Valerio
En el idioma celta de los trinovantes, el nombre de aquella ciudad flanqueada por un foso y por una rudimentaria pero robusta empalizada de troncos significaba «El fuerte del dios de la guerra Camulos», un emplazamiento que surgía lejos del nebuloso mar que desde la noche de los tiempos protegía a Britania de las gentes del continente. Tierras sin sol y sin tiempo, y no había nada más cierto, porque aquel día del año setecientos dieciocho de la fundación de Roma diluviaba sin pausa. Una lluvia batiente acompañada por ráfagas de viento que sacudían las largas capas del grupo de jinetes, a pesar de que se habían hecho pesadas por el agua. La carga les impedía empujar rápidamente las cabalgaduras, así que avanzaban erguidos y firmes en la silla, sin otra protección que sus largas cabelleras. A la cabeza del grupo, aquella oscura mañana de primavera, había un caballo pardo que chapoteaba con los cascos sobre la senda, convertida en una torrentera. Un joven de veinte años, con la fuerza de un león y el aspecto de un jefe, sujetaba las riendas. Aún no lo sabía, pero un día sucedería a su tío Mandubracio y llevaría la capital del reino precisamente a Camuloduno, su ciudad. Pero aquellos tiempos quedaban aún lejanos y la mente del orgulloso Adedomaro estaba centrada en el hombre recostado en la camilla, que habían atado entre dos caballos. Su determinación férrea y su olfato lo habían conducido hasta él para arrancarlo de los brazos de la muerte. Nunca lo había visto antes, pero lo conocía muy bien gracias a los relatos de su madre, y se sintió ufano y también emocionado por haber sido el primero en auxiliarlo. La imagen del guerrero omnipotente, grande y fuerte que lo había acompañado toda la infancia había quedado ofuscada por el hallazgo de aquel viejo maltrecho, de larga barba.
Sin embargo, eso carecía de importancia. Aquel antiguo soldado romano, el primero que veía en su vida, le había regalado la existencia y había restituido la libertad a su madre. Adedomaro sabía que ese hombre había tenido que repudiar a su gente; para devolver a su madre a Camuloduno había emprendido un viaje solo, desafiando al mundo entero. Aunque no era como siempre lo había imaginado, nada podía destruir el gran mito de toda su joven existencia. La vista de su ciudad, bajo la lluvia atronadora, lo impulsó a aumentar la marcha: no veía la hora de confiar a su madre el cuidado de aquel hombre.
Fue Guth, el tercer hijo de Gwynith, quien entró empapado en casa y anunció a su madre que habían encontrado al romano. Breno y la mujer salieron corriendo y alcanzaron la cabaña de al lado, donde Adedomaro había recostado junto al fuego el cuerpo exánime del hombre, que desde hacía tres días y tres noches luchaba contra el hambre, los predadores nocturnos y la intemperie. Breno corrió de inmediato a su lado y ayudó a Adedomaro a despojarlo de las ropas enfangadas, mientras Cunobelin, el segundo hijo, llegaba con dos pesadas mantas de lana. El mercader le cogió la cabeza entre las manos y apoyó la frente contra la de su amigo romano, agradeciéndole en voz baja que lo hubiera conseguido. El hombre abrió los ojos brillantes y parpadeó varias veces, esbozando una sonrisa extraviada antes de perder nuevamente el conocimiento. Gwynith entró por la puerta con algunos paños secos y finalmente corrió a su lado, trastornada por la emoción. Se detuvo a un paso de él, sin poder hacer o decir nada. Los paños se le cayeron sin querer y Adedomaro los recogió. Ella escondió el rostro entre las manos y estalló a reír convulsamente, bajo la mirada de sus hijos, incómodos y al mismo tiempo conmovidos. Adedomaro acarició el rostro tumefacto, apartando el cabello gris de los ojos. Gwynith dio un paso, se arrodilló y cogió el rostro del hombre entre las manos. Luego le besó la frente sin dejar de derramar cálidas lágrimas. Siguió acariciándolo, mirándolo, secándole con un paño el cabello mojado. El hijo mayor le sonrió.
—Lo ha conseguido, ¿ves? ¡Ha vuelto!
Gwynith tragó saliva sacudiendo la cabeza y luego miró a Breno, secándose las lágrimas.
—Este hombre no es Valerio —dijo entre sollozos.
El véneto se quedó inmóvil, mirándola con la boca entreabierta. Adedomaro se puso tenso bajo las miradas asombradas de Guth y de Cunobelin.
—Es Máximo.
Breno balbuceó con un hilo de voz:
—¿Máximo?
La mujer asintió, con la mirada perdida en aquel rostro.
—Máximo Voreno. El único de ellos que no fue castigado. El único que quedó de la Décima Legión.
La lluvia continuó cayendo en los dos días sucesivos y cesó solo en la mañana del tercero, dejando vislumbrar entre las nubes una pálida alba, al final de una noche de delirios y de convulsiones en la que todos habían velado en su cabecera.
Los tres hijos varones de Gwynith y la adolescente Edana habían relevado a su madre, agotada. Breno no se había movido de aquella estancia y había desempolvado las plegarias nunca dichas en toda una vida. Mandubracio había hecho llamar a los druidas, sanadores custodios de los secretos de la medicina, que habían hecho beber al romano misteriosas infusiones de hierbas. Todos se preguntaban qué hacía allí, y todos esperaban que quien respondiera fuese Gwynith, que cada vez se sentía más confusa.
Cuando abrió los ojos, Máximo pidió vino y Breno lo abrazó, aullando de alegría mientras le daba la bienvenida al reino de los vivos. El romano se dejó maltratar amablemente por su amigo y luego identificó el rostro de en medio de los muchos otros que estaban a su alrededor. Ella se acercó y lo estrechó con fuerza.
—Lo siento —le susurró el hombre al oído—, sé que no me esperabas a mí.
La mujer esbozó una sonrisa con los labios apretados, luego sujetándolo por los hombros se alejó para mirarle la cara. Había aprendido aquel gesto de Lucio y, con el tiempo, se había convertido en parte de su modo de hacer. El hombre le sonrió a su vez, con los ojos brillantes:
—¿Cuántos años hace que no veía tus ojos?
La sonrisa de Gwynith se amplió, luego se secó las lágrimas y le presentó una a una a todas las personas de la estancia. Mandubracio lo abrazó, conmovido, y ordenó comida e hidromiel. Por desgracia, en aquellas tierras no tenían vino. Máximo observó largamente a Adedomaro y le estrechó la mano en silencio, sin apartar la mirada de aquellos rasgos que revelaban las facciones de su padre. Estaba exhausto, le dolía la pierna, el hombro le ardía y la nariz rota le causaba continuas punzadas que le hacían lagrimear los ojos hinchados. Pero las miradas que le rodeaban le hicieron entender que todos estaban esperando que hablara. Ayudado por Breno, se acomodó lo mejor que pudo y se dirigió a ella. Su largo viaje era por ella.
