Atuatuca
En la calígine del amanecer, Emilio observó con incredulidad los caballos hispanos saliendo lentamente del campamento; alcanzó inmediatamente al tribuno que los guiaba, pidiéndole que esperara a que toda la legión estuviera lista para la marcha. Este le respondió que estaba ejecutando las órdenes del legado Sabino en persona y le solicitó que le cediera el paso. Ellos serían la vanguardia de la Decimocuarta y esperarían al resto de la columna a poco más de media milla del fuerte. La misma respuesta le fue dada por el centurión que comandaba un pelotón de auxiliares, que cruzó poco después la Puerta Pretoria seguido por insignias, soldados e impedimenta. Imprecando, el primípilo se dirigió de inmediato a los suyos de la Primera Cohorte y les ordenó, sin rodeos, que abandonaran todo aquello que no formara parte del equipaje corriente. Indicó que llevaran inmediatamente los mulos donde se estaban reuniendo los carruajes y que se dispusieran para la partida. Cada cohorte llevaría en su séquito su propio equipaje, porque, según se veía, las unidades se estaban poniendo en marcha cada una por su cuenta a medida que estaban preparadas.
Algunos centuriones llegaron donde el primípilo, pidiendo explicaciones: ¿debían esperar a la Primera Cohorte? ¿O ponerse en movimiento de inmediato, como les acababan de decir los tribunos? La rabia de Emilio se atenuó un tanto ante la llegada de Aurunculeio Cota con su escolta, que se puso a su vez a despotricar contra el primípilo como un poseso.
—¿Cómo se te ocurre mandar fuera a las cohortes una a una, sin la más mínima protección?
Emilio estalló a su vez:
—Aquí hay demasiada gente dando disposiciones y los oficiales no saben qué hacer. ¡Los que han salido lo han hecho por una orden explícita y, desde luego, que no he sido yo quien ha dicho a los hombres que se alejaran de este modo, como si estuviéramos yendo a hacer un paseo campestre!
Cota se quedó de piedra y cambió enseguida de tono, dando disposiciones al primípilo para que hiciera poner a la legión en orden de marcha por número de cohorte. Emilio se sujetó el yelmo con fuerza, saludó a su superior y se marchó, seguido por los centuriones, que no se atrevieron a abrir boca.
Lucio miró al primípilo pasando a grandes pasos delante del carro sobre el que estaba haciendo subir a Gwynith. El tribuno Avitano había puesto a disposición de los veteranos de la Décima a Bithus y un carro, gracias a los cuales podían llevarse sus carissima, cosa que no había sido permitida a los demás legionarios. Valerio formaba parte del grupo y en aquel momento estaba ocupado en atar lo mejor posible su equipaje al carro, mientras Lucio hacía sentar a la britana y a Tara, dejando libre el puesto de conducción para el esclavo de Avitano.
—Somos afortunados, Gwynith; cada cohorte será seguida por los equipajes. Estaremos cerca.
La mujer respondió con una sonrisa insegura. En realidad estaba aterrorizada por todo lo que estaba ocurriendo y, a pesar de que Lucio procuraba disimular, ella había captado la tensión en su mirada. Lucio le acarició una mejilla y sonrió para tranquilizarla:
—Verás, aquí arriba estarás cómoda. Baja solo si hay pasajes difíciles y el carro baila demasiado. De todos modos, yo estaré cerca.
—Te lo ruego, Lucio, estate atento.
—¿Yo? ¿Atento a qué? Sabes que estamos en el lugar más seguro del mundo.
—Ya me lo dijiste en la noche del solsticio.
Cabello de Fuego le lanzó una mirada de complicidad. El hombre le cogió una mano y se la llevó a los labios:
—También te he dicho que te amo y, sin embargo, te lo repetiría siempre. Ya verás como será un viaje tranquilo.
La sonrisa que le iluminó el rostro era sincera y no forzada.
—Si tú me dices que lo conseguiremos, te creo.
—Lo conseguiremos.
El breve momento de intimidad fue roto por la voz de Quinto Lucanio, que ordenaba que la cohorte se alineara. Gwynith le arregló el lazo del yelmo:
—Buen viaje, entonces.
Lucio besó aquellas manos blancas y cálidas.
Valerio estrechó la mano de Gwynith y le sonrió.
—Quédate cerca de él —le pidió ella.
—Claro que estaré cerca de él —asintió el veterano, guiñándole un ojo—, pero aún quiero un poco de aquel estofado.
Lucio y Valerio ocuparon su puesto a la cabeza de la columna, flanco a flanco, como siempre. El centurión Lucanio estaba esperando que el primípilo alcanzara a la cohorte, y en aquel momento de silencio y espera los dos amigos se miraron.
—Si llega a sucederme algo, prométeme que cuidarás de ella.
—Si te sucede algo a ti querrá decir que antes me habrá sucedido también a mí, Lucio.
—¡No! Prométeme que si me sucede algo, harás lo que sea para salvar a mi mujer y a mi hijo. Las cosas han cambiado, ahora ya no soy lo más importante. Son ellos.
—Lucio, yo no…
—¡Promételo, por los dioses! ¡Júrame por el águila que llevo que te ocuparás de ellos!
El veterano asintió. Era la columna de la legión, pero no podía hacer nada contra la mirada penetrante de su amigo.
—¿Tengo tu palabra de legionario, Valerio?
—Tienes mi palabra de hermano.
Lucio apoyó el bastón con el águila sobre el hombro y con la mano libre estrechó el brazo con que Valerio sostenía el escudo.
—Gracias.
La voz del primípilo resonó en el campamento. Los hombres se movieron como empujados por una fuerza invisible y comenzaron a avanzar paso a paso, siguiendo al águila. Al salir por la puerta del campamento Lucio trató de volverse para ver si los carruajes seguían a la cohorte, pero la selva de estandartes, pila e impedimenta que oscilaba al paso no le permitió mirar más allá de las primeras filas de legionarios.
Después de haberse puesto su casco de bronce, coronado por el gran penacho púrpura, Cota miró a la Primera Cohorte desfilando bajo las torres que encuadraban, solemnes, la Puerta Decumana en la claridad de aquella fría mañana otoñal. El comandante había relegado su capa purpúrea prefiriendo una de gruesa lana blanca, que lo hacía descollar en medio de todos los demás. Observó atentamente al águila mientras el estandarte dejaba el campamento y alzando la mirada se percató de que, por primera vez, las torres estaban desguarnecidas. La guardia se había desmontado sin consignas, dejando las poderosas estructuras desprotegidas, como si fueran dos leones sin dientes. En toda su carrera militar nunca había visto una torre romana sin soldados. Era un militar, un comandante de hombres que había luchado bajo las enseñas de Roma y, sin embargo, ahora se sentía inerme, incapaz de cambiar aquella situación absurda, consciente de que no era él quien manejaba los acontecimientos, sino al contrario. Silencioso, se dispuso a la cola de la Primera Cohorte con su séquito de jinetes. Detrás de él se movieron los carruajes y cuando estos hubieron salido, se puso en marcha la Segunda Cohorte. Su magnífico corcel ibérico lo condujo con elegancia al paso por el camino que partía de la Decumana, siguiendo a los legionarios. El animal estaba habituado a seguir a los diversos manípulos, por lo cual Cota ni siquiera debía preocuparse de enderezarlo. No se volvió.
La vergüenza le impidió mirar la fortaleza que César le había confiado y que él estaba abandonando intacta a los eburones.
En el interior del campamento reinaba una atmósfera completamente distinta. Sabino exhortaba a los hombres a salir sin preocupaciones; en un par de días alcanzarían a Labieno y ya nadie se atrevería a atacar a tantos hombres juntos, ni siquiera una horda de germanos. A diferencia de Cota no llevaba el yelmo, quería que los hombres le leyeran la serenidad y la confianza en el rostro, como varias veces había visto hacer al propio César, y en efecto los soldados comenzaban a patear de impaciencia para dejar a sus espaldas aquel sitio lo antes posible, mientras cargaban los carros y cogían a la espalda todo lo que podían, sin pensar demasiado en el estorbo y la fatiga que aquel peso comportaría.
El propio Sabino estaba más interesado en la celeridad de la partida que en la disposición de las tropas. Cuando a su vez hubo dejado el campamento detrás de la Quinta Cohorte, las restantes unidades comenzaron a moverse sin orden ni concierto. Así, cuando el último de los nueve mil hombres pasó bajo la silueta de las torres, la Decimocuarta Legión, con la caballería hispana y los auxiliares, parecía una larga serpiente que se articulaba durante más de una milla, con la cabeza compacta y una larga cola de rezagados indiferentes, tan cargados como los mulos que viajaban con ellos.
La columna siguió el sendero bordeado por un curso de agua que atravesaba la llanura frente al campamento, para luego trepar por un pasaje salpicado de gruesos macizos, donde los carros comenzaron a retrasar la marcha de los legionarios, alejándolos de los jinetes que habían superado fácilmente la colina y habían avanzado más allá. Cota hizo detener a la Primera Cohorte en la meseta después de la colina, para esperar a los carros y los mulos antes de reanudar la marcha. El legado parecía insensible al viento otoñal que le penetraba entre las protecciones de cuero. El pesado manto de lana que llevaba sobre los hombros era más un ornamento que una indumentaria. Su mirada bajó hasta los carruajes que lentamente estaban llegando a la planicie. «Vida y lastre de la legión», pensó, mirando los impedimenta. El eje de un carro se rompió y la carga se volcó sobre el sendero. Algunos legionarios lanzaron el equipo al suelo para ir a liberar la vía que había quedado atascada. Entre tanto, más abajo, la Segunda Cohorte marcaba el paso, a la espera de que el camino estuviera libre. Cota miraba en silencio y con distanciamiento cada episodio, sabiendo que se reiteraría y repetiría hasta el final de la columna, creando aglomeraciones y mezclas de unidades que luego inevitablemente, una vez retomada la senda, se alargarían y adelgazarían. Una voz reclamó su atención. Se volvió y desde lo alto de su cabalgadura vio a Emilio, que le pidió conversar un momento directamente con él.
—¿Qué sucede, primípilo? —preguntó el legado, recién apeado del caballo.
—Señor, escúchame, ya he pasado por aquí durante las maniobras. Más allá de esta meseta hay un valle atravesado por el lecho de un río seco. Ahora es poco más que un arroyuelo y sin duda podría facilitar el paso. Pero el problema es que el valle es muy largo. Nunca lo he recorrido todo, porque en ciertos tramos las paredes de las colinas se vuelven demasiado escarpadas y, en un par de puntos, más que un valle parece una garganta. Es peligroso, legado. Desaconsejo firmemente atravesarlo en estas condiciones.
Cota observó las colinas. Desde aquel punto el valle no era aún visible.
—Hemos estudiado los mapas y este es el camino más rápido para alcanzar la fortaleza de Labieno.
—Entonces pasémoslo formando contingentes. He perdido contacto con la caballería, que ha avanzado demasiado, y dentro de poco estaremos también excesivamente lejos de los auxiliares. Estamos tardando mucho con esos carros, y las demás cohortes necesitarán al menos el mismo tiempo. Reunamos a la mitad de la legión y hagámosla pasar del otro lado, luego hagamos pasar los carros y, por último, la retaguardia.
El legado miró a su alrededor.
—Aquí no hay espacio para reunir a la mitad de los hombres y todos los carros, primípilo. Acabaremos causando un desmembramiento igualmente peligroso, por no mencionar que para entonces al menos un millar de hombres estarán ya demasiado avanzados. Creo que lo mejor es hacer que los auxiliares lleguen hasta el final del valle, reclamar a una parte de la caballería y dispersarla por las colinas, para asegurarnos la protección de los flancos.
Cota indicó a su ayudante que lo alcanzara.
