Ambiórix
Hacia fines de septiembre, cuando la flota regresó de la segunda expedición a Britania, Puerto Icio volvió a ser una pequeña y hormigueante metrópolis poblada por gente de todas las razas. Las noticias oficiales referían que la expedición había concluido con éxito y las tribus habían sido pacificadas. Sin embargo, la isla se había revelado de escaso interés estratégico; no había ciudades ni vías de comunicación, el escaso comercio se limitaba a mercancías poco atractivas, y no se habían descubierto yacimientos minerales de ningún tipo.
Noticias mucho más interesantes y fidedignas trajo el antiguo optio Máximo Voreno, ahora centurión de la Décima de visita a sus viejos compañeros en el campamento de la Decimocuarta. Aquella tarde Emilio organizó una fiesta para el que fuera su subordinado, quien traía los saludos de los soldados de la Primera Cohorte, que habían tenido el honor de escoltar al procónsul durante toda la campaña. Fue una velada memorable en la cual Máximo se enteró de la pérdida de Tiberio y Quinto, del rapto y hallazgo de Gwynith, y del misterioso asesinato de Epagatus. Las novedades que traía de Britania, en cambio, fueron casi susurradas entre los invitados, dado que no coincidían con la versión oficial que corría entre las filas del ejército.
En efecto, las legiones se habían movido con grandes dificultades en los bosques britanos y el modo de combatir de los bárbaros las había obligado a replegarse varias veces en posición defensiva. Era verdad, no había habido ninguna gran batalla campal, sino un continuo goteo de emboscadas y pequeñas escaramuzas, en que los britanos golpeaban por sorpresa para luego desaparecer entre los bosques con sus pequeños carros de guerra. La caballería romana no pudo alejarse demasiado de las legiones y solo había servido para la protección de la infantería, en vez de para explorar, agotar al enemigo o devastar los territorios de las poblaciones hostiles. En realidad, según Máximo Voreno, la campaña se había transformado en la persecución a ciegas de un ejército fantasma. Los bárbaros no habrían podido derrotar en el campo a las legiones, pero las legiones literalmente no lograban encontrar a un enemigo que seguía escabulléndose, llevándolas cada vez más a septentrión, a territorios nuevos y desconocidos. Fortuna había sonreído a los romanos una vez alcanzaron las tierras de los trinovantes, mientras perseguían al ejército de Casivelauno. Fue ante un ejército frustrado, cada vez más lejos de la costa y de los suministros, frente al que se presentaron los enviados de los trinovantes para pedir a César que restituyera a Mandubracio, hijo de su rey asesinado por Casivelauno, a su pueblo y que lo protegiera del rey del Cancio y de sus hombres. A cambio ofrecían ayuda, rehenes y comida.
Los ojos de Gwynith brillaron ante aquellas palabras: su hermano estaba bien y había vuelto a Britania. En efecto, Máximo contó que Mandubracio, que viajaba de incógnito en el séquito de la Novena Legión, había sido repuesto en el trono y pocas horas después los romanos habían recibido rehenes y trigo en grandes cantidades. No solo esto: pocos días después estos mismos enviados comunicaron la rendición y la colaboración de las poblaciones aliadas con ellos: los cenimaños, los segonciacos, los ancalites, los bibrocos y los casos. Casivelauno se salvó solo porque consiguió huir, acosado por las legiones que saqueaban sin perdonar nada ni a nadie. Un fallido ataque de los bárbaros a las naves puestas en seco determinó la derrota total de Casivelauno. El jefe de los bárbaros negoció la rendición a través de los buenos oficios de Comio, el atrebate al que había encadenado el año anterior.