—El mundo ha sido sacudido, Gwynith, y ha temblado, pero el mar que rodea esta isla ha mantenido alejados los cataclismos que han asolado al continente. Los acontecimientos han rozado estas tierras sin tocarlas, permitiendo así que el tiempo continuara su ciclo natural. Yo, en cambio, en medio de la tormenta, he tenido que seguir y afrontar la furia de los grandes de la tierra. La última vez que te vi había vuelto de la segunda expedición a Britania y cuando nuestros caminos se separaron de nuevo, fui mandado con la Décima a pasar el invierno en las tierras de los belgas, bajo el mando del legado Cayo Trebonio. Una noche de noviembre nos despertó el toque de las trompetas. Debíamos dejar el campamento de inmediato y alcanzar a marchas forzadas a las otras legiones, para ayudar a una fortaleza bajo asedio. La fortaleza era la de Quinto Cicerón; los sitiadores eran los eburones, aduatuces y nervios. Aún no sabíamos nada de lo ocurrido, porque Ambiórix, después de haber aniquilado nuestra fortaleza, se había movido rápido, sin hacer etapas, y se había adentrado en las tierras de aquellos pueblos, llevándoles la noticia de la victoria sobre Cota y Sabino. En poquísimos días había conseguido reunir una fuerte coalición para asaltar una segunda fortaleza con la misma estratagema. Pero Quinto Cicerón no cayó en la trampa y, en vez de abandonar su fuerte, elevó en una sola noche ciento veinte torres y resistió a un largo asedio. Conseguimos alcanzarlos. César mandó construir un pequeño campamento en una posición ventajosa y nos hizo entrar, apiñados como un rebaño de ovejas. Ambiórix, creyendo que tenía delante solo a la vanguardia de los refuerzos, dejó correr el asedio y nos atacó, a pesar de que estábamos en la cima de una colina muy alta. Cuando estuvieron a poca distancia, agotados por la carrera en ascensión, salimos al descubierto y los masacramos. La coalición se disolvió como un puñado de arena en el viento y los supervivientes huyeron. La legión de Quinto Cicerón estaba salvada, pero por los prisioneros eburones nos enteramos de vuestro destino.
»Estuve entre los primeros en cruzar el umbral del fuerte, después de haber atravesado el valle sembrado de restos de cuerpos decapitados, con los que los enemigos, los lobos y, por fin, el tiempo habían hecho estragos. Encontramos en el centro del campamento una treintena de cuerpos perfectamente alineados en cuadrado, que a diferencia de los demás no habían sido despojados, robados o atormentados por otros hombres. Solo los predadores nocturnos se habían ensañado con ellos. En el centro del cuadrado, la coraza de Emilio descollaba entre las mallas de hierro de los demás. Lo reconocí al instante y quise enterrarlo personalmente. Desconcertados, debajo de su cuerpo hallamos el águila de la legión. Comprendimos que aquellos muchachos se habían suicidado para proteger el símbolo de la Decimocuarta.
»Julio César intercedió en calidad de pontífice máximo directamente con Júpiter y Plutón, a los cuales ofreció ritos sacrificiales para poder pagar con una única suma el paso del Estigio para toda la legión.
—¿Lucio? —preguntó Gwynith con voz estrangulada por la emoción.
Máximo dudó algunos instantes con la mirada perdida.
—Lo encontramos en el foso —dijo en voz baja—, cerca de un eburón con la garganta cortada. Estaban el uno junto al otro, evidentemente nadie reparó en ellos, o por la prisa fueron dejados allí. Solo más tarde supimos, por algunos legionarios que habían conseguido llegar a la fortaleza de Labieno escapando a la masacre, que antes de caer había lanzado el águila al interior del campamento.
La mujer inclinó la cabeza. Primero se contuvo, luego las lágrimas comenzaron a correr de nuevo, copiosas, mientras todos los demás permanecían inmóviles, en respetuoso silencio y sin mirarla.
Durante todos aquellos años se había preguntado qué le había sucedido a Lucio fuera de la empalizada, angustiada ante el pensamiento de que lo hubieran apresado vivo, que hubiera padecido un posterior suplicio antes de morir o que hubiera sido ultrajado después de la muerte. El dolor de no saber había sido menos agudo que el de la pérdida, pero le había quedado dentro durante toda una vida, destrozándole el corazón con pequeñas mordeduras. Y ahora que el tiempo había curado aquel sufrimiento y finalmente sabía qué había sucedido, se encontró buscando desesperadamente en el recuerdo aquella sombra en el foso, sin conseguir enfocarla.
El cuerpo que la había salvado del palo puntiagudo era el de Lucio. Sus lágrimas en aquel momento, después de tantos años, eran de sufrimiento, pero también de liberación. El tormento había terminado. Su hombre no había sido apresado, torturado o decapitado. Había muerto como un soldado, como quería morir, tal como había muerto su padre y los compañeros que lo rodeaban.
Por fin, Gwynith lo sabía. La última tesela del mosaico de su vida con Lucio ocupaba su sitio. Imaginó que revivía aquel terrible momento más allá de la empalizada…
Lucio ve que su amigo de siempre cruza la puerta del fuerte con ella. Gwynith se encuentra a salvo, pero él está rodeado, no puede alcanzarlos, así que lanza el símbolo de la legión más allá de la empalizada y finalmente se detiene. Es consciente de que ha conseguido salvarlo todo, se siente en paz con su conciencia. Un golpe, dos, quizá tres y cae en el foso; ha terminado de correr, de sufrir, de ver morir a otros. Un último pensamiento para su mujer y su hijo, que están más allá de la empalizada, con Valerio, y él sabe, está seguro de que su amigo conseguirá llevarlos lejos, ponerlos a salvo. Se le perdona el suplicio de ver a Emilio como lo ha visto Valerio, se le perdona la elección del suicidio para conservar el honor del águila que él ha salvado…
Gwynith levantó la mirada y con los ojos enrojecidos asintió, secándose las mejillas. Máximo prosiguió el relato.
—El verano siguiente, mientras los campesinos se disponían para la cosecha y la recolección de las mieses, cuatro mil jinetes irrumpieron en las tierras de los eburones, matando a todo el que encontraron a su paso. A punto estuvieron de capturar a Ambiórix, escondido en una casa en medio de los bosques. La orden de César había sido clara: debíamos «extirpar de la faz de la Tierra a aquella raza de depravados» y la caballería fue solo el primer golpe de mazo, una advertencia de lo que estaba a punto de suceder, porque una semana después el terreno comenzó a retumbar bajo nuestro paso cadencioso. Siete legiones se dirigieron a la fortaleza de Atuatuca, tumba de la Decimocuarta, y a ellos se añadieron otras tres legiones recién enroladas en Italia. Diez legiones, sesenta mil hombres, un territorio que devastar, un pueblo que exterminar, un jefe que encontrar. Los eburones no pudieron organizar ningún tipo de resistencia; trataron de apañárselas cada uno por su cuenta, huyendo a los pantanos interiores y llegando al oceanus para refugiarse en las zonas que permanecían aisladas durante las mareas. Pero la mayor parte intentó la fuga en el bosque de las Ardenas, acosados por legionarios con perros.
»No fue fácil, no nos batíamos contra un ejército, perseguíamos a unos fugitivos entre los bosques, y cada vez que un pelotón de los nuestros se apartaba del grueso de la columna, caía en una emboscada. El deseo personal de venganza provocaba más víctimas en los nuestros que daños a los enemigos. Entonces César, reventando de rabia, mandó mensajeros a las poblaciones limítrofes exhortándolas a participar en la masacre, a cambio de botines y territorios. Les dijo que tenía la intención de borrar el nombre mismo de un pueblo culpable de tan grande delito. Menapios, nervios, aduatuces, segnos y condrusos se lanzaron, por tanto, como hienas sobre aquellas florestas a la caza de los eburones mientras nosotros devastábamos el resto del país.
»Cada vez que nos parecía haberlo encontrado se nos escapaba, cambiando de escondite por la noche, sin otra escolta que cuatro jinetes de confianza. El reino de Ambiórix fue reducido a un cúmulo de tierras estériles y extensiones arrasadas por el fuego. Parecía desaparecido, pero de seguro estaría meditando largamente sobre el ataque a la fortaleza de la Decimocuarta. Después de haber borrado el nombre de los eburones de los mapas, las diez legiones retomaron su campaña de la Galia.
»Yo, con la Décima, fui a Avarico y al asedio de Gergovia. Las brillantes victorias del procónsul ofuscaron la humillación de la Decimocuarta, de la cual él mismo atribuyó explícitamente la culpa a Sabino. De vez en cuando pedía noticias de Ambiórix a los pueblos limítrofes y los exhortaba a continuar las incursiones en aquellas tierras.
