XXVIII

El relato de Gwynith

La historia que has oído hasta ahora te ha sido contada por un hombre que, a pesar de su aspecto duro y despreciativo, tiene en realidad el ánimo puro de un niño. Pero siempre será un miles, un hombre que durante muchos años ha vivido casi exclusivamente para la guerra. Un hombre adiestrado para combatir y para matar, que pasaba el tiempo de paz disponiéndose para la batalla siguiente. Un legionario.

Lucio, Valerio, Tiberio, Quinto y Emilio eran así. Eran hombres nuevos para mí, de una raza desconocida y terrible, a veces imposible de entender. Pero viviendo con ellos, acariciada por aquellas mismas manos que a menudo acababan de empuñar espadas sucias de sangre, aprendí a amarlos.

Puedo decir exactamente qué sentí aquel día y te lo puedo decir mejor que ellos, como mujer y, además, ajena a sus códigos, porque yo no he visto caer a soldados, he visto morir a hombres. Y los he llorado.

Hay hombres que parecen inmortales, seres superiores, tan fuertes y decididos que siempre encuentran una vía de salida, incluso en la situación más grave. Pero en aquel cerro, por primera vez, vi en los ojos de aquellos titanes el sentimiento del fin. Valerio se encerró en sí mismo y se sentó en el suelo, como si ya no existiera nada en torno a él, como si se hubiera convertido en un espectro.

Por la expresión que tenía Emilio se entendía que jamás había pensado que pudiera llegar allí. En su cabeza ya se había reunido con el resto de los comandantes en el Reino de los Muertos, pero su cuerpo continuaba resistiendo, dentro de aquella coraza que lo preservaba de los innumerables golpes enemigos. Su papel le impedía mostrar debilidades tanto como le exigía dar ejemplo. Y, en aquel momento, el único ejemplo que podía dar era morir dignamente.

En cuanto a Lucio, habría querido vivir cien vidas aquel día. No para salvarse a sí mismo, sino para protegerme a mí. En cambio, sabía que solo tenía una vida que sacrificar, y por eso sufría. Lo habría dado todo con tal de sacarme de aquel sitio. Habría querido estar a mi lado, para protegerme a mí y al niño, pero sabía que no podía hacerlo. En el último enfrentamiento, el símbolo de la legión que él llevaba lo había convertido en el principal blanco de los enemigos. Si hubiera estado a mi lado y los eburones se hubieran dado cuenta del valor que tenía para él, se habrían encarnizado también contra mí y habría corrido mayores peligros. Los otros supervivientes de la legión habían decidido forzar el bloque juntos o morir, pero él en aquel momento estaba angustiado por el peso de mi vida. El pensamiento de abandonar este mundo dejándome a mí y al niño en las manos de los eburones lo mataba a cada instante. Y había algo más. Me di cuenta cuando finalmente Valerio se alzó y nos alcanzó, cansado pero decidido.

—Tomo en consigna el águila, Lucio.

Los dos se miraron y Lucio sacudió la cabeza.

—Sabes que no es posible, mientras esté vivo.

—Al infierno los reglamentos, ¿no ves que ha terminado? Ya no existe la legión, en el próximo ataque seremos barridos, ¿y tú crees que a Cerbero le importan algo nuestros reglamentos?

—Me importan a mí. He jurado fidelidad a esta águila y no puedo faltar a mi palabra precisamente hoy, después de todos los muchachos a los que he visto caer para protegerla.

—Nos matarán a todos, Lucio —suspiró cansinamente el veterano—, porque dejarnos marchar equivaldría a admitir nuestro valor. Para ellos sería un acto de debilidad, sería como mostrar que tienen miedo de perder más hombres. Se han dado cuenta de que han puesto las manos en un avispero y el único modo que tienen de mantener la dignidad, por el momento, es aniquilarnos. ¿Lo ves? Ya no importa quién de nosotros lleva el águila.

Lucio miró a los soldados que lo rodeaban y se preguntó qué habrían pensado si hubiera entregado su estandarte al veterano para fingirse muerto o tratar de escapar por los bosques. Valerio hizo una mueca. Conocía tan bien a su amigo que ya tenía la respuesta a sus pensamientos.

—Lo comprenderían, Lucio. Ninguno de ellos tiene a una mujer embarazada a la que salvar.

Lucio me miró con los ojos brillantes: su compañero, su amigo fraterno le estaba proponiendo una última tentativa para invertir la suerte, una desesperada tentativa de sustraernos a una muerte segura. Quizá no supo responder porque yo estaba junto a él, o quizá se lo impidió lo que ellos llamaban honor. En aquel momento llegó Emilio y aquellas palabras quedaron para siempre así, suspendidas en la nada.

