Catherine Francblin: Me resultó grato hacer esta entrevista con usted porque, tras el impacto que sentí al leer su artículo «El complot del arte», pensé que había que ponerlo en perspectiva con la reflexión más global que lo ha caracterizado. Tengo la impresión de que en ese artículo usted se ocupa del arte porque halló en este los comportamientos y funcionamientos que alimentan su crítica de la cultura occidental…
Jean Baudrillard: En efecto, el arte es para mí una periferia. No me identifico verdaderamente con él. Hasta diría que alimento hacia el arte él mismo prejuicio desfavorable que hacia la cultura en general. En esta medida, el arte no tiene ningún privilegio respecto de los demás sistemas de valores. Se sigue pensando el arte como un recurso inesperado. Y lo que yo discuto es esta versión edénica.
Mi punto de vista es antropológico, y en este sentido el arte ya no parece cumplir ninguna función vital; lo afecta el mismo destino de extinción de valores, la misma pérdida de trascendencia. El arte no escapa a esa forma de efectuación de todo, a esa visibilidad total de las cosas a que ha llegado Occidente. Pero la hipervisibilidad es una manera de exterminar la mirada. Yo consumo visualmente ese arte y hasta puedo sentir en ello algún placer, pero no me devuelve ni ilusión ni verdad. Se ha puesto en cuestión el objeto de la pintura, también al sujeto de la pintura, pero me parece que hubo escaso interés por ese tercer término: el que mira. Se lo acosa cada vez más, pero teniéndolo de rehén. ¿Hay para el arte contemporáneo una mirada que no sea la que el medio artístico se dirige a sí mismo?
C. F.: Justamente, vayamos a ese medio artístico… Usted es muy duro con él, pues al hablar de un supuesto «complot del arte» describe a los actores de este medio como complotados…
J. B.: Cuando digo «complot del arte» utilizo una metáfora similar a cuando digo «crimen perfecto». Si no se puede individualizar a las víctimas del complot, tampoco se puede señalar a sus instigadores. Porque el complot no tiene autor, y todo el mundo es a la vez víctima y cómplice. En política sucede lo mismo: todos somos víctimas y cómplices del tipo de puesta en escena, por ejemplo. Una especie de no-creencia, de no-investidura, hace que todo el mundo juegue un doble juego en una suerte de circularidad infinita. Ahora bien, esta circularidad parece contradecirse con la forma del arte, que supondría una clara separación entre el «creador» y el «consumidor». Me fastidia todo lo que viene de esa confusión producida en nombre de la interactividad, de la participación de todos, de la interfase y quién sabe qué más…
C. F.: Leyendo su artículo no me pareció que se considerara un cómplice… Más bien parecía querer situarse entre los no iniciados, entre los destinatarios del engaño…
J. B.: Hago deliberadamente de villano del Danubio, el de la fábula de La Fontaine: ese que no sabe nada de la cosa pero olfatea algo. Reivindico el derecho de ser indócil. En sentido propio, el indócil es el que se niega a ser educado, instruido, es decir, cazado en la trampa de los signos. Intento formular un diagnóstico mirando las cosas como un agnóstico… Me gusta mucho ponerme en posición de primitivo…
C. F.: ¡Así que se hace el ingenuo!
J. B.: Sí, porque en cuanto se entra en el sistema para denunciarlo, automáticamente se forma parte de él. Hoy no existe un omega ideal a partir del cual se pueda enunciar un juicio puro y duro. En el campo político se ve muy bien que quienes acusan a la clase política son, al mismo tiempo, quienes la regeneran. Esa clase es regenerada por su acusación. Aun la crítica más severa queda apresada en la circularidad.
C. F.: ¿No está preservando acaso la ilusión de que esta posición crítica, imposible según usted en la actualidad, podría ser ocupada, en cambio, por cualquier hijo de vecino?
J. B.: Pienso, en efecto, que, aunque las masas participen en el juego y lo hagan en postura de servilismo voluntario, son perfectamente incrédulas. En este sentido, oponen a la cultura cierta forma de resistencia.