»Entre tanto, yo combatí y fui herido en Alesia, donde después de la victoria me fueron concedidas una esclava arvernia y una generosa recompensa. César puso definitivamente de rodillas a la Galia y se quedó para sí a Vercingetórix, el jefe de la revuelta.
»La caza de Ambiórix acabó definitivamente cuando el Senado ordenó al procónsul que se presentara en Roma. El tan ansiado momento de regresar a Italia había llegado, pero no como habríamos creído, porque no volvimos como triunfadores o como veteranos victoriosos, sino empuñando las espadas. Roma, después de haberse enriquecido desmesuradamente con el oro de las Galias, fruto de nuestra sangre, declaraba fuera de la ley a las legiones enroladas y pagadas por César, imponiéndole que nos despidiera inmediatamente y compareciera delante del Senado para ser procesado y juzgado por los crímenes cometidos contra la República. El procónsul nos dejó la decisión de abandonar el ejército o seguirlo a Roma, a fin de presentarse con las fuerzas necesarias para afrontar la acusación.
»Fui incorporado a los oficiales que atravesaron a sus espaldas el Rubicón, el río que marcaba la frontera entre Italia y la Cisalpina, infringiendo la prohibición que impedía llevar las legiones más allá de ese límite, y con ello estalló la guerra civil. Nos enfrentamos a hombres que hablaban nuestra lengua y llevaban nuestras armaduras. Luego, de nuevo con la Décima, fui a Munda, en Hispania, y comandé la carga de la Primera Cohorte como centurio prior, fueron mis veteranos los que mataron a Labieno, que se había puesto del lado de Pompeyo. Recuerdo que me detuve a mirar su cadáver mientras los hombres asaltaban como lobos hambrientos las filas enemigas derrotadas.
»Había alcanzado el grado de Emilio y acababa de comandar la carga que había puesto fin a la guerra civil. Debería haberme sentido feliz y orgulloso de mí mismo, pero aquel día me detuve delante del cuerpo sin vida de Labieno y permanecí allí, en el vacío que había dejado la furia de los veteranos de la Décima. De pronto sentí el peso de mi espada. Pensé en mi viejo primípilo y me volví a ver enterrándolo en Atuatuca. Recordé que también los grandes hombres mueren. Pedí y obtuve un puesto tranquilo en la Galia Cisalpina, donde fui mandado a organizar el alistamiento de nuevas cohortes más allá del río Padus. Poco después de los idus de marzo, un decurión me trajo el mensaje de la muerte de César. Fue un duro golpe, tanto para mi moral como para mi posición. De repente yo era un elemento incómodo, quizá también un peligro a los ojos de los nuevos amos. Las voces que llegaban a la guarnición eran confusas: un día se decía que nos licenciarían, otro que el comandante sería sustituido.
»Decidí que había llegado el momento de dejar la espada, antes de verme obligado a matar a otros romanos. Los años de servicio me permitían un decoroso retiro y la posibilidad de adquirir un discreto trozo de tierra, que debía estar, no obstante, lejos de los peligros de la urbe y de sus tentáculos. La Galia Cisalpina, en el fondo, era un buen sitio para acabar mis días. A un día y medio de distancia al norte de mi fortaleza estaba Comun, una pequeña población asomada a un lago maravilloso. Así que me trasladé allí con Avilón, la esclava que César me había dado en Alesia y que había llevado siempre conmigo. Hice construir una villa y en aquellos años de tranquilidad ella me dio un hijo y aprendió a amarme, perdonándome, o quizás obligándose a olvidar, que en Alesia había servido al hombre que había matado a su marido y a su hermano.
»A pesar de que estaba satisfecho con todo esto, no conseguí apartarme por completo de las costumbres de toda una vida en el ejército. Cada año, la noche del solsticio, encendía una gran hoguera para recordar a todos los amigos a los que había conocido bajo las enseñas de Roma. Me sentaba, envuelto en mi capa, y pasaba la noche alimentando el fuego. Era un modo de tenerlos junto a mí, tratando de recordar los rostros, los pequeños detalles de cada uno de ellos. A veces me sorprendía riendo solo, pensando en sus pequeñas o grandes manías. Otras veces tenía que esforzarme por contener las lágrimas. Fue precisamente en uno de esos momentos de recogimiento cuando percibí un sonido familiar, que me hizo volver la mirada hacia el camino que bordeaba el lago. Un grupo de hombres se estaba acercando a mi propiedad y por su paso comprendí que se trataba de legionarios, incluso antes de que la luz del fuego revelase sus rostros.
»Los acogí con todos los honores; eran siete veteranos y un centurión que habían acampado dos millas más al norte. Atraídos por mi gran hoguera, habían pensado que se trataba de una guarnición establecida en aquellas tierras, que estaba festejando el solsticio. Llegaban de la Galia recién licenciados y continuarían unidos hasta la frontera de la Cisalpina, luego cada uno proseguiría por su cuenta. Desperté a la servidumbre y organicé en poco tiempo un banquete en plena la noche. Debíamos festejar y acabar el Falerno, era un gran día. En torno al fuego comenzamos a contar nuestras vidas, descubriendo que en algunos casos nuestros destinos ya se habían rozado, sin llegar a encontrarse. Dos de ellos habían combatido en Alesia con la Octava y uno que ya tenía el pelo blanco había participado en la segunda expedición a Britania. Fue como encontrar a unos hermanos a los que nunca había llegado a conocer. Aunque aquellos hombres eran desconocidos, nos identificábamos en la misma raza, orgullosos de nuestra fraternidad. Emilio tenía razón, siempre la tuvo. Nosotros éramos un ideal. Siempre, en cualquier caso y donde fuera, seríamos los legionarios de César.
»Los tuve en casa durante dos días, agasajándolos como mejor pude. Marchaban desde hacía semanas y acogieron aquella pausa con gran alegría. La segunda noche, delante de un lechón asado al punto, la conversación derivó sobre Atuatuca y la suerte de la Decimocuarta. Todos estaban de acuerdo en que nunca habrían debido abandonar el campamento y todos habían oído hablar del aquilífero y del primípilo de aquella legión, pero no conocían sus nombres. Se los dije y les conté quiénes eran.
»Uno de los dos que habían combatido en Alesia dijo entonces que sin duda era el fantasma del centurio prior el que merodeaba por aquel lugar, aún en busca de Ambiórix. Le pregunté de qué estaba hablando y él me contó una historia que ahora se ha convertido en leyenda entre las fortalezas del Rin, donde los soldados hablaban de un “no muerto” de la Decimocuarta que vagaba por aquellas tierras, en busca del soberano de los eburones, al cual no daba tregua ni de día ni de noche. Sacudí la cabeza, escéptico. Como oficial sabía muy bien que las leyendas que corren en el ejército van cobrando magnitud de boca en boca, especialmente cuando pasan por los reclutas, a los que basta oír hablar a un muchacho con dos meses de experiencia para creer que están delante de un veterano inmortal. Pero admito que aquel relato me tocó el corazón, porque para mí el capítulo de Atuatuca aún no estaba cerrado del todo. Habíamos encontrado el águila, a Emilio y a Lucio, pero no parecía haber rastro del cadáver de Valerio. Lo busqué por todo el valle y pregunté si alguien había hallado el cuerpo de un hombre alto y poderoso con una profunda cicatriz bajo el pómulo. Por desgracia, la mayoría de los cadáveres habían sido decapitados, por tanto, mi descripción no bastó para encontrarlo. Sin contar que cuando comencé a buscarlo en persona, más de un tercio de los soldados ya habían sido sepultados. Solo podía estar muerto; sin embargo, no conseguía hacerme a la idea de que lo estuviera. Tampoco hallé tu cuerpo, Gwynith, y el asunto me pareció una extraña coincidencia. Claro, tú no figurabas en la lista de los caídos o de los dispersos porque no formabas parte de la legión. Por cuanto sabía, también podías no haber estado allí con ellos, aunque el instinto me decía lo contrario. Así, no habiendo visto el cadáver de Valerio, siempre he tenido la esperanza de que aún estuviera vivo, una ilusión que luego silenciaba con el razonamiento. Me decía que si Valerio se hubiera salvado habría llegado sin duda a alguna otra fortaleza. No podía imaginar que su objetivo era ponerte a salvo aquí, en Britania.