Los pequeños ojos oscuros del centurión, rodeados por sombrías charcas de cansancio, se posaron sobre mí casi con sorpresa, como si estuviera convencido de que, por fuerza, yo tenía que estar muerta. Casi todos sus hombres habían caído y yo aún estaba ahí, viva, al lado de su aquilífero. Fue la segunda vez que vi a aquel soldado como a un ser humano, después de aquel día en la laguna, cuando había encontrado a Lucio. Dio un paso hacia mí y me rozó el codo, quizá para decirme que se alegraba de verme o quizá para saludarme por última vez. Luego ordenó a los suyos que lo siguieran.

—¡En marcha! Vamos al fuerte, allí al menos encontraremos agua. Luego se verá.

Durante todo aquel tiempo los ojos de Valerio habían permanecido fijos sobre Lucio. Una vez más, sin decir nada, el veterano tendió la mano abierta hacia el águila. Lucio la apretó y se la llevó al pecho, contra la coraza. Entre ellos pasó algo, un relámpago, un juramento silencioso. Luego Lucio dijo solo pocas palabras, en tono acongojado:

—Te lo ruego. Sabes que te necesito. Y sabes que no es por el águila.

Valerio lo miró. Luego recogió el escudo y empuñó la espada.

Emilio se puso a la cabeza del grupo y ordenó a sus hombres que se alinearan. Todos se levantaron, despacio, algunos sosteniéndose mutuamente. Antes de ponerse, a su vez, a la cabeza, Lucio me abrazó fuerte, con toda la pasión y el amor que un hombre puede transmitir. Sentí su rostro entre mi cabello, lo sentí inspirar profundamente.

—No temas —me dijo poniendo la mano sobre mi vientre—. Os sacaré de aquí.

La voz de Emilio resonó en aquel reducido puñado de hombres, tan agotados y próximos al fin.

Milites, hace tres días dije al legado Cota que si os hubiera adiestrado durante diez horas diarias, en tres años habríais estado listos para combatir. En mi mente, no os veía listos para enfrentaros a un enemigo a campo abierto. —Emilio sacudió la cabeza, airado—: Pues bien, me equivocaba. En un día, y no en tres años, habéis estado listos para hacer todo lo que se os ha pedido y lo habéis hecho de la mejor manera posible. ¡Miraos! Mirad a vuestros hermanos que os rodean y decidme qué veis. ¿Veis a hombres aterrorizados y exhaustos, que revientan de hambre y sed? ¿Veis a hombres asustados por la ferocidad de un enemigo sin honor, que nos ha golpeado a traición? En ese caso, decídmelo, porque yo no consigo verlos. Lo que yo veo, con mis ojos, son unos legionarios.

Sus labios se estremecieron.

—Los mejores soldados que haya tenido nunca. Los mejores que haya tenido Roma. Lo que habéis soportado hoy es mucho más de cuanto una mente humana puede soportar. Sin embargo, habéis estado a la altura de vuestro deber. Estad orgullosos de ello. Lo que ha sucedido hoy no acabará aquí, nuestras gestas atravesarán estas florestas y descenderán a los valles de Italia para llegar a nuestros seres queridos, y dentro de mil años se hablará aún de los muchachos de la Decimocuarta y de su valor. Detrás de esos árboles hay cinco mil o quizá diez mil bárbaros en armas que nos están espiando, pero no se atreven a atacar a cien hombres heridos. ¿Sabéis por qué? Porque nosotros no somos cien, somos millones. Nosotros no somos hombres, somos un ideal. Nosotros somos inmortales. Nosotros somos legionarios de César.

Un muchacho de la tercera fila alzó el gladio, aullando:

—¿Quiénes somos?

—¡La Decimocuarta! —respondieron a coro.

—¿A quién tememos?

—¡A nadie!

—¿Al enemigo?

—¡La muerte!

—¿A la muerte gritamos?

—¡Decimocuarta! ¡Decimocuarta! ¡Decimocuarta!

Emilio asintió y sonrió, embrazó un escudo destrozado y miró a sus muchachos.

—No nos quedaremos aquí esperando su carga. Si nos quieren, que vengan a cogernos.

Lucio apareció a su lado, con el águila bien a la vista, mientras que Valerio se puso a mi lado. Hombro con hombro, el pequeño cuadrado avanzó hacia su destino, entonando el himno de la legión.

Cuando oímos temblar nuevamente el terreno, estábamos a pocos centenares de pasos de las torres del fuerte, que descollaban negras contra el cielo teñido de rojo. Los eburones estaban llegando a nuestras espaldas, por un terreno perfecto para los caballos. Emilio midió con la mirada la distancia entre nosotros y nuestra meta. La ventaja era toda de los bárbaros. Si hubiéramos intentado alcanzar el fuerte a la carrera, nadie se habría salvado. Al centurión no le quedó más elección que detener la marcha, hacer frente al enemigo por enésima vez aquel día, disponerse a combatir.