—Pero al mismo tiempo deberemos avanzar tal como estamos, de otro modo tardaremos toda una jornada en reorganizar la columna y pasar la planicie. Reencontrarnos en el valle al oscurecer sería un problema, sin contar que los hombres ya están cansados ahora.
—Rodeemos el valle, señor. Mandemos a alguien de reconocimiento —rebatió Emilio, tajante.
—Primípilo, vamos a tardar una hora solo en hacer que los carros remonten este sendero. ¿Cuántas crees que necesitarán para atravesar la zona de las crestas boscosas? —Cota se interrumpió para ordenar a su ayudante que fuera a llamar al tribuno Avitano. Luego continuó—: Tienes toda la razón, centurio, pero hemos decidido que es más importante la velocidad que la seguridad. Los germanos podrían llegar de un momento a otro.
Emilio se acercó a un paso del comandante.
—¡Pon fin a esta locura, legatus! Ordena volver atrás, inventa algún pretexto, el valle puede ser perfecto, los centuriones veteranos estarán de nuestra parte. Volvamos al campamento, mientras haya tiempo…
—¿Qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loco? —estalló Cota, airado—. ¿Los centuriones veteranos están de acuerdo? ¿Con qué? ¿Qué es, una conjura?
Emilio sacudió la cabeza, bajando la mirada.
—Haré como que no he oído nada, centurio, en nombre de la estima que siempre te he tenido, pero desaparece de mi vista. ¡Ve a la cabeza de la columna y ante mi señal haz avanzar a los hombres!
El centurión saludó, avergonzado, y volvió sobre sus pasos, justo cuando llegaba Avitano a lomos de su caballo blanco. Cota dio al tribuno las disposiciones sin demasiadas formalidades:
—Coge a veinte jinetes y alcanza la vanguardia. Da la orden a los auxiliares para que protejan la salida del valle, junto con un pequeño contingente de caballería. El resto de los hispanos, en cambio, debe regresar atrás pasando por las alturas, para proteger los flancos de la columna.
Avitano asintió, hizo girar el caballo y desapareció al galope. Cota volvió a montar y después de que los legionarios recuperaran su puesto en las filas, hizo señas a Emilio de que reanudara la marcha. La Primera Cohorte se puso en camino mientras el sol comenzaba a acariciar las cimas de las colinas.
Emilio se adentró en el valle seguido por los suyos, mientras la Segunda Cohorte superaba la meseta con sus equipajes y aceleraba el paso para apoyarse en la Primera. A pesar de que cada unidad tardaría en pasar el monte, la longitud del valle era tal que, cuando la retaguardia superó la altura, Emilio se encontraba en la garganta más estrecha de todo el recorrido, a tres cuartas partes de camino. Más de una hora de marcha los separaba aún de la meta que marcaría el fin del collado. Cuando el sol llegó a calentar también el lecho del torrente al fondo del valle que las columnas estaban usando como paso, Emilio y Lucanio, que abrían la marcha, vieron a lo lejos a unos jinetes que llegaban al galope.
—Al fin Avitano está de regreso —dijo el primípilo, señalando a los jinetes que aparecían y desaparecían entre las rocas que enmarcaban los recodos del río—. Manda a un hombre a avisar al legado.
Quinto Lucanio envió al optio de Cota al fondo de la columna para avisar al comandante de la llegada de Avitano. Cuando reanudó el paso acercándose a Emilio, vio que este había ordenado el alto de toda la columna y observaba atentamente a los jinetes que avanzaban. Lucanio escrutó aquellas siluetas lejanas y advirtió de inmediato que el grupo era mucho más numeroso del que había partido con el tribuno. Y había caballos sin jinetes que seguían a los otros a rienda suelta. Los soldados a caballo desaparecieron detrás de un meandro del río, oculto por una roca. Los dos permanecieron con los ojos fijos en el lecho del torrente, al final del recodo donde los jinetes reaparecerían en su desenfrenada carrera.
En cuanto asomaron por la roca que los había escondido, resonó alto el alarido del primípilo:
—¡Impedimenta al suelo! ¡Quitad las protecciones de los escudos!
Una oleada de calor repentino embistió a Lucanio, que apoyó el escudo y comenzó a quitar frenéticamente la piel que lo revestía. Pese a ello, su mirada estaba fija en el rostro de Avitano, medio cubierto de sangre, que guiaba a aquel grupo de jinetes. Los soldados a caballo ya estaban bastante cerca para ser bien visibles y los legionarios a la cabeza de la columna lo vieron. Vieron que aquellos hombres no eran los que habían partido con el tribuno, sino una desesperada mezcla de hispanos, auxiliares y oficiales con el rostro encendido, empuñando las armas y con la muerte en los talones. A esas alturas Emilio ya no estaba interesado en ellos, sino en el territorio circundante, que estudió velozmente, resguardándose los ojos del sol con la mano.
Cota llegó a la cabeza de la columna precisamente mientras Avitano frenaba el caballo, a un paso de los dos centuriones. Estaba sin yelmo y de un profundo corte sobre la sien brotaba sangre que, brillando al sol, le embadurnaba el pelo, antes de descender en regueros por el cuello. Con una rápida mirada detrás de él, los legionarios vieron que también casi todos los demás jinetes estaban heridos. Un decurión se dejó caer de la silla.
—Una emboscada al final del valle —empezó Avitano, respirando con fatiga—. Estaba transmitiendo las órdenes, cuando fuimos embestidos por una lluvia de lanzas y piedras. Luego llegó el ataque de los bárbaros.
Cota se quedó mirando al tribuno con incredulidad.
—¿Germanos?
—No, eburones.
Cota acusó el golpe, pero de inmediato la voz del primípilo reclamó su atención:
—Señor, debemos salir enseguida de aquí, es el sitio ideal para una emboscada.
El legado apartó la mirada del rostro embadurnado de sangre de Avitano y observó las paredes escarpadas que descendían hasta el cauce del torrente, cubiertas por una densa vegetación. Luego examinó la longitud de aquel canal que se articulaba en el fondo del valle y se dirigió a Emilio:
—Dejemos aquí todo el equipaje y vayamos a recuperar a esos hombres.
—Legado —intervino Avitano, aún sin aliento—, no hay nadie a quien recuperar.
El rostro de Cota se volvió inexpresivo. Una noticia directa y letal, como una flecha clavada en la carne. Después de un instante de extravío, miró a Avitano.
—Debemos abandonar de inmediato los carros y los equipajes y alcanzar un punto donde podamos reunir a toda la legión. ¿Hay un claro más adelante donde congregar a todas las cohortes? ¿Una altura? ¿Una colina que se pueda remontar?
—Sí, pero a pie se necesita bastante tiempo y, además, está cerca de la salida del valle, ya lo habrán ocupado.
—¡Ordena la contramarcha, legatus! —intervino el primípilo con decisión—. Debemos salir ahora de aquí, o será demasiado tarde.
Cota no tuvo tiempo de contradecirlo, porque un grito proveniente de la colina que se elevaba por encima de ellos los impulsó a volverse hacia aquel lado.
El caballo de Avitano se encabritó, relinchando, con una lanza clavada en el cuarto trasero, y en un instante miles de gritos se alzaron desde la vegetación de la garganta. Una lluvia de piedras y dardos de todo tipo embistió la columna romana, abatiéndose al suelo después de haber golpeado todo lo que se encontraba en su trayectoria. Emilio se echó sobre el tribuno caído, tratando de protegerlo con su escudo, sobre el que se estrelló una gran piedra. Lucanio fue en ayuda de los dos que intentaban levantarse, aturdidos. En un instante se produjo el pánico, y los reclutas, después de haber visto desplomarse a sus primeros camaradas muertos o heridos por las piedras o las lanzas, comenzaron a amontonarse en busca de salvación.
La sensación de vulnerabilidad, la falta de órdenes, la confusión y los gritos de los heridos, junto con las recíprocas incitaciones a la fuga, se propagaron de hombre en hombre, transformando la columna en una multitud enloquecida. Los que al inicio se encontraban a la cabeza de la columna invirtieron el camino para tratar de huir en dirección opuesta, chocando con los soldados que iban a sus espaldas. Muy pronto la Primera Cohorte se transformó en una muchedumbre confusa de hombres que buscaban la salvación descabalgándose el uno al otro, pisoteando sin distinción impedimenta, escudos, muertos y heridos que pedían ayuda. Y en aquella barahúnda sin control, los dardos no fallaban el blanco, rompiendo yelmos y huesos, penetrando cuero y carne. Emilio, en pie, miró a su cohorte mientras sostenía al renqueante Avitano. Tenía ante los ojos precisamente aquello que un comandante más temía: el pánico. Se puso a gritar, exigiendo que se alinearan. Su ejemplo fue seguido por Lucio y Valerio, que trataron inútilmente de devolver a los legionarios a la razón. Lucanio se lanzó vociferando sobre los muchachos, golpeándolos con su bastón de vid y aullando tan fuere que los ojos parecían saltarle fuera de las órbitas. Entre tanto, la lluvia de hierro y roca continuaba abatiéndose inexorablemente a su alrededor.
El terror se difundió en cadena y nadie consiguió sustraerse a él. La Primera Cohorte, en busca de salvación, chocó primero contra los carruajes que la seguían y luego los arrolló en su desesperada fuga, dejando sobre el terreno a hombres agonizantes y restos desordenados de vehículos y equipajes. Cota se lanzó con el caballo en medio de la barahúnda, después de haber ordenado a las trompetas que tocaran reunión. Trató de dirigir a los hombres a un punto donde el valle era más ancho y las pendientes que lo enmarcaban menos escarpadas. También la Segunda Cohorte había sido atacada, pero los centuriones habían conseguido preparar a los hombres, después de haber visto la tempestad de proyectiles que caían sobre la unidad que los precedía.
Cota pareció reponerse súbitamente de la ceguera que había ofuscado sus últimas decisiones. Tenía la intención de dejar el botín a los bárbaros y tratar de retomar el camino del fuerte, así que partió al galope hacia la tercera columna, después de indicar a Lucio el lugar donde debía reunir las insignias. El aquilífero se puso a correr manteniendo bien a la vista el emblema argentado, mientras las trompetas tocaban sin cesar la reunión de las cohortes, superando el salvaje y ensordecedor estruendo. Sin embargo, la mente y la mirada de Lucio solo tenían un objetivo. Estaba buscando a su amada desesperadamente, entre aquella multitud de soldados, esclavos, mercaderes y bestias encolerizados. Valerio corría junto a su amigo cubriéndole las espaldas y su escudo ya estaba marcado por varios golpes. Cuando al fin los dos llegaron al sitio se detuvieron y reclamaron a sus hombres. Lucio mantuvo bien a la vista el águila, escrutando por doquier en busca de la cabellera roja, mientras el veterano dirigía a los soldados a las filas. Emilio llegó inmediatamente después, como también Lucanio, que sostenía a Avitano. El tribuno halló acomodo en el centro de la alineación, junto a los heridos que habían conseguido alcanzar el puesto, mientras el primípilo se afanaba por reunir la Segunda Cohorte con lo que quedaba de la Primera. De momento su objetivo era poner orden en aquella mezcla confusa y evitar que se crearan otras. La Tercera Cohorte llegó a la carrera para sumarse a las otras dos, y también esta recibió la letal bienvenida de proyectiles que se iban propagando por toda la longitud de la columna.
Los soldados estaban tan confusos y asustados que ni siquiera se percataron de los primeros eburones que desembocaron de los márgenes de la vegetación, recogiendo lanzas, piedras, hachas y bastones para arrojarlos con fuerza contra sus filas. Desde el interior del cuadrado, los legionarios comenzaron a ver la muerte y la sistemática decapitación de los heridos que habían quedado en tierra en los primeros momentos de la emboscada. Hubo soldados que parecieron volverse locos y entre las tropas no fueron pocos los que perdieron el control de la vejiga y de los intestinos. Entre tanto, los centuriones trataban desesperadamente de recuperar el orden, con la disciplina del bastón.
