Imágenes en las que no hay nada que ver

Todo el dilema es este: o bien la simulación es irreversible y no hay nada más allá de ella, no se trata ni siquiera de un acontecimiento, sino de nuestra banalidad absoluta, de una obscenidad cotidiana, con lo cual estamos en el nihilismo definitivo y nos preparamos para la repetición insensata de todas las formas de nuestra cultura, a la espera de algún otro acontecimiento imprevisible —¿pero de dónde podría venir?—; o bien existe, de todos modos, un arte de la simulación, una cualidad irónica que resucita una y otra vez las apariencias del mundo para destruirlas. De lo contrario, el arte no haría otra cosa, como suele suceder hoy, que encarnizarse sobre su propio cadáver. No hay que sumar lo mismo a lo mismo, y así sucesivamente, en abismo: esto es la simulación pobre. Hay que arrancar lo mismo de lo mismo. Es preciso que cada imagen le quite algo a la realidad del mundo; es preciso que en cada imagen algo desaparezca, pero no se debe ceder a la tentación del aniquilamiento, de la entropía definitiva; es preciso que la desaparición continúe viva: este es el secreto del arte y de la seducción. Hay en el arte —y esto, sin duda, tanto en el contemporáneo como en el clásico— una doble postulación y, por lo tanto, una doble estrategia. Una pulsión de aniquilamiento, borrar todas las huellas del mundo y de la realidad, y una resistencia contra esta pulsión. Según palabras de Michaux, el artista es «aquel que resiste con todas sus fuerzas a la pulsión fundamental de no dejar huellas».

El arte se ha vuelto iconoclasta. La iconoclastia moderna ya no consiste en romper las imágenes, sino en fabricarlas —profusión de imágenes en las que no hay nada que ver—.

Son literalmente imágenes que no dejan huellas. Carecen, hablando con propiedad, de consecuencias estéticas. Pero, detrás de cada una de ellas, algo ha desaparecido. Tal es su secreto, si es que tienen alguno, y tal es el secreto de la simulación. En el horizonte de la simulación no solamente ha desaparecido el mundo real, sino que la cuestión misma de su existencia ya no tiene sentido.

Si lo pensamos, este era el problema de la iconoclastia en Bizancio. Los iconólatras eran personas sutiles que pretendían representar a Dios para su mayor gloria, pero que, en realidad, al simular a Dios en las imágenes, disimulaban el problema de su existencia. Cada imagen era un pretexto para no plantearse el problema de la existencia de Dios. Dios había desaparecido, en verdad, detrás de cada imagen. No estaba muerto, sino que había desaparecido; es decir que el problema ni siquiera se planteaba. El problema de la existencia o de la inexistencia de Dios se resolvía por medio de la simulación.

Empero, cabe pensar que desaparecer, y justamente detrás de las imágenes, es la estrategia misma de Dios. Dios se sirve de las imágenes para desaparecer, obedeciendo él mismo a la pulsión de no dejar huellas. Así se realiza la profecía: vivimos en un mundo de simulación, en un mundo donde la más alta función del signo es hacer desaparecer la realidad y, al mismo tiempo, enmascarar esta desaparición. El arte no hace otra cosa. Hoy, los medios masivos no hacen otra cosa. Por eso están condenados al mismo destino.

Algo se esconde detrás de la orgía de las imágenes. El mundo que se sustrae tras la profusión de imágenes es, tal vez, otra forma de ilusión, una forma irónica (cf. la parábola de Canetti sobre los animales: tenemos la impresión de que detrás de cada uno de ellos se esconde algún humano que se mofa de nosotros).

La ilusión que procedía de la capacidad de arrancarse de lo real mediante la invención de formas —capacidad de oponerle otra escena, de pasar al otro lado del espejo—, la que inventaba otro juego y otra regla del juego, es ahora imposible porque las imágenes han pasado a las cosas. Ya no son el espejo de la realidad: han ocupado el corazón de la realidad transformándola en una hiperrealidad en la cual, de pantalla en pantalla, ya no hay para la imagen más destino que la imagen. La imagen ya no puede imaginar lo real, puesto que ella es lo real; ya no puede trascenderlo, transfigurarlo ni soñarlo, puesto que ella es su realidad virtual. En la realidad virtual, es como si las cosas se hubieran tragado su espejo.

Al haberse tragado su espejo, se han vuelto transparentes a sí mismas, ya no tienen secretos, ya no pueden ilusionar (porque la ilusión está ligada al secreto, al hecho de que las cosas están ausentes de sí mismas, se retiran de sí mismas en sus apariencias): aquí no hay más que transparencia, y las cosas, enteramente presentes para sí en su visibilidad, en su virtualidad, en su transcripción despiadada (en términos numéricos para las más recientes tecnologías), solo se inscriben en una pantalla, en los miles de millones de pantallas en cuyo horizonte lo real, pero también la imagen estrictamente hablando, han desaparecido.

Todas las utopías de los siglos XIX y XX, al realizarse, expulsaron a la realidad de la realidad y nos dejaron en una hiperrealidad vaciada de sentido, puesto que toda perspectiva final quedó como absorbida, digerida, y no dejó otro residuo que una superficie carente de profundidad. Tal vez la tecnología sea la única fuerza que vuelve a enlazar aún fragmentos dispersos de lo real, pero ¿qué ha sido de la constelación del sentido? ¿Qué ha sido de la constelación del secreto?

Fin de la representación, entonces; fin de la estética, fin de la imagen misma en la virtualidad superficial de las pantallas. Pero —y hay aquí un efecto perverso y paradójico, tal vez positivo— todo indica que, al mismo tiempo que la ilusión y la utopía han sido expulsadas de lo real por la fuerza de todas nuestras tecnologías, la ironía, en cambio, por la virtud de estas mismas tecnologías, ha pasado a las cosas. Habría así una contrapartida para la pérdida de la ilusión del mundo: la aparición de la ironía objetiva de este mundo. La ironía como forma universal y espiritual de la desilusión del mundo. Espiritual, en el sentido del espíritu agudo surgiendo del corazón de la banalidad técnica de nuestros objetos e imágenes. Los japoneses presienten una deidad en cada objeto industrial. Entre nosotros, esa presencia divina se ha reducido a un pequeño fulgor irónico, pero aun así es todavía una forma espiritual.