Ella ha dejado de ser una función del sujeto, un espejo crítico en el que se refleja la incertidumbre, la sinrazón del mundo; es el espejo del mundo mismo, del mundo objetal y artificial que nos rodea y en el que se reflejan la ausencia y la transparencia del sujeto. A la función crítica del sujeto le sucedió la función irónica del objeto, ironía objetiva y ya no subjetiva. Desde el momento en que son productos fabricados, artefactos, signos, mercancías, las cosas ejercen, por su propia existencia, una función artificial e irónica. Ya no se necesita proyectar la ironía sobre el mundo real, ya no se necesita ningún espejo exterior que tienda al mundo la imagen de su doble: nuestro propio universo se ha tragado a su doble, y por consiguiente se ha vuelto espectral, transparente, ha perdido su sombra, y la ironía de este doble incorporado estalla a cada instante, en cada fragmento de nuestros signos, de nuestros objetos, de nuestras imágenes, de nuestros modelos. Ni siquiera se necesita, como lo hicieron los surrealistas, exagerar la funcionalidad, confrontar los objetos con lo absurdo de su función en una irrealidad poética: las cosas se encargan ellas solas de explicarse irónicamente y se descartan de su sentido sin esfuerzo; ya no se necesita acentuar su artificio o su sinsentido: todo esto forma parte de su representación, de su encadenamiento visible, demasiado visible, de su superfluidad, que crea por sí misma un efecto de parodia. Después de la física y la metafísica, estamos en una patafísica de los objetos y la mercancía, en una patafísica de los signos y lo operacional. Privadas de su secreto y de su ilusión, todas las cosas están condenadas a la existencia, a la apariencia visible; están condenadas a la publicidad, al hacer-creer, al hacer-ver, al hacer-valer. Nuestro mundo moderno es publicitario por esencia. Tal como es, se diría que fue inventado nada más que para publicitario en otro mundo. No se piense que la publicidad vino después de la mercancía: hay en el corazón de esta (y, por extensión, en el de nuestro íntegro universo de signos) un genio maligno publicitario, un trickster que ha integrado la bufonería de la mercancía y de su puesta en escena. Un libretista genial (tal vez el capital mismo) arrastró al mundo hacia una fantasmagoría de la que todos somos víctimas fascinadas.
Hoy, todas las cosas quieren manifestarse. Los objetos técnicos, industriales, mediáticos, los artefactos de toda clase, quieren significar, ser vistos, ser leídos, ser grabados, ser fotografiados.
Creemos fotografiar tal o cual cosa por placer y en realidad es ella la que quiere ser fotografiada; somos nada más que la figura de su puesta en escena, secretamente movidos por la perversión autopublicitaria de todo este mundo circundante. Aquí está la ironía patafísica de la situación. En efecto: toda metafísica es barrida por ese vuelco de situación en que el sujeto deja de ser origen del proceso para convertirse en agente u operador de la ironía objetiva del mundo. Ya no es el sujeto el que se representa el mundo (I will be your mirror!): es el objeto el que refracta al sujeto y, sutilmente, por medio de todas nuestras tecnologías, le impone su presencia y su forma aleatoria.
Por lo tanto, ya no es el sujeto el amo del juego; la relación parece haber dado un vuelco. La potencia del objeto se abre camino a través de todo el juego de simulación y simulacros, a través del artificio mismo que le hemos impuesto. Hay aquí una especie de revancha irónica: el objeto deviene un atractor extraño. Y aquí se encuentra el límite de la aventura estética, del dominio estético del mundo por el sujeto (aunque es también el fin de la aventura de la representación), pues el objeto como atractor extraño ya no es un objeto estético.
Despojado por la técnica de todo secreto, de toda ilusión; despojado de su origen por haberse generado en modelos; despojado de toda connotación de sentido y valor, exorbitado, es decir, soltado de la órbita del sujeto al mismo tiempo que del preciso modo de visión que forma parte de la definición estética del mundo, deviene entonces, de alguna manera, un objeto puro y recupera algo de la fuerza y la inmediatez de las formas anteriores o posteriores a la estetización general de nuestra cultura. Todos esos artefactos, todos esos objetos e imágenes artificiales, ejercen sobre nosotros una suerte de irradiación artificial, de fascinación; los simulacros dejan de ser simulacros y pasan a tener una evidencia material; pasan a ser fetiches quizás, a la vez completamente despersonalizados, desimbolizados y, sin embargo, de intensidad máxima, investidos directamente como médium, del mismo modo en que lo es el objeto fetiche, sin mediación estética. Es aquí donde nuestros objetos más superficiales y estereotipados recuperan tal vez un poder exorcizante similar al de las máscaras sacrificiales. Exactamente como estas, que absorben la identidad de los actores, danzarines y espectadores, y cuya función es provocar con ello una suerte de vértigo taumatúrgico (¿traumatúrgico?), así creo que todos esos artefactos modernos, de lo publicitario a lo electrónico, de lo mediático a lo virtual —objetos, imágenes, modelos, redes—, cumplen una función de absorción y vértigo del interlocutor (nosotros, los sujetos, los actuantes supuestos), mucho más que de comunicación o información; y, al mismo tiempo, de eyección y rechazo, exactamente como en las formas exorcísticas y paroxísticas anteriores. We shall be your favorite disappearing act!
Mucho más allá de la forma estética, estos objetos adoptan las formas de juego aleatorio y de vértigo a que aludía Caillois y que se oponían a los juegos de representación, miméticos y estéticos. Ilustran así nuestro tipo de sociedad, que es una sociedad de paroxismo y exorcismo, es decir, una sociedad en la que hemos absorbido hasta el vértigo nuestra propia realidad, nuestra propia identidad, y procuramos rechazarla con la misma fuerza, una sociedad donde la realidad entera ha absorbido hasta el vértigo a su propio doble y quiere expulsarlo cualesquiera que sean sus formas.
Esos objetos triviales, esos objetos técnicos, esos objetos virtuales, serían, pues, los nuevos atractores extraños, los nuevos objetos más allá de lo estético, transestéticos, objetos-fetiche carentes de significación, de ilusión, sin aura, sin valor, y que serían el espejo de nuestra desilusión radical del mundo. Objetos irónicamente puros, tal como son las imágenes de Warhol.