Cuando Cota alcanzó a la Quinta Cohorte encontró a Sabino, que bajo aquella lluvia de flechas no estaba en condiciones de organizar la más mínima resistencia.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí, estáis demasiado expuestos! —vociferó Cota, tratando de restablecer el orden—. No debemos dejar que nos acorralen, debemos ganar la salida y dirigirnos hacia el fuerte. Estoy organizando algunas cohortes más adelante, en cuanto la alineación esté lista comenzaremos a retroceder. ¿Me has oído, Sabino? Advierte a la retaguardia que mantenga a toda costa el control de la planicie a la entrada del valle.
Sabino se limitó a mirar al otro legado con mirada vítrea, como si no lo oyera. Este se le acercó a caballo y lo miró directamente a los ojos.
—¿Me has oído? ¿Qué haces aquí? ¡Debemos avisar a la retaguardia!
—La retaguardia ya no existe —replicó Sabino con un hilo de voz—, ha sido atacada en el mismo momento que la vanguardia. Estamos en una celada.
Cota miró cuesta arriba. También allí veía solo unidades en desbandada. Con un golpe de rienda volvió al lado de su igual.
—Con lo que has insistido en esta decisión, espero que vivas lo suficiente para darte cuenta de tu estupidez.
Sabino lo miró, trastornado.
—Al menos finge que aún eres un comandante y ayúdame a reunir las cohortes supervivientes. ¡Dejemos el equipaje a los eburones y dispongámonos en círculo!
Después de estas palabras, Lucio Aurunculeio Cota espoleó el caballo entre los reducidos grupos que se protegían de la lluvia de flechas, para dirigirlos hacia el águila.
Lucio finalmente entrevió la cabellera roja en medio de un grupo de soldados que estaban alcanzando el cuadrado. El gigante Bithus sostenía a Gwynith, moviéndose entre los fugitivos, pero Tara no estaba en el grupo. También Emilio se dio cuenta de ello mientras tomaba el mando de la cohorte, alineado en primera fila.
—¡Primera Cohorte! —aulló el primípilo a los hombres—. Debemos tomar la iniciativa. ¡No estamos aquí para morir, sino para matar! Ha llegado el momento de ganarse la paga.
Una lanza se estrelló con un golpe sordo en el escudo. Emilio lo sacudió, pero necesitó una rabiosa patada para arrancar la jabalina.
—Aquellos de vosotros que aún tengan los pila, que los pasen a las primeras filas. A mi orden, tiramos y cargamos.
Los hombres se sintieron confortados por aquellas palabras. Cualquier cosa era preferible a quedarse allí, bajo aquel alud de proyectiles, que cosechaban víctimas sin cesar. En aquel punto el miedo estaba dejando rápidamente el sitio a la desesperación, tarde o temprano serían golpeados, lo sabían y ya habían visto cuál sería su fin si caían vivos en manos de los eburones. Era mejor, pues, atacar y tratar de romper el frente enemigo. La desesperación se convirtió en rabia cuando el primípilo dio la orden de lanzar el grito de guerra y arrojar con fuerza los pila precisamente mientras los bárbaros más arrogantes se habían adelantado a pocas decenas de pasos de los legionarios. La rabia dio paso a la furia cuando el grito inhumano de Valerio, seguido por el de los demás, dio inicio a la carga deteniendo el avance de los eburones, que por primera vez sintieron el hierro romano silbando hacia ellos y golpeándolos. En un instante los legionarios estuvieron sobre los atacantes y de inmediato los gladios comenzaron a hundirse en las carnes de los bárbaros, tiñéndose de rojo. Los eburones no se opusieron al ataque, solo algunos de ellos entraron en contacto con la primera fila e inmediatamente después cayeron, con las vísceras destrozadas por los embates de los jóvenes legionarios. Emilio aullaba que no se arredraran, gritaba que golpearan y golpeaba a su vez, se volvía para mirar a los demás, controlaba la formación y volvía a aullar, coreado por los alaridos de los muchachos. Los galos vacilaban por primera vez y sus gritos de dolor se perdían en el estruendo ensordecedor de los atacantes. Caían, morían, y era más fácil de lo previsto; los muchachos de la Decimocuarta estaban descubriendo que eran legionarios y el hombre que tanto los había hecho penar estaba delante de ellos, dando mandobles sin parar. El bloque avanzó, las filas sucesivas atravesaron a su vez a los caídos enemigos para desahogar el odio y para probar el efecto de la espada que penetraba la carne. Casi de inmediato los bárbaros dieron la espalda a los legionarios y finalmente el primípilo dio la orden de detenerse. Valerio no obedeció, se apartó solo del cuadrado corriendo hasta alcanzar a un viejo eburón de pelo gris. Lo atravesó por la espalda, de parte a parte, lo dejó caer entre espasmos y sin vacilar decapitó aquel cuerpo agonizante con un golpe seco. Cogió la cabeza por el pelo y la lanzó hacia los otros galos, antes de retomar su puesto en el cuadrado, entre los gritos de aprobación de los romanos. La mirada que le lanzó el primípilo no necesitó ser subrayada por palabras de admonición.
Marco Alfeno Avitano, con una sumaria venda ensangrentada sobre la cabeza, alcanzó a Emilio.
—Cota quiere que te sitúes, junto al aquilífero, en el centro de la alineación.
El primípilo indicó a Lucio que lo siguiera y los dos se abrieron paso entre la cohorte, hasta llegar al centro del círculo del comandante. No era solo el punto de reunión de los oficiales, sino también de los heridos, que yacían un poco por doquier. Los que había recibían los primeros auxilios y eran enviados de nuevo a sus puestos de combate; los más graves, en cambio, permanecían en el suelo, esperando en vano que alguien se ocupara de ellos. En aquel infierno de gritos y lamentos, Cota, apeado del caballo, daba disposiciones y órdenes a través de los comandantes de las cohortes.
—El águila debe estar en el centro de la alineación —dijo el legado señalando a Lucio. Luego miró a Emilio—: He perdido demasiados centuriones, primípilo, no puedo permitirme arriesgarte también a ti. De ahora en adelante estarás aquí, junto al águila. Debemos intentar contener las pérdidas, la situación es grave.
—Lo será mientras permanezcamos aquí, legatus —respondió el centurión, envainando la espada—. No nos quedan armas de tiro, así que no podemos oponernos a los ataques. Nuestros arqueros no han conseguido ser eficaces, han lanzado sin ton ni son y ya han agotado las flechas. Las provisiones han quedado en los carros.
—Debemos intentar recuperar esos carros a toda costa, reorganizarnos y salir de aquí. Si recuperamos las armas de tiro y algunos escorpiones, podremos resistir durante mucho tiempo, incluso toda una jornada, y esta noche intentar forzar el bloqueo en el acceso del valle.
Emilio bebió un sorbo de agua de la cantimplora.
—Lo mejor es hacerlos mover. Estos no son los hombres de la Décima o de la Novena Legión; son muchachos, tienen miedo de ser rodeados, se sienten perdidos.
—¡Organiza dos cohortes, primípilo! Sin esas armas no tenemos ninguna posibilidad de salvación.
En cuanto los oficiales se dispusieron a organizar la salida desplazándose hacia las cohortes que deberían haber contraatacado, Gwynith se acercó a Lucio, que olvidado de las formalidades la estrechó entre sus brazos. El aquilífero sintió que las lágrimas de la mujer le mojaban la parte del rostro que no estaba cubierta por el hierro del yelmo. Pensaba en palabras de consuelo, pero no las encontraba, así que se limitó a abrazarla en silencio, apoyando el rostro en su frente.
—¡Ha sucedido tan deprisa, Lucio! De pronto nos ha llovido encima de todo, y luego hemos sido arrollados por los soldados. Pensé que te habían herido.
El aquilífero empezó a acariciarle lentamente el pelo para calmarla.
—Tara ha muerto, Lucio. Un momento antes estaba ahí, luego el carro volcó y ella… ella…
Él la estrechó aún más fuerte procurando tranquilizarla, pero era en vano, porque Gwynith ya no tenía esperanzas.
—Te lo ruego, Lucio, no me dejes volver encadenada, mátame, pero no permitas que me cojan. Prométeme que si no hay escapatoria lo harás.
Dos heridos que aullaban de dolor fueron depositados junto a ellos. Lucio acercó los labios al oído de la mujer.
—Debemos resistir hasta que oscurezca, luego intentaremos huir. —La estrechó aún con más fuerza—. ¡No pierdas las esperanzas, Gwynith! Lo conseguiremos.
Uno de los dos heridos que estaba en el suelo, con el yelmo roto y el rostro cubierto de sangre, alargó la mano para apretar el puntal de hierro del asta que sostenía el águila. Lucio lo miró y, dejando a Gwynith, se agachó ante él para desatarle el yelmo. El herido susurró algo al aquilífero y este, apretándole la mano, acercó la oreja a su boca, luego asintiendo bajó el asta y ofreció el águila de plata a la mano libre del muchacho, que la estrechó sobre el pecho.
Con las pocas fuerzas que le quedaban, el herido suspiró algunas palabras temblorosas:
—¿Me sacarás de aquí? ¿Me llevarás a casa?
Lucio asintió intentando limpiar la sangre que se mezclaba con las lágrimas del soldado. La mano del muchacho apretó la de Lucio, como si se quisiera aferrar a esa vida que se le escapaba, luego perdió fuerza y del rostro desapareció la mueca de dolor que lo había marcado hasta aquel momento. Gwynith, llorosa, observó el rostro de Lucio, impasible, mientras desataba el cinturón del soldado en busca de algo que encontró en un pequeño envoltorio de cuero. Al abrirlo, el aquilífero extrajo una moneda y después de haber recitado una breve plegaria en voz baja, la introdujo delicadamente en la boca del legionario. Luego, siempre bajo la mirada de Gwynith, se levantó apoyándose en el asta que sostenía el águila.
—Es para pagar al barquero que ha de llevarlo más allá del río en el Reino de los Muertos.
Poco antes de mediodía Cota puso en marcha su plan, guiando personalmente la salida de las dos cohortes. En cuanto los legionarios se movieron, los eburones experimentaron el efecto devastador del ataque de una unidad de infantería romana y cedieron inmediatamente terreno, dándose a la fuga. El único contragolpe adoptado por los bárbaros fue el de mantenerse lo más lejos posible de los afiladísimos gladios. Una de las dos cohortes, la Novena, consiguió alcanzar un carro cargado de pila y otras armas de tiro, llevando a la alineación su botín. Otras dos cohortes partieron al ataque en cuanto las dos primeras ocuparon su puesto en el interior de la alineación y también en esa ocasión los galos se retiraron desordenadamente. A partir de aquel momento, los bárbaros se mantuvieron alejados de las posibles salidas romanas. Se acercaban, rápidos, a la legión, arrojaban piedras o lanzas y luego echaban a correr para ponerse fuera de tiro. Con esa simple y primitiva táctica habrían podido continuar durante días y mantener en jaque al mejor ejército del mundo en aquel angosto valle.
Los romanos respondían recogiendo todo lo que se lanzaba contra ellos y, redistribuyéndolo entre las filas, organizaban salidas que tenían una eficacia mucho más letal que los asaltos de los bárbaros. Pero el valor y la táctica no conseguían superar la posición claramente desventajosa y constantemente batida por el tiro enemigo, que continuaba cosechando nuevas víctimas entre las filas romanas. A la larga, los eburones tendrían las de ganar sobre los legionarios, que, privados de cualquier refugio, cansados, hambrientos y sedientos, resistían al derrumbe solo con la fuerza de la desesperación. Emilio, con el rostro tenso, exhausto pero al mismo tiempo inagotable, se acercó a Cota. El comandante, a lomos de su caballo, espoleaba a su cabalgadura de un lado al otro, alentando a los hombres.