Así, poco antes del temido equinoccio del 26 de septiembre, que habría hecho imposible la travesía del oceanus, las cinco legiones regresaron a la Galia. El enorme ejército, con el añadido de aliados, rehenes y esclavos, se encontró de nuevo reunido en Puerto Icio, pero la región ya no estaba en condiciones de saciar el hambre de tan gran número de bocas durante todo el invierno. En aquel año, por desgracia, la sequía y una serie de esporádicas pero violentas tempestades habían destruido gran parte de las cosechas, causando una enorme carestía en toda la Galia. El procónsul se vio obligado a fijar los alojamientos invernales de otra manera, dispersando las unidades en varias regiones, y las ocho legiones fueron a pasar el invierno un poco por toda la Galia. César hizo de modo que todas se instalaran como máximo a un centenar de millas de la fortificación más cercana, una distancia transitable en cinco o seis días de marcha. De este modo se asegurarían las provisiones para superar el invierno y gozarían de la relativa seguridad que les proporcionarían las diversas fortificaciones, aunque no comparable a la de los años precedentes, cuando las legiones invernaban a pocas millas de distancia las unas de las otras. El procónsul mismo no partió de inmediato hacia Italia, aquel año, sino que permaneció con el grueso del ejército hasta haber comprobado personalmente que todas las guarniciones estaban instaladas, abastecidas y amuralladas.
La Decimocuarta Legión, con un buen número de esclavos y otras fuerzas auxiliares, además de un contingente de caballería hispánica, fue enviada a Atuatuca, un espolón de roca donde se alzaba un antiguo pueblo ya abandonado, entre las colinas de las tierras de los eburones, una pequeña tribu de linaje céltico-germánico que vivía en el extremo oriente de la Galia. Los propios galos definían a estas gentes como «germanos», aunque el confín natural del Rin estaba a un centenar de millas más al este de sus tierras. Quinto Titurio Sabino y Lucio Aurunculeio Cota tuvieron que compartir el mando de aquella fortificación, el último baluarte romano frente a las regiones germánicas. Después de haberlos reprendido con dureza por sus discrepancias durante el verano, César los había mandado lejos del grueso del ejército. Los dos legados debían enmendar sus errores y no existía un sitio mejor para templarlos a ellos y a sus jóvenes reclutas: a resguardo en el campamento romano, pero suficientemente cerca de los germanos como para no dormir del todo tranquilos.
Ante la llegada de la Decimocuarta, una delegación de nobles eburones fue a su encuentro con presentes y los primeros suministros de grano. La cantidad entregada era incluso superior a la solicitada, y a la semana siguiente llegaron otros carros cargados de trigo, que fue de inmediato almacenado en el depósito del campamento. En resumen, se anunciaba un invierno bastante tranquilo, aunque la cercanía de la frontera germánica obligaba a estar siempre con un ojo abierto. En efecto, durante las primeras y frías jornadas otoñales una parte de la legión trabajó constantemente para completar la fortaleza, mientras la otra se ejercitaba en los alrededores, estrechamente vigilada por la caballería que patrullaba la zona.
Para Lucio las prácticas representaban una agradable diversión respecto de la rutina del campamento. Para Valerio, que deliberadamente había sido incluido entre la tropa, un completo fastidio. Era esto lo que pensaba y farfullaba mientras, empapado en sudor, corría apretando los dientes hacia la cima de aquella estúpida colina, con la silueta del águila de la legión impresa en las pupilas. La trompeta emitió una nota alta que resonó en el valle y ante aquel toque Lucio se detuvo de golpe, se volvió y clavó en el suelo la contera de hierro del asta que sostenía el emblema de la legión. Valerio se colocó a su izquierda. Y mientras recuperaba el aliento, con el pecho oprimido por la malla de hierro y las narinas dilatadas, vio que los muchachos que los seguían se afanaban, resoplando, cuesta arriba, y formaban confusamente un cuadrado en torno a ellos. Algunos chocaron con los escudos, otros tropezaron, otros aún llegaban de lejos, cojeando, sujetándose el costado para intentar contener aquel dolor que les atravesaba como un hierro candente. Otro toque congeló a todos los hombres, como si se hubieran transformado en jadeantes estatuas de piedra. Algunos se quedaron donde estaban, otros intentaron encontrar un paso entre las filas del cuadrado.