Pero esta vez Ambiórix no se equivocó de táctica. Sus jinetes no cargaron contra nosotros, sino que nos rodearon y empezaron a acribillarnos con las lanzas recogidas del campo de batalla. Lo que nos embestía era hierro ya manchado de sangre, armas que en aquella jornada ya habían penetrado varios cuerpos, lanzas que a su vez eran recogidas por los legionarios y arrojadas contra los eburones, que huían después de atacar, listos para recomenzar. Los escudos parecían corroídos por los golpes recibidos durante toda aquella interminable jornada y muchos se agrietaban en torno al brazo que los llevaba. Sin escudos, sin una protección los muchachos comenzaron a caer uno tras otro, en el desesperado intento de arrojar cualquier cosa que les apareciera entre las manos. Bithus estaba a mi lado cuando una jabalina lo alcanzó en pleno pecho, abatiéndolo como una encina desarraigada por la tormenta. Pocos momentos antes, con una sonrisa, me había apartado la mano con la que yo intentaba taponarle la herida en el costado. Como si me quisiera hacer entender que no merecía la pena detener aquella sangre. Cuando esa lanza aparecida de la nada lo golpeó, me eché sobre él, pero sus ojos desencajados ya estaban vidriosos. La punta debía de haberle atravesado el corazón. No sé por cuánto tiempo permanecí allí, ausente, en medio de aquel fragor que ya no percibía. Aún tenía entre las manos el rostro de Bithus, cuando cerca de él cayó un muchacho menos afortunado. La flecha no lo había matado y le estaba quitando lentamente la vida. Parpadeaba y, jadeando, mascullaba algo, con un reguero de sangre que le salía de la boca. Me miró y dijo algo en latín que no entendí. Durante un momento permanecí inmóvil, hipnotizada por su agonía, antes de acercarme. Le levanté la cabeza y comencé a acariciarlo, sin apartar los ojos de aquel rostro tan joven, sucio y ensangrentado. Ya no dijo nada, pero aún movía las pupilas… cuando una gran mano ruda me alzó a peso, con un tirón, y detrás de una máscara de sangre vi el rostro de Valerio que me aullaba que corriera. Abandonamos al muchacho a su destino para abismarnos en un caos de cuerpos que luchaban con furia homicida. No conseguía fijar la mirada sobre nada ni nadie, empujada y arrebatada como un estandarte en medio de un huracán. Solo intentaba no perder aquel brazo y proteger el rostro detrás de su hombro. Golpeé varias veces la cara contra la malla de hierro de Valerio, sentí el sabor de mi sangre entre los labios y, mientras trataba de limpiarme con las manos, vi caer al hombre que corría delante de nosotros y en el vacío dejado por él vi a un gigante de pelo embadurnado de cal y los ojos inyectados en sangre, que alargó la mano hacia mí. Una espada se abatió como un rayo truncando aquellos dedos tendidos y un fuerte tirón me arrastró hacia delante. Aquel rostro ya no estaba y me encontré pisoteando algo blando, que no me atreví a mirar. Cuando tuve el valor de abrir los ojos vi llegar otra mano y la reconocí de inmediato, porque tenía una venda verde sobre los nudillos. Lucio nos estaba gritando que alcanzáramos el fuerte. No consiguió coger mi mano, en la multitud le fue imposible alcanzarme. Lo intentó, pero no lo consiguió; solo nuestras miradas llegaron a cruzarse, a rozarse por un único y breve instante antes de que fueran arrastradas por la furia de los acontecimientos. Valerio arrojó el escudo ya despedazado y me protegió con su brazo mientras se lanzaba hacia delante y seguía gritando el nombre de su amigo. Lo sentía golpear, esquivar y partir a la carrera, mientras me llevaba casi al peso y yo, apoyada en su pecho, sentía aquel nombre retumbándole dentro, como un rugido.

Cuando finalmente conseguí alzar la mirada, estábamos a pocos pasos de la puerta del campamento. En torno a nosotros, un puñado de legionarios guiados por Emilio abría el camino hacia aquel desesperado refugio. No veía la piel de oso, y encima de sus cabezas no veía el águila. La busqué en torno, acongojada, y luego la vi a la izquierda de la puerta. No entendía cómo había acabado tan lejos. Pocos momentos antes estaba delante de nosotros, había guiado al grupo hacia el fuerte, y luego había cambiado de dirección. El bloque se desintegró y Emilio recorrió un breve trecho hacia la meta ya cercana, antes de percatarse de que su aquilífero había hecho una maniobra de distracción, atrayendo a los enemigos hacia sí. Valerio, en cambio, había intuido de inmediato que el camino hacia el fuerte ya había sido abierto por Lucio y continuó su carrera llevándome en brazos, para ser más rápido. Vi que el centurión gritaba y regresaba a la carrera hacia la enseña, mientras los demás hombres, exhaustos y confusos, se detenían para entender qué estaba ocurriendo. Dos lanzas silbaron en el aire junto a nosotros; una se estrelló en el portón, la otra atravesó en plena espalda a un legionario, que cayó al suelo gritando, a un paso del refugio. Jadeando, Valerio me dejó en el suelo justo delante de las puertas y de un violento empujón las abrió, pero en vez de entrar se volvió hacia el águila. Cien pasos nos separaban de Lucio, que ahora estaba junto al foso. Se puso a correr hacia nosotros, seguido por un puñado de legionarios y por una nube de eburones. Cayó, golpeado en una pantorrilla. Algunos soldados se deslizaron en el foso, otros lo superaron. Un muchacho se detuvo y lo cogió por un brazo, pero fue de inmediato abatido por el hachazo de un eburón, que a su vez fue golpeado en el rostro por el águila. Lucio se levantó, trastabillando y manteniendo alejados a los enemigos con el estandarte, como un león rodeado de hienas. Valerio me empujó adentro, pero yo no quería dejarlos y me puse a gritar el nombre de mi hombre. El veterano me dejó sola y se puso a correr hacia él, tan rápido que parecía volar. Ya no apuntaba a los enemigos, los evitaba, para llegar lo antes posible junto a Lucio.

