XXVII

Breno

Hacía rato que Nasua y Uchdryd dormían. Romano, en cambio, se había interrumpido y se había extraviado mirando la llama, como si algo le impidiera continuar su relato. Breno, que ya había notado en varias conversaciones ese comportamiento, permaneció en silencio. Escrutó con atención aquel rostro inmóvil iluminado por el fuego, intentando leer detrás de aquellas facciones duras, marcadas por los años y por la vida, los pensamientos que tanto lo turbaban, siempre en perenne movimiento entre el pasado y el presente. Una ráfaga de viento frío le hizo apartar la mirada. El mercader inspiró profundamente. Olor a turba y hierba, un día y medio en tierra firme y ya le faltaba el mar. Se adormiló ligeramente y cerró los ojos.

Sintió el toque de una mano sobre el brazo y los abrió. Tuvo un sobresalto. Su amigo lo estaba observando, haciéndole señas de que estuviera callado.

—Tenemos compañía —susurró el ex legionario, moviéndose hacia los árboles que se alzaban detrás del vivaque.

—¿Qué sucede? —le preguntó Breno, siguiéndolo.

Romano apartó unas ramas, lo suficiente para escrutar en el vacío. Delante de ellos, el pequeño sendero por el que habían llegado estaba sumido en la oscuridad. También a la luz del sol era difícil seguir aquella pista, porque por largos tramos desaparecía entre la vegetación.

—¿Los oyes? Caballos. Dos, quizá tres, y se están acercando.

El mercader aguzó el oído. Después de algunos instantes percibió un sonido a lo lejos. Era cierto: alguien estaba llegando a paso lento.

—¿Crees que vienen aquí?

—Depende de quiénes sean. Quizá sean solo viajeros. En todo caso, ahora habrán avistado las chispas del fuego que se alzan en el aire y es posible que quieran mantenerse apartados. Como también es posible que vengan a curiosear o a buscar un sitio donde reposar. O que sean lobos de presa.

—¿Piensas que pueden ser peligrosos?

El viejo legionario rio sarcásticamente.

—Pienso que los esperaremos y luego veremos. En todo caso, tenemos a tu «salvoconducto», ¿no?

Breno se restregó las manos sudadas. Comenzaba a sentir también un nudo en el estómago. La presencia de aquel hombre lo confortaba, pero no estaba habituado a ese tipo de tensión. Recapituló mentalmente la situación para intentar tranquilizarse. A fin de cuentas eran cuatro, con un muchacho joven y ágil, un ex legionario, aunque de edad avanzada, y un enorme guerrero del lugar. Y luego estaba él, él que… bueno, también él haría de algún modo su parte.

—Vete a despertar al «salvoconducto» y a Nasua. Nos desplazaremos del vivaque e iremos al encuentro de esos jinetes, para ser nosotros quienes les demos la sorpresa. Nos dividiremos, dos de un lado del sendero y dos del otro. Si no tienen malas intenciones, solo habremos tomado excesivas precauciones.

—Romano.

—¿Sí?

—Yo estoy contigo.

El viejo legionario sonrió, con un relámpago en los ojos.

—Bien. Entonces diles a esos dos que vayan de aquel lado del sendero y luego vuelve aquí. Nosotros nos apostaremos en este lado. Y mira en mi saco. Encontrarás el espadón que te agité ante los ojos el otro día, en la nave. Cógelo.

El mercader siguió las indicaciones. Después de haber despertado a Nasua y Uchdryd del modo más silencioso posible, regresó donde su compañero.

—Enhorabuena. Con el escándalo que has armado, nos habrán oído a dos millas de distancia.

Breno no respondió. Sabía que era torpe y estaba nervioso, y que en aquella situación dependía totalmente de Romano. Se apresuró a tenderle la pesada espada que había cogido del saco.

—Esa es para ti, yo tengo la mía —dijo el antiguo legionario—. No sé usar un hierro tan largo.

—¿Y esperas que yo sepa?

—Eres un galo.

—Soy un mercader y soy véneto, vosotros llamáis galos…

Breno se detuvo a media frase. Delante de sí solo tenía la oscuridad: Romano ya había desaparecido en el boscaje. Se adentró de inmediato en la negrura para alcanzarlo, con el terror de perder a su guía y encontrarse solo en aquel bosquecillo. Se golpeó con alguna rama en plena cara antes de dar en la espalda del viejo soldado. Lo agarró por el hombro y se puso detrás de él como una sombra.

