Nota Del Autor

Se hizo de todo para meterse en apuros

La legión de César estaba compuesta por un número de hombres que oscilaba entre los tres mil y los seis mil, enrolados por el servicio militar obligatorio, o voluntarios. Estaba dividida en diez o doce cohortes, comandadas cada una por un tribuno militar. Cada cohorte estaba dividida en seis centurias, cada una de ellas formada por ochenta hombres bajo el mando de un centurión. Probablemente en aquel período una legión era una unidad estratégica independiente con un nombre propio o número, después de que las cohortes que las componían hubieran completado el recorrido de adiestramiento y sostenido un enfrentamiento con el enemigo. En efecto, César en los Commentarii no menciona nunca el nombre de la legión protagonista de los últimos actos de este libro, que por comodidad narrativa yo he llamado Decimocuarta.

En cualquier caso, estas quince cohortes de la fortaleza de Atuatuca, que según cuanto está escrito en De Bello Gallico debió de estar situada en la zona de Tongres, al noreste de la actual Lieja, fueron completamente aniquiladas junto con un número indeterminado de auxiliares y jinetes hispanos, además de sirvientes y civiles encargados de diversas tareas. Un balance terrible, en cuanto se estima que en el valle de la emboscada, que podría ser el del río Geer, afluente de la izquierda del Mosa, encontraron la muerte, entre romanos y aliados, de ocho a doce mil hombres en el curso de una jornada. No conocemos las pérdidas sufridas por los eburones, pero sabemos que después de la sorpresa inicial los legionarios resistieron hasta el atardecer, cuando un reducido grupo de supervivientes consiguió regresar al campamento. Entre estos estaba justamente aquel Lucio Petrosidio que, acosado por una multitud de enemigos, lanzó el águila más allá de la empalizada de la fortificación antes de caer combatiendo delante de la empalizada. Durante la noche, perdida toda esperanza de salvación, los legionarios restantes eligieron increíblemente el suicidio sin intentar la fuga. Solo un puñado de supervivientes consiguió alcanzar, después de varios días de marcha a través de la floresta, el campamento de Labieno.

El desastre de Tongres encendió una mecha que se propagó velozmente por toda la Galia y solo la rapidez de Quinto Cicerón, primero, que elevó ciento veinte torres en una sola noche en defensa de su fortaleza, y de César mismo, después, que le llevó ayuda con la velocidad del rayo, conjuraron la que habría podido revelarse como una irreparable catástrofe, ideada para repercutir en cascada sobre todo el ejército romano en la Galia.

Los caídos en Atuatuca fueron vengados brutalmente y todo el pueblo de los eburones fue exterminado. Ambiórix huyó y desapareció en la noche de los tiempos hasta 1830, año en que Bélgica se hizo independiente y dedicó una estatua a su héroe nacional que hoy descuella en la plaza de Tongeren, la más antigua ciudad belga, cuyos orígenes se mencionan en De Bello Gallico con el nombre de Atuatuca Tungorum.

La estrategia de César, modificada desde aquel momento, le permitió vencer en el resto de la campaña contra las desunidas tribus gálicas, incluso cuando hicieron un frente común en Alesia bajo la guía de Vercingetórix.

César cuenta los acontecimientos que llevaron a esta derrota comentándolos con un: «… se hizo de todo para meterse en apuros», olvidando el hecho de que precisamente él había decidido dividir su ejército en ocho fortalezas, dispersándolas por un territorio demasiado extenso. Un área casi tan grande como un tercio de toda la Galia. Al escribir De Bello Gallico, César culpará a Sabino del desastre y, entre líneas, acusará a Cota de no haberse opuesto a esa decisión. Es un hecho que su resolución de mandar una legión de reclutas a la fortaleza más alejada del grueso del ejército, que era al mismo tiempo la más cercana al Rin, línea de frontera con la peligrosísima Alemania, sigue siendo absurda.

Nunca sabremos por qué puso a la cabeza de esta comprometida fortaleza a dos comandantes de igual grado, que en el momento de la acción se revelaron más propensos al conflicto que a la recíproca colaboración, llegando incluso a disputar abiertamente delante de la tropa.

A nosotros esto no nos interesa; al fin y al cabo sabemos perfectamente que De Bello Gallico es un documento político, y la política, como la propaganda, desde siempre ha alterado la verdad sobre los acontecimientos de cada época. A nosotros nos quedan los caídos de Atuatuca que pagaron sobre el campo esa decisión. Quedan los soldados que la Historia no recordará, los muchachos de aquella nueva legión recién enrolada más allá del río Po, que desde las más oscuras líneas de la obra de César nos llaman desde el pasado con su extremo sacrificio. No para preguntarnos la verdad, sino para indicarnos el camino del honor.