También Emilio se había arrojado con furia contra aquellos mismos asaltantes, tratando desesperadamente de alcanzar a su preciado portaestandarte. Parecía que todos luchaban contra todos. Entre él y yo había una masa de eburones y romanos que no querían otra cosa que esa maldita águila. Los hombres cercanos a mí reunieron sus últimas fuerzas y se arrojaron a la orgía de sangre en cuanto vieron que Emilio caía de rodillas y se levantaba de inmediato. Un mandoble en la cara le hizo volar el yelmo y, mientras se tambaleaba, fue atravesado en un muslo. Volvió a caer de rodillas sin soltar su gladio y fue traspasado en el pecho, en el instante en que Valerio caía sobre los eburones con la velocidad y la furia de un rayo.

Entreví a Lucio. Veía su piel de oso, fluctuando como una capa lacerada, en medio de un torbellino de brazos y de espadas. Me puse a correr hacia él, pero fui a dar contra un legionario herido en un brazo que me cogió y me arrastró con fuerza al interior del fuerte. Caímos al suelo en el polvo en cuanto cruzamos el umbral. Sentí un golpe en la nuca, pero traté de levantarme, debatiéndome, para liberarme de aquel cuerpo que al parecer ya no podía alzarse. Solo en aquel momento me di cuenta de que el muchacho tenía una flecha clavada en la espalda y ya no respiraba. Dejé de patalear y traté de salir de debajo de su cuerpo, pero en aquel instante algo me golpeó y me quedé inmóvil.

No fue mi cuerpo el que fue golpeado. Fue mucho peor. Fue algo que me atravesó el estómago, el corazón y el cerebro al mismo tiempo, algo que me traspasó el alma, arrancándome una parte que ya no podría tener.

Fue el águila.

El águila de la Decimocuarta, que voló alta contra el cielo rojo por encima de la empalizada, permaneció durante un momento casi inmóvil en el aire y volvió a caer, con un ruido sordo, sobre la tierra batida del campamento.

Mis ojos horrorizados miraron aquella águila, tan protegida y venerada, que yacía sucia y abollada en el suelo a pocos pasos de mí. La visión de aquel símbolo se ofuscó y se hizo confusa, mis ojos se llenaron de lágrimas y mi mente corrió, desesperada, a buscar su última y breve mirada en medio de la contienda, para fijarla para siempre dentro de mí.

Empecé a temblar, me sentí asaltada por violentos estremecimientos. Busqué con el pensamiento el último momento en que lo había tocado y me volví a ver en el cerro vendándole las manos. Busqué su último beso y regresé al alba, al carro de Avitano. Cerré los ojos y, mientras sollozaba, vi de nuevo su primera mirada, en aquel otro carro, en Britania, cuando corrió la lona y me observó largamente. Lo volví a ver mientras me desataba las manos, fuera de la gruta, y me ofrecía el cucharón de agua; lo volví a ver cuando extendía y acariciaba el vestido que me había comprado; lo volví a ver reír en medio de la nieve, con Quinto y Tiberio; y lo volví a ver infinitas veces en torno al fuego, bromeando con los otros. Lo volví a ver una última vez en el cerro, suplicando a Valerio, y comprendí que Lucio lo había conseguido. Me había llevado a mí y al niño que yo llevaba dentro al fuerte, y no había dejado caer en manos enemigas el símbolo de la legión, salvando así su honor de soldado.

El soldado atravesado encima de mí sufrió una sacudida y expiró. ¿Por qué? ¿Por qué, me pregunté, ese hombre al que no conocía, ese hombre sin nombre y sin rostro, se había interpuesto entre Lucio y yo, impidiéndome alcanzarlo? ¿Por qué se había interpuesto entre yo y la flecha que me habría dado en pleno pecho? Lloraba a mares, lloraba en silencio, oprimida por la desesperación. Sola, en el interior de aquel fuerte con un muerto que me aplastaba en el suelo, sin nadie, sin una familia, sin una meta, sin una casa, si es que existía alguna.