—Espérame, maldito seas.

—¿Quieres estarte callado y quitarme las manos de encima? Me has hecho hacer de marinero durante todo el viaje, ¿podrías ahora hacer de miles aunque solo sea por unos instantes?

La luz lunar era débil, porque estaba casi toda retenida por la capa de nubes, pero lo poco que conseguía filtrar les bastaba para entrever, a cierta distancia, a una figura que conducía tres caballos atados juntos. Como un felino al acecho, Romano se adelantó en silencio hacia aquella figura y la miró largamente.

—Esto no me gusta, Breno —le susurró—. En mi opinión, ese está trayendo los caballos de los otros dos, que se están acercando a pie a nuestro vivaque, para no dejarse oír. Quizá los hayamos pasado sin darnos cuenta.

—Quizá sea mejor coger los caballos y marcharse, Romano.

—Haríamos demasiado ruido y nos alcanzarían. En todo caso, ahora es tarde, no podemos volver atrás.

Oyeron un silbido proveniente de la dirección del vivaque.

—¿Qué te decía? Ya han llegado a donde hemos acampado. Ven, vamos a ver.

El corazón empezó a palpitar enloquecido en el pecho del mercader. Siguió a Romano, que en cambio se movía tranquilo y seguro, como en pleno día. Después de un centenar de pasos se detuvieron y se agacharon de nuevo, mirando hacia la hoguera. Vieron a Uchdryd hablando con otras dos figuras. De vez en cuando el britano levantaba la cabeza, mirando hacia la mancha que formaban Breno y Romano agazapados, pero los dos desconocidos estaban inclinados y la sombra y el denso follaje impedían ver quiénes eran.

—Tenías razón, había otros dos —dijo Breno, respirando aliviado—, y también yo tenía razón. ¿Lo ves? Conocen a Uchdryd. Ya te decía que nos sería útil.

Se dispuso a levantarse, pero Romano lo aferró por el brazo, impidiéndole cualquier movimiento.

—¿Dónde está Nasua? ¿Lo ves?

Breno miró al grupo junto al fuego. El joven no estaba a la vista.

—No, pero quizá…

¿Por qué era todo tan raro?

—… quizá nos esté buscando.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué no nos llama? Esperémoslo aquí, ¿eh? Entre tanto, no te muevas y quédate en silencio.

No se necesitó mucho tiempo para hacer entender al mercader que las dudas de Romano eran fundadas. Cuando el hombre con los caballos alcanzó el vivaque, Uchdryd lo acogió calurosamente y junto a los demás comenzó a cargar el equipaje sobre las bestias. Se lo estaban llevando todo.

—Nasua no llegará, Breno.

El véneto sintió que la sangre se le helaba en las venas.

—Mi saco —dijo el legionario.

Esta vez fue Breno, a pesar de que estaba trastornado, el que lo cogió del brazo.

—No… no hagamos locuras. Son demasiados, no lo conseguiremos.

—Mi saco.

—No importa, mira, aquí tengo la espada —le imploró Breno—. La espada está a salvo, Romano —dijo, sin soltarle el brazo.

Habían dejado a las bestias ensilladas, así que los britanos no necesitaron mucho tiempo para acomodar el equipaje. Los tres recién llegados subieron a caballo. Uchdryd lanzó una última mirada en torno y escupió al suelo. Estaba a punto de montar en la silla cuando Romano se liberó del agarre de Breno y saltó fuera de la vegetación, empuñando el gladio.

Todo ocurrió en un instante, un segundo que a Breno le pareció una eternidad. A la luz del fuego vio que Uchdryd se volvía y trataba de sacar el espadón que llevaba colgado a la espalda. Miró por un momento a uno de los jinetes, que aulló algo y desenfundó la espada, antes de volver la vista de nuevo hacia Uchdryd. El gigante de la barba leonada se tambaleaba, con los ojos desencajados y las manos aún agarradas al mango del arma, mientras de la herida que tenía en el pecho salía sangre a chorros. Un alarido horripilante reclamó la mirada de Breno sobre uno de los britanos. El hierro de Romano le había atravesado el muslo, para luego clavarse en el costado del caballo. La bestia se desplomó, encolerizada, arrastrando a la otra, y se hizo el caos.