»Al día siguiente los soldados reanudaron la marcha hacia sus destinos y me quedé solo, rumiando sus palabras. Luego un pensamiento se abrió paso en mi mente y no pude por menos que ensillar mi alazán. Alcancé al pequeño contubernium que marchaba tranquilamente.
»—¡Primípilo! ¿Qué buen viento te trae de nuevo a nuestro camino? ¿Quieres ofrecernos otra cena?
»Los miré a todos a los ojos, antes de hablar. Ya no era el optio de la Décima, sino un consumado jefe de legiones enteras, y los años de mando me habían enseñado lo suficiente para subyugar a los hombres aún antes de hablar.
»—¡Os quiero a vosotros! —dije, mirando al centurión.
»Dio un paso hacia delante. Más allá del grado militar, aquel hombre era el comandante natural del grupo. Conquistándolo a él, tendría también a los otros.
»—Necesito hombres como vosotros para una misión de confianza. Un par de meses a mis órdenes y os dejaré volver a vuestras casas con un buen pellizco que añadir a lo que ya tenéis. Vosotros poned la cifra, que yo estableceré el resto.
»Los legionarios se miraron unos a otros, salvo el centurión, que me miró a mí.
»—Quiero saber de qué se trata. La cifra puede variar según la misión.
»—Si hubiera querido hacer una sencilla excursión habría cogido a cuatro esclavos, no a ocho veteranos con veinte años de experiencia a sus espaldas.
»—¿Hay que eliminar a alguien?
»—A Ambiórix.
»Se quedaron mirándome, inmóviles. El centurión emitió un leve silbido de estupor.
»—¿Solo? ¿A alguien más?
»Los había conquistado.
»—A todos cuantos nos lo impidan.
»A Avilón —prosiguió Máximo— le dije que había llegado el momento de saldar una cuenta pendiente con mi pasado. En cuanto cumpliera con mi deber, pasaría el resto de mi vida junto a ella. Su naturaleza nórdica le hizo acoger con frialdad mi solicitud. Estoy seguro de que sufrió, pero no se opuso. Dos días después, yo cabalgaba a la cabeza de aquellos ex soldados de infantería pesada, transformados en sicarios a caballo. Me dirigía al encuentro del último acto de una vida de armas. Estaba volviendo a Atuatuca porque aquel día habría debido estar allí yo también, con ellos.
»Nada de armaduras o escudos, nada de yelmos. Solo capas, capuchas y hojas afiladas como navajas, algunas jabalinas y varios arcos. Debíamos ser veloces y golpear también a distancia, evitando el contacto directo. Atravesamos pasos nevados y lagos alpinos en el territorio de los helvecios, de los cuales convenía mantenerse lejos. Encontramos varias veces abrigo en cabañas o refugios aislados, en algunos casos en simples establos, en muchos otros bajo el cielo estrellado. Descendimos de nuevo hacia las llanuras de la Galia Transalpina y luego a los bosques. La temperatura se hizo más amable, pero las nieblas aumentaron.
»Los restos de la fortaleza de Atuatuca aparecieron ante nosotros en el plenilunio, entre los vapores de la bruma que aleteaban sobre la gran explanada rodeada de colinas. Avanzamos al paso entre la niebla hacia las pocas vigas restantes que, como un esqueleto, señalaban al cielo. En el lugar reinaba un silencio lúgubre, roto por el ruido sordo de los cascos.
»Atuatuca era un sitio hostil al hombre. Quienes lo habitaban habían abandonado aquella planicie mucho antes de que los romanos lo transformaran en un fuerte inexpugnable. César lo hizo desmantelar antes de dejar esas tierras, pero después de eso nadie se estableció allí, a pesar de que estaba en una posición ventajosa y bien defendible.
»Atuatuca era sinónimo de muerte.
»Un trozo de la empalizada aún intacta y la estructura derruida de una de las torres se convirtió en nuestro refugio, pero antes de acampar ofrecimos pan y un poco de vino que nos quedaba a los dioses infernales, para honrar las sombras de los muertos y pedirles perdón por quedarnos.
»Aquella primera noche en medio de los muertos convertidos en piedras de la tierra pareció no tener fin.
»Al día siguiente nos dividimos en dos grupos. El centurión comandaba uno, yo el otro. Buscábamos a Ambiórix, o su tumba, pero la investigación no arrojó ningún resultado, tampoco en los días sucesivos.
»La gente del lugar era muy desconfiada. Y nosotros parecíamos lo que éramos: legionarios en busca de algo, es más, de alguien, y eso bastaba para crear el vacío a nuestro alrededor. Habíamos registrado la zona en varias direcciones, dividiéndonos de vez en cuando. El punto de encuentro era siempre Atuatuca, adonde regresábamos cada dos o tres días. Cuanto más tiempo pasaba, más me daba cuenta de la locura que había cometido dejando a Avilón y el niño para embarcarme en aquella absurda cacería. Ambiórix había sido tragado por aquellas nieblas, César no lo había encontrado y su furia había caído sobre los eburones, para extirparlos definitivamente de la faz de la Tierra. Después de catorce días de indagaciones continuas decidí que era inútil e insensato continuar. El territorio estaba prácticamente cubierto por inmensas florestas en las que era arriesgado adentrarse, fácil perderse y aún más fácil tropezar con algún grupo de enemigos mucho más numeroso que nosotros. Tenía cuatro hombres conmigo, no cuatro mil. Aunque eran veteranos, no los conocía, y no sabía cómo se comportarían en caso de enfrentamiento.
»El decimoquinto día les dije que podíamos volver a Atuatuca, esperar a los otros que habían ido con el centurión y luego encaminarnos hacia el sur. Tenía suficiente: el período de vida civil me había debilitado el físico, mis primaveras comenzaban a ser demasiadas y echaba de menos a Avilón y mi pequeño. Un rizo de humo en el cielo sobre Atuatuca significaba que probablemente el otro grupo ya había llegado al campamento adelantándose al regreso. Espoleamos los caballos, para ver si nos esperaban buenas o malas noticias. Entramos y comenzamos a mirar a nuestro alrededor con recelo, porque el sitio parecía desierto y el fuego, que ya se extinguía, no había sido encendido donde en general nos acomodábamos nosotros, sino en el centro del campamento. De inmediato los hombres se pusieron nerviosos. Uno dijo que ya tenía suficiente de todo el asunto; había sobrevivido a veinte años de legión y después de cien batallas no quería arriesgarse a dejar la piel por mi culpa. Les dije que evidentemente alguien había dormido allí y luego se había marchado, no había nada de siniestro o espectral en un fuego. En todo caso, les prometí que nos iríamos en cuanto también el centurión y su grupo volvieran al campamento, no antes.
»Uno de los hombres encontró algo junto al fuego y cuando me acerqué a él vi que sostenía en la mano una vieja espada celta con la hoja partida. En el óxido que afloraba del hierro aparecía una inscripción en caracteres romanos: “XIV”. Me volví hacia los hombres y les dije que alguien quería comunicarlos algo. La inscripción estaba recién hecha y la espada había sido dejada deliberadamente cerca del fuego en medio del campamento, en el punto exacto donde había encontrado el águila de la Decimocuarta.