—¡Quietos! —vociferó Emilio remontando a paso veloz la pendiente—. ¡Quietos, he dicho! —repitió, airado. Se acercó a los rezagados que habían quedado fuera de la alineación, aunque fuese de manera aproximativa, de los hombres que habían alcanzado más rápidamente el águila.
—Tú, tú y vosotros —exclamó—, estáis muertos. Los germanos os han ensartado la espalda con las jabalinas y os han partido la cabeza con las hachas. Es más, vuestras cabezas ya han sido cortadas y arrojadas en el interior del cuadrado. —El primípilo se detuvo y contó los hombres que no habían conseguido alinearse—. ¡Veintidós! Veintidós muertos antes de empezar la batalla —gruñó apretando los dientes, mirando con disgusto, uno por uno, a los muchachos sudados que jadeaban boquiabiertos—. Para ser sincero, no me preocupo por vosotros, que estáis muertos. En el fondo sois lentos e incapaces; por tanto, mi cohorte prescinde con gusto de gente como vosotros. Pero allí —señaló la formación con la vara de vid—, allí hay un cuadrado con agujeros vacíos y por vuestra culpa incluso mis mejores legionarios corren el riesgo de sucumbir. ¡Eso es lo que me preocupa!
Emilio empezó a apalear el escudo y los hombros de uno de los muchachos, gritando como un enajenado:
—¿Cuál es tu puesto en el cuadrado, borrico?
—Tercera fila, señor, el segundo de la derecha —respondió el legionario, que en vano trataba de cubrirse después de haber sufrido pasivamente los primeros golpes.
—¡Entonces, tu única razón de vida debe ser llegar a tiempo a tu puesto! —chilló el centurión, que tiró al legionario de la oreja hasta llevarlo a la tercera fila—, pero dado que eres tan lerdo que no entiendes que si no llegas a tiempo mueres, tendré que hacértelo entender de otro modo. —El primípilo miró al legionario de la tercera fila que tenía un puesto vacío a su lado y lo llamó fuera de las filas—: ¿Y este es el hombre que debe proteger tu derecha? —le preguntó, haciendo arrodillar con un brusco empujón al muchacho que había llegado tarde.
—Sí, centurio.
Por toda respuesta Emilio dio un bastonazo en el codo del legionario recién salido de las filas. Este se agachó por instinto con una mueca, sujetándose el brazo, y Emilio le asestó un violentísimo revés en el yelmo.
—Nadie te protegerá hoy; tu compañero ha sido lento, los enemigos lo han matado y tú solo no puedes mantener el puesto.
El centurión dejó a los dos hombres doloridos y se adentró por las filas, observando a los soldados. Luego salió del cuadrado y se puso frente a todos, aullando a pleno pulmón:
—¿Esto es un cuadrado? ¿Por qué no habéis subido de puesto, llenando los agujeros? Algunos lo han hecho, otros no, otros aún están a medias. Esto se llama confusión, y es la única verdadera arma que tienen los bárbaros para destruirnos. —Emilio miró a los hombres que habían quedado fuera del cuadrado—. Vosotros estáis muertos en estas maniobras, por lo que a mí respecta podéis sentaros y tomar un poco el aire; quitaos los yelmos, bebed, comed, haced lo que os parezca. —Los soldados miraron a su comandante, estupefactos. Este los ignoró y habló a los componentes del cuadrado mal hecho—: Vosotros no beberéis, ni os quitaréis el yelmo ni os sentaréis, porque habéis dejado atrás a vuestros compañeros y eso no es de legionarios. Nosotros, los de la Decimocuarta, somos una unidad: la pérdida de uno es una desgracia para todos, es una hendidura que se insinúa en la roca y la agrieta. Lo que nosotros necesitamos es permanecer fuertes y unidos. Por eso vuestro comportamiento debe ser castigado. Haréis el camino hasta el campamento, y luego de vuelta, a la carrera y manteniendo el escudo bien alto sobre la cabeza, centuriones incluidos, dado que aún no han sabido enseñaros las reglas fundamentales de la legión. Eso porque, a diferencia de ellos —dijo señalando a los que estaban fuera de la alineación—, vosotros estáis vivos y los vivos sufren y combaten.