La puerta se abrió. ¿Los eburones? Me habría hecho matar al instante, me habría arrojado contra sus espadas sin vacilar. Nadie volvería a ponerme una cadena al cuello. Todo lo que quería era reunirme con Lucio.

Fue Valerio el primero en aparecer en la puerta del fuerte. Estaba trastornado y sin aliento, babeando, y entre los brazos sostenía un cuerpo inanimado, sucio de sangre. Los hombres que lo rodeaban cerraron el portón a sus espaldas, deteniendo una lluvia de dardos. El veterano cayó de rodillas, exhausto, sin dejar aquel cuerpo, sobre el que se inclinó sollozando.

Me debatí con la fuerza de la desesperación y finalmente logré liberarme para lanzarme, descorazonada, sobre aquel soldado inerme, abrazándolo, y me encontré entre las manos el rostro desfigurado de Emilio. Miré a Valerio y en su mirada tuve la confirmación de que Lucio ya no estaba.

Me sentí morir con un dolor que atenazaba el estómago y mordía el corazón. Ni siquiera tenía un cuerpo sobre el que llorar y mientras la desesperación se adueñaba de mi vida, más allá de la empalizada se alzaban cantos y alaridos de alegría. Algunas lanzas llovían dentro del campamento, otras se detenían con un ruido en la madera y macabras mutilaciones caían un poco por doquier en el interior. A excepción de Valerio, que permaneció inmóvil, los hombres treparon a las torres y comenzaron a asaetear a los eburones con las provisiones de piedras dispuestas en las escarpas en los días precedentes. Fue demasiado también para los galos. También ellos habían tenido bastante. Ahora ya no tenía sentido morir en una batalla concluida, con el rico botín que les esperaba en el valle. Se alejaron de la empalizada, con una última salva de insultos y carcajadas. Uno de ellos se puso a aullar, prometió que volvería aquella misma noche con el fuego, para quemarnos a todos, y centenares de voces lo corearon, exultantes.

Aún no había muerto.

El grueso de los eburones se había marchado y la oscuridad había caído sobre el campamento, pero Emilio no conseguía morir. La vida parecía haber dejado sin fuerza aquellos miembros que colgaban, pero no quería marcharse del pecho y lo obligaba a respirar, entre balbuceos y dolorosos golpes de tos. Valerio no lo dejaba, estaba sentado en el suelo, como si quisiera acunar a su centurión para aliviarle el suplicio.

En torno a él, en un silencio absoluto, los pocos supervivientes habían abandonado la defensa de las torres y se habían reunido a contemplar la escena. Ninguno de ellos había considerado la posibilidad de que el gran centurio prior pudiera morir. Para aquellos jóvenes soldados, Emilio había sido siempre una entidad mística, más que un hombre. Verlo morir de aquel modo, agonizando entre los brazos de uno de sus soldados, en vez de caer como un héroe en el campo, les parecía aún más increíble.

Confusos, atónitos y extenuados, permanecieron inmóviles mientras el espíritu del centurión luchaba hasta el final, como si se negara a abandonar a sus muchachos. Se estremeció y de su boca salió un chorro de sangre que se deslizó del mentón al cuello. Con un esfuerzo, Cayo Emilio Rufo alzó la cabeza y encontró la energía para murmurar algo al oído de Valerio. Después de algunos instantes el veterano asintió. Sin abandonar a su comandante, con una delicadeza que desmentía las manos despellejadas, la sangre coagulada y la suciedad, se alzó y dijo a los legionarios que prepararan antorchas y recuperaran el águila. Luego se dirigió tambaleando hacia el centro del campamento. Algunos legionarios removieron un poco el terreno con las espadas, lo suficiente para extender el águila con su asta y cubrirla con un sutil estrato de tierra, encima del cual fue recostado el centurión. La llegada de los hombres con las teas, que se pusieron en círculo en torno a ellos, me impidió ver más. Oí que Valerio decía algo, luego el sonido inconfundible del metal que salió de la funda y, al fin, el silencio.

Emilio había muerto. Como jefe, había tenido que dar una orden también para poner fin a su vida, y esa orden, la más sucia, dolorosa y honorable, solo podía ser ejecutada por Valerio, el mejor entre los mejores. A la luz de las antorchas, entre las piernas de los legionarios, entreví al veterano de rodillas poniendo el óbolo en la boca del primípilo y acomodándolo ordenadamente. Emilio protegería su águila incluso de difunto.