—Señor, las filas se están reduciendo, tenemos demasiados heridos que ya no pueden caminar, y cuando las cohortes contraatacan dejan unos vacíos que es imposible colmar en el perímetro defensivo. Tarde o temprano los bárbaros se percatarán.
—Lo sé, primípilo, y si estoy arriesgando es porque no veo otra solución. Sé que las salidas cuestan hombres, pero cuestan muchos más a ellos. Espero desanimarlos. Estoy manteniendo la posición, a la espera de que la oscuridad nos proporcione una ocasión propicia.
Emilio asintió, desconsolado.
—¿Tienes algo que proponer, primípilo?
—Por desgracia, no, legatus. Tampoco yo veo alternativas. Organizar una ruptura ahora significaría abandonar aquí a todos los heridos.
Cota señaló lo que quedaba de la valerosa Primera Cohorte.
—Ordena a Alfeno que eche a esos bastardos más allá del río y alcance el carro de los tormenta, que hemos abandonado esta mañana. Inmediatamente después manda también a la Décima Cohorte, en protección del flanco derecho de Alfeno.
—¡Sí, legatus!
Cota retuvo un momento a Emilio:
—Primípilo.
—¿Señor?
—Tenías razón, primípilo. Si te hubiera escuchado, muchos de estos muchachos seguirían con vida.
—Has actuado pensando que hacías lo correcto.
—No, he sido un idiota y por cada uno de estos muchachos que cae me doy cuenta de hasta qué punto puede ser grave la decisión de un solo hombre. Me doy cuenta de qué poco digno es ser comandante, después de semejante decisión. Vaya como vaya, mi carrera acaba aquí, hoy. No tendría sentido sobrevivir a esta jornada, mi honor me lo impide. Pero haré todo lo posible por salir de aquí.
El legado hizo girar el caballo y las miradas de los dos hombres se encontraron.
—Estoy orgulloso de haberte tenido a mi lado.
Emilio intentó contradecirlo, pero Cota lo interrumpió de inmediato:
—Haz partir a Alfeno, primípilo, luego alcanza el águila. Buena suerte.
Marco Alfeno Avitano impartió la orden de avanzar, empezando el contraataque en un desesperado intento de alcanzar algunos carros cargados de lanzas y escorpiones. Todos los honderos disponibles les abrieron camino con un preciso martilleo de piedras sobre los enemigos, y pocos instantes después, a la derecha de la alineación, se puso en movimiento también la Décima Cohorte, protegiendo el flanco descubierto de la Primera.
Lucio no se había desplazado de su posición en el centro de la alineación, rodeado por heridos agonizantes y oficiales que frenéticamente mandaban mensajeros a sus unidades, mientras los músicos bramaban, impotentes, con los instrumentos en la mano. Desde allí se pudo observar el movimiento de los dos bloques que saltaron rabiosamente hacia delante, uno después del otro, dejando un vacío enorme en el círculo de defensa. La mirada del aquilífero se demoró en el corredor abierto por los legionarios, que procedían velozmente encontrando una escasísima resistencia. Esforzándose en calcular a qué distancia se hallaban los carros, Lucio alzó la mirada y captó sobre la colina un gran movimiento de soldados, dirigidos a la derecha de la Primera Cohorte. Nunca había visto aquellas particulares maniobras de hombres que se desplazaban lateralmente sobre el cerro, porque los galos atacaban y se retiraban con movimientos perpendiculares al círculo romano. Cuando entendió lo que estaba ocurriendo, los primeros eburones ya corrían hacia el flanco derecho de la cohorte, donde los legionarios no tenían la protección de los escudos.
—¡Quieren rodearnos! —aulló, señalando la colina a Emilio, que ya estaba llegando.
El primípilo se apresuró hacia la Novena Cohorte para lanzarla en ayuda de la Décima, cuyo flanco se estaba agrietando bajo la presión de los atacantes. El movimiento, por más que necesario, amplió la falla en el perímetro defensivo, dejando enormes espacios donde los bárbaros podrían derramarse como un río en crecida. Los hombres de las primeras filas de la Décima Cohorte, ignorantes de cuanto estaba sucediendo a sus espaldas, avanzaron hacia el enemigo en fuga, mientras el flanco derecho de su alineación se rezagaba bajo la presión de los oponentes hasta detenerse. El bloque se descompuso y muchos de los jóvenes soldados de los flancos cayeron, golpeados por los bárbaros, entre la confusión general. Los legionarios que estaban cerca de aquellos heridos trataron de retroceder, chocando o arrastrando consigo las filas más internas, cuyos componentes sufrieron el impacto tropezando y procurando agarrarse los unos a los otros para sostenerse. No se habían dado órdenes, no se habían oído toques de trompeta. El estandarte de la cohorte avanzaba en primera fila y los hombres ya no sabían qué hacer, dudando entre si detenerse a combatir o mantener el paso de los primeros. Así, la formación comenzó a deshacerse, como una gran cuerda demasiado tensa que comenzaba a deshilacharse hilo tras hilo. La cohorte perdió la coordinación, convirtiéndose en una mezcla de soldados aislados que combatían solo por la propia supervivencia. Fue el colapso de aquella unidad, que se dispersó entre alaridos tiñendo de rojo el campo de batalla.
Marco Alfeno Avitano notó la confusión a su derecha, pero gritó a los hombres que avanzaran. Los carros estaban cerca y en aquellos pocos instantes decidió llegar a su objetivo, coger todo lo posible y regresar a la carrera en ayuda de la Décima Cohorte. Un par de jabalinas habían golpeado su escudo, el optio que estaba a su lado había caído durante el avance y una piedra había silbado junto a su oído. Pero él estaba allí, había conducido a sus legionarios al carro y en aquel momento se sintió orgulloso de ser un tribuno. Dispuso algunos hombres en defensa de su presa, mientras los otros comenzaban a hacer acopio de armas. Un par de preciosos escorpiones fueron cargados a hombros bajo la mirada complacida de Alfeno, que se sintió envuelto por un halo de invencibilidad.
La lanza aparecida de la nada que se le clavó apenas debajo de la coraza desmenuzó como un frágil cristal aquel halo. El tribuno no tuvo tiempo de caer, porque Valerio lo cogió entre los brazos mientras un muro de escudos se alzaba en un instante en torno al herido. Quinto Lucanio entró inmediatamente en acción, consciente de que era el último oficial que quedaba en aquella cohorte. Debía concluir el trabajo de Alfeno y devolver a los hombres cargados de armas al perímetro defensivo de la legión. No había tiempo para reflexionar, solo para organizar lo más rápida y ordenadamente posible el abandono de aquel lugar infernal, donde llovían hierro y rocas sin cesar. Excluyó a priori acudir en ayuda de la Décima Legión. La mitad de los hombres disponían de armas, la otra mitad debía proteger a sus camaradas y combatir. Buscó la mirada de su hijo entre las filas y dio la orden de retirarse solo después de haberlo visto bajo un haz de pila.
Tito Balvencio, el centurión más veterano de la Novena Cohorte, se volvió hacia el portaestandarte y le arrancó de la mano la enseña de la unidad, arrojándola con todas sus fuerzas entre los bárbaros que estaban masacrando a los hombres de la Décima Cohorte. Un alarido rabioso se alzó de las filas que lo seguían y toda la unidad se lanzó sobre los eburones. Los muchachos atemorizados que habían atravesado el umbral del fuerte al alba, transformados en legionarios, se abalanzaron sobre los enemigos sin vacilaciones. El mismo Balvencio se introdujo en un grupo de enemigos y cortó la garganta al eburón que se había adueñado del estandarte. En la violenta contienda, entre polvo y sangre, un grupo de galos que buscaba una vía de escape perdió la orientación y se dirigió hacia el centro de la alineación romana. Un coloso rubio avistó el águila que Lucio sostenía al fondo de aquel corredor libre e incitó a los demás a echarse sobre la preciada presa. Los eburones se lanzaron hacia el aquilífero como si tuvieran alas en los pies. Lucio miró a su alrededor en busca de Gwynith y extrajo la espada. Los hombres que estaban a su lado dejaron caer los instrumentos y empuñaron las armas. Algunos de los heridos reunieron las fuerzas y se alzaron, tambaleantes, para estrecharse en torno al águila. Emilio alcanzó a su portaestandarte y ocupó su puesto delante del símbolo de Roma, con el pie izquierdo bien plantado hacia delante al tiempo que empuñaba el gladio. Con un gesto de rabia exhortó a algunos de los tribunos presentes a hacer lo mismo y, para su sorpresa, también Sabino se unió al grupo, con toda su escolta. Los bárbaros habían salvado a la carrera el espacio que los separaba del águila, pero el cansancio comenzó a disgregar a la pequeña horda, que se encontró sin aliento. Emilio aulló que atacaran, llevando tras de sí a aquel extraño tropel de yelmos emplumados y pieles de lobo. Algunos eburones se detuvieron, otros recuperaron el vigor y se lanzaron contra el águila, pero a unos cincuenta pasos de distancia Lucio Aurunculeio Cota superó al galope al pequeño manípulo, seguido por una decena de jinetes auxiliares que le hacían de escolta. El primero en ser pasado por la espada del legado fue precisamente el gigantesco rubio que capitaneaba la incursión de los galos. El resto de los atacantes se dio a una fuga suicida, ofreciendo las espaldas a las afiladísimas espadas de los jinetes. Emilio ordenó al grupo que se detuviera, mientras veía que Cota desaparecía en una nube de polvo para alcanzar a la Décima Cohorte en desbandada.
En aquel mismo instante Tito Balvencio intentaba a duras penas controlar a su cohorte en el combate, pero la inexperiencia de los soldados pesó más que el valor y la furia del momento prevaleció sobre la organización. El gran centurión fue golpeado mientras daba la espalda al enemigo en un intento de reorganizar las primeras filas. Cayó entre los brazos de los soldados, con ambas piernas atravesadas por una jabalina. Aprisionado por el dolor e incapaz de moverse, fue ayudado por dos hombres, uno de los cuales depositó el escudo para tener las manos libres, pero se desplomó de inmediato traspasado por otra lanza. La falta de un comandante de aquel nivel hizo vacilar a toda la cohorte, a la cual se habían sumado los supervivientes de la Décima. Cota se percató de la inmovilidad de los hombres, convertidos en fáciles blancos bajo la lluvia de proyectiles, y lanzó con fuerza a su corcel en aquella dirección, abriéndose paso a golpes de espada. Una vez alcanzadas las filas, el legado vio a Balvencio en el suelo y, de golpe, el mundo dejó de existir.
Los ruidos ensordecedores se desvanecieron, se hizo el negro absoluto. El cielo y la tierra parecieron rodar velozmente, intercambiando su puesto sin cesar. Un momento antes Cota estaba a caballo en medio de los hombres, e inmediatamente después se sintió desplomándose en el vacío, acompañado por un silbido que le perforaba los tímpanos. Sintió su cuerpo ondulando en el vacío, como transportado por las olas, mientras la cabeza se balanceaba, inanimada, cual si los músculos del cuello ya no consiguieran sostenerla. Se dio cuenta de que el agua en realidad eran decenas de manos que lo llevaban a peso. Trató de escuchar las voces en medio de aquel silbido; alguien lo estaba llamando, pero él no conseguía responder.
Emilio respiraba apretando las mandíbulas, con las aletas de la nariz dilatadas. Había ayudado a la escolta de Cota a llevar el cuerpo del legado al interior del perímetro defensivo, después de que la gran piedra hubiera pegado en el rostro de su superior. Ahora observaba al comandante, consciente de que aquel golpe repercutiría sobre toda la legión.
