El arte entre utopía y anticipación
Entrevista con Ruth Scheps
(Febrero de 1996)

Ruth Scheps: «Todo el movimiento del arte desistió del futuro y se desplazó hacia el pasado», escribió usted hace poco en un artículo[3]. ¿Quiere decir que la pintura —y tal vez el arte en general— desistió de cierta función de anticipación que pudo haber tenido antes?

Jean Baudrillard: Así es, literalmente querría decir eso, pero la fórmula es demasiado simple; hubo sin duda un movimiento de retracción, cierto cese de perspectivas, si es que alguna vez la vanguardia significó en verdad algo; en cuyo caso se podría decir que las utopías de vanguardia dieron paso a utopías regresivas y que esa retaguardia está quizás ahora en pole position. La frase exponía la idea de que el arte funciona esencialmente en un travelling de su historia, como resurrección más o menos auténtica o artificial de todas sus formas pasadas; y que puede recorrer toda su historia y retomarla, no exactamente explorando campos nuevos —después de todo, tal vez el mundo estético está terminado, lo mismo que el universo físico—, sino adoptando la curvatura final y necesaria de las cosas. No hay exponencialidad lineal del progreso humano y menos aún del arte, cuya función lineal ha sido siempre problemática. En efecto, nunca se pensó que el arte iría de un punto al otro, con un punto de culminación.

¡Oyéndola, estamos ya casi en el fin de los tiempos! No obstante, sería interesante volver un poco atrás y ver de qué modo las diferentes vanguardias de nuestro siglo han impuesto cierta visión del artista como precursor… Es verdad que esa caducidad final es un poco mi obsesión, pero si tiendo a situar las cosas según la óptica de un fin, es por curiosidad, para ver qué es lo que sucede, y no por espíritu apocalíptico. En este momento el problema es el mismo para el arte, para la economía, etc. De modo que sí, tal vez sería interesante ver si los acontecimientos del siglo no tuvieron algo de determinante para el arte, algo de traumático; en el surgimiento de alguien como Duchamp, por ejemplo.

R. S.: ¿Y tal vez incluso antes, si observamos el modo en que el arte acompañó a toda la cultura a partir de 1875?

J. B.: Es evidente que, con la ruptura de carga o de encanto encarnada por la abstracción, el arte toma ya otro curso. El paso a la abstracción es un acontecimiento considerable, el fin de un sistema de representaciones; seguramente no el fin del arte, muy por el contrario, pero, con todo, veo en la abstracción una renovación total de las cosas y a la vez una aberración, potencialmente peligrosa en la medida en que su finalidad (como la de toda la modernidad, por lo demás) es avanzar hacia una exploración analítica del objeto. O sea, retirar la máscara de la figuración para encontrar, detrás de las apariencias, una verdad analítica del objeto y del mundo.

R. S.: ¿No es un proceder paralelo al de la ciencia?

J. B.: Sí, es un proceder absolutamente paralelo a todo el de la modernidad, social o científico, por supuesto, y me pregunto si no tenemos aquí justamente una corrupción del arte por la ciencia o, en todo caso, por el espíritu de objetividad.

Avanzar más hacia las estructuras elementales del objeto y del mundo, atravesar el espejo de la representación y pasar al otro lado para dar una verdad más elemental del mundo: esto es algo grandioso, si se quiere, pero sumamente peligroso, dado que el arte es de todos modos una ilusión superior (¡al menos lo espero!), y no una avanzada hacia unas cuantas verdades analíticas. Ese viraje es ya problemático. Pero, a mi juicio, el gran giro se anuncia con Duchamp (y no es que me empeñe en sacralizarlo): el acontecimiento del ready-made señala un suspenso de la subjetividad por el cual el acto artístico no es más que la transposición del objeto en objeto de arte; desde entonces, el arte no es más que una operación casi mágica: el objeto en su banalidad es transferido a una estética que hace del mundo entero un ready-made. El acto de Duchamp en sí es infinitesimal, pero a partir de él toda la banalidad del mundo pasa a la estética y, a la inversa, toda la estética se vuelve banal: entre estos dos campos, el de la banalidad y el de la estética, se opera una conmutación que pone verdaderamente fin a la estética en el sentido tradicional del término.

