PRÓLOGO

Estrecho de Bering, 1918

Sergei, no te mueras —dijo la muchacha al tiempo que miraba hacia atrás en la barca—. Te prohíbo que te mueras.

Había esperado, en vano, que no le temblara la voz.

Cuando trató de tocarlo, Sergei se apartó sin dejar de agarrar la caña del timón con los dedos blanquísimos.

—¡No, no! —exclamó, y se echó hacia atrás con gesto de horror—. No me toquéis. —Tenía los ojos desorbitados y la incipiente barba de sus jóvenes mejillas, salpicada de sangre y espuma—. Debéis navegar hasta allí. —Con un tembloroso índice señaló por encima de la proa del bote—. ¡Allí!

Un peón de granja, apenas pocos años mayor que Ana —la testaruda adolescente cuya única responsabilidad hasta ahora había sido, a lo sumo, elegir un vestido—, le exigía que diera media vuelta e hiciera lo que él le ordenaba.

De mala gana, la muchacha se volvió a mirar mientras la vela hecha jirones restallaba sobre su cabeza; a lo lejos, más allá de una nube de niebla, vio la borrosa silueta de una isla oscura e imponente que se alzaba en el mar. Desde la barca parecía un puño apretado, ceñido por una pulsera de un gris neblinoso. Ana jamás había visto nada tan poco acogedor.

—Buscad las hogueras —dijo él con voz ronca—. Encenderán hogueras.

—Pero yo no sé gobernar la barca sola. Tienes que hacerlo tú.

Sergei meneó la cabeza y tosió tan fuerte que la sangre le corrió entre los dedos. Con los ojos vidriosos, se miró la manchada mano y susurró:

—Que Dios os proteja, malenkaya.

Y, con la misma tranquilidad de quien se diera la vuelta en la cama, pasó por encima del costado de la barca y cayó a las heladas aguas del estrecho.

—¡Sergei! —gritó ella, al tiempo que se precipitaba hacia la popa, tan bruscamente que estuvo a punto de hacer volcar el bote.

Pero Sergei ya no estaba: se alejaba flotando con su gabán de piel de foca hinchado en torno a él como las desplegadas alas de un murciélago. Durante unos segundos se meció en la superficie, surcando las olas hasta que el peso de su cuerpo, de sus botas y de su ropa lo arrastró hacia abajo. Lo único que quedó sobre el agua fue una marchita y helada flor de aciano.

Al verla, la muchacha sintió ganas de llorar.

Estaba sola en la barca, sola en el mundo, y la caña del timón ya daba violentos bandazos de un lado a otro, con un chirriar más fuerte que el de las gaviotas que entraban y salían en picado de la niebla. El hueco de su corazón, aquel lugar donde Ana ya había almacenado tantas muertes, ahora tendría que hacerle sitio a la de Sergei también.

¿Cuántas más iba a tener que guardar allí?

Tras trepar gateando por la bancada cubierta de hielo, con el mojado abrigo de pieles que pesaba como una armadura, Ana se sentó en el pequeño asiento de madera de la popa. Incluso con la capucha bien bajada el viento le arrojaba a la cara aguanieve y espuma, pero al menos esas ráfagas la conducían hacia la isla. Tenía los guantes tiesos como carámbanos, y le costó mucho pasarse el cabo de la vela alrededor de una muñeca, como le había visto hacer a Sergei, y agarrar fuerte con la otra la caña del timón. La barca se abría paso entre las olas, subiendo y bajando, subiendo y bajando. De pronto la niebla la rodeó como una mortaja y la muchacha, que estaba tan agotada, tenía tanto frío y tanta hambre, se sumió en una especie de estupor.

Sus pensamientos vagaron hasta Tsarskoe Selo, el íntimo enclave de las afueras de San Petersburgo donde cultivaba sus propias rosas, y a la fiesta de cumpleaños que sus padres le habían dado allí cuando cumplió quince años. Sólo hacía dos de aquello: era otra época, antes de que su vida se transformara de sueño en pesadilla. Ahora parecía algo que debía de haber imaginado, un fruto de su fantasía. Pensó en su hermana, que le había regalado un libro de poemas de su autor preferido, Pushkin, y en su hermanito sentado en su poni mientras Nagorni, el rudo marinero que era su fiel ayudante, le sostenía las riendas.

Su padre, vestido con uniforme militar, estaba de pie, muy erguido, en la terraza, dándole la mano a su madre.

Una ola le dio de lleno en la cara, y el agua helada le corrió por el cuello y se le metió por dentro del abrigo. Ana se estremeció mientras la caña amenazaba con escurrírsele de la mano y la cuerda atada a la vela se le hincaba en la muñeca como un torniquete. Tenía las botas cubiertas de hielo, y el pie enfermo ya había perdido la sensibilidad.