—¡Traed agua! —aulló Sabino con labios temblorosos, mientras sujetaba a Cota por la mano.
Nadie del denso grupo que se había reunido para proteger al legado se movió. Todos volvieron en torno una mirada desconsolada.
—Creo que aquí nadie tiene ya una gota de agua —dijo Emilio con voz ronca.
El rostro de Cota estaba horriblemente desfigurado. La nariz rota se hinchaba rápidamente y el potente golpe de honda le había partido el labio. Le sostenían la cabeza para que no se ahogara en su propia sangre, que brotaba a chorros por la boca entreabierta, donde se veían los dientes partidos por la violencia del tiro. El médico personal del comandante intentaba parar la hemorragia mientras todos lo observaban en un intento de deducir por su comportamiento si aquella herida era tan grave como parecía.
A pocos pasos de distancia, Lucio ayudó a Valerio y Bithus a recostar en el suelo a Marco Alfeno Avitano. En el frenesí de recuperar al tribuno, durante la carrera de regreso hacia el centro de la alineación, la pesada lanza había salido, desgarrando la herida. El único médico en las cercanías se estaba ocupando de Cota. Valerio, con el rostro cubierto de salpicaduras de sangre, pidió a voz en cuello la ayuda de un galeno. Luego miró a su alrededor y vio una infinidad de soldados agonizantes, así que se inclinó y comenzó a ayudar a Bithus. El esclavo, desesperado, estaba tratando de quitar la coraza de su amo para taponar la profunda herida de la cual la sangre brotaba sin pausa. El tribuno gemía a cada movimiento, luego empezó a toser, empeorando su ya desesperada situación. Lucio les hizo señas de que dejaran que Alfeno se recuperara de las convulsiones y poco después el joven volvió a respirar sin golpes de tos. La venda que ceñía la cabeza del tribuno se había perdido y del corte en la frente volvía a manar sangre, que teñía de rojo vivo la piel que ya estaba cubierta de polvo. La palidez fría que traslucía su rostro era la señal inequívoca de que Avitano ya había perdido demasiada sangre. Lucio pensó que era inútil martirizar al joven en aquellos últimos instantes. Cuando la respiración se hizo más regular, Alfeno sintió que alguien le sostenía la mano, alzó la mirada y encontró los ojos húmedos de Gwynith. Apretó la pequeña mano de la mujer esbozando una sonrisa, luego observó a los tres hombres inclinados sobre él e intentó alzarse de golpe, con una mueca de dolor.
—Las armas —dijo con un estertor.
Lucio le cogió la otra mano.
—Todo está en orden, ahora los hombres tienen lanzas y también escorpiones. Has cambiado la suerte de esta batalla, tribuno.
Alfeno se calmó, pero continuó respirando afanosamente.
—Hace frío —dijo, vuelto a Lucio y Valerio—, frío como aquel día en el campamento. ¿Os acordáis? Había nieve.
Un nuevo ataque de tos interrumpió sus palabras, luego el tribuno cerró los ojos. De algún modo recuperó la respiración y volvió a abrirlos. Esbozó una sonrisa.
—Qué estúpido fui aquel día, ¿eh?
—Nadie recordará eso —dijo Valerio, decidido—, en cambio, todos rememorarán cómo has guiado hoy a los hombres. Has sido muy valiente; estoy orgulloso de pertenecer a tu cohorte, tribuno.
La gran garra del veterano apretó las manos ya unidas de Lucio y de Alfeno.
El joven parpadeó varias veces, conmovido.
—Tengo frío —murmuró.
El grupo se acercó más. Bithus, con el rostro bañado en lágrimas, comenzó a restregar enérgicamente las piernas gélidas de su amo.
—No me dejéis.
—Estamos aquí, tribuno, no te dejaremos.
Alfeno empezó a temblar y comenzó a masticar palabras confusas.
Un poco más allá, Cota se había recuperado y ahora sentía que el dolor de la herida le mordía el rostro. El lejano fragor de la batalla le despertó la mente y con un esfuerzo se irguió para sentarse. Miró la coraza sucia de sangre, pero no podía imaginar cuán desfigurado tenía el rostro. No se atrevió a tocarse la herida. Se la imaginó por las miradas de los demás y por sus mismas palabras, que solo conseguía farfullar torpemente, perdiendo baba y sangre mientras controlaba a duras penas la mandíbula y la lengua.
—Mi caballo —dijo haciendo señas a los demás para que lo ayudaran a ponerse en pie. Tuvo un desfallecimiento y todos se precipitaron a sostenerlo, pero fueron rechazados—. ¡Dejadme! Lo conseguiré —exclamó, arrastrando las palabras—. ¿Y la Décima Cohorte?
—Los supervivientes se han unido a la Novena y han recuperado su puesto en la alineación, legatus —respondió Emilio.
Cota sacudió la cabeza y se sostuvo con el brazo bajo el mentón, con la mirada transida de dolor.
—Debemos marcharnos de aquí.
Esta vez intervino Sabino.
—No estás en condiciones de moverte, escúchame…
La mirada de Cota era una llamarada de fuego.
—¡Mi escudo, mi espada, el caballo!
Emilio observó con tristeza lo que quedaba del gran general tambaleándose como un niño, titubeante sobre sus pasos, y acercándose al nervioso semental. Imaginó qué penoso podía ser para él verse reducido así y sentir las miradas de todos. El caballo, inquieto, se agitó e hizo perder el equilibrio al comandante, que contuvo un grito de dolor y cayó en brazos de los soldados. Sabino intervino para ayudarlo y lentamente lo recostó en el suelo, entregándolo a las manos del médico. Las miradas de los oficiales escrutaron los rostros de los dos comandantes y no necesitaron mucho para entender las intenciones de Sabino. Recuperando su tono de legado, este llamó a Cneo Pompeyo, su intérprete personal, y después de ordenar a los comandantes de las cohortes que interrumpieran las salidas envió al oficial a parlamentar, bajo la única protección de un vistoso paño blanco.
Después de tantas horas de gritos de muerte y de furor, en el valle se impuso un silencio irreal, mientras un romano avanzaba lentamente hacia los bárbaros, ondeando la enseña de la rendición.
Los eburones dejaron pasar al intérprete, que desapareció con su caballo en el boscaje en las pendientes de la colina. Todos, en ambas alineaciones, aprovecharon aquel momento para curar a los heridos y tomar aliento en silencio. Algunos se vendaron las heridas como mejor pudieron, otros recuperaron los escudos y las armas menos deterioradas. Los más exhaustos se recostaron donde se encontraban, otros intentaron tragar deprisa algún bocado de pan o de sacudir ávidamente las cantimploras para extraer las últimas gotas de agua. Hasta los centuriones más templados se quitaron el yelmo para saborear un instante de paz.
Resistiendo el dolor, Cota se acercó con paso firme a Quinto Titurio Sabino. Fue él quien interrumpió aquel tétrico silencio.
—¿Qué esperas obtener?
—Algo mejor que morir aquí.
—¿Aún te fías de los eburones?
—¿Tenemos otra elección?
Un ruido de cascos los interrumpió. Se quedaron mirando al intérprete, que volvía al trote, atravesando la tierra de nadie sembrada de muertos y heridos. El caballo se detuvo delante de los dos legados y Cneo Pompeyo se apeó con un salto.
—He hablado con Ambiórix en persona. Espera a los comandantes para negociar una rendición incondicional, que de todos modos será discutida entre él y su gente. En cualquier caso, garantiza vuestra seguridad. Ha dado su palabra de que no se os hará ningún daño.
Para Sabino fue como una victoria. Suspiró, aliviado, y se pasó una mano por la frente y los ojos después de mirar a Cota:
—Vayamos a ver si se puede hacer algo.
—¡No! No pienso parlamentar con un enemigo armado y tampoco ayer debería haberlo hecho.
—Sabes que eso puede comprometer la negociación.
Cota esbozó una mueca horrible, que en otros tiempos habría podido ser una sonrisa amarga.
—¿Qué crees? ¡Mira todo esto, mira el salvoconducto que prometió Ambiórix! ¿Por qué debería cambiar de parecer ese bárbaro, ahora que estamos definitivamente atrapados?
—Lo intentaré. Pediré que perdone la vida de los soldados, y si quiere la mía, que la coja.
—¿Tú dejarías por ahí a tantos testigos de una traición?
—Una legión no desaparece en la nada; lo que ha sucedido aquí permanecerá, haya o no testigos para contarlo. Le doy la victoria, le dejo las armas. Espero que a cambio él permita que estos muchachos vuelvan con sus familias.
Cota sacudió la cabeza y Sabino se dirigió a Emilio en tono irritado:
—Primípilo, prepara una escolta compuesta por oficiales veteranos y tribunos. Procuremos impresionar al eburón.
—El centurio prior no se mueve de aquí —lo increpó Cota—, y tampoco los demás oficiales veteranos. Solo quien quiera te seguirá.
Cuando el legado abandonó la alineación, tenía en su séquito a una decena de oficiales. Cota observó marcharse el grupo, luego hizo una seña al primípilo de que se acercara y dio disposiciones para que prepararan las cohortes. Antes de alcanzar lo que había quedado de las alineaciones, Emilio se detuvo un instante a observar a Alfeno, ahora inconsciente. Lo miró, absorto, durante un momento, y a continuación se dirigió a Lucio y Valerio:
—Volvamos a ocupar nuestros puestos, legionarios.
Gwynith y Bithus se quedaron solos acompañando al muchacho en su viaje a las orillas del Estigio.
El aquilífero se puso a espaldas de Cota, como si fuera su sombra, mientras que Valerio regresó a la primera fila de su cohorte, al lado de Quinto Lucanio, que a cada instante se volvía a buscar a su hijo entre las filas. Emilio se acercó al centurión exhortándolo a estar de guardia, luego se adentró en la fila de los suyos y con pocas palabras puso a los hombres al corriente de cuanto estaba ocurriendo, añadiendo una consideración personal:
—Puede ser que se intente regresar al campamento. En tal caso el águila será sin duda asignada a la Primera Cohorte, que asumirá la forma de cuña. Necesito que seáis tan determinados como habéis sido hasta ahora. Recordad que seremos nosotros los que marquemos el paso a toda la legión, y ha de ser un paso extremadamente rápido. No podremos detenernos a recuperar a nadie, quien caiga será desahuciado. Quien corra, probablemente conseguirá ver la salida de este maldito valle. Si somos muchos los que llegamos al fuerte, tendremos alguna esperanza. —Los miró, casi uno por uno—. La única posibilidad de salvación es correr y combatir.
Lucio observaba a Cota, que escrutaba en silencio el punto de la colina donde había visto desaparecer a Sabino y los demás oficiales. En toda la legión nadie se atrevía a pronunciar ni una palabra. Aunque muchos no eran partidarios de la idea de Sabino, en ese momento esperaban vivamente haberse equivocado y en sus mentes imploraban que el bárbaro aceptara las demandas del legado. Un sollozo sofocado atrajo la atención del aquilífero, que había reconocido inmediatamente aquel llanto. Se volvió a mirar a Gwynith y encontró sus ojos. Ella sacudió lentamente la cabeza, mientras seguía estrechando la mano de Alfeno. Bithus, con el rostro bañado en lágrimas, cogió una moneda y la puso en la boca de su amo.