Algunos soldados cerraron los ojos, otros inspiraron profundamente, casi todos blasfemaron para sus adentros, sobre todo los centuriones y sus ayudantes.
—A vuestro regreso, formaréis un cuadrado como es debido, y si alguno se equivoca recomenzaremos desde el principio y lo haréis una vez más, y otra, hasta que os salga bien. —Durante un momento el primípilo dejó que sobre la cohorte que estaba delante de él cayera el silencio, luego soltó de golpe un grito—: ¿Habéis entendido bien?
—¡Sí, señor!
—No os he oído —vociferó, con el rostro morado—, ¿habéis entendido bien?
Esta vez el «sí, señor» retumbó áspero y violento, despertando un eco en el valle, y los hombres partieron, pasando por delante de él y sosteniendo el escudo por encima de la cabeza con las dos manos. Valerio y Lucio dirigieron la vista a su comandante y ya por la mirada Emilio comprendió la pregunta que tenían en los labios. Los ignoró, hasta que el veterano se acercó a él:
—¿Nosotros también?
—¿Por qué no? ¿Es que no formáis parte de la Primera Cohorte?
Valerio alzó el escudo por encima de la cabeza y blasfemó de forma perfectamente audible.
—Dado que tienes tanto aliento —le gritó el primípilo—, mientras corres cantarás el himno de la legión.
Las notas del canto de la Decimocuarta se perdieron en la lejanía y el primípilo descendió por la pendiente hacia un grupo de árboles a los pies de la colina. Allí, los tribunos y el legado Aurunculeio Cota, a caballo, estaban siguiendo las maniobras.
—Debo admitir que la Primera Cohorte está muy avanzada respecto de las otras —dijo Cota, dirigiéndose a Emilio.
—Gracias, legado. Si seguimos a este paso, trabajando durante diez horas diarias, dentro de tres años tendremos buenos legionarios.
El legado rompió a reír.
—Un par de enfrentamientos y los muchachos madurarán, verás.
—Quieran los dioses que cuenten con el apoyo de una legión de veteranos, porque de momento están en un nivel en que el pánico puede hacer más víctimas que el enemigo.
—Estás formando unos excelentes soldados, pero no quisiera que estas maniobras excluyeran a las demás cohortes. Eres el centurio prior de la legión, debes redactar las normas de adiestramiento general para toda la Decimocuarta.
Emilio sacudió la cabeza.
—No pude hacerlo en Puerto Icio…
—Ya no estamos en Puerto Icio, primípilo —lo interrumpió Cota—. He discutido el asunto con el legado Sabino y hemos llegado a la conclusión de que en cuanto el fuerte esté terminado, tendrás carta blanca para el adiestramiento de los reclutas. En mayo estos hombres deben estar listos para combatir. Organízate como te parezca.
Emilio asintió.
—Solo responderás ante mí. Recuérdalo —añadió Cota, mirando a los tribunos—. Nos veremos mañana por la mañana para el informe diario —dijo antes de dar vuelta al caballo, con gesto elegante, y dirigirse al paso hacia el campamento, seguido por los otros yelmos emplumados.
No era una novedad que la Primera Cohorte fuera la última en regresar al campamento, pero aquel día ya estaba oscuro cuando Lucio y los otros atravesaron la puerta. Estaban fuera desde la mañana, pero por sus rostros y por el equipo parecía como si estuvieran marchando desde hacía una semana. Gwynith vio que su hombre llegaba tambaleándose a la barraca.
—¿Os habéis topado con los germanos? —preguntó ella con una sonrisa, abrazando al aquilífero exhausto y polvoriento en cuanto estuvieron dentro del alojamiento, al abrigo de miradas indiscretas.
—Uno solo y ni siquiera era germano —respondió Lucio, estrechándola—, sino un maldito centurión.
—¿Cuatrocientos contra uno y os ha dejado así? —dijo Gwynith, riendo.