Un hombre derrotado y muerto en batalla puede ser presa de sus asesinos. Su misma fuerza acrecienta la del vencedor, como también sus despojos, mortales e inmortales. Pero de un hombre que se suicida, incluso los peores chacales se mantienen lejos, atemorizados. La naturaleza misma aborrece al suicida y lo transforma en un muerto no muerto, obligando a su espíritu a vagar para siempre en la maldición divina. Este había sido sin duda el último pensamiento de aquel hombre que en ese momento se aprestaba a subir a la barca que le permitiría cruzar el Estigio, feliz de reunirse con sus legionarios y su aquilífero, que de seguro lo estaba esperando en el amarre, junto a todos los demás.

Lucio. No podía haber tenido tiempo de coger su moneda. También tenía consigo una moneda, ¿no? ¿Qué le ocurriría? ¿Vagaría por siempre en la oscuridad? ¿Qué sucedía a quien no podía permitirse pagar a Cerbero? Debía salir de allí, ir donde estaba, acariciarlo una vez más, darle la moneda, tenderme a su lado, coger su mano y reunirme de inmediato con él en el Reino de los Muertos: quizá sus dioses me aceptarían, si me presentaba con él. Me levanté, di unos pocos pasos y encontré un gladio con el mango partido. Era el de Emilio. Me incliné y cogí aquel gélido trozo de hierro que brilló en la pálida luz lunar; unos pocos instantes más y ya no sentiría el dolor de la desesperación, el dolor del cuerpo y las mordeduras de la sed. Me dirigí hacia la puerta atrancada del fuerte y, sola, intenté abrirla, quitando las tablas que la mantenían cerrada. Un ruido me hizo volver hacia el centro del campamento y vi lo que ese día aún me quedaba por ver. Algunos de los supervivientes ya estaban haciendo lo que yo había pensado, y Valerio y otros alineaban sus cuerpos junto al del centurión.

Los supervivientes de Atuatuca se estaban suicidando, uno a uno.

Lloré, lloré largamente, no sé por cuánto tiempo delante de aquella puerta; luego reuní valor, abrí la pesada Puerta Pretoria y miré fuera, a la oscuridad. Había grupos aislados de galos que habían encendido fuegos a cierta distancia de las torres y se habían puesto a comer y beber. Algunos de ellos habían uncido uno de nuestros carros a los caballos y lo habían arrastrado hasta allí, para repartirse la carga. Unas sombras merodeaban por el campamento, persiguiendo los gemidos de aquellos aún vivos y despojando a aquellos que ya no lo estaban. Algunos aullaban en la oscuridad el nombre de un hermano, de un amigo, un pariente; otros lo habían encontrado y lo estaban llorando. A poca distancia, dos jóvenes guerreros reían, exhibiendo sus macabros trofeos. El campo de batalla es aún más horrendo, desagradable y odioso después del fin del combate, cuando las emociones toman el puesto de la acción, cuando la naturaleza humana muestra sus aspectos más nobles e innobles. Ahora ya no me importaba, ya no quería pensar o juzgar, mi mente estaba cansada de la naturaleza humana después de aquella jornada.

Solo quería encontrar a Lucio.

Debía moverme sin hacer ruido, quizá me confundirían con alguno de los suyos que vagaba entre los caídos. Reuní fuerzas y en la oscuridad comencé a caminar lentamente, paso a paso, deteniéndome cuando sentía un cuerpo, una espalda, un brazo, un arma bajo los pies. Avanzaba en medio de aquel mar de muertos que parecían moverse debajo de mí y en un momento me detuve de golpe con una sensación extraña que nunca antes había sentido. Tuve un presentimiento, pero decidí proseguir. Debía alcanzar a Lucio: sentía la desesperada necesidad de abrazarlo una vez más. Tras unos pocos pasos, cuando estuve cerca del foso donde me parecía haberlo visto por última vez, aquella extraña sensación se repitió, más intensa. Empecé a temblar mientras algo similar al aleteo de una mariposa subía de mi vientre. Permanecí inmóvil, contuve la respiración y cerré los ojos, tratando de olvidar dónde estaba. Lo sentí otra vez. No eran los latidos de mi corazón: era el niño que se movía.

Por un instante todo se disolvió y me quede sola escuchando la vida que crecía en mi interior. El hijo de Lucio había elegido aquella noche para dejarse sentir por primera vez. Yo me dirigía donde estaba su padre para matarme y él me recordaba que su vida dependía de la mía. Me cogí el vientre con las manos, dejé caer al suelo el gladio y comencé a verter lágrimas silenciosas. La determinación que me había empujado hasta allí desapareció, dejándome sola con mi angustia.