Marco Alfeno Avitano había partido al más allá. La carrera del joven noble había terminado. En Roma le habrían dedicado una digna oración fúnebre, pero su cuerpo quedaría allí y, si las cosas no cambiaban, sería pasto de los predadores nocturnos y su cabeza serviría de ornamento en la puerta de un noble eburón. Lucio cerró los ojos, preguntándose cuántos de ellos se reunirían con Alfeno antes de que anocheciera. Los mantuvo cerrados incluso cuando un estruendo se alzó desde la colina de enfrente y se propagó luego por toda la horda que los rodeaba. Cuando volvió a abrirlos, vio a un hombre muy alto, con espesos bigotes y dos trenzas que salían del pelo rizado. El guerrero había emergido aullando del bosque sosteniendo una larga lanza en la que llevaba una cabeza clavada. Era la cabeza de Quinto Titurio Sabino y el bárbaro era Grannus, el primo del rey Comio.
Nadie se movió, no se dieron órdenes. Los romanos aún vivos eran unos cuatro mil, heridos incluidos, menos de la mitad de los que habían salido del fuerte aquella mañana. Todos permanecieron en silencio observando aquella escena. Lucio tragó saliva y al sentir que los ojos se le humedecían, los cerró inspirando profundamente. «Este no es momento de llorar —se dijo—, es momento de combatir».
Otros bárbaros salieron del bosque sosteniendo cada uno el propio trofeo, pero esta vez no los arrojaron contra los soldados: se trataba de presas demasiado importantes que deseaban conservar. Al final salió el rey Ambiórix y, blandiendo su larga espada, con un amplio y teatral movimiento ordenó el ataque.
Cota se volvió hacia Lucio.
—Alcanza la Primera Cohorte, ya sabes cuál es tu deber.
El aquilífero asintió, saludó a su superior y se marchó, mientras el general daba un último vistazo al águila. Al pasar junto a Gwynith, Lucio la aferró por un brazo y les dijo a ella y a Bithus que lo siguieran inmediatamente. El negro primero dudó en dejar el cuerpo de Alfeno, pero luego se unió a ellos. Corriendo, se adentraron en las últimas filas de la Primera Cohorte. Allí el aquilífero dejó a Cabello de Fuego junto al negro, armado con gladio y escudo, para dirigirse a las primeras filas, donde se situó entre Valerio y Quinto Lucanio.
—Águila en la cohorte —gritó el centurión.
Por más que las decisiones de Sabino hubieran sido discutibles, la visión de su cabeza clavada en una lanza empuñada por un bárbaro enajenado fue otro duro golpe para la moral de la Decimocuarta, ya tan afectada. Con aquel gesto, Ambiórix mostraba su voluntad de aniquilar la fortaleza de Atuatuca por todos los medios a su disposición, incluso el más desleal. Los legionarios habían entendido que aquella sería su sentencia de muerte. No había vía de escape de aquella cuenca y parecía claro que los bárbaros no harían prisioneros. El desaliento ocupó el lugar de la esperanza, la convicción de poder conseguirlo se desvaneció junto con la fuerza y la voluntad. Algunos, desesperados, se dieron muerte para acabar de una vez.
Cota intuyó que la legión estaba próxima al colapso e inmediatamente tomó el mando de la Novena Cohorte, una de las unidades peor adiestradas y equipadas de la Decimocuarta, que había quedado sin centurión. El gran comandante con el rostro desfigurado se alineó en primera fila, codo con codo con aquellos muchachos nerviosos y desanimados. Los incitó, los exhortó, los hizo mover cuando ya no había nada en ellos salvo la voluntad de no dejar solo al comandante herido, que plantaba cara a la horda enemiga. La Novena Cohorte, demediada y exhausta, se opuso con ímpetu al asalto de los eburones como si se tratara de una revancha personal.
Nadie volvió a ver al legado Cota. Su casco de bronce centelleó brevemente en el polvo junto al estandarte de la Novena antes de ser engullido por la contienda.
Los eslabones de la cadena defensiva se habían abierto y una riada de eburones se derramó en el vacío que había dejado la Novena hasta alcanzar el centro de la alineación romana, que vaciló. La Decimocuarta era ahora un edificio que se desmoronaba, ladrillo tras ladrillo, bajo el choque de un violento terremoto. Los eburones eran las grietas que se abrían, profundas, en los muros. En un instante, con un ímpetu arrollador, cayeron sobre los heridos, diezmándolos sin piedad.
La Novena Cohorte quedó aislada del resto de la legión; la Octava se dispersó como un rebaño perseguido por los lobos en cuanto vio que los enemigos la asaltaban por el frente y por el flanco, y en el desesperado intento de fuga arrastró consigo a los hombres de la Sexta. Fue el derrumbe.
En medio de toda aquella furia, la Primera y la Segunda Cohorte aún no habían sido tocadas. Los atacantes sabían que aquellos hombres eran los más duros de toda la legión y se mantenían a distancia, orientando sus fuerzas a las presas más débiles y aisladas. Emilio alcanzó a Quinto Lucanio a la cabeza de su centuria. Miró a su alrededor durante un momento en busca de un tribuno, pero la presión del enemigo lo impulsó a tomar una rápida decisión. Según podía ver, era el oficial de mayor grado. Alzó el gladio al cielo y aulló a los suyos:
—¡Volvemos al fuerte, a la carrera y en formación de cuña!
Antes de abrazar bien el escudo extrajo una moneda de oro de debajo del cinturón y miró a Lucanio.
—Buena suerte —le dijo antes de ponerse la moneda en la boca, entre la mejilla y los dientes—. ¡Adelante!
Lucio se volvió a buscar a Gwynith en la multitud y la llamó para que se acercara, junto a Bithus, mientras el primípilo comenzaba a dar los primeros pasos. La primera línea pareció disgregarse, pero, mirando a diestra y siniestra, el centurión se puso a corregir la posición de los hombres, indicándoles con el gladio que aflojaran o aceleraran. Cuando estuvo satisfecho de la formación aumentó la marcha, comenzando la larga maniobra de distracción hacia la cola de la legión. Los hombres lo siguieron, avanzando cada vez más rápidamente, y la Primera Cohorte asumió la forma de una gran punta de flecha, en cuyo ápice Emilio imponía la marcha a todos los demás. El movimiento disgregó totalmente la formación de la Decimocuarta, en perjuicio de las pequeñas y aisladas bolsas de resistencia, y cogió por sorpresa también a toda la Quinta Cohorte. El primípilo sabía perfectamente que estaba sacrificando a varios centenares de soldados, pero si la táctica tenía éxito salvaría a muchos más de una masacre segura.
Los eburones se percataron demasiado tarde de que habían dejado una vía de escape al enemigo y trataron de ponerle remedio lanzándose a centenares contra aquella punta para detener su avance. Emilio no se dejó atemorizar y poco antes del choque ordenó a los hombres que corrieran.
La Primera Cohorte penetró en las filas enemigas como el mascarón de un trirreme de guerra. El impacto fue duro, pero la estratagema funcionó: la punta de flecha se clavó entre los oponentes y continuó avanzando con fuerza. El primípilo gritaba y pegaba, Lucanio aplastaba cráneos a fuerza de golpes, Valerio alejaba a los enemigos con su escudo protegiendo a Lucio y Gwynith, que estaban a su lado, Bithus vengó a su amo lanzando golpes a la cara. Luego, de repente, la marcha se reanudó y Lucio cogió del brazo a la britana incitándola a acelerar el paso. La cohorte pisó los cuerpos de los enemigos y avanzó. Los eburones habían desistido. Emilio gritó, rabioso, que continuaran hacia delante y la carrera recomenzó.
El camino ahora estaba libre de enemigos, pero repleto de carros, armas, impedimenta y cadáveres, abandonados después de la emboscada que habían sufrido por la mañana. La marcha no pudo continuar con el ímpetu inicial, en varios puntos los hombres cayeron, arrastrando a los camaradas que seguían y al fin el primípilo debió volver al paso lento, para esperar a que la formación se recompusiera. El movimiento se reveló un desastre, no tanto por la cabeza de la columna como por aquellos que seguían y se amontonaban, acosados por los bárbaros.
En cuanto oyó los gritos y se dio cuenta de la situación, Emilio dio de inmediato la orden de acelerar el paso y luego de correr, pero en aquel punto la sorpresa había disminuido y muchos eburones a caballo habían superado la columna desde las cimas de las colinas para dirigirse a la desembocadura del valle, donde esperarían a los romanos. Otros grupos de bárbaros, a pie, habían empezado a asaetear a los hombres desde lo alto. Con los escudos alzados, jadeantes y sin aliento, lo que quedaba de la Decimocuarta avanzó arrollando cuanto encontraba en su camino, pagando un alto precio de vidas por cada paso que los acercaba al fin de aquel maldito valle. Quinto Lucanio, extenuado, se volvió y dijo a su hijo que se pusiera a su lado, para protegerlo con su escudo y mantenerlo a la vista. En cuanto el muchacho obedeció, una jabalina salida de la espesura lo golpeó en la pantorrilla, arrastrándolo al suelo. Emilio oyó que Lucanio gritaba, se volvió y lo vio detenerse y proteger el cuerpo de su hijo de la columna a la carrera, que los arrolló a ambos. El corazón le dijo que ordenara el alto, pero el grado se lo impidió, al imaginar la carnicería que la orden produciría en las últimas filas.
—¡Adelante! —gritó, aumentando el paso. Y aún, cada vez más fuerte—: Adelante —con el rostro morado—, ¡adelante!
Cayo Emilio Rufo estaba llorando mientras corría con las lágrimas surcándole el rostro cubierto de suciedad.
—Adelante —vociferó cada vez más fuerte con una rabia ciega y un llanto desesperado, mientras los muchachos detrás de él perdían terreno, sin conseguir mantener su paso.
Al fondo de la columna el centurión Quinto Lucanio abatió a dos eburones antes de acabar muerto por un golpe de hacha, que lo hizo caer boca arriba sobre el cuerpo sin vida de su hijo.
Sobre el cerro que marcaba el fin del valle, Ambiórix exhortaba a los suyos a vigilar la altura. Había que acorralar a los romanos y detener su intento de fuga, porque más allá de ese punto los eburones perderían la ventaja de la posición elevada. El rey inspiró el aire fresco hinchándose de orgullo, mientras observaba a lo lejos, recortadas contra el cielo que el ocaso pronto teñiría de rojo, las torres del fuerte romano abandonado. Una presa fenomenal, un plan logrado a la perfección con la ayuda de Grannus y de sus atrebates, hostiles a ese fantoche de Comio. Su nombre resonaría por el mundo entero, y él, rey de los eburones, pequeña tribu en los confines del mundo, haría temblar al gran César y a todo el imperio romano. El precio había sido altísimo, los muertos que debería justificar ante su gente eran muchos, demasiados. Después de los primeros momentos de sorpresa los legionarios habían restituido golpe por golpe y solo la posición favorable de los galos había llevado a la derrota de la Decimocuarta. Ambiórix había sabido orquestar todo a la perfección, logrando mantener a raya a los suyos durante la mayor parte de la jornada, pero ahora los hombres reclamaban su parte del botín y comenzaba a ser arduo mantenerlos alejados de los bagajes romanos. Muchos ya habían dejado correr la persecución para lanzarse finalmente sobre los carros. Hasta aquel cerro había conseguido arrastrar a la flor y nata de la nobleza, cada uno con sus propios siervos y sus propios guerreros, invitados a tomar parte en el acto final de su victoria. Ambiórix les había pedido un último esfuerzo y a cambio obtendrían el respeto de toda la Galia. Sabía que aquella manada de miserables cansados, heridos y sedientos a la carrera no constituía ninguna amenaza para su victoria. En el fondo, podría haberlos dejado pasar, dejándolos libres de transmitir el relato de su potencia en otras fortalezas, pero aún faltaba algo muy importante: apropiarse del honor de aquella legión, su fuerza, su espíritu.
Había que coger el águila de la Decimocuarta.