Romano conocía su oficio: se mantenía siempre sobre el lado izquierdo de las cabalgaduras, sujetándolas por las bridas, de este modo desequilibraba a los jinetes, obligados a improbables torsiones para golpearlo con las espadas empuñadas con la derecha. Otro resplandor y otro grito. Un britano dejó caer su arma y se inclinó sujetándose el costado, luego Romano desapareció entre animales que se encabritaban, pateando, y espadas que segaban el aire, silbando. Solo entonces Breno consiguió gritar, imponiendo a sus propias piernas que se movieran, y finalmente corrió hacia ellos, blandiendo aquella enorme espada que a duras penas tenía la fuerza de sostener. Su alarido inesperado y su imprevista entrada en la escena del enfrentamiento provocaron el mismo efecto que un zorro en un gallinero. En un abrir y cerrar de ojos los britanos se dieron a la fuga, espoleando a los caballos.

El tiempo de llegar al sitio y todo había terminado. Breno dejó caer la espada y se echó junto a su amigo, que yacía en el suelo, encogido sobre sí mismo.

—¡Romano! ¡Romano, respóndeme! —gritó el mercader, tratando de ponerlo boca arriba. El viejo legionario lanzó un grito de dolor, castañeteando los dientes entre la barba que brillaba de rojo bermellón.

—Maldito seas, Romano, estás herido. ¿Dónde te han dado? ¿Por qué? ¿Por qué lo has hecho?

—No me muevas, Breno —jadeó el soldado cogiéndose la pierna.

—Pierdes sangre, te han golpeado en la cara.

—Quieto, Breno, déjame recuperar el aliento.

El mercader permaneció de rodillas, mirando a su amigo, que tenía una mano sobre su hombro mientras apretaba entre los dientes el puño de la otra. El viejo soldado permaneció encogido de costado en la hierba húmeda. Necesitó un poco de tiempo para habituarse al dolor y tener una respiración menos afanosa.

—¿Estás mejor? ¿Puedes hablar, ahora?

Romano se pasó el brazo bajo la nariz y esbozó una mueca de dolor.

—Estás perdiendo sangre. Mucha sangre.

—Es la nariz, Breno, tengo rota la nariz, pero ese no es un gran problema —le susurró, mientras inspiraba para liberar las vías respiratorias—. Lo malo es la pierna, maldición, creo que también está rota.

—¿Rota?

—Una de esas bestias me ha dado una coz.

—Romano, también el hombro…

El soldado asintió entre espasmos de dolor.

—Sí, creo que me han golpeado también ahí. ¿Se han marchado?

Breno miró hacia la oscuridad que los rodeaba y asintió.

—Creo que sí.

—He recuperado mi saco.

—Maldito saco —dijo Breno, desesperado—. Han escapado con los caballos, ¿cómo nos iremos ahora de aquí?

—Uno no hará mucho camino, le he golpeado la pierna y al caballo. Tampoco el tipo al que he dado en el costado irá muy lejos —respondió Romano, tosiendo.

—Menuda satisfacción, eres un héroe. Enhorabuena, has ensartado a tres de cuatro y ahora estás aquí agonizando en el suelo.

—Ve a buscar a Nasua, Breno.

El mercader se levantó y fue cautamente hacia el sendero, con la esperanza de encontrar al muchacho y, al mismo tiempo, el miedo de descubrir la verdad sobre su desaparición. La espera fue breve. El cuerpo sin vida de Nasua yacía un poco más allá del inicio de la pista. Le habían cortado la garganta. Cuando volvió al vivaque tenía la suerte del muchacho pintada en el rostro y Romano no necesitó preguntarle nada. El véneto se detuvo de golpe.

—¿Has oído?

Los dos permanecieron en silencio parando la oreja para escuchar y oyeron una especie de silbido sofocado en un balbuceo.

—Es la bestia, Breno, aún no ha muerto y los pulmones se le están llenando de sangre. Dentro de poco se ahogará.

Breno miró el cuerpo del britano tendido en el suelo. El brillo de los ojos le hizo entender que estaban abiertos. Se volvió para observar a su amigo, también él en el suelo, aunque sangrando. No había cambiado nada en todos aquellos años pasados en el mar: en la tierra los hombres seguían matándose entre sí.

—¿Qué puedo hacer?

—Coge la espada, apuntálala en alguna parte y apóyate sobre el pomo.