¿Debía encontrar a mi hombre, estrechar su cadáver y luego inclinarme sobre el gladio, dejando que el hierro acabara conmigo y con mi hijo? Quizá sí. ¿Qué futuro podía ofrecerle en aquel momento? ¿Y para ir adónde? ¿Y si me cogían? ¿Y si esperaban a su nacimiento para matarlo ante mis ojos o para esclavizarlo de por vida? No, no podía. Él me entendería, él no era aún una vida, mejor ahorrarle todo eso. Debía encontrar a Lucio. Sí, Lucio: también él lo entendería, nosotros tres juntos, sin vida, pero juntos. Era lo mejor, lo más sencillo, lo más rápido. ¿Dónde estaba ahora el gladio? Debía encontrar la espada. Me incliné y el niño se movió una vez más. Tanteé el terreno en busca de aquella maldita hoja. Tenía que ir por pasos: encontrar el arma, a Lucio y luego finalmente podría reposar en paz. Comencé a sollozar, mi mano tocó otra mano, gélida, y me aparté de golpe con un grito ahogado de miedo.

¿Qué había hecho? ¿Había gritado? Miré las sombras con ojos desencajados. ¿Había gritado fuerte? No recordaba nada. Quizá no me habían oído, quizá no se habían percatado de mí.

Permanecí inmóvil, rogando que no se movieran, que no vinieran a buscarme. En la oscuridad, esperaba la respuesta a mi angustia.

Oí un ruido de pasos que se acercaban, pisando cuerpos y escudos. Una sombra se había movido, vi un resplandor de luz lunar deslizándose sobre un yelmo. El gladio, el gladio. No podía descubrirme ahora que estaba a pocos pasos de Lucio. Debía encontrar la espada, pero no podía moverme, o me habría visto.

La sombra se detuvo a una veintena de pasos y miró en mi dirección. La empalizada que se alzaba tras él proyectaba una sombra sobre mí, ocultándome en parte a la vista. El hombre en realidad estaba escrutando en la oscuridad y no se atrevía a acercarse al recinto del campamento, pero miraba mi figura inmóvil. Con la mente intentaba imponer a mi cuerpo que permaneciera quieto, aunque en realidad lo sentía temblar. El niño se movió de nuevo. Sentía los ojos del hombre tendidos hacia mí como garras y advertía sus pupilas a un palmo de mi rostro. Llevó lentamente una mano sobre el costado, quizá para extraer una espada, pero permaneció donde estaba.

Con la mente, más que con los ojos, vi cerca de mí el gladio, ese objeto tan preciado que yo había perdido y que debía recuperar. Temblaba, pero tendí el brazo lentamente, durante un tiempo infinito, rocé el mango del arma que estaba buscando y la empuñé. El niño se movió, más fuerte.

La hoja rascó la grava. Vi que la sombra se detenía. Me había oído.

Extrajo un puñal, volvió la mirada a la cima de la empalizada y luego, lentamente, avanzó hacia mí.

El terror me paralizó. Con los ojos desmesuradamente abiertos, me dije que había ido allí para morir, quizá sería aún más sencillo dejarse matar por él. Quizás el destino me lo había mandado para sustituir el valor que me habría faltado en el momento crucial: el de presionar el arma sobre el vientre. En los pocos instantes que me separaban de la llegada del hombre, volvieron a mi mente las palabras de Lucio, cuando aún no habíamos alcanzado el cerro: «Tú sobrevivirás a este día y criarás a mi hijo».

Ya tenía todo en mente, sabía que su vida era el tributo necesario para tratar de salvar las nuestras. No, Lucio no nos quería juntos sin vida. Matarme habría sido como acabar con él por segunda vez. Al cabo de un instante vi los ojos de aquel hombre, ya cerca de su presa. Permanecí inmóvil, con los dedos en el mango del gladio. El niño se movió de nuevo; el temblor, en cambio, había desaparecido.

El hombre se detuvo; me había localizado y su mueca hablaba claro: había encontrado una mujer, el mejor botín para concluir la jornada. Guardó el puñal en la funda y avanzó con decisión. Cuando estuvo a dos pasos de distancia sofoqué un alarido de tensión y, aferrando con firmeza el gladio, salté con fuerza mirando al pecho de mi enemigo, el blanco más fácil y más grande. La punta de la hoja chocó contra algo duro y se deslizó de lado, golpeándole el brazo. Mi muñeca se había doblado. Comprendí que había chocado contra una coraza, pero era demasiado tarde para pegar de nuevo. El eburón rugió de rabia y me asestó un revés. Sentí que caía al vacío, dándome cuenta solo entonces de que durante todo aquel tiempo había permanecido sobre el borde del foso que rodeaba el campamento. Al rodar hacia abajo perdí el gladio, y finalmente topé con el cuerpo de un hombre que yacía en el fondo. Escupí sangre y tierra, y vi que, sin aquel cuerpo, hubiera terminado sobre un palo puntiagudo. Alcé la mirada para ver dónde estaba el eburón y una lluvia de gotas cálidas me salpicó el rostro. Me cubrí la cara, procurando encontrar una vía de escape entre la selva de palos aguzados que salían del terreno. Luego se oyó un ruido y a continuación un estertor sofocado. El eburón yacía inmóvil, en el fondo del foso, con los ojos vidriosos y la garganta desgarrada.