C. F.: Esto me recuerda otro de sus artículos publicado en Liberation, titulado «Los ilotas y las élites», en el que criticaba a las élites alegando que las masas supuestamente ciegas veían en realidad muy claro… Esto es verdad quizá respecto de la política, pero ¿podemos decir que las masas ven espontáneamente claro en materia de arte? En este terreno, el gran público es más bien conformista…
J. B.: En el terreno político, la opacidad de las masas neutraliza la dominación simbólica que se ejerce sobre ellas. Es posible que esta opacidad de las masas sea menor en el campo del arte y disminuya otro tanto su poder crítico. Hay todavía, sin duda, cierto apetito de cultura… Si la cultura ha tomado el relevo de lo político, también lo ha hecho en el régimen de complicidad. Pero el consumo artístico de las masas no implica que adhieran a los valores que se les enseñan. Grosso modo, esta masa ya no tiene nada que oponer. Asistimos a una forma de alineamiento, de movilización cultural general.
C. F.: Perdóneme, pero ¿no se podría asociar su crítica de las élites a una demagogia de extrema derecha?
J. B.: Los términos «de izquierda» y «de derecha» son indiferentes para mí. Es verdad que no se puede decir que las masas sean víctima de engaño, puesto que no hay manipulación, no hay explotación objetiva. Se trata más bien de un integrismo, en el sentido de que todo el mundo es llamado a quedar finalmente integrado en el circuito. Si en algún lado hay engaño, es en la clase política y en la clase intelectual. Aquí sí la gente cae en el engaño de sus propios valores. Y es justamente el poder casi mitomaníaco que estos valores ejercen sobre ella el que lleva a la gente a autonomizarse como clase y a conminar a todos los que funcionan en el exterior a venir a jugar el juego adentro.
C. F.: ¿No está simplemente enjuiciando al sistema democrático?
J. B.: El régimen democrático funciona cada vez menos. Funciona de manera estadística, la gente vota, etc. Pero la escena política es esquizofrénica. Las masas involucradas se mantienen totalmente ajenas a esa democracia del discurso. La gente no tiene nada que hacer con ella. La participación activa es sumamente escasa…
C. F.: ¿Esto no es lo que dicen los políticos de derecha?
J. B.: Lo dicen con la intención de movilizar a las masas para su beneficio… «¡Vengan a vernos!», etc. Pero en lo que atañe a sus creencias, a su proyección en ciertos valores, las masas no son ni de izquierda ni de derecha.
No es posible aislarlas, formamos parte de ellas… Lo que me interesa es que todos los esfuerzos que se hacen para movilizar a las masas en profundidad son inútiles. Más allá de la toma de partido, del juicio superficial, hay una resistencia de las masas a lo político como tal, de la misma manera que hay una resistencia al sistema de estetización, de culturización de las cosas. Ese público cada vez más vasto al que primero se conquistó políticamente y ahora se pretende conquistar e integrar culturalmente, pues bien, ese público opone resistencia. Resistencia al progreso, a las Luces, a la educación, a la modernidad, etcétera.
C. F.: Y esto lo alegra, ¿no es cierto?
J. B.: Totalmente. En la medida en que ya no hay imperativos críticos, me parece el único potencial de oposición posible: es un complot distinto pero enigmático, indescifrable. Todos los discursos son ambiguos, incluyendo el mío. Todos participan en cierta forma de complicidad vergonzante con el sistema, el cual, por otra parte, necesita de ese discurso ambiguo para que le sirva de caución. Los jueces son la caución de la clase política; son los únicos que se interesan por ella. El sistema vive de su persecución. Por el otro lado, por el lado de las masas, hay algo de inculto y de irreductible en el influjo de lo político, de lo social, de lo estético… Todo tiende a realizarse cada vez más. Algún día, lo social quedará perfectamente realizado y habrá solo excluidos. Algún día, todo quedará culturizado, todo objeto será supuestamente un objeto estético, y entonces nada será objeto estético.
A medida que el sistema se perfecciona, integra y excluye. En el campo de la informática, por ejemplo, cuanto más se perfecciona el sistema, son más los que quedan al margen. Europa se hace, se hará, y a medida que se realiza, todo entra en disidencia respecto de ese voluntarismo europeo. Europa existirá, pero Inglaterra no estará en ella, ni las regiones, etcétera.