Si aquellos hombres volvían ante César con el águila, se convertirían en héroes y la Decimocuarta sería una legión de mártires. Si el águila caía en su poder, en cambio, la derrota sería total y vergonzosa. El último movimiento del rey Ambiórix estaba orientado a la posesión de aquel símbolo, pero quería obtenerlo sin arriesgar a sus hombres. Llamó a su lado a Moritasgo, noble de probada lealtad que más de una vez había intercedido con los romanos, al ser uno de los pocos eburones que hablaba la lengua latina.
Él llevaría una embajada a los romanos que estaban corriendo hacia la colina.
Emilio era el único centurión que quedaba. Caminaba solo una decena de pasos por delante de los suyos, con los ojos brillantes y encendidos de rabia en medio del rostro ennegrecido. Sostenía un escudo marcado por decenas de golpes en la izquierda y un gladio teñido de rojo oscuro en la derecha. La cimera de su yelmo abollado había sido arrancada por un golpe de espada y ahora colgaba a un lado.
Los hombres que lo seguían ya no constituían una formación.
Eran solo un grupo desordenado en el que un millar de soldados blandían hachas, gladios, espadas largas, lanzas galas y escudos de todo tipo. Entre los legionarios de la Decimocuarta caminaban mujeres, niños, esclavos, civiles, mercaderes y auxiliares.
El primípilo se detuvo al inicio de la pendiente que conducía al cerro, miró las siluetas de los jinetes apostados en las alturas circundantes y escrutó los movimientos de los soldados enemigos entre la vegetación. Los hombres que lo seguían se detuvieron a su vez, apoyándose exhaustos en sus armas y manteniendo la distancia de sus comandantes. Habían dado más de cuanto era posible pedir y algunos se desplomaron al suelo debido a las heridas recibidas. El ojo experto del primípilo examinó la situación, recorriendo con la mirada la cresta de la colina tomada por el enemigo. Había terminado, no veía vías de fuga, su intento de salvarse de la masacre no había hecho más que prolongar la agonía de sus hombres. El único consuelo de aquella marcha desesperada había sido haber infligido más pérdidas a los eburones.
Desde la altura un jinete se separó de la horda y bajó al trote la pendiente. Detuvo su nervioso semental negro a una treintena de pasos de Emilio y con un gesto teatral se echó la capa azul sobre el hombro, dejando visible el pomo de la espada. Después de una mirada despectiva al centurión, la sacó de la vaina y la arrojó al suelo.
Era un embajador. El guerrero hizo señas al primípilo para que lo imitara.
—¡Habla! —dijo Emilio, manteniendo bien sujeto el gladio mientras se acercaba al eburón, que cambió inmediatamente de expresión y trató de hacer retroceder el caballo. Desde las alturas, la escena del jinete que reculaba ante el pequeño romano maltrecho fue subrayada por un desdeñoso refunfuño. Al final, Moritasgo, al no poder deshonrarse para siempre delante de los suyos, dejó que se le acercara el centurión.
—Vengo de parte del rey Ambiórix, ¿tú estás al mando de estos hombres?
—Eso poco importa. ¿Qué quieres?
—El rey Ambiórix está dispuesto a concederos que paséis ilesos por sus tierras, si entregáis el águila y las armas.
Emilio miró largamente al jinete que se alzaba frente a él. Estaba tan cansado que ni siquiera conseguía odiarlo. Sobre el valle, después de un día entero de gritos ensordecedores, había caído un silencio irreal, interrumpido de vez en cuando por el bufido nervioso de algún caballo. El centurión respondió con la voz ya ronca después de una jornada de gritos.
—Ambiórix ya ha demostrado cuánto vale su palabra. Dile que si quiere el águila tendrá que venir a buscarla. Y si ese cobarde quiere dar prueba de su improbable virilidad y de su mísero valor delante de su gente, que venga a enfrentarse conmigo.
El bárbaro tiró de las bridas.
—Entonces, estáis todos muertos —dijo entre dientes.
—¿Me oyes, Ambiórix? —aulló el primípilo, vuelto hacia las figuras de los jinetes en el cerro—. Crees que hoy has vencido, ¿verdad? —Inspiró, rabioso—: Pues te digo que solo eres un loco, Ambiórix, un loco que ha despertado una fiera mucho más brutal y despiadada de cuanto puedas imaginar. Hoy has decidido la condena a muerte para ti y para todo tu pueblo.
El centurión miró la larga fila de jinetes.
—Llegarán otros como yo, mejores que yo, más fuertes que yo, y serán centenares, Ambiórix, y cada uno de ellos comandará miles de soldados como estos, que vendrán aquí no para librar una guerra, sino para buscar venganza. Y lo único que podrá aplacar a esos hombres será vuestra sangre, Ambiórix, la tuya, la de vuestras mujeres y vuestros hijos. Vosotros ya no tenéis ninguna descendencia.
Tras un momento hizo un último esfuerzo:
—Tu miserable reino ha terminado de existir hoy, miserable escoria.
El silencio volvió a abatirse sobre el valle. Emilio se volvió hacia el águila, señalándola con el gladio.
—Si quieres esta águila, tendrás que venir a cogerla, bastardo.
El jinete sacudió la cabeza, incrédulo, en dirección al primípilo, y después de echar un vistazo a Ambiórix, hizo girar el caballo para remontar la colina.
—Te olvidas de esto —le dijo Emilio.
El eburón se dio la vuelta y vio que el centurión le ofrecía su espada celta, sosteniéndola por la hoja. Los dos se miraron, luego Moritasgo, consciente de estar bajo la mirada de los suyos, dirigió el caballo hacia el romano y se inclinó, tendiendo el brazo para coger el arma. Sus ojos se abrieron desmesuradamente cuando la hoja del gladio de Emilio se hundió de golpe en su estómago. Se quedó inmóvil, sin poder gritar siquiera, encogido sobre aquella espada que el centurión hacía rotar en sus entrañas.
—Lleva este mensaje a tu rey, de parte de los que hoy han ido a parlamentar con él, desarmados —le susurró Emilio, mirándolo a los ojos.
Asestó con fuerza una palmada al caballo, que partió al galope con Moritasgo doblado en dos sobre la silla. El embajador cayó después de un centenar de pasos, retorciéndose sobre la hierba, mientras un alarido de aprobación se alzaba en las filas de los legionarios, seguido inmediatamente por un rugido rabioso de los eburones, que espolearon las bestias colina abajo. El primípilo recuperó su puesto entre los suyos.
—¡Estrechaos en cohorte! —ordenó—. Valor, muchachos, ya estamos cerca del fin de esta maldita jornada. Dentro de poco podremos reposar en paz. Hemos hecho nuestro trabajo con excelencia. Estoy orgulloso de vosotros.
Lucio ocupó su puesto a su lado y Emilio lo miró.
—No dejes que caiga viva en sus manos —dijo el primípilo—. Habrás de hacerlo mientras tengas fuerzas. Ha terminado, Lucio. No podremos llegar al fuerte.
El aquilífero lo observó, atónito, y de pronto se volvió hacia los hombres.
—Hoy os he visto —gritó—. Creían que podrían masacrarnos en pocos instantes, pero no ha sido así, hemos luchado magníficamente, vosotros habéis estado soberbios, como solo los fuertes pueden serlo.
Lucio recorrió las miradas brillantes de los muchachos que lo rodeaban.
—Sé que no tenemos posibilidad de victoria y que cualquiera en este punto se detendría, entregándose en las manos del destino. —Su voz explotó de golpe—: Pero nosotros somos los soldados de Roma, somos los hijos de esta águila que nos ha alzado del suelo siendo aún niños —aulló, blandiendo el símbolo al cielo—, y no podemos permitir que nuestra águila caiga en las manos de esos bastardos. Sería como entregarles a nuestras madres, como deshonrar a nuestros más ilustres antepasados, que nos están mirando, y peor aún, sería como deshonrar nuestro juramento.
Se interrumpió para respirar afanosamente.
—Ahora devolveremos el águila al fuerte. Esa será nuestra victoria, nuestra fuerza, que resonará para siempre en este valle en los siglos venideros, y pondrá en guardia a cualquier hombre de querer desafiar a los hijos de Roma. —Lucio hinchó el pecho—. ¡Destino, somos los inmortales y te escupimos a la cara!
Un aullido se alzó de los exhaustos legionarios, que de pronto parecieron recuperar su vigor. Lucio se acercó a Gwynith, cogiéndola del brazo. Miró aquellos ojos verdes para entrar en su alma, como nunca había hecho antes.
—Tú sobrevivirás a este día y criarás a mi hijo.
La última mirada fue para Valerio.
—¡Hoy has hecho una promesa!
—Lo sé, Lucio.
El aquilífero apuntó el índice contra el pecho del gigante y lo miró con los ojos brillantes.
—Debes mantenerla. Yo sé que puedes hacerlo.
—¡Aquí están! —gritó un soldado.
Los caballos llegaron a rienda suelta. Los bárbaros habían partido sin la menor coordinación y al llegar a la alineación romana las bestias ya habían perdido parte de su impulso. Los legionarios habían formado una especie de cuadrado, cuyo perímetro externo estaba constituido por los mejor equipados: se arrimaron los unos a los otros esperando el terrible choque. El terreno comenzó a vibrar bajo el ruido de los cascos, precediendo el enésimo enfrentamiento de la jornada. Bien juntos, con las mandíbulas apretadas, los legionarios empuñaron las armas cuando los jinetes estuvieron a pocos pasos. Sin embargo, por sorpresa, la carga que parecía que iba a destrozar el cuadrado se detuvo de golpe. La sólida formación a pie firme de los romanos se reveló impenetrable, porque las bestias por instinto evitaron aquel gran obstáculo en el último momento o se pararon de repente, en vez de precipitarse contra él. Inmediatamente después los legionarios arrojaron una nube de lanzas sobre el enemigo y eso fue decisivo. Hombres y caballos se desplomaron al suelo, los animales heridos y espantados buscaban en la confusión una vía de salvación, chocando con aquellos que llegaban al galope. Algún cuadrúpedo, en la caída, desfondó la alineación romana, pero la formación aguantó, infligiendo golpes letales a los bárbaros apeados, que quedaban en tierra, entre las patas de los caballos enloquecidos. Como si no bastase, el ímpetu de los guerreros que estaban llegando en aquel punto empujaba aún más a hombres y bestias hacia el cuadrado erizado de espadas, y pronto los eburones fueron cayendo por la presión de su mismo número. En la multitud ahora salvaje, ninguno de los atacantes estuvo en condiciones de coordinar la ruptura o la retirada. Se encontraron oponiéndose a la presión en sus espaldas, que les impedía tanto retroceder como defenderse. Fue un desastre, en el cual los eburones comenzaron pronto a sucumbir, cayendo a los pies de aquellos que sobrevenían e impidiéndoles tener terreno sólido sobre el que avanzar.
Ambiórix se enderezó sobre su cabalgadura. El precio de su victoria comenzaba a ser verdaderamente muy grande y en su mente resonaban a su pesar las nefastas palabras de Emilio, acompañadas por la visión de sus combatientes que caían en torno a aquel último cuadrado. Vio a los guerreros ocultos en el boscaje que contemplaban impotentes la contienda, sin poder lanzar piedras o dardos por temor a golpear a sus propios compañeros. Después de una señal rabiosa comenzaron a avanzar descendiendo hacia la cuenca, pero muchos de ellos ya tenían muy pocas ganas de acabar en aquel matadero. La carga de caballería se apagó poco a poco, cuando los últimos en llegar se dieron cuenta de que para alcanzar el cuadrado tendrían que pasar sobre hombres agonizantes y caballos que pateaban, destripados.