El soldado se dejó caer pesadamente sobre la cama.
—Estoy destrozado, Gwynith. Ese hijo de perra me ha hecho correr como un condenado.
—Te he preparado el estofado que tanto te gusta.
Se inclinó para desatarle las botas enfangadas.
—Ni siquiera tengo fuerzas para comer.
—Ya te daré yo de comer, no te preocupes. Debes estar fuerte, mañana te espera otra jornada por ahí con tus amigos.
—Después de lo de hoy, creo que debería reconsiderar quiénes son mis amigos. —Soltó una risita cansada—. Quizá debamos buscar nuevos amigos.
—Venga, levántate, que te quitaré este arnés de hierro.
—Malla, malla de hierro, es una loriga…
—Es igual, de todas formas me has entendido.
Lucio observó a aquella espléndida criatura, con su abultado vientre, mientras ella ponía toda su ruidosa chatarra sobre la mesa. La luz del fuego le iluminaba el rostro y el pelo, que asumían los reflejos de los tizones ardientes.
—Quítate esa sucia túnica y métete en la tina, el agua está caliente.
—Gwynith, durante todo el día me han estado dando órdenes.
Ella se le acercó y con el dedo le alzó el mentón, sus ojos se convirtieron en dos rendijas y frunció la nariz con disgusto:
—Quizá no te des cuenta de cómo hueles, pero debes saber que si quieres dormir en esta cama has de lavarte, de otro modo te mando con Valerio. Sin duda, él tiene una nariz menos exigente que la mía.
Lucio inspiró profundamente y se metió lentamente en la tina. Se quejó por la temperatura del agua, que en efecto estaba muy caliente, pero cuando salió se sentía otro. Su mujer lo secó con un paño y lo hizo tender boca abajo sobre la cama. Lo frotó con un ungüento perfumado y empezó a masajearle los hombros y el cuello, luego descendió por la espalda y prosiguió por los muslos y las pantorrillas tensas y doloridas.
—Eres una bendición, Gwynith.
—Lo sé, Lucio.
—Pero ¿eres feliz?
—¿Otra vez con el discursito de siempre?
—Te lo ruego, sabes a qué me refiero, a lo que nos contó Máximo aquella tarde.
—Pues mi respuesta es que sí, soy feliz. Soy feliz de que mi hermano haya regresado a casa sano y salvo. Ahora vuélvete.
Lucio obedeció, ella le cogió el pie, se lo apoyó en el hombro y se puso a masajear los grandes músculos del muslo.
—Quizá la próxima primavera…
Gwynith alzó el índice en señal de advertencia.
—La próxima primavera ya hablaremos, Lucio. Te prometo que si me siento más tranquila ante la idea de volver a Britania, me embarcaré en la primera nave. Ahora disfrutemos del otoño y del nacimiento del niño. ¿Sabes cuántas cosas pueden suceder antes de la primavera?
Lucio asintió.
—Prométeme que lo pensarás —le dijo, con un bostezo.
—Lo pensaré, te lo prometo.
Él le detuvo la mano que le recorría los músculos.
—Nunca te dejaré sola, ¿lo entiendes? Si no sé que estás en un sitio seguro, te llevaré yo mismo a Britania. No quiero volver a pasar por lo que he pasado.
Gwynith sonrió melancólicamente y apoyó la cabeza en su pierna. Luego liberó la mano y reanudó el lento masaje. Acabada una pierna, empezó a ocuparse de la otra, y cuando finalmente concluyó miró a su hombre recostado en la cama, casi dormido.
Lo cubrió delicadamente y antes de alzarse le dio un beso en la frente.
—Mi sitio está junto a ti, para siempre contigo.
La mujer se alzó y cogió del caldero de cobre una gran ración de la cena que había preparado, la puso en una escudilla y salió de la barraca, encaminándose hacia los alojamientos de los soldados. Se detuvo fuera de una tienda donde algunos legionarios estaban engrasando yelmos y corazas en torno al fuego. Gwynith pasó por su