A partir de Andy Warhol
Entrevista con Francoise Gaillard
(Mayo de 1990)

Jean Baudrillard: Las únicas cosas que dije sobre el arte, y con apasionamiento, fueron a propósito de Warhol, el pop art y el hiperrealismo. Creo que Andy Warhol fue el único artista que, en un momento en que el arte entró en un movimiento de transición muy importante, supo situarse por delante, anticiparse a los cambios. Posiblemente sea también una cuestión de suerte o de destino… Todo lo que caracteriza a su obra, la irrupción de la banalidad, la mecanicidad del gesto, de sus imágenes, sobre todo su iconolatría…, todo esto pasa a ser en Warhol un acontecimiento de la chatura. ¡Y él es eso! Después, otros lo simularon, pero el gran simulador fue él mismo, ¡y con clase, además! En la Bienal de Venecia [verano de 1990], la muestra de sus obras superaba y rebajaba de categoría a todas las demás.

Andy Warhol representó un gran momento del siglo XX porque fue el único que supo en verdad dramatizar; él añade a la simulación la condición de drama, de dramaturgia: algo dramático entre dos fases, pasaje a la imagen y equivalencia absoluta de todas las imágenes. Como principio, formulaba: «Soy una máquina, no soy nada»; desde entonces, todo el mundo repite lo mismo, y con arrogancia. Él lo pensaba radicalmente: «No soy nada y funciono». «Soy operativo en todos los planos: artístico, comercial, publicitario…». «¡Soy la operatividad misma!».

Warhol afirmó el mundo en su evidencia total, las stars, el mundo posfigurativo (pues él no es ni figurativo ni no figurativo: es mítico). ¡Este mundo es genial y en él todos son geniales! Se trata de un acto que podríamos considerar repensado a partir de Duchamp y que hoy, con nuestras coordenadas y nuestra temporalidad, no hace obra de arte sino más bien acontecimiento antropológico. Y si me interesa es por esto: el objeto. Warhol es alguien que, con un cinismo y un agnosticismo totales, efectuó una manipulación, una transfusión de la imagen en lo real, del referente ausente en la «starización» de lo banal.

Para mí, Warhol es un fundador de la modernidad (cosa más bien paradójica, pues lo entendemos de hecho como una destrucción; pero contiene cierta exaltación, no se trata de algo suicida ni melancólico, porque finalmente él es así: cool, e incluso más que cool, completamente descarado; se trata de un esnobismo maquinal y a mí me gusta mucho esta provocación frente a toda la moral estética). Warhol nos liberó de la estética y del arte…

Warhol fue quien más lejos llegó en la aniquilación del sujeto del arte, del artista, en la desinvestidura del acto creador. Detrás de ese esnobismo maquinal, en realidad se trata de un potenciamiento del objeto, del signo, de la imagen, del simulacro, del valor, y hoy el mejor ejemplo se da en el mercado del arte. En este terreno estamos lejos de la alienación del precio, que es todavía una medida real de las cosas: estamos en el fetichismo del valor, que hace estallar la propia noción de mercado y que al mismo tiempo aniquila a la obra de arte como tal. Además, Andy Warhol no es ya de ninguna vanguardia ni de ninguna utopía. Si salda sus cuentas con la utopía es porque, contrariamente a los otros artistas que la conservan bien al abrigo, él se instaló, en un tiempo diferido, directamente en el corazón de la utopía, es decir, en el corazón de ninguna parte. Warhol se identificó con esta ninguna parte, él mismo es ese lugar nulo que constituye la definición de la utopía; y de ese modo cruza todo el espacio de la vanguardia para llegar al punto al que esta se había propuesto llegar, es decir, a ninguna parte. Pero, mientras que los otros se reservan el rodeo por el arte y la estética, Warhol quema etapas y concluye el ciclo de un plumazo.

Frangoise Gaillard: Usted habla del fenómeno Warhol, pero quedan las obras que hoy se miran como obras, que son colgadas en los museos

J. B.: ¡Hablemos de eso! Yo, como todo el mundo, había visto muchas reproducciones; fue en Venecia donde vi por primera vez tantas obras reunidas, y una exposición no es cualquier cosa… Cuando uno ve los Liz Taylor, los Mick Jagger o Las sillas, ¡tienen el mismo valor que una sala de Velázquez en el Prado! ¡Los retratos de Mao podrían salir bien airosos ante los cuadros de grandes maestros, pero sería, además, porque están pintados o serigrafiados sobre un fondo de indiferencia radical!

Amo esto con más razón por cuanto siempre hice aproximadamente lo mismo: lograr el vacío, alcanzar un nivel cero a partir del cual poder encontrar singularidad y estilo propios. ¡Y ser genial! Él lo hizo desde la perspectiva de que todo es genial, el arte, todo el mundo… ¡Es una frase maravillosa!