No deja de ampliarse la distancia entre la realización formal de las cosas, bajo la conducción de una casta de técnicos, y su implantación real. La realidad ya no se alinea en absoluto según esta realización voluntarista en la cima. La distorsión es considerable. El discurso triunfalista sobrevive en la utopía total. Sigue creyéndose universal, aunque ya hace mucho que se cumple solo de manera autorreferencial. Y como la sociedad dispone de todos los medios para hacer subsistir un acontecimiento ficticio, esto puede durar indefinidamente…
C. F.: Usted acaba de hablar de la indiferencia del público. Pero en su artículo iba más allá… Decía, aproximadamente: «Los consumidores tienen razón porque en su mayor parte el arte contemporáneo es nulo». ¿Se puede hablar del arte solo con referencia a su «mayor parte»? Si hay arte, es más bien en la parte que usted deja de lado, en su «menor parte».
J. B.: Estoy de acuerdo, pero de la singularidad no hay nada que decir. Veo en este momento la cantidad de escritos que salen sobre Bacon. Para mí, no valen nada. Todos esos comentarios me parecen una forma de dilución para uso del medio estético. ¿Qué función puede cumplir este tipo de objetos en una cultura en sentido fuerte? No vamos a volver a las sociedades primitivas, pero en las culturas antropológicas no existe ningún objeto que quede fuera de un circuito global, sea de uso o de interpretación… La singularidad no se propaga en términos de comunicación. O bien lo hace en un circuito tan reducido que termina siendo solo un fetiche. También en las sociedades clásicas era restringido el circuito por el que podían circular los objetos simbólicos. Una clase se repartía el universo simbólico sin asignarle, por lo demás, demasiada importancia, pero no se aspiraba a integrar al resto del mundo en él. Hoy se pretende que todo el mundo acceda a ese universo, pero ¿qué cambia esto de la vida? ¿Qué energía nueva despierta? ¿A qué apuesta? En el mundo estético, la superestructura es tan aplastante que nadie tiene ya relación directa y bruta con los objetos o los acontecimientos. Es imposible hacer el vacío. Solo puede compartirse el valor de las cosas, no su forma. Rara vez se alcanza al objeto en su forma secreta, que lo hace ser el que es.
¿Y qué es la forma? Algo que está más allá del valor y que yo intento alcanzar gracias a una suerte de vacío en el cual el objeto o el acontecimiento tienen una posibilidad de emitir con intensidad máxima. Yo, en verdad, arremeto contra la estética, ese valor agregado, ese hacer valer cultural detrás del cual el valor propio desaparece. Ya no se sabe dónde está el objeto. No hay nada más que los discursos proferidos en torno a él o las miradas acumuladas que acaban por crear un aura artificial… Lo que observé en El sistema de los objetos [1968] lo encontramos hoy en el sistema estético. En el campo económico hay un momento en que los objetos dejan de existir por su finalidad y pasan a hacerlo solo unos respecto de los otros; de esta manera, lo que consumimos es un sistema de signos. Estéticamente ocurre lo mismo. Bacon es oficialmente consumido como signo, por más que cada cual pueda tratar de efectuar, individualmente, una operación de singularización que le permita retornar al secreto de la excepción que él representa. ¡Pero hoy hace falta trabajo para atravesar mediante signos el sistema de enseñanza y de toma de rehenes! Para reencontrar ese punto de aparición de la forma, que es al mismo tiempo el punto de desaparición de todo ese ropaje… El punto ciego de la singularidad solo puede ser abordado singularmente. Y esto es contrario al sistema de la cultura, que es un sistema de tránsito, de transición, de transparencia. Y con la cultura yo no tengo nada que hacer. Todo lo negativo que puede sucederle a la cultura me parece bien.
C. F.: Usted le dijo a Genevieve Breerette, de Le Monde, que el suyo no era un discurso de verdades, que por lo tanto no había obligación de pensar como usted… ¿Qué quiso decir exactamente?
J. B.: Que no quiero hacer de mis manifestaciones sobre el arte un asunto doctrinario. Yo arrojo mis cartas sobre el tapete, y los otros tendrán que jugar inventando sus reglas como yo invento las mías. En otras palabras, lo que enuncio no tiene valor en sí. Todo depende de la respuesta. El objeto de arte se propone como objeto fetiche, como objeto definitivo. Yo rechazo por completo esta manera categórica, inapelable, de presentar las cosas.