»Los hombres comenzaban a inquietarse. Mencionaron a los legionarios que se habían suicidado allí y las habladurías que circulaban desde hacía años sobre Atuatuca. Intenté tranquilizarlos, pero ahora eran presa de sus propias supersticiones. Uno de ellos montó a caballo. Le ordené que bajara inmediatamente cogiéndole las bridas. En un instante los otros tres me inmovilizaron y uno desenvainó el pugio apuntándomelo a la garganta. Dijeron que no tenían nada contra mí, pero que querían irse a casa, que ya tenían suficiente. Entendí que no había nada que pudiera convencerlos para que se quedaran y les dije que se marcharan, dando gracias a los dioses por no haber tenido en el pasado bajo mi mando a gente como ellos. Montaron dándome las gracias por los caballos, que se quedarían como parte de la compensación pactada.
»Me quedé solo, pensando qué hacer. Por suerte tenía mis armas y mi alazán. Esperaba que el segundo grupo de hombres con el centurión llegara de un momento a otro. Me convenía esperarlos y evitar así los riesgos de un viaje solo. Y luego estaba aquella espada con la inscripción que me atormentaba… Dispuse mi camastro para la noche, porque ya había oscurecido, pero en el momento de encender el fuego tuve una idea. Fui hacia el centro del campamento e hice una gran pila de madera justo donde las cenizas exhalaban un último hilo de humo. Clavé mi gladio en el suelo, donde habíamos encontrado la espada céltica y, después de haber dado fuego a las ramas volví al cobijo de la torre, escondí el caballo y envolví algunos haces de madera con mi manta, a fin de que en la oscuridad pareciera un hombre dormido. Me alejé unos quince pasos hasta adentrarme en la oscuridad. Encontré un rincón resguardado y me senté en el suelo contra la empalizada, esperando a mi espectro.
»Me arrebujé en la capa mirando el fuego que ardía y después de un rato me venció el cansancio. La vista se me nubló. Varias veces sacudí la cabeza, pero el sueño se estaba adueñando de mí y poco después me dormí.
»Una vibración armónica osciló en el aire, despertándome de golpe. Parpadeé varias veces, enfocando una figura negra apenas iluminada por los rescoldos del fuego. Quien fuera estaba observando mi gladio, después de haberlo extraído del terreno. Permanecí inmóvil mirando los contornos de aquella sombra, dibujados por la luz de las últimas llamas. Era un hombre imponente, envuelto en una pesada capa. Me fijé en que tenía el pelo largo y la sombra de una densa barba. Y no se me escapó, desde luego, la funda de una enorme espada que salía de la capa. No era el centurión, ni uno de sus hombres. Debía de ser un bárbaro… a menos que se tratara de Caronte en persona, venido a llevarme a los infiernos. Esperé que el caballo no se alarmara y mantuve los ojos fijos en él con la mano sobre la daga, mientras él observaba con atención el pomo de mi gladio, recorriendo la hoja con los dedos. No era un gladio cualquiera, era un arma que había encargado personalmente. En la hoja, finamente cincelada, descollaba la inscripción “X LEG”.
»Advertí que el desconocido volvía la cabeza en mi dirección, pero decidí quedarme quieto. Estaba lejos de él y sabía que me amparaban las sombras, escondido por algunas vigas que había desplazado antes de tomar posición.
»El hombre parecía sostenerse con cierta inseguridad, como si en algunos momentos le faltara el apoyo sobre la pierna derecha. A pesar de eso avanzó hacia mí, acompañado por el movimiento ondulante de la capa. Caronte cojeaba ostensiblemente.
»Mi mano acarició la empuñadura de la daga y esperé a que la presa se acercara. El caballo percibió el rumor de los pasos que se aproximaban y comenzó a inquietarse: mi trampa estaba funcionando a la perfección… Pero la presa no parecía de acuerdo. El hombre prosiguió hacia mí, ignorando el caballo. ¿Quién era? ¿Cómo había podido ver que me había escondido allí? ¿Desde dónde me había espiado? No, probablemente solo estaba intentando rodear al caballo para no molestarlo y por una extraña coincidencia se estaba acercando a mí. Contuve la respiración y permanecí inmóvil como una sombra sin vida, listo para saltarle a la garganta, pero el espectro se detuvo a una decena de pasos.
»—¿Quién eres? —dijo una voz profunda, sobresaltándome.
»Me habría esperado cualquier cosa, menos que me hablase. Me había descubierto, así que me puse de pie lentamente, y de pie le respondí, como miles y en latín, como había hecho él:
»—Mi nombre es Máximo Voreno, primus pilus en la reserva de la Décima Legión.
»El espectro se tambaleó un momento sobre la pierna derecha. Oí que inspiraba profundamente.
»—Conocí a un Máximo Voreno en la Décima, pero era un simple optio.
»Reconocí su voz.
»En un instante nos encontramos abrazándonos, conmovidos, como solo dos viejos soldados pueden hacer. No podía creer lo que estaba viviendo en aquel momento. Me encontraba en Atuatuca con Valerio y de pronto todo me pareció familiar. El abrazo silencioso y conmovido continuó durante mucho tiempo.
»—¿Qué haces aquí, con esta pinta?
»—Tú, primípilo, serás ya un ricachón. ¿Qué has venido a hacer aquí, con esos cuatro que por poco te matan?
»—¿Desde cuándo llevas espiándome?
»—Desde que llegasteis.
»—¿Por qué no te has dejado ver?
»—Debo mi supervivencia al hecho de haberme mantenido siempre lejos de grupos como el tuyo. No somos muy amados por estas tierras.
»Volvimos a abrazarnos, aún incrédulos. Teníamos tantas cosas que decirnos que no sabíamos por dónde comenzar. Encendimos un fuego y preparamos unas hogazas. Los dos estábamos allí por Lucio, Emilio, Tiberio, Quinto, César, Lucanio, Avitano, Bithus y todos los demás. A pesar del destino y de los años, seguíamos siendo legionarios.
»Cuando la emoción nos lo permitió, Valerio empezó a relatar su historia, comenzando por el día en que nos separamos en Puerto Icio. El alba nos sorprendió mientras me estaba contando la jornada de Atuatuca, instante a instante. Me mostró los puntos donde se habían producido los enfrentamientos, mientras yo a mi vez le indicaba los lugares de las sepulturas.
»Permanecimos mucho tiempo en silencio contemplando el lugar donde reposaban Lucio y Emilio. Aquella tarde, delante de una perdiz asada que habíamos cazado juntos con el entusiasmo de dos chiquillos, me habló de ti. Me contó el largo viaje que emprendiste para regresar a Britania, me dijo que estuvisteis solos en el momento del parto, pero que los tres lo conseguisteis. Alabó la fortaleza de la mujer y el hijo de Lucio, me habló de la felicidad que experimentó al verte de nuevo entre tu gente, sana y salva. Me contó el período de paz que había transcurrido en Britania, quizás el más sereno de su vida.
Un velo de lágrimas cubrió de nuevo las pupilas de Gwynith.
—¿Te dijo por qué quiso marcharse?
—Sí. Transcurrido un año de los hechos de Atuatuca, su conciencia le había pedido cuentas. Sabía que el mundo estaba sometido a hierro y fuego. Que sus compañeros aún con vida estaban combatiendo mientras él, desertor y fugitivo, holgazaneaba a orillas de un río, con la panza llena.
—¿Fue por eso?
—También dijo que estaba enamorado de la mujer de su mejor amigo y de su hijo.
Una lágrima surcó el rostro de Gwynith.