Breno sacudió la cabeza y se arrodilló de nuevo sobre su amigo.

—Quería decir por nosotros. ¿Cómo saldremos de esta situación?

Romano rio sarcásticamente y volvió a toser.

—Creo que ya estoy fuera, Breno. No puedo moverme de aquí. Tanto camino para no llegar. Qué destino absurdo…

El mercader le dio la vuelta, se obligó a vencer su natural repugnancia por la sangre y trató de localizar la herida en el hombro.

—Vete, Breno, pronto volverán.

—¡Cállate, cabezota! ¡Cállate!

El véneto miró a su alrededor; los britanos se lo habían llevado todo, salvo a Uchdryd, su cómplice. Y él tenía una buena capa pesada y lazos que le sujetaban los calzones hasta la rodilla. Además tenía la bandolera que le sostenía la espada. Todas esas cosas podían servir para taponar la herida e inmovilizar la pierna, pero eso implicaba levantarse, ir allí y desvestirlo. Breno tuvo que apelar a todas sus fuerzas, y cuando finalmente estuvo de pie, sintió que las piernas le temblaban durante todo el breve trayecto que lo separaba del cuerpo del gigante. El véneto se inclinó sobre el britano que lo miraba, inmóvil, con un siniestro resplandor en los ojos. Le desató la correa y la soltó con fuerza, mientras la agitada respiración del hombre que estaba en el suelo le resonaba en los oídos. Con el rabillo del ojo observaba el rostro del coloso por miedo a que pudiera recuperarse y aferrarlo. Le quitó el broche de la capa. Por último pasó los lazos en torno a las pantorrillas. Dejó a sus espaldas aquel estertor y alcanzó a su amigo herido con su magro botín.

El mandoble en el hombro había sido atenuado por la capa y la vestidura, a pesar de lo cual la herida sangraba bastante. El mercader no tenía nada a disposición para limpiarla, y tardó un poco en taponarla y vendarla. La nariz estaba hinchada, como también los pómulos y los ojos, pero aquel era el daño menos preocupante. Ahora había que hacer algo por la tibia rota, y fue precisamente el viejo legionario, apretando los dientes, quien guio las manos de Breno y lo ayudó a entablillarla con la funda de la espada y las correas de Uchdryd, que aún se obstinaba en respirar. Después de haber vendado el hombro e inmovilizado la pierna como mejor se podía, debían alejarse de allí antes de que los tres compadres del britano acabaran de lamerse las heridas y volvieran a intentar el golpe. Con el ex legionario fuera de combate, no habrían tenido salvación.

Los dos se dieron cuenta enseguida de que las heridas de Romano, ambas sobre el lado derecho del cuerpo, le impedían apoyarse en un bastón para caminar. Solo podía avanzar a saltos, agarrado a Breno, pero a pesar de que trataba de resistir al dolor que las continuas sacudidas le provocaban, debía detenerse cada dos o tres pasos para recuperar el aliento. Iban demasiado lentos, así que el véneto decidió probar a transportar a su amigo a la espalda, pero se vio obligado a renunciar después de la tercera caída en el breve espacio de una veintena de pasos.

—Oye, solo hay una manera de salir de esta situación —dijo Romano, jadeando—. Debemos separarnos, así al menos tú conseguirás llegar a alguna parte.

El mercader protestó débilmente.

—Breno, yo no puedo caminar. Es mejor que ahorre fuerzas y me quede en alguna parte esperando a que vuelvas a buscarme con alguien.

—¿Adónde voy? Ni siquiera sé dónde estamos, no hay un camino, no hay un punto de referencia, no hay una ciudad aquí cerca.

—Mañana por la mañana regresarás a la pista y la seguirás. Tarde o temprano encontrarás a alguien.

—¿Y qué le cuento? Además, aunque hallara a alguien, ¿cómo haría para encontrarte?

—Fijaremos un punto de referencia bien reconocible.

Breno sacudió la cabeza, desconsolado.

—No, no puedo dejarte aquí solo; esperemos otro día y veamos cómo estás.

—Ni hablar. Ahora hemos comido y bebido y tenemos las energías necesarias para intentarlo. Un día más solo podría empeorar nuestra situación.

—¿Empeorar? ¿Te parece posible?

—Lo peor nunca tiene fin, Breno. Siempre hay un peldaño más abajo.