De pronto, el rey consiguió vislumbrar claramente a su presa, porque el águila salió imprevistamente del cuadrado romano. Un hombre cubierto por una piel de oso hendió el vientre de un semental muerto, para lanzarse sobre un eburón que se estaba levantando del suelo y atravesarlo de lado a lado con el puntal de hierro del estandarte. En un abrir y cerrar de ojos los romanos se abalanzaron hacia delante, gritando, y barrieron como una ola todo lo que encontraron a su paso, transformando a los cazadores en presas. Una súbita oleada de ira invadió a Ambiórix cuando se dio cuenta de que los guerreros que debían vigilar la colina se habían esparcido en torno a aquel cuadrado. Muchos de ellos ya estaban fuera de combate mientras otros se estaban dispersando para mantenerse alejados de los mandobles de los legionarios, que ahora avanzaban por el corredor que los llevaría directamente a él. Aulló a los suyos que salieran del bosque y atacaran los flancos de los legionarios. Mandó a patadas a algunos hombres a recuperar a otros guerreros del valle, luego desenvainó su larga espada y permaneció mirando a los romanos que avanzaban, remontando la cuesta del collado. Los veía caer, levantarse y continuar, gritando; había creído que su táctica de no dejarles salvación los haría caer víctimas de la desesperación. En cambio, había transformado a unos jovenzuelos en leones. Oyó su nombre proferido por el centurión, que corría colina arriba con el rostro morado. Su caballo comenzó a agitarse mientras desenvainaba la espada. Luego, finalmente, los suyos aparecieron del bosque y embistieron el flanco de los romanos, que habían abandonado cualquier tipo de formación.
Era una batalla campal, un cuerpo a cuerpo sin cuartel. Un negro gigantesco se lanzó aullando como una furia, en medio de un grupo de eburones, y mató a dos a la vez. Un guerrero trató de golpearlo por la espalda, pero se desplomó en el suelo fustigado en pleno rostro por el hombre del águila, que blandía el estandarte creando el vacío delante de sí. Los romanos se arrojaban encima de cualquiera que intentara acercarse al aquilífero, y más de uno se inmoló para salvar el símbolo de la legión. Combatían como fieras, pero habían agotado el impulso inicial y ahora estaban llegando al final de sus fuerzas. Algunos se dejaban caer, extenuados, sin aliento, y solo esperaban el golpe de gracia.
Emilio intentó organizar otra formación en cuña para avanzar, evitando que el grupo menguara aún más. Gritó a los hombres que quería la cabeza del rey y los muchachos, convertidos en leones, se encarnizaron contra los eburones, olvidando la fatiga, la sed y la desesperación. Apretados los unos contra los otros, avanzaron hombro con hombro presionando sobre los enemigos, que vacilaron. Ambiórix intuyó el peligro y espoleó su caballo precisamente hacia la contienda, contra aquel pequeño romano que, a fuerza de insultarlo, ya casi había alcanzado la cima del collado. El soberano estaba rodeado por un cordón de jinetes que impedía que la multitud lo alcanzara y veía a pocos pasos el águila de la Decimocuarta, protegida por los últimos irreductibles que continuaban defendiendo su símbolo.
Lucio estaba rodeado por todas partes y no conseguía ver más allá de la cabeza que tenía delante. De vez en cuando percibía un rostro enemigo en el tumulto, entonces empujaba el puntal en aquella dirección, hasta que lo oía dar en el blanco. Luego lo retiraba, en medio de la contienda, que, como una marea, lo zarandeaba en un movimiento ondulatorio. En un par de ocasiones, mirando hacia atrás, había encontrado la mirada angustiada de Gwynith y había divisado cerca de ella a Valerio y la silueta de Bithus. Solo faltaba Emilio; buscó su yelmo dos filas más adelante, pero no consiguió encontrarlo. Estaban quietos, apretados los unos contra los otros, amigos y enemigos: avanzaban un par de pasos pisoteando el cuerpo de quién sabe quién, luego retrocedían, empujados por la horda enemiga. Cuanto les rodeaba era un fragor ensordecedor de hierro que aporreaba la madera o chocaba contra otro hierro, entre desgarradores gritos de dolor. Los eburones heridos buscaban una vía de escape alejándose de la línea de la batalla, mientras que a los romanos no les quedaba más que sucumbir confiando en un golpe decisivo y veloz. De vez en cuando, un hombre se deslizaba engullido por la multitud y desaparecía para siempre.
Lucio seguía pegando, buscando, volviéndose en medio de centenares de personas que solo querían matarse mutuamente. Se sentía transportado por el destino, del todo impotente frente a los acontecimientos. De pronto, se percató de que el terreno bajo sus pies ya no era en subida, sino que se había hecho llano. Una piedra rebotó de refilón sobre la cabeza de oso que le cubría el yelmo, mientras a su lado un eburón se derrumbaba, herido de muerte, en las filas romanas. No podía ver nada más, pero advertía que la cuesta había terminado. Estaban sobre el cerro.
De pronto se sintió desplazado hacia delante, tropezó, pero la misma multitud lo mantuvo en pie. Encontró un apoyo y fue transportado por la crecida. La formación en cuña había logrado pasar dejando a sus espaldas el sangriento precio de aquella conquista.
Una vez más aquel día, Emilio había demostrado su naturaleza incansable de caudillo de hombres. Pese a ello, sabía perfectamente que no tenía esperanzas, ni siquiera ahora que habían salido del valle. Si hubieran llegado al fuerte no habrían estado en condiciones de defenderlo, y si aquellos pocos desesperados supervivientes a la masacre hubieran tenido aún la fuerza para ponerse en marcha, no habrían podido constituir una columna en condiciones para aguantar un ataque de caballería. Al no ver vía de salvación, el primípilo había lanzado a sus muchachos contra Ambiórix, en la esperanza de vengar a la Decimocuarta con un último y feroz zarpazo antes de sucumbir. Matarlo no salvaría a ninguno de ellos, pero la muerte del jefe adversario crearía en la tribu, muy probablemente, un período de inestabilidad, favoreciendo a la legión que habría de vengarlos, si acaso alguna vez llegaba una. Aquel fue su lúcido pensamiento en medio de la carnicería. Pero los bárbaros habían cedido terreno frente a aquel renovado vigor, y el mismo Ambiórix, apeado, había sido conducido a salvo por los suyos, que se habían dado a la fuga, dejando momentáneamente el campo libre a los romanos. Él, Cayo Emilio Rufo, jadeante, cubierto de sangre, sudor y tierra, miró a los eburones alejándose entre los gritos de los suyos. Se sacó de la boca la moneda y la lanzó con fuerza hacia los bárbaros acompañando su trayectoria con un rugido de desdén. Un alarido, una imprecación que en realidad no iba dirigida a los enemigos, sino a los dioses que lo estaban perdonando, obligándolo a asistir a la devastación de sus muchachos.
El primípilo había recibido decenas de golpes, cambiado tres escudos y roto el mango de hueso de su gladio. Tenía el yelmo deformado y sin cimera. No obstante, había llegado incólume a aquel cerro, después de haber guiado a los suyos siempre en primera fila. Estaba agotado, había abierto el camino a los muchachos de la Decimocuarta a fuerza de golpes, de órdenes aulladas y miradas de aliento, con un encarnizamiento y una convicción sin par, y ahora, tambaleándose, exhausto pero dueño del campo, con un eburón que agonizaba a sus pies, se daba cuenta de que su victoria no valía nada. Su furia cedió en pocos instantes al cansancio. El que estaba cansado no era solo su cuerpo, sino sobre todo su mente. El primípilo estaba cansado de aquel halo de inmortalidad que seguía protegiéndolo. Lo habría cambiado con gusto por la cabeza de Ambiórix, a quien vio alejándose en la espesura. Miró a los suyos, que, exhaustos, buscaban desesperadamente algo que beber, hurgando entre los cadáveres enemigos, para luego dejarse caer en el suelo, completamente deshechos, en aquel imprevisto instante de paz. Alzó la mirada al cielo y lanzó su maldición al Olimpo, exigiendo ser liberado de aquella despiadada invencibilidad.
A su lado, Bithus, de rodillas, se oprimía una mano en el costado, braceando con los dientes apretados. El coloso de color, como otros siervos que se encontraban allí, no tenía nada que ver con la guerra de Roma en la Galia. No era un romano, no era un soldado. Había sido arrancado de su tierra siendo aún joven y debido a su corpulencia había terminado en una escuela de gladiadores de una ciudadela del Sanio, donde el destino había querido que fuera advertido y comprado por el gran senador, padre de Avitano, para hacer de guardia de corps a su hijo. Un documento ya firmado que, al regreso del tribuno de las Galias, lo convertiría en un hombre libre, lo esperaba en la urbe. Pero él se había prometido permanecer al servicio de los Avitano incluso como liberto, porque aunque grande y fuerte, en realidad necesitaba protección en aquel extraño y absurdo mundo llamado Roma. No había conseguido salvar a Arminio y había visto expirar a Alfeno entre sus propios brazos. Había fracasado en su tarea…, que debería haberles servido de escudo, había sobrevivido. Se miró la mano ensangrentada, esta vez lo habían herido. El gladiador nunca jamás vería Roma y aún menos su tierra. Aquel cerro de hierba fría en los confines del mundo era su meta final, la arena que pretendería su último suspiro.
A pocos pasos de él, Valerio se había sentado en el suelo, había clavado en el terreno el gladio con la hoja martirizada y había apoyado el yelmo sobre el escudo. Estaba allí sin hacer nada, sin tratar de beber, sin jadear, sin mirarse las heridas. Estaba allí contemplando la nada, con los poderosos antebrazos posados sobre las rodillas. También sus ojos, testigos de tantas batallas, se habían perdido ante aquel horrible espectáculo. No dirigió la palabra a nadie, no miró a nadie a los ojos. La muerte, a la que sentía sentada a su lado, con una mano sobre su hombro, era la única compañera de la que no conseguía apartarse.
Lucio buscó de inmediato a Gwynith, abriéndose paso entre los camaradas. La mujer miraba a su alrededor con ojos vidriosos, tenía los brazos rígidos a lo largo de las caderas, en una mano mantenía apretada una daga cogida quién sabe dónde y temblaba extraviada, presa del terror. Aún no había conseguido entender, y aún menos aceptar, aquello a lo que había asistido durante todo el día, y lo mismo valía para muchos de aquellos muchachos que se desmoronaban agotados. Nadie estaba preparado para tanto. Nadie habría podido estarlo.
El aquilífero miró a su alrededor. Los bárbaros parecían haber desaparecido y sobre aquel lugar había caído el silencio, pero dejando en los tímpanos el eco residual del fragor ensordecedor que había llenado la jornada. De vez en cuando, un lamento desgarrador se alzaba y una mano se tendía hacia el cielo pidiendo ayuda, en medio de la más absoluta indiferencia. Después de tantas horas, Lucio envainó el arma y el hierro rechinó por la suciedad que cubría la hoja. Con las dos manos Lucio plantó en el suelo el estandarte. Finalmente, después de un tiempo que le había parecido infinito, extendió los dedos palpitantes saboreando un poco de alivio. Gwynith se acercó a él y dejó caer el puñal en el suelo. Cogió las muñecas de su hombre, observándolo con una mirada cargada de angustia. Solo entonces advirtió Lucio el ardor que le subía por los antebrazos. En la palma de las manos lívidas afloraba la carne viva, mientras que en el dorso los nudillos estaban escoriados hasta el hueso. Gwynith se arrancó un trozo del chal y lo humedeció con saliva. Luego empezó a limpiar delicadamente aquellas manos destrozadas y su vista se nubló. Lucio cerró los ojos. Todo ardía, ardía terriblemente, de las manos al corazón. Sin dejar escapar un lamento se pasó la lengua reseca por el labio inferior, que estaba hinchado y también le palpitaba. El sabor de la sangre se unió al del polvo que le llenaba la boca.
Cuando abrió los ojos y se cruzó con la mirada de ella, sintió aún más implacable la mordedura en el corazón.
—Dioses del cielo, Gwynith, cuánto te amo.