—Se sintió innoble y el único remedio que encontró fue marcharse —prosiguió Máximo—. Huir, estar lejos de vosotros, poner el oceanus entre vosotros y él. Había mantenido la promesa que le había hecho a Lucio, estabais a salvo, pero ahora estaba naciendo en él algo que a tu lado no lograba controlar, algo que enfangaba la imagen de Lucio, algo que no podía existir. Debía encontrar la manera de hacerse perdonar por la memoria de su amigo y decidió vengarlo. Atravesó otra vez el oceanus y vagó por toda la Galia, en busca de aquellos que habían tenido relación con la muerte de Lucio, pero creo que su verdadero objetivo era alejarse de ti y tratar de olvidarte. Con el tiempo adquirió el aspecto de un galo, tanto en sus costumbres como en su lengua. Debía mantenerse a distancia de las legiones y esto complicaba bastante las cosas. Necesitó tres años para conseguir sorprender a Grannus solo, pero al fin lo consiguió y no lo dejó escapar. Lo mató después de darse a conocer, mirándolo a los ojos. Luego atravesó otra vez la Galia montado en el corcel negro del atrebate, con su espada al costado y su cabeza colgada de los arreos. Volvió a las tierras de los eburones, donde su tarea se hizo ardua. Ambiórix parecía haber desaparecido y ocurrió que algún guerrero aislado con una vaga semejanza con el viejo soberano acabó atravesado por su hierro. Como sabes, en la Galia los rumores corren deprisa y no se necesitó mucho tiempo para que naciera la leyenda del espectro que buscaba venganza contra todos aquellos que participaron de lo ocurrido en Atuatuca. En aquellos años Valerio se unió a una comunidad de nervios que vivía en los márgenes del bosque de las Ardenas. Conoció a una mujer y vivió con ella, mientras continuaba volviendo periódicamente a Atuatuca en busca de Ambiórix.
»Luego, un verano, consiguió dar con un grupo de cabañas en el bosque donde vivía una pequeña comunidad, en la cual reconoció finalmente al rey. Pero Ambiórix nunca iba solo, así que Valerio, exasperado, decidió enfrentarse a él, aunque estaba acompañado por dos de sus hijos. En el enfrentamiento el rey huyó y él quedó en el suelo con una herida en la rodilla, que le impediría correr por el resto de su vida. Solo podía moverse a caballo y le pareció que su voto de venganza ya era irrealizable, así que regresó donde los suyos. Algunos años después, tras la muerte de su mujer, tomó de nuevo el camino de Atuatuca. Quizá para acordarse de quién era, puesto que ya se había convertido en un nervio, o quizá para encontrar un poco de consuelo, porque aquel lugar le recordaba a sus amigos. Fue precisamente en aquella ocasión cuando nos vio llegar. Después de nuestro encuentro, aquella noche el adverso destino de una vida pareció volverse otra vez propicio.
»Cuando el centurión y los otros del segundo grupo llegaron a Atuatuca, Valerio y yo ya habíamos estudiado un plan para hallar a Ambiórix; ahora que éramos seis la cosa era factible. Viendo que el espectro no era más que un viejo legionario tullido, todos se unieron a la causa. Asumí la tarea de hacer yo lo que habría debido hacer él.
»La muerte del rey Ambiórix me correspondería a mí.
»Encontramos su madriguera al cabo de unos días, justo en la espesura de la floresta, a la orilla de un laguito formado por una cascada cercana. Un sitio bellísimo, pero inadecuado para esconderse. Peor para ellos, porque el rumor de la cascada cubriría nuestra acción nocturna. La guardia del lugar estaba confiada a los perros y a aquella hora de la noche solo un par de galos charlaba desganadamente en torno al fuego. Los espiamos en silencio, esperando el momento oportuno. Luego, con unos bocados de carne, atrajimos a los perros y los eliminamos desde cerca con las flechas. Atacamos. En un santiamén degollamos a los dos galos que estaban junto a la hoguera, antes de que los demás perros comenzaran a ladrar y las bestias de los recintos a ponerse nerviosas.
»Me dirigí hacia la cabaña que Valerio me había indicado, en el centro de las otras, y entré con decisión, ansioso por vengar de una vez por todas a Lucio y Emilio.
»Era preciso actuar con rapidez, golpear y escapar. Fuera los caballos comenzaban a bufar y las ocas a aletear irritadas. Ambiórix dormía solo y ni siquiera se levantó de la cama al verme entrar. Lo encontré viejo y enfermó. Me miró respirando afanosamente y me preguntó quién era.
»—Soy un legionario de César, y estoy aquí por ti.
»—César ya ha muerto.
»—Yo, no.
»Tosió débilmente.
»—El hombre que fue el rey Ambiórix murió en Atuatuca, y tú lo sabes. Si quieres al rey Ambiórix, ve a buscarlo entre las ruinas del fuerte. Yo no tengo reino alguno, como puedes ver, y he visto exterminar a mi pueblo, primero a manos de las legiones de César y luego por los pueblos vecinos. He vivido escondido como un bandolero, sacrificando la vida de los pocos adictos que habían decidido seguirme. Su lealtad solo ha servido para crear más sufrimiento. Cuantos me rodeaban han pagado y yo he pagado cada día de mi existencia maldiciéndome por lo que hice a mi pueblo. ¿No crees que es suficiente, soldado de César? ¿O verdaderamente quieres el cuerpo de este viejo?
»—A los dioses les complace volver locos a aquellos de los que se quieren desembarazar —le respondí, apretando los dientes, pero en mi mente se sucedían las imágenes de la batalla que me había descrito Valerio.
»Vi a Grannus con la cabeza de Sabino, vi al centurión Lucanio volviendo atrás para recuperar a su hijo, vi a Emilio echando el corazón en la batalla, vi a Lucio tumbado en el foso. Pero no conseguía verlo a él, al rey Ambiórix. Lo buscaba, montado en su corcel, y no podía creer que aquel viejo fuera él. Me esforcé por imaginar un relámpago de odio en aquellos ojos empañados, pero no conseguí verlo. No era aquel el rey Ambiórix que esperaba, creía que me encontraría frente a un malvado con la espada en alto, y en cambio me hallaba frente a un viejo chocho que me ofrecía el pecho, respirando con fatiga.
»—Fuerza, soldado, golpea al rey Ambiórix. Golpéalo y conviértete en el héroe que ha vengado a sus compañeros.
»—Dame tu anillo y el torques que llevas al cuello.
»Esbozó una sonrisa que la tos transformó en una mueca.
»—Vosotros pensáis que sois grandes, romanos, pero solo sois un hatajo de ladrones y asesinos.
»Asentí mientras le quitaba el anillo.
»—Tienes razón, Ambiórix, somos unos asesinos. En efecto, acabamos de matar a dos de los tuyos. Dos muchachos jóvenes, que habrían debido protegerte. No me importa quiénes eran, lo que importa es que son las víctimas más recientes de tu victoria en Atuatuca. Sí, somos unos ladrones, porque me estoy llevando tu anillo y tu collar de soberano, soberano de un pueblo que has hecho masacrar por tu ciega estupidez. De este modo podré mostrar a todos que Roma no olvida, y que te ha encontrado incluso después de veinte años. Podría matarte, desde luego, pero si lo hiciera quizá se te recordaría como el que se batió con valor hasta el final contra la aplastante fuerza de los romanos. Quizá te convertirías tú en un héroe y no yo. Por eso te dejo vivir, Ambiórix; respira, tose y llora la suerte de esos dos muchachos que estaban ahí fuera. Te dejo vivir y mañana mira a los ojos a sus familiares, si puedes. Te dejo vivir, para que te des cuenta de hasta qué punto esta gente tan leal en realidad solo espera una cosa: que te mueras y los liberes de vivir sin el miedo al espectro de Atuatuca.
»Obligué a mi brazo a envainar el gladio. Intercambiamos una última mirada y casi me compadecí de él. Salí por donde había entrado, sin volverme.