La gran casa circular sufría, impávida, el asalto de los elementos. Empujada por ráfagas de viento, la lluvia atronadora se deslizaba desde el espeso techo de paja para verterse en la era. En el interior, un buen fuego chisporroteante iluminaba y calentaba el ambiente. El golpeteo rítmico de los martillos que llegaba de la fragua acompañaba los gritos jocosos de los niños y el trabajo silencioso de las mujeres, ocupadas en las tareas domésticas o en hilar la lana. Poco después oscurecería y con aquel mal tiempo los hombres del clan regresarían para la cena.

La silueta de un hombre alto y robusto apareció en la puerta. Estaba completamente empapado, el largo cabello mojado sobre la capa de lana gruesa de color marrón oscuro, también completamente calada. Del chaleco de piel de oveja que llevaba bajo la capa salían los fuertes brazos desnudos. Llevaba una larga espada, sin funda. Dos niños corrieron a su encuentro y le saltaron al cuello, riendo y chillando. Adedomaro se inclinó con una sonrisa y con la gruesa mano despeinó los rizos rojizos de los dos chiquillos. El mayor trató de cogerle la espada, pero el guerrero, siempre sonriendo, se lo impidió y se levantó para acercarse al centro de la estancia, donde estaban sentadas las mujeres. En cuanto una de ellas lo vio, se alzó y se acercó a él con una sonrisa en la que estaba encerrado todo el amor de una madre por su hijo.

—Pensaba que no volverías hasta mañana o pasado mañana. ¿Nada de caza?

El joven respondió con una sonrisa:

—Guth y Cunobelin se están ocupando de ella. Hemos cogido un buen gamo.

—Bravo. Ven, quítate esa capa.

El joven detuvo la mano de la mujer que estaba a punto de quitarle el broche.

—Madre, hemos encontrado a un hombre cerca del río.

Ella enarcó las cejas y su mirada verde esmeralda se agudizó entre las arrugas densas y sutiles.

—¿Un hombre?

Adedomaro asintió.

—No sé quién es. Es un hombre mayor y no es de aquí, porque no habla nuestra lengua. Creo que viene de las tierras de ultramar. Lo hemos encontrado mientras perseguíamos a un ciervo. Estaba medio desvanecido y sin fuerzas, encogido debajo de un árbol, cubierto por el follaje que lo protegía un poco de la lluvia y el frío.

La mujer lo escuchaba, pensativa. En aquellas tierras no eran frecuentes los hallazgos de ese tipo. Un escalofrío la devolvió atrás en el tiempo y por un instante se vio escondida también ella bajo las ramas de un árbol, al frío.

—Estaba armado con una gruesa espada y tenía un buen puñado de monedas de oro y plata, algunas de ellas acuñadas en el Cancio. Nos ha parecido sospechoso y después de despertarlo lo hemos atado para interrogarlo. Guth decía que era un maldito cantiaco y que debíamos matarlo, porque total nadie vendría a buscarlo. Cunobelin primero estaba de acuerdo con él, pero luego nos dimos cuenta de que no entendía una palabra y que su espada era distinta de las forjadas en el Cancio, así que pensamos que era mejor volver aquí y entregarlo en las manos de Mandubracio.

—Habéis hecho bien —dijo la madre—. Ahora quítate esa capa, venga.

—Pero hay otra razón por la que no le hecho daño, madre.

La mujer se llevó las manos al pecho. Tenía un extraño presentimiento.

—Aquel hombre repetía continuamente tu nombre, como si te conociera.

—¿Cómo?

—Sí, hablaba continuamente de Gwynith, Gwynith… Y luego de nombres extranjeros, nombres latinos, como Lucio, Emilio, Valerio… y muchos otros…

Acurrucado en un rincón, empapado y con las manos atadas, Breno era sacudido por estremecimientos de frío y de miedo. Tenía a la vista a sus carceleros, dos hombretones de corpulencia imponente que lo ignoraban por completo mientras charlaban entre ellos y de vez en cuando estallaban a reír fragorosamente.

El joven guerrero que lo había encontrado junto al río entró a grandes pasos en la estancia, seguido por un hombre de unos cuarenta años envuelto en una capa de piel y por una mujer. Esta última se volvió a los colosos para dirigirles unas palabras en un tono adusto. Uno de los dos salió a la carrera de la estancia y el otro se precipitó a desatar al prisionero.