Pero la muchacha también recordaba, altísimo y justo detrás de su madre, al monje de los ojos sombríos y la larga y enmarañada barba. La enjoyada cruz que tenía sobre la sotana la llevaba ella puesta ahora, bajo los corsés y el abrigo; como le prometiera el monje, la había protegido de muchas cosas, aunque ya dudaba de que ni siquiera la cruz consiguiese salvarla.

A medida que se acercaba a la orilla el bote se puso a corcovear como un caballo que tratara de derribar a su jinete, y Ana tuvo que agarrarse bien a la popa. La nieve medio derretida que había dentro del casco tenía varios centímetros de profundidad y pasaba de acá para allá sobre lo que quedaba de sus congeladas provisiones.

Si no llegaba a tierra esta noche, sin duda seguiría al pobre Sergei hasta aquel mar glacial. Las gaviotas y las águilas pescadoras describían círculos en el cielo color peltre, mofándose de ella con sus gritos.

Ana tiró de la vela y la barca se inclinó, cortando las aguas. Ya estaba tan cerca que veía un revuelto montón de rocas redondeadas esparcidas por la playa y, justo más allá, el denso muro de un bosque nevado. Pero ¿dónde estaban las hogueras que Sergei le había prometido? Con el dorso de la manga se limpió el agua de los ojos; siempre había sido corta de vista, aunque era demasiado presumida como para ponerse unas gafas. En cierta ocasión el doctor Botkin le había ofrecido un par en la casa de las ventanas encaladas, la casa donde…

No, no podía pensar en aquello. Tenía que evitar que sus pensamientos fueran hasta allí… en particular ahora, cuando de nuevo su vida parecía pender de un hilo.

Un águila pescadora pasó como un rayo por encima de la proa del bote, y luego volvió por delante del mástil, que no dejaba de crujir; mientras la seguía con la mirada, Ana vio un parpadeante resplandor, una antorcha alta como un árbol, encendida en los acantilados que tenía delante.

Y luego, tras entornar mucho los ojos, vio otra.

El corazón le dio un vuelco de esperanza en el pecho.

Se oyó un chirrido cuando la rompiente arrastró la base de la barca por un fondo de afiladas rocas y conchas. La muchacha aflojó el agarrón con que sostenía la cuerda, y la vela se volvió a un lado, con un chasquido fuerte como un disparo. Ana se aferró a la caña con las heladas manos mientras la barca chocaba y giraba en la arena y la grava mojadas hasta quedar allí metida, al tiempo que la marea volvía a retroceder con ímpetu.

Apenas podía moverse, pero sabía que, si titubeaba, tal vez la siguiente ola tirara de ella otra vez mar adentro. Ahora que aún conservaba una última brizna de energía, tenía que obligarse a gatear hasta la parte delantera de la barca y poner el pie en la isla.

Se levantó con movimientos inseguros, con el pie izquierdo entumecido como un poste, y a duras penas pasó por encima de las bancadas, mientras el bote cabeceaba y crujía debajo de ella. En ese momento creyó oír el metálico estruendo de una campana, un sonido grave y retumbante que reverberaba en las rocas y en los árboles. Ana se llevó la mano un instante al lugar del pecho donde estaba la cruz y murmuró una oración de gracias a san Pedro por librarla del mal.

Y después, casi cayéndose, saltó al agua, que se le metió rápidamente por encima de las botas, y fue tambaleándose hasta la playa. Los pies le resbalaban y tropezaban en las húmedas piedras, pero Ana aún avanzó paso a paso unos cuantos metros por la arena antes de permitirse caer de rodillas. Tenía la cabeza agachada, como si aguardara el golpe de un hacha, y sólo podía respirar con entrecortados jadeos. Lo único que oía era el crujir del hielo en el pelo. Pero estaba viva, y eso era lo que importaba. Había sobrevivido a la caminata por la tundra helada, a la travesía en mar abierto… y a los horrores de la casa de las ventanas encaladas. Había logrado llegar a un nuevo continente, y cuando miró la playa, a la luz del crepúsculo vio unas formas oscuras que corrían hacia ella.

Sí, acudían a rescatarla. Sergei le había dicho la verdad.

Si hubiera tenido fuerzas, los habría llamado a gritos, o les habría hecho señas con un brazo. Pero ya no se sentía los miembros, y los dientes le castañeteaban en el cráneo.

Las siluetas se acercaban tan rápido y corrían tan bajas que la muchacha apenas daba crédito a sus ojos.

Y entonces sintió que un frío todavía mayor le oprimía el corazón al darse cuenta de lo que en realidad eran aquellas formas que corrían.

Se dio la vuelta deprisa hacia el bote, pero éste ya se había soltado y desaparecía en la niebla.

¿Había llegado hasta tan lejos… para esto?

Pero estaba demasiado agotada; el frío y la desesperación la habían paralizado demasiado como para que intentara salvarse siquiera.

Aterrada, clavó la vista en la playa mientras, con las paletillas subiendo y bajando y los anaranjados ojos centelleando a la luz del atardecer, la manada de voraces lobos negros galopaba hacia ella por las rocas y la arena.