»Dos de los míos me acompañaron fuera de la casa y al claro de luna recorrimos rápidamente el trecho que nos separaba de los otros, que en aquel momento mantenían vigiladas las cabañas con las flechas dispuestas. Alguien comenzaba a despertarse y un guerrero se había asomado para averiguar por qué los caballos estaban agitados. Una flecha le rozó el cuello y entró aullando en la casa. Valerio nos esperaba con los caballos y en cuanto nos vio llegar me miró, ansioso. Asentí y le tendí el anillo y el torques, antes de ayudarlo a montar.
»—¡Fuera, vámonos ya!
»—¿Por qué has tardado tanto?
»—Le he leído la lista de los mandantes.
»Valerio se acercó a mí y me miró a los ojos.
»—¡No veo sangre, Máximo!
»Me quedé sin palabras.
»—Vámonos, no te preocupes —repliqué, no obstante.
»—Máximo, déjame ver la daga.
»—¿Es que no me crees? —espeté, furioso.
»—¡No! —aulló, con los ojos desorbitados.
»—Están llegando —intervino el centurión—. No podemos mantenerlos demasiado tiempo a tiro.
»—¿Lo has matado? ¡Déjame ver la hoja!
»—Ese hombre ya está como muerto…
»Valerio espoleó el caballo por el sendero que llevaba a la pequeña aldea. Salté a la silla y lo seguí a rienda suelta, mientras el centurión se quedaba inmóvil a lomos de su corcel. La figura de Valerio con la mirada extraviada, la barba y el largo cabello blanco, saliendo del bosque montado en un caballo negro y acompañado por el silbido de las flechas, provocó el pánico en el grupo de eburones que se estaba disponiendo a atacarnos. Entré también yo en la aldea inmediatamente detrás de él con la espada desenvainada. Con un mandoble abatí a uno que intentaba cerrarme el paso. De la vivienda de Ambiórix salían alaridos de mujeres. Cada tanto el silbido de una flecha me hacía entender que no habíamos sido abandonados. Oí relinchos y vi que el centurión nos había alcanzado y estaba abriendo los recintos de los caballos enloquecidos. Valerio había entrado en la cabaña del rey, abandonando su montura. Me puse a gritar, lo llamé, pero permanecí en el umbral, montado, listo para recoger a mi amigo y batirnos en retirada. Me asaltaron tres y solo la ayuda del centurión me salvó la vida.
»Valerio reapareció en la puerta, cojeando y cubierto de sangre. Le tendí la mano, aullándole que subiera, me la cogió y con un salto fatigoso intentó trepar a la grupa del animal. En ese momento quedó con las manos ocupadas y la espalda descubierta, y un galo logró golpearlo de lleno con un mandoble de su espada. Lo oí gritar, vi que abría la palma de la mano y se desplomó; hice girar el caballo y, desgañitándome, traté inútilmente de herir al bárbaro, que se mantenía siempre del lado opuesto de mi arma. El eburón golpeó una vez a Valerio en la espalda, mientras él, a gatas, procuraba levantarse. Esta vez lo cogió de punta y lo atravesó con su arma. De nuevo el centurión llegó a la carga y puso en fuga al galo. Bajé del caballo, levanté a Valerio con la fuerza de la desesperación y lo hice subir; luego salté a la grupa y espoleé, olvidado de que había otros hombres conmigo, los mismos que varias veces habían protegido mi vida. El centurión recuperó el caballo de Valerio y me siguió al galope, reclamando a los otros. Me lancé hacia el bosque y me detuve solo después de un largo trecho de camino, en un pequeño claro rodeado de encinas. Desmonté y bajé al suelo a Valerio, que estaba próximo al delirio. Lo abracé, sosteniéndole la cabeza. El dolor lo devoraba. En aquel momento llegaron los otros y me lanzaron una mirada de desaprobación. Durante un momento Valerio pareció recuperar la lucidez.
»—Me has mentido, estaba vivo —me recriminó.
»—He pensado que dejándolo con vida lo mataría un poco cada día, hasta que Cerbero fuera a buscarlo.
»—Tú no estuviste en Atuatuca, Máximo. A nosotros no se nos dio la posibilidad de elegir. Solo podíamos morir. Tendrías que haberlo visto, Máximo.
»Traté de decirle que no se cansara hablando.
»—Tendrías que haberlo visto, cuando señalaba a Lucio ante los suyos. —Esbozó una mueca de dolor—. Un león, Lucio fue un león, rodeado por decenas de hienas. Vi al primípilo echándose en la contienda para salvarlo, luego llegué yo… Podía elegir solo a uno para llevarme de allí… Un eburón se había arrojado sobre Emilio, que estaba a punto de caer al suelo. Quería su trofeo, pero en lugar de eso se encontró mi hoja en la panza. Saqué de allí al centurión, mientras el círculo de espadas se apretaba en torno a Lucio y luego… Luego, vi el águila en el cielo. —Una lágrima recorrió el rostro del viejo veterano—. El destino quiso que debiera rematar a aquel de los dos que decidí salvar.
»—No fue culpa tuya, Valerio. Tú hiciste lo imposible, has sido el mejor.
»—No es verdad, Máximo… Luego hui.
»—No huiste, decidiste seguir combatiendo, elegiste el camino más difícil. Salvaste a Gwynith y a su niño, el hijo de tu amigo Lucio y a los hijos de sus hijos. Salvaste a decenas de personas.
»—No veo… ya no veo nada, Máximo.
»Escupió una bocanada de sangre.
»—Estoy aquí, Valerio, estoy contigo.
»—¡Los soldados!
»Me volví hacia los veteranos, que desmontaron y se acercaron a nosotros. El centurión puso la rodilla en el suelo y apoyó una mano en el hombro del viejo soldado. Valerio, con los ojos desencajados, la buscó con la suya y la apretó, mientras también los demás, uno por uno, se inclinaban sobre aquella torre caída. Las manos de todos se entrelazaron y el viejo legionario se agarró a ellas, estrechándolas.
»—¿Habrá servido de algo, Máximo?
»—Sí, estoy seguro.
»—¿Gwynith?
»—Gwynith está a salvo, gracias a ti.
»—No veo nada.
»—Estamos todos aquí, no te dejamos.
»—Ambiórix debía morir, Máximo.
»Asentí, con la vista empañada y un doloroso nudo en la garganta. Sentí caer una lágrima, que quizás acabó sobre su mano.
»—Tienes razón, debía morir.
»Movió la cabeza.
»—Y ahora me toca a mí.
»Le apreté la mano aún más fuerte, tratando de contener los sollozos. No quería que aquel gran combatiente se marchase con mi llanto en los oídos.
»—Me parece que así todo está perfecto, Máximo.
»—¿Qué, Valerio?
»—Todo esto. Al final el destino ha sido benévolo conmigo; después de tanto tiempo en soledad, te ha mandado a mí, y gracias a ti me ha concedido vengar a los compañeros caídos.
»Asentí.
»—Ahora ya no soy necesario, puedo reunirme con los demás. Siempre he tenido miedo de morir solo entre estos bosques; en cambio, tengo el privilegio de hacerlo apretando la mano de unos legionarios. Os he echado de menos.
»Los hombres se acercaron aún más, y la dureza de sus rostros no podía esconder la emoción que los embargaba.
»—Quédate cerca de mí, Máximo.
»—Estoy aquí, legionario. Estoy aquí contigo.
»—Hace frío. ¿Tiberio ha encendido ya el fuego?
»Miré a los demás y asentí de nuevo:
»—Sí, todo está listo. Te están esperando.
»—¿Lucio no se habrá enfadado?
»—Lucio te abrazará.
»—Gwynith no estará —murmuró.
»Me apretó la mano, el último residuo de su fuerza legendaria.
