¿Hay todavía una ilusión estética? Y si no es así, ¿hay aún una vía hacia una ilusión «anestética», ilusión radical del secreto, de la seducción, de la magia? En los confines de la hipervisibilidad, de la virtualidad, ¿hay todavía espacio para una imagen? ¿Hay espacio para un enigma, para una potencia de ilusión, verdadera estrategia de las formas y las apariencias?
Contra toda la superstición moderna de una «liberación», preciso es decir que no se liberan las formas, que no se liberan las figuras. Por el contrario, se las encadena: la única manera de liberarlas es encadenarlas, es decir, encontrar su encadenamiento, el hilo que las engendra y las enlaza, que las encadena una a otra dulcemente. Por otra parte, ellas mismas se encadenan y se engendran, y todo el arte es entrar en la intimidad de este proceso. «Más te vale haber reducido a la esclavitud mediante la dulzura a un solo hombre libre, que haber liberado a mil esclavos». (Ornar Khayyam).
Objetos cuyo secreto no es el de su expresión, el de su forma representativa, sino, por el contrario, el de su condensación y luego su dispersión en el ciclo de las metamorfosis. En realidad, hay dos maneras de escapar a la trampa de la representación: por su deconstrucción interminable, donde la pintura no cesa de mirarse morir en los pedazos del espejo, sin perjuicio de recomponer algo después con los restos, siempre en contradependencia de la significación perdida, siempre carentes de un reflejo o de una historia; o bien saliendo sencillamente de la representación, olvidando todo afán de lectura, de interpretación, de desciframiento, olvidando la violencia crítica del sentido y del contrasentido para alcanzar la matriz de aparición de las cosas, aquella en la cual estas declinan simplemente su presencia, pero en formas múltiples, desmultiplicadas según el espectro de las metamorfosis.
Entrar en el espectro de dispersión del objeto, en la matriz de distribución de las formas: tal es la forma misma de la ilusión, de la nueva puesta en juego (illudere). Superar una idea es negarla. Superar una forma es pasar de una forma a otra. Lo primero define la posición intelectual crítica, que es a menudo la posición de la pintura moderna enfrentada con el mundo. Lo segundo describe el principio mismo de la ilusión: el de que no hay para la forma más destino que la forma. En este sentido, necesitamos ilusionistas que sepan que el arte y la pintura son ilusión; que sepan, pues, tan lejos de la crítica intelectual del mundo como de la estética propiamente dicha (la cual supone una discriminación reflexiva de lo bello y lo feo), que todo el arte es primero un trompe-l’ceil, un engaña-ojo, un engaña-vida, como toda teoría es un engaña-sentido; que toda la pintura, lejos de ser una versión expresiva —y, por consiguiente, pretendidamente verídica— del mundo, consiste en erigir señuelos en los que la realidad supuesta del mundo sea lo bastante ingenua como para dejarse atrapar. Tampoco la teoría consiste en tener ideas (y, por lo tanto, en flirtear con la verdad), sino en erigir señuelos, trampas en las que el sentido sea lo bastante ingenuo como para dejarse atrapar. Recobrar, a través de la ilusión, una forma de seducción fundamental.
Exigencia delicada de no sucumbir al encanto nostálgico de la pintura y de mantenerse en esa línea sutil, tributaria menos de la estética que del señuelo, heredera de una tradición ritual que jamás se mezcló de veras con la de la pintura: el trompe-l’ceil. Dimensión que, más allá de la ilusión estética, se reconecta con una forma mucho más fundamental de ilusión a la que llamaré «antropológica», para designar esa función genérica que es la del mundo y su aparición y por la que el mundo se nos presenta mucho antes de haber adquirido un sentido, mucho antes de ser interpretado o representado, mucho antes de volverse real, lo cual devino tardíamente y sin duda de manera efímera. No la ilusión negativa y supersticiosa de otro mundo, sino la ilusión positiva de este mundo de aquí abajo, de la escena operática del mundo, de la operación simbólica del mundo, de la ilusión vital de las apariencias a que alude Nietzsche: la ilusión como escena primitiva, muy anterior, mucho más fundamental que la escena estética.
El ámbito de los artefactos deja muy atrás al del arte. El reino del arte y de la estética es el de una gestión convencional de la ilusión, convención que neutraliza los efectos delirantes de la ilusión como fenómeno extremo. La estética constituye una suerte de sublimación, de dominio de la ilusión radical del mundo a través de la forma, pues de lo contrario ella nos aniquilaría. Otras culturas han aceptado la cruel evidencia de esta ilusión original del mundo organizándola con arreglo a un equilibrio artificial. Nosotros, las culturas modernas, ya no creemos en esa ilusión del mundo, sino en su realidad (que es, por cierto, la última de las ilusiones), y hemos elegido mitigar los estragos de la ilusión mediante esa forma culta y dócil del simulacro que es la forma estética.
La ilusión no tiene historia. La forma estética sí. Pero por tener una historia tiene además solo un tiempo, y es ahora, sin duda, cuando asistimos al desvanecimiento de la forma condicional, de la forma estética del simulacro: ello, en provecho del simulacro incondicional, es decir, en cierto modo, de una escena primitiva de la ilusión por la que retrocederíamos a los rituales y fantasmagorías inhumanos de culturas anteriores a la nuestra.