Hay una apelación, pero no al modo de la conciliación o del compromiso, sino al de la alteridad, al de lo dual. Otra vez aparece la cuestión de la forma. La forma no dice jamás la verdad sobre el mundo; es un juego, algo que se proyecta…
C. F.: Lo que resultó difícil de digerir en su artículo es que se lo conoce por haberse ocupado de la imagen. Y expone igualmente sus fotografías… Algunos se sintieron traicionados por uno de los suyos… ¿A qué apuestan las fotos que hace?
J. B.: Es indudable que, aun cuando haga esas fotos para mí, desde el momento en que las expongo me coloco en una posición ambigua. Para mí es un problema irresuelto… Pero es verdad que siento un placer directo al hacerlas, ajeno a cualquier cultura fotográfica, a cualquier búsqueda de expresión objetiva o subjetiva. En un momento dado capto una luz, un color, separados del resto del mundo. Ahí, yo mismo no soy más que una ausencia…
Captar nuestra ausencia del mundo y que las cosas aparezcan… No me interesa que se juzgue o no bellas a mis fotografías. La apuesta no es estética. Se trata más bien de una suerte de dispositivo antropológico que instaura una relación con los objetos (jamás fotografío personas), una mirada sobre un fragmento de mundo que permite al otro salir de su contexto. Eventualmente, porque quien mira esas fotografías también puede mirar desde lo estético y ser recapturado por la glosa. E incluso esto es casi inevitable, ya que a partir del momento en que esas fotografías entran en el circuito de las galerías, se transforman en objetos de cultura. Pero cuando las saco, me sirvo de un lenguaje como forma, y no como verdad.
Lo que me parece crucial es esa operación secreta. Hay mil maneras de expresar la misma idea, pero si usted no encuentra el entrecruce ideal de una forma y una idea, no tiene nada. Esa relación con el lenguaje como forma, como seducción, ese «punctum», como hubiera dicho Barthes, resulta cada vez más difícil de hallar.
Sin embargo, solo la forma puede anular el valor. Lo uno excluye lo otro. Hoy, la crítica ya no puede pensarse en posición de alteridad. Solo la forma puede oponerse al intercambio de valores. La forma es impensable sin la idea de metamorfosis. La metamorfosis hace pasar de la forma a la forma sin que intervenga el valor. De ella no puede extraerse un sentido, ni ideológico ni estético. Se entra en el juego de la ilusión: la forma no remite más que a otras formas y sin circulación de sentidos. Esto es precisamente lo que sucede en la poesía, por ejemplo: las palabras remiten unas a otras, creando un acontecimiento puro. Entre tanto, han captado un fragmento del mundo aunque no tengan un referente identificable a partir del cual se pueda sacar una enseñanza práctica.
No creo para nada en el valor subversivo de las palabras. En cambio, tengo una esperanza inquebrantable en la operación irreversible de la forma. Las ideas o los conceptos son todos reversibles. El bien siempre puede invertirse en el mal, lo verdadero en lo falso, etc. Pero, en la materialidad del lenguaje, cada fragmento agota su energía y no queda de él más que una forma de intensidad. Se trata de algo más radical que lo estético, más primitivo. En los años setenta, Caillois escribió un artículo en el que calificaba a Picasso de gran liquidador de todos los valores estéticos. Aseguraba que después de él solo podía preverse una circulación de objetos, de fetiches, independiente de la circulación de objetos funcionales. Se puede decir, en efecto, que el mundo estético es el de la fetichización. En el campo de la economía, el dinero debe circular como sea, pues de lo contrario no hay más valores. La misma ley gobierna los objetos estéticos: es preciso que haya cada vez más para que exista un universo estético. Ahora, los objetos cumplen únicamente esa función supersticiosa de la que resulta la desaparición de hecho de la forma, por exceso de formalización, es decir, por exceso en el uso de todas las formas. No hay peor enemigo de la forma que la posibilidad de disponer de todas las formas.
C. F.: Se muestra usted nostálgico de un estado primitivo… que en realidad seguramente nunca existió…
J. B.: Desde luego, y por eso no soy conservador: no deseo retroceder hasta un objeto real. Esto implicaría mantener una nostalgia de derecha. Sé que ese objeto no existe, como no existe la verdad, pero sigo deseándolo a través de una mirada que es una especie de absoluto, de juicio de Dios, con relación al cual todos los otros objetos muestran su insignificancia.
Esa nostalgia es fundamental. Actualmente, falta en toda clase de creaciones. Es una forma de estrategia mental que preside el buen uso de la bagatela o del vacío.