Breno la miró y de inmediato se sintió cohibido. Aunque el paso de los años no había escatimado las injurias a aquel rostro, reconoció enseguida los ojos verdes tantas veces descritos por su amigo.

El hombre de la piel le dijo algo, obligándolo a apartar la mirada de ella. Para hablarle había empleado un incierto dialecto belga, que no usaba desde hacía demasiado tiempo pero que conocía lo suficiente para hacerse entender. Se presentó como Mandubracio, soberano de aquellas tierras, pero antes de que pudiera añadir nada, la mujer se adelantó, decidida, y lo escrutó con aquellos ojos irresistibles.

—¿Quién eres?

—Mi nombre es Breno, señora. Soy un mercader véneto y comercio con el Cancio desde hace años. En este viaje he traído conmigo a un hombre que se ha embarcado en mi nave en Puerto Icio. Es un romano, un soldado. Era un legionario de César…

—¿Cómo se llama ese legionario de César?

La voz de ella había cambiado de tono, como si las palabras de Breno hubieran despertado de golpe sus recuerdos.

El mercader sacudió la cabeza.

—No lo sé, yo lo llamo «Romano», nunca ha querido decirme su nombre. Pero sé que ha venido aquí para encontrar a una mujer llamada Gwynith.

Ella se cubrió los labios con las manos, con un sobresalto.

—Te lo ruego, señora, ese hombre está en peligro, es viejo y se encuentra herido. Alguien debe ir de inmediato a buscarlo.

—¿Dónde está?

—No lo sé. Hemos remontado el Tamesim y hemos desembarcado en los confines del Cancio. Después de un día de marcha a caballo nos atacó una banda de salteadores. Después del enfrentamiento, él no estaba en condiciones de caminar, así que he ido en busca de ayuda. Por desgracia, me he perdido y he vagado durante dos días bajo la lluvia antes de que me encontraran.

La mujer se alzó y habló a Mandubracio en un idioma que a Breno le resultaba desconocido. El soberano asintió.

—Mandaré a algunos hombres a buscarlo.

—Que partan de inmediato y batan cada sendero desde aquí al Tamesim —dijo ella.

—Háblame de él. ¿Es grave su herida?

Breno dejó de sorber su caldo hirviendo. Ahora que vestía ropas calientes y secas y estaba sentado junto al gran fuego se sentía mejor. La fiebre aún no había pasado, pero en compensación había desaparecido el miedo.

—Tiene una pierna rota y una herida de espada en el hombro. Creo que también tiene la nariz rota, pero es un hombre fuerte, creo que lo conseguirá. Según él, las ha pasado mucho peores.

Gwynith asintió. Su mirada se había alejado del mercader, como perdida en el vacío.

Breno calculó que tendría entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Era muy delgada y de baja estatura respecto de las mujeres de su raza. La piel había perdido la frescura de antaño, como también el famoso color del pelo, que en varios puntos había dejado sitio al blanco. De la mujer que él esperaba encontrar había quedado la mirada. Los ojos, por más que marcados por los años, conservaban todo el magnetismo que habían descrito las palabras de Romano.

—Había perdido la esperanza de verlo de nuevo, después de todos estos años —dijo ella como si estuviera pensando en voz alta—. Por un lado, he vivido en la esperanza de poderlo abrazar otra vez, algún día; por el otro, he rogado que me olvidara y pudiera llevar una vida serena.

Gwynith miró a Breno.

—Si tú estás aquí, quiere decir que durante todo este tiempo él no ha hecho más que tratar de mantener su promesa de entonces.

—¿Qué promesa?

Gwynith miró a Breno.

—Que solo volvería cuando sus compañeros pudieran reposar en paz para siempre.

—¿Hablas de los muertos de la batalla de Atuatuca?

La mujer lo miró.

—¿Cómo es que sabes de esa batalla, si no sabes quién es él?

—Me ha contado casi toda su historia, desde vuestro primer encuentro en el Cancio, estando tú encadenada al carro de un mercader, hasta la batalla de Atuatuca. Por desgracia, no le ha dado tiempo a terminar su relato, porque hemos sido agredidos. Él me estaba contando lo ocurrido cuando llegasteis a aquel cerro alcanzado a tan alto precio, y tú estabas vendando las manos de Lucio.

Los ojos se le velaron, el verde esmeralda del iris se ensombreció, mientras en el centro de la pupila el reflejo de la llama danzaba sin pausa.