»—¿A quién tememos, Máximo?
»—¡A nadie! No tememos a nadie.
»—¿Al enemigo?
»—¡La muerte!
»Y la muerte acudió a buscar a Valerio, entre las luces leves y tristes de un alba de verano. Aquel día, una Roma ajena a todo se despertaría sin el más leal de sus hijos, el último legionario de la Decimocuarta. Permanecí un largo rato mirando a mi compañero sin dejar su mano fría, mientras mi llanto se alzaba entre las ramas de aquella floresta del norte.
»Valerio había mantenido la promesa hecha a su amigo y había honrado todas las órdenes de su centurión. Por último, después de veinte años, la de coger a su jefe.
»Lo transportamos al campamento de Atuatuca, donde lo velé durante un día entero. Al atardecer lo enterramos con honores militares junto a las tumbas de sus compañeros, justo en el punto donde recordaba haber sepultado a Lucio y Emilio.
»Tras vivir como un fugitivo, había muerto como un legionario, el mejor de los legionarios, y su cuerpo debía reposar cerca del de sus camaradas. Su espíritu ya los había alcanzado, estaba seguro; sí, tenía razón. Así, todo era perfecto.
»Los hombres respetaron profundamente mi dolor. También ellos sentían que habían perdido a un hermano, y aquella tarde, en torno al fuego, nadie me preguntó nada sobre mis intenciones para el futuro. Pero yo sabía que mi misión había concluido y les dije que al día siguiente tomaríamos el camino que llevaba al sur.
»Hacia casa, hacia Italia.
»Aquella noche, al reunir los efectos de Valerio, cogí un saco que estaba colgado de su caballo y examiné su contenido. Encontré la capa que te habíamos regalado en el campamento de invierno. Estaba conservada como una reliquia, en el interior de una alforja de piel bien engrasada. Sentado en el suelo, con la capa en la mano, recordé la discusión en el mercado con Quinto, Tiberio y Valerio. Cada uno de nosotros quería un color distinto; al final vimos este, con colores que se entrelazaban, y la compramos. Reviví aquel día de aire salobre, en la playa, mientras las naves con destino a Puerto Icio se alejaban de la costa bajo un sol ardiente. Estábamos todos en el muelle, saludándote, y te regalamos aquella capa para que te acordaras de nosotros. Mientras la acariciaba en ese bosque perdido en las tierras del norte, mis dedos se deslizaron en un pliegue del tejido y sentí algo entre las yemas, un rizo de pelo rojo atado con una cintita. Lo miré largamente.
»Eran tus cabellos, Gwynith, no había duda. Me pregunté cómo habían acabado allí, si se los habías dado tú o él te los había pedido. Luego me imaginé las largas noches solitarias de Valerio, con aquel pequeño mechón entre los dedos. Destrozado por la fatiga y por la tristeza, me dormí.
»Me desperté al alba presa de una pesadilla. Había soñado que había sepultado a Valerio aún vivo. Me levanté y, secándome el sudor, miré su túmulo, a pocos pasos de mí. Acaricié la tierra, aún fresca. Me volvieron a la mente las palabras que había pronunciado poco antes de morir y me pregunté si verdaderamente el destino había sido benévolo, si verdaderamente todo se había resuelto de la mejor manera, y él, finalmente, podía reposar en paz. No podía saberlo, nunca podría saberlo si no te encontraba.
»Comprendí que mi misión no estaba completa. Así, escribí algunas líneas a Avilón rogándole que entendiera mi retraso, le dije que la amaba más que a cualquier otra cosa y que pronto volvería a casa, con ella y el niño. Mi corazón estaba con ella, pero mi conciencia me imponía partir para un largo viaje; se lo debía a un gran hombre, quizás el mejor de los hombres que nunca había conocido.
»Confié la carta al centurión y adjunté un mensaje dirigido a mi banquero, indicándole la compensación que debía entregar a cada uno de aquellos hombres. Despedí a los veteranos y a su comandante, los observé durante algunos instantes mientras se dirigían al sur y volví a la tumba de Valerio. Me puse a excavar hasta encontrar su mano. Metí en ella el mechón de pelo y lo cubrí de nuevo. Monté a caballo y fui, solo, hacia occidente, hacia Puerto Icio. Debía encontrar la forma de atravesar el oceanus. No me quedaba mucho dinero, pero de cualquier modo lo haría. Tenía un buen caballo y podía venderlo.
»Sea como fuere, lo lograría. Después de todo, era un legionario.
Gwynith estaba en el umbral de la puerta de la ciudad. El sol resplandecía en aquella cálida mañana de finales del verano y una ligera brisa le agitaba los mechones de pelo, ahora ya más plata que cobre. Su mirada era melancólica, pero su corazón estaba sereno. Llevaba una capa colorida de típica factura gala, que le habían regalado veinte años antes los muchachos de la Décima. Se envolvió en ella acariciándose los hombros, con una sonrisa llena de emoción. Un joven jinete se detuvo delante de ella, tirando de las riendas del vigoroso semental. Adedomaro era apuesto y orgulloso, no podía ser de otra manera. Un rayo de sol hizo brillar el torques de Ambiórix que le ceñía el cuello. Le sonrió diciéndole que no se preocupara; en cuestión de pocos estaría de regreso. Luego apretó los talones y se puso a la cabeza de la fila de jinetes, guiados por el rey Mandubracio, que estaba saliendo del fuerte del dios Camulos.
En medio de la columna, Breno y Máximo montaban los mejores sementales del reino. Iban vestidos al estilo britano, pero en las alforjas llevaban vestiduras galas y una buena provisión de comida y oro. Máximo detuvo su cabalgadura, se dio la vuelta y agitó la mano, en señal de despedida. Gwynith respondió al saludo: el destino los había reunido y ahora se separaban para siempre, para volver a sus vidas. Serenos, por haber conocido hasta el final la suerte de sus seres queridos. Gwynith apretaba en el corazón el recuerdo de sus hombres; ahora finalmente sabía lo que el azar le había escondido, sabía cómo había muerto Lucio y cómo había muerto el gran Valerio. Pensó que si el veterano hubiera podido elegir un fin, sin duda habría elegido precisamente ese.
Máximo volvía a casa sin aquel peso en el corazón. Sentía que los hados le habían reservado un papel especial en toda aquella historia. Lo habían alejado de sus camaradas para preservarlo y permitirle luego contar la verdad sobre aquel puñado de destinos lanzados al infierno de la guerra de las Galias. Sí, quizá todo tenía un sentido, el gran diseño del destino se había cumplido, cada cosa estaba en su sitio y, como había dicho el gran veterano, todo parecía perfecto…
Y lo era, todo perfecto.
—¿Qué harás ahora?
—Debo hacer que mi mujer me perdone algunas culpas, Breno.
—¿Lo conseguirás? —preguntó el mercader con una sonrisa.
Asentí con una mueca.
—Será más duro que con los britanos, pero lo conseguiré. ¿Y tú?
El hombrecillo sacudió la cabeza.
—Bah, ¿sabes que, después de todo, no se está tan mal en tierra firme? ¿Qué me decías del lago que hay por tus tierras? ¿Es navegable?
—Sí, es navegable —respondí entre risas.
—Entonces mi propuesta de que nos asociemos es aún válida, siempre que tú te libres de esas armas y abandones tu papel de soldado.
Esbocé una sonrisa, observando el círculo del sol. Sentí su calor sobre la piel y en el ánimo. Ser un soldado no era solo una cuestión de llevar las armas. No, esas las habría podido tirar allí mismo.
Pero aunque nunca más volviera a rozar el mango de un gladio, habría sido para siempre, en cualquier situación y en cualquier lugar, un legionario.
Para siempre, en cualquier situación y en cualquier lugar, un legionario de César.