Para la gente del arte, para los que se definen partiendo de una base muy elitista, es, obviamente, inaceptable. Pero en la actualidad esa base es más falsa todavía, porque es indefendible. Hoy, la ley moral del arte ha desaparecido, queda una sola regla de juego, radicalmente democrática. Más que democrática: indiferencial. Warhol llegó hasta ahí pero sin haberlo teorizado, pues todo lo que cuenta es una maravilla de ingenuidad, de falsa ingenuidad. Además, nunca decía nada porque no había nada que sacar de él. Se lo violentó mucho con esa actitud.

F. G.: ¿Usted lo percibe como alguien que en un momento dado aportó una «expresión» —no usemos más el término «estética»— a una especie de realidad, de evidencia de la sociedad?

J. B.: Sí, una evidencia de la anulación.

F. G.: ¿Y al mismo tiempo una estetización del conjunto de los productos expresivos?

J. B.: Sí, Warhol lleva la estética hasta el final, hasta el lugar donde ya no tiene ninguna cualidad estética y se vuelve en sentido contrario. La exposición de Venecia tenía una coherencia fantástica. Se vieron escenas de violencia, accidentes de auto, por ejemplo, cuyas imágenes eran la última fotografía que se pueda hacer o encontrar. ¡No exagero, es exactamente así, literalmente, literalizado! Y además no hay chantaje: Warhol toma el mundo tal como es, el de las stars, el de la violencia, ese mundo sobre el cual los medios chismean de manera inmunda, ¡y eso es lo que nos mata! Warhol, en cambio, despoja completamente a ese mundo.

F. G.: ¿Le quita el pathos?

J. B.: Lo enfría en cierto modo, pero también lo convierte en un enigma. A través de sus obras otorga fuerza enigmática a una banalidad que parecemos —digo bien: ¡parecemos!— haber sacado a la luz por completo y denunciado moralmente. Pero podemos denunciarla sin fin, ella existe. ¡Es así!

F. G.: Simultáneamente con la obra de Warhol hubo otras, Rauschenberg, Lichstenstein…, que intentaron hacer un poco de todo por medio de objetos, del dibujo animado, pero en términos de residuos líricos. De algún modo para lograr una especie de reestetización de lo residual

J. B.: Eso es: ellos reestetizan. En Warhol no se trata del residuo, se trata de la sustancia, o al menos de la no-sustancia.

Es a la vez la afectación total, el esnobismo radical, y al mismo tiempo la no-afectación total, el candor absoluto respecto de la ignorancia del mundo. Y ese mundo, sin quererlo, sabe lo que es: ya no es el mundo natural, sustancial, ideológico. Sabe que es un mundo de imágenes que ya no lo son, de imágenes sin imaginario que él mismo trata sin imaginario. Si pudiéramos infiltrar ondas warholianas en nuestras neuronas, tal vez nos intoxicaríamos menos.

F. G.: Sus permanencias de los últimos años en Estados Unidos lo pusieron en cercanía de ciertas corrientes y artistas que apostaron —de manera confesa o no— a una filiación en Warhol; o de otros que a partir de él subieron la apuesta con la carta del kitsch: Koons, por ejemplo. Incluso usted mismo fue considerado el portavoz de cierta vanguardia que está surgiendo ahora en Europa.

J. B.: Están los que reivindican a Warhol y los que se distancian de él porque es demasiado peligroso, pretendiendo que en el arte de la simulación era un primitivo y que los «verdaderos simuladores» son ellos.

Esta marcación de distancia dio lugar a una exposición en el Whitney, de Nueva York, en la que se me involucró a mi pesar. En efecto, ciertos artistas esgrimían mi nombre por mis escritos y mis ideas sobre la simulación. De hecho, era una trampa curiosa, y en esa oportunidad yo mismo tuve que reconsiderar mis marcas, pues la simulación hizo furor efectivamente en el arte de los últimos años y yo ahora la sitúo como un fenómeno epigonal de acontecimientos que la precedieron, entre ellos Warhol, justamente.

Cómo defenderse de una verdad cuando cada vez me convenzo más de que los que están en el arte no tienen ni una chispita de idea, de razonamiento, sobre lo que está en juego ahora. Esos artistas son astutos y dicen ver las cosas en segundo grado, calificándose de más nulos todavía porque ellos serían los «verdaderos simuladores», y esto en una pura reapropiación, en un puro recopiado. ¿Cómo reaccionar ante esta puesta en abismo en la que ellos mismos utilizan los términos «banalidad, simulación, pérdida de referente», argumentos de un análisis crítico que hoy ya no tienen sentido?

En el encuentro del Whitney, esos artistas intentaron reclasificarme como un antepasado sin que hubiera habido verdadera discusión ni debate entre nosotros. Esto produjo, entre otras cosas, la escuela de los neo-geo, muy marginal y sumida en el malentendido más total. No hay nada que agregar a esa nulidad engendrada por unos autores, a veces muy inteligentes, incapaces de soportar su propia nulidad. Serví, a mi pesar, de coartada y de referencia, y ellos, tomando al pie de la letra lo que dije, pasaron ante la simulación y no la vieron.