Oí la voz de Valerio, que me llamaba despacio.

—Estoy aquí, Valerio.

—¡No te muevas!

Volvió al cabo de unos instantes con una capa, la enrolló como una cuerda y me arrojó un extremo. Con toda la fuerza restante me agarré a ella y me sentí levantada hacia lo alto, salvada de los infiernos. En cuanto llegué arriba me di cuenta de que nos habían visto y desde los vivaques comenzaban a correr hacia nosotros.

Valerio me cogió del brazo y se puso a correr de nuevo, a la sombra de la empalizada. Doblamos la esquina dejando a las espaldas el vocerío de los galos y enfilamos hacia el bosque. Para alcanzarlo debíamos recorrer un amplio espacio abierto. El clamor a nuestras espaldas se alzó con más fuerza, pero ninguno de los dos se volvió hasta que comenzamos a subir la colina, adentrándonos entre los árboles. Oímos el pataleo de los caballos, pero el mayor ruido procedía de nuestra respiración afanosa, ya al límite. Valerio me arrojó a una cavidad protegida por dos grandes rocas. Despellejándose las manos arrancó dos ramas frondosas y me las lanzó encima, luego se echó a mi lado, se extendió detrás de mí y con una mano me cerró la boca. Con la otra sostenía la espada, listo para golpear. Nuestros pulmones estallaban por la desesperada búsqueda de aire y lo único que podíamos hacer era contener la respiración, para no dejarnos oír. Los eburones nos buscaron durante un rato, vagando en la oscuridad. Algunos guerreros a caballo se habían adelantado hasta el bosque, pero habían sido reclamados por los gritos provenientes del fuerte y se habían dirigido inmediatamente hacia aquella parte.

Permanecimos largamente en silencio, sin movernos. Valerio me soltó la boca, le cogí la mano herida entre las mías y sentí su cabeza apoyándose en la mía. Sin él, aquel día yo habría muerto diez veces. Lucio lo sabía. Lucio lo sabía todo.

No sé cuánto tiempo pasó. Luego el veterano apartó las ramas y salió con cautela. Me tendió la mano y me hizo levantar. Cojeando, me apoyé en él. El dolor martirizaba todo mi cuerpo; ardores, morados, no había una parte de mí que no estuviera lacerada. Los labios palpitaban hinchados, el codo y la rodilla me hacían sufrir. Valerio no respondió cuando le pregunté si estaba herido. El dolor físico era algo que no le afectaba. Era la punzada que sentía en el corazón la que lo destrozaba.

Remontamos la colina en silencio, hasta un punto desde el que distinguíamos el fuerte. Los eburones debían de haber encontrado el portón abierto y, tras comprobar que nadie vigilaba las escarpas y las torres, habían entrado y habían acabado con los pocos soldados que aún quedaban con vida. En aquel momento estaban devastando todo lo que hallaban, abandonándose a una orgía de ferocidad a la luz de las antorchas aún encendidas. Quién sabe si alguien se había salvado, huyendo a escondidas como habíamos hecho nosotros. Algunos jóvenes guerreros habían atado un soldado a un caballo y lo estaban arrastrando por todo el campamento. Luego vieron los cadáveres alineados en torno a Emilio.

Los eburones detuvieron los caballos y se quedaron mirando aquellos restos, sin acercarse. Llegaron otros guerreros, pero ninguno se atrevió a tocar uno solo de aquellos cuerpos. Frente a aquel extremo sacrificio, los bárbaros se alejaron recelosos y aterrorizados. El primípilo había vencido.

Valerio se sentó en el suelo lentamente, se cogió la cabeza entre las manos y después de unos instantes comenzó a llorar. No encontré ni una sola palabra para confortarlo, quizá porque aquel no era el momento de las palabras, sino de llorar a nuestros seres queridos. Lo abracé y lloré con él, mientras los fuegos a lo lejos iluminaban esporádicamente el campo de batalla. Un modesto alivio para la inmensidad de nuestro dolor.

Yo había perdido al hombre al que amaba; él, su razón de vida. Valerio sabía que en aquel momento su cuerpo debería estar junto al de Emilio, para honrar su juramento de servir a la enseña hasta la muerte. Después de haber asistido al extremo sacrificio de los milites, sus compañeros, la amistad con Lucio le había impulsado a elegirme a mí en vez de a la muerte. El gran héroe de la Decimocuarta era un fugitivo, un desertor, y nadie lo sabía a excepción de su conciencia, que a diferencia de las heridas lo atormentaría largamente, quizá durante toda la vida.

Teníamos que poner tierra de por medio entre nosotros y los eburones, pero ya no conseguíamos levantarnos. Permanecimos los dos juntos, sin hablar, hasta que nos dormimos, exhaustos, en el frío de la noche. Jirones blanquecinos de niebla se alzaban solemnes en la pesada humedad del valle.

Eran los espíritus de los caídos en Atuatuca.