R. S.: ¿El precursor Duchamp sería uno de los últimos artistas anticipadores?

J. B.: En cierto modo, él traza una raya sobre todas las estructuras de la representación, y en particular sobre la subjetividad expresiva, teatro de la ilusión: el mundo es un ready-made, y todo lo que podemos hacer es, de alguna manera, conservar la ilusión o la superstición del arte por medio de un espacio al que son transpuestos los objetos y que se convertirá forzosamente en un museo. Pero el museo, como lo dice su nombre, es también un sarcófago.

Dicho esto, sin embargo, no todo está terminado: ¡Duchamp instaló un libreto, pero en el interior de esta estética generalizada —y, por lo tanto, de esta inestética de las cosas— pueden producirse acontecimientos sumamente mágicos! Podemos pensar en Andy Warhol, otro artista que reintroduce la nada en el corazón de la imagen; también es una experiencia fantástica, pero que no pertenece ya, me parece, al registro de la historia del arte.

R. S.: ¿El arte no renunció, sin embargo, ampliamente, en la segunda mitad de nuestro siglo, a sus pretensiones pasadas de cambiar la vida?

J. B.: Personalmente, el arte me parece cada vez más pretencioso. Quiso convertirse en la vida él mismo.

R. S.: ¡No es lo mismo que pretender cambiarla!

J. B.: Quiere decir que estaba vigente aquella perspectiva hegeliana según la cual algún día se pondría fin al arte, como para Marx se pondría fin a lo económico o a lo político, porque, al cambiar la vida, esas cosas ya no tendrían razón de ser. El destino del arte es, en efecto, superarse a sí mismo en algo distinto, ¡mientras que la vida…! Tal radiante perspectiva no se realizó, evidentemente; lo que ocurre es, más bien, que el arte reemplazó a la vida bajo esa forma de estética generalizada que termina por dar al mundo una «disneyzación»: ¡el mundo es reemplazado por una especié de Disney capaz de comprarlo todo para transformarlo en Disneylandia!

R. S.: Usted llama a eso el simulacro.

J. B.: Sí, ¡pero el término abarca ahora tantas cosas! El simulacro era todavía un juego con la realidad. Aquí se trata, sin ambages, de tomar al mundo como es y de «disneyzarlo», es decir, precintarlo virtualmente. Y lo mismo que el propio Disney, que se hizo «precintar criogénicamente» en nitrógeno líquido, corremos un riesgo de criogenización en una realidad virtual.

La empresa Disney está comprando la calle 42 de Nueva York: ¡la transformará quizás en una atracción mundial donde prostitutas y proxenetas no serán sino figurantes de una realidad virtual que será la estética Disney! Esta mutación es más decisiva que la del simulacro o la simulación, según los he analizado; en todo caso, es algo diferente de la Sociedad del espectáculo a que alude Guy Debord [1967], enfoque muy agudo para su época pero que ya no lo es, porque hemos ido más allá: no hay más espectáculo ni distancia posible, ni alienación en la que aún podamos ser otra cosa que nosotros mismos. ¡No! Lo mismo queda transformado en lo mismo y, desde entonces, el ready-made se mundializa.

El «truco» de Duchamp era a la vez un acto fantástico y, en el momento de su irrupción, algo absolutamente nuevo. Pero luego se volvió una especie de fatalidad.

R. S.: ¿Lo que anticipa hoy el arte es quizá la virtualización generalizada de toda la sociedad venidera?

J. B.: En todo caso, hoy las galerías presentan, más que nada, los desechos del arte. En Nueva York han desaparecido muchas de ellas, y las que quedan se ocupan en general de administrar residuos: no solo el desecho constituye un tema frecuente, sino que hasta las propias materias del arte son deyección, así como los estilos son residuales. Se puede hacer de todo, lo cual remite también a una realidad virtual que permite entrar en la imagen (imagen hasta entonces exterior). Con el video se interioriza la imagen, se penetra en ella y, en una dimensión casi molecular, mediante el zapping se puede ir y venir por todas partes y hacerlo efectivamente todo, lo cual representa para mí el fin del arte: se parece más bien a una actividad tecnológica hacia la que muchos artistas parecen hoy orientarse.