F. G.: ¿Es decir…?

J. B.: Es la enfermedad de la estetización. En la simulación hay una apuesta, un desafío, que no están jugados de antemano. Cuando se dice que hay signos, simulación, la gente se limita a decir: «Si no existe lo real, sino solo simulacros, nosotros, que estamos dentro, elegimos el simulacro». No se puede saber si no hay una malversación total, y al mismo tiempo no se lo puede argumentar. Es negar lo esencial, puesto que la simulación, en sí misma, es aún un juego metafórico con muchas cosas, entre ellas el lenguaje, y ellos no lo tienen en cuenta en absoluto. En la simulación, en efecto, hay tal vez una especie de cortocircuito entre lo real y su imagen, entre una realidad y su representación. En el fondo, son los mismos elementos que en otro tiempo servían para constituir el principio de realidad; solo que aquí se chocan y anulan unos a otros, un poco como la materia y la antimateria. De esto resulta el universo de la simulación, que es fascinante, fantasmagórico, mientras que esos artistas reencontraron y expresaron su aspecto totalmente fastidioso y aburrido…

F. G.: Tal vez porque esos artistas pertenecen a una generación que ya no está en la fase en que se dramatizaba la simulación. ¡Ya no saben qué se jugaba con la oposición del signo a lo real!

J. B.: Demasiado tarde advertí que en Estados Unidos habían hecho el recorrido inverso. Ese análisis se hizo utópicamente; anula lo que tú dices y al mismo tiempo lo consagra.

Esos artistas nacieron en el simulacro, en el verdadero, pues la situación hace que allí el simulacro sea verdadero. Luego se vuelven hacia Europa para encontrar una vaga teorización; y esto produce cosas bastardas. La actitud de Jeff Koons es muy clara: puro rewriting, después de Warhol y con respecto a él. Pura remake posmoderna, no verdaderamente mala (¡tampoco lo es la Cicciolina como porno star!).

F. G.: ¿Quiere usted decir que en este caso ya no existe la dimensión imaginaria y onírica presente en los retratos de stars de Warhol? ¿Ya no hay apuesta de muerte y la cosa se vuelve completamente sansulpiciana?

J. B.: ¡Ni siquiera es ya un objeto de deseo! La Cicciolina es deseo embrutecido, deseo caracterial. ¡Propio para el museo Grévin! Las stars de Warhol, aun banalizadas por la serigrafía, expresaban intensamente algo de la muerte, del destino… Koons ni siquiera es regresión; ¡es blando, es lo blando! Lo ves y lo olvidas. Tal vez esté hecho para eso…

F. G.: ¿No tiene la impresión de que todas las grandes exposiciones internacionales, entre ellas Venecia recientemente, proceden de cierta anulación? Al lado de otras cosas, todo lo que es visiblemente nulo y mediocre tiene ahora derecho de ciudadanía en medio de una especie de indiferencia general… ¡Ya nadie se asombra al ver obras de las que, en efecto, no hay nada que decir, con las que no hay nada que hacer!

J. B.: Todo el mundo es cómplice; en el fondo, no digo que sea solo una fase ritual, ritualizada, ritualista. Es un modo de negación que forma parte de un discurso totalmente instalado respecto de la nulidad, una exaltación nauseosa que no cambia ni el ritual del mundo del arte, porque mediante una reflexión colectiva de masoquismo y autodefensa ha sabido integrar a esas personas que además no funcionan solamente por mecanismos financieros u oportunistas. Esto existe, pero nunca rigió la creación artística.

F. G.: ¿Los signos del ritual serían todavía más nulos por tratarse de un ritual cada vez más colectivo?

J. B.: Ir a una bienal se ha convertido en un ritual social, como ir al Grand Palais. Y se ha llegado al punto de que los signos del ritual son nulos, carecen de significación, de sustancia. En estas situaciones ya no puedo tener un juicio estético, sino una visión antropológica. Es como en lo político… ¡Además, aquí hay un paralelismo total de situación cuya lógica es inverosímil! Pero que se pierda la estética no quiere decir que todo esté perdido… Todas las culturas sobrevivieron a eso.

Tampoco hay que despreciar a esta generación que, actualmente, ritualiza en el vacío de modo más o menos dramático e intenta aguantar ante las nulidades a fuerza de pretensión… ¡Por otra parte, eso les permite ser menos insoportables que los intelectuales desdichados y melancólicos, porque todavía no han tomado conciencia de que lo perdieron todo y logran arreglarse consigo mismos mediante una especie de superstición! ¡Puedes pasar incluso ocho días con ellos y vivir de manera extravagante, siempre y cuando no te lo creas y la cosa no dure demasiado!