? ¿De que desvió usted un Black Hawk de su ruta programada, relacionada con el combate, para abordar un asunto puramente civil? —Su frustración se hacía más evidente a cada palabra que decía—. ¿Acaso no ha leído usted la nota oficial, la que se dio a todo el personal de la base hace sólo dos días?
—Hasta la última palabra.
Slater sabía que su actitud no lo ayudaba, pero le daba lo mismo. A decir verdad, llevaba años sin interesarse por los protocolos, las órdenes y los mandatos. Se había hecho médico para salvar vidas, así de sencillo; se había hecho epidemiólogo para salvar millares de vidas en algunos de los peores lugares del mundo. Pero hoy volvía a intentar salvar sólo una.
Sólo una niña, de orejitas perfectas. Y un padre que, allá en algún lugar de Jan Neshin, sin duda en aquel momento le suplicaba a Alá un milagro… Un milagro que no era probable que se le concediera.
—Sabe usted, desde luego, que tendré que dar parte de este incidente y que ahora el AFIP va a tener que mandar a otro empleado para decidir qué hacer con nuestro problema de malaria —iba diciendo el coronel—. Eso puede tardar días y costarnos vidas norteamericanas. —Pronunció la palabra norteamericanas de modo que quedara claro que eran lo único que contaba en este mundo—. Considérese fuera de servicio y limitado a la base, doctor, hasta nuevo aviso. Por si no lo sabe, está usted bien jodido.
A Slater no le hacía falta que se lo dijeran. Mientras Keener se quedaba allí echando humo por las orejas y preguntándose qué más amenazas podía lanzarle, el comandante se buscó en el bolsillo los comprimidos de cloroquina que se tomaba cada pocas horas. Intentó tragárselos, pero tenía la boca demasiado seca. Tras pasar rozando al coronel, fue tambaleándose hasta la fuente del agua, se tomó las píldoras y después puso la cabeza bajo el arco de agua fresca. El cuero cabelludo parecía un incendio forestal que por fin estuvieran sofocando.
El cirujano salió del quirófano y, después de mirarlos, fue hasta el coronel y le dijo algo en voz baja al oído. El coronel asintió con un solemne movimiento de cabeza y el cirujano volvió a meterse tras la puerta batiente.
—¿Qué? —preguntó Slater, que estaba presionándose el mojado cuero cabelludo con las puntas de los dedos. El agua le corría por la nuca.
—Parece que ha echado usted a perder su carrera por nada —contestó Keener—. La niña acaba de morir.
Más tarde lo único que Slater recordaba era la expresión del rostro del coronel, aquella expresión que había visto en un centenar de rostros oficiales decididos únicamente a cumplir órdenes, antes de soltarle el puñetazo que lo tiró al suelo. También tenía un vago recuerdo de quedarse mirándolo, tambaleante, mientras Keener yacía allí, aturdido y estupefacto, en el mugriento linóleo verde.
Pero el puñetazo en sí, que debió de ser un directo, era un misterio.
Luego volvió a la fuente y metió de nuevo la cabeza bajo el agua. Si aún le quedaran lágrimas, pensó, estaría derramándolas ahora. Pero no había ninguna. Se le habían secado hacía años.
Desde el otro extremo del pasillo oyó el sonido de voces exaltadas y botas que corrían mientras los policías militares se precipitaban a detenerlo.