R. S.: ¿Esta proliferación tiene para usted costados negativos?

J. B.: ¡No! Yo no emito juicios de valor porque soy completamente incapaz de entrar en ese mundo y verlo desde adentro. ¡Ni siquiera sé usar una computadora! Así que veo esto en términos un poco metafísicos, y desde este punto de vista tendría, sí, una resistencia más o menos total a todo eso. Por suerte o por desgracia, estamos cada vez más en tiempo real, donde es perfectamente imposible prever lo que puede ocurrir en un tiempo futuro que ya no es. Porque el tiempo futuro ya no es más: se trata de la inversión de que hablábamos al comienzo, o sea, que todo el futuro se ha trasladado hacia el pasado, del que es también la memoria. Hay un tiempo real, es decir, también aquí una realización inmediata y en cierto modo ready-made, esto es, una instantaneidad con un pequeño desfase, eso es todo.

R. S.: Y esa instantaneidad contiene muchas citas de obras del pasado.

J. B.: ¡Exactamente! El arte se ha vuelto cita, reapropiación, y da la impresión de reanimar indefinidamente sus propias formas. Pero, en última instancia, todo es cita: todo está textualizado en el pasado, todo ha sido desde siempre. Sin embargo, ese arte citacional, reapropiacional, simulacionista, etc., que juega con la ironía fósil de una cultura que ya no cree en ese valor, es diferente. En mi opinión, el medio artístico ha dejado de creer profundamente en un destino del arte. Recuerdo haberme dicho, tras la penúltima Bienal de Venecia [1993], que el arte es un complot e incluso un «delito de iniciados»: encierra una iniciática de la nulidad y, sin ser despreciativos, tenemos que reconocer que aquí todo el mundo trabaja con residuos, desechos, bagatelas; todo el mundo reivindica además la banalidad, la insignificancia; todos pretenden no ser ya artistas.

R. S.: ¿Todos, en verdad?

J. B.: Hay por cierto dos discursos, pero el pensamiento dominante y «políticamente correcto» en términos de estética es: «Yo hablo el lenguaje del desecho, yo transcribo la nulidad, la insignificancia». Aquí tenemos a la vez la moda y el discurso mundano del arte, y ambos trabajan en un mundo que, en efecto, se ha vuelto quizás insignificante, pero lo hacen de una manera insignificante también, ¡lo cual es muy fastidioso! Pero todo esto funciona muy bien; vemos desplegarse una maquinaria sostenida por las galerías, por los críticos y, finalmente, por un público al que solo le queda fingir al menos que entra en ella. Todo esto crea una especie de máquina célibe que anda sola.

R. S.: ¿Un mundo cerrado?

J. B.: Sí, un mundo totalmente autorreferencial.

R. S.: Si he entendido bien, usted ve esa autorreferencia más como autorreverencia que como libertad.

J. B.: Sin duda, ella se hace valer en el interior y cada vez más. En cambio, el arte en términos de plusvalía estética asciende todos los días; tiene su expresión simbólica en el mercado del arte, que ha alcanzado una autonomía total y se ha separado por completo de cualquier economía real del valor, hasta convertirse en una suerte de excrecencia fantástica. Este mercado del arte reproduce lo que sucede en él estéticamente, es decir, resulta por entero extraño al mundo llamado real (¡cosa no muy grave, puesto que tampoco yo creo mucho en él!): no es en verdad una mafia, sino algo que se formó con sus propias reglas de juego y cuya desaparición pasaría también inadvertida; además, eso sigue existiendo y expandiéndose, mientras que el fundamento del valor es cada vez más frágil. Yo llamo a esto complot, aun reconociendo ciertas excepciones individuales.

R. S.: ¿Por ejemplo?

J. B.: Entre las personas que me gustan están Hopper, Bacon. Warhol es otra cosa, siempre lo tomé de una manera un tanto metafísica, como un libreto de referencia, pero no como un artista (sería un contrasentido tomarlo por un artista, él no quiso eso). Hay, pues, excepciones que confirman la regla, a saber: que un mundo se alineó en torno de un acto revolucionario —el ready-made— y en torno de este contracampo sobreviven ciertas formas; pero todo lo demás, todo ese funcionamiento, se ha convertido en valor (valor estético y valor de mercado). Se transformó el arte en valor, pero habría que oponer forma y valor —porque, para mí, el arte es fundamentalmente forma—: Y decir que hemos caído en la trampa del valor, e incluso, a través del mercado del arte, en una especie de éxtasis del valor, de bulimia, de excrecencia infinita del valor; pero, por suerte, creo que la forma —es decir, la ilusión del mundo y la posibilidad de inventar esa otra escena— persiste, aunque en carácter de excepción radical.

R. S.: ¿Significa que habría que buscar por el lado de la forma, y eventualmente imaginar nuevas formas de utopía?

J. B.: Tal vez sí, pero en este momento no se pueden establecer ni las posibilidades de este proceso ni sus condiciones. Solo en el sentido de una ilusión diferente, con la que se recuperaría la posibilidad de que formas, colores y luces se metamorfoseen unas en otras; esto daría entonces, en el caso de la pintura —pero también del lenguaje—, lo que podemos ver en Bacon, por ejemplo, aun cuando esas formas puedan ser en él perfectamente monstruosas; pero este no es exactamente el problema: ellas pueden dar cuenta de un mundo monstruoso y a la vez transfigurarlo, como en Warhol. Warhol expone la nada de la imagen y su insignificancia pero lo hace de una manera mágica y transfiguradora (salvo al final, cuando también él cayó un poco en esa trampa). Aquí, el juego es diferente, de modo que harían falta quizás ilusionistas de otra clase, capaces de inventar, de recrear ese vacío en el que puede tener lugar el acontecimiento puro de la forma. Pero solo podemos abrir esta perspectiva de una manera muy general; ¡es una idea, nada más! Esto es lo que por mi parte intento realizar en la escritura, pero no soy dueño de lo que sucede en otros lugares.

R. S.: Y por una vez, ¿es imprevisible?

J. B.: Efectivamente, creo que es imposible pensar en lo que podría ser una nueva generación. Mientras había una especie de historia del arte —aunque fuera crítica y contradictoria—, con vanguardias, se podía prever y anticipar, inventar, crear microacontecimientos «revolucionarios», pero no creo que ahora eso sea posible. Puede haber todavía singularidades, un poco como en otros mundos, sobre el fondo de un «encefalograma estético» virtualmente plano. Estas singularidades son imprevisibles y corren grave riesgo de ser efímeras, de no entrar en la Historia; en suma, de ser acontecimientos hechos contra algo, así como en política los verdaderos acontecimientos de hoy son singularidades que vienen de otra parte y que se hacen contra lo político y contra la historia. Sin duda, puede haber tan solo singularidades transestéticas, cosas que surgen de una alteridad y que son, por lo tanto, imprevisibles.

R. S.: Esta es su visión, pero ¿es también su esperanza?

J. B.: No es una cuestión de esperanza; yo no tengo ninguna ilusión, ninguna creencia, pero las formas —se trate de la reversibilidad, de la seducción, de la metamorfosis—, estas formas son indestructibles. Esto no es una vaga creencia: es un acto de fe, sin el cual yo mismo no haría nada.

Pero hoy la trampa de la omnipotencia del valor y de la transcripción en valor es tan fuerte que vemos estrecharse cada vez más el campo de la forma. Por desgracia, las formas no tienen historia; tienen seguramente un destino, pero no tienen exactamente historia, y por lo tanto es muy difícil deducir del pasado un porvenir, cualquiera que sea. Y la esperanza, que aun así es una virtud ligada a esa continuidad del tiempo, me parece también muy endeble. Creo que es mejor navegar, no sobre la desesperanza, pues tampoco soy pesimista, sino sobre un costado indecidible.

No se puede prever en absoluto lo que sucederá, pero es necesario tomar conciencia de que las cosas han llegado a una especie de término, aunque aquí el final no signifique que todo está terminado. Lo que constituía la apuesta de la modernidad ha encontrado su fin, que la mayoría de las veces es bastante monstruoso y aberrante, pero en él se han agotado o están a punto de agotarse todas las posibilidades. La totalidad culmina en esa especie de abanico de la realidad virtual, que de hecho nadie sabe en verdad qué es, pese a la acumulación de escritos referidos a ella. Por el momento estamos dentro de ese casco, de esa combinación digital de la realidad virtual; esperamos que pueda haber otra cosa y que incluso esa virtualidad llegue a ser virtual, es decir, que no debamos vérnoslas solo con ella. Pero en este momento está efectivamente en camino de anexarse todas las posibilidades, y también en el arte. Aunque la multiplicidad de artistas que trabajan hoy imágenes de síntesis no estén sentados frente a computadoras, aunque rehagan lo que ya se hizo o recombinen formas pasadas, el resultado es el mismo. Esos artistas no necesitan computadoras: ahora la combinatoria indefinida, pero que ya no es arte propiamente hablando, se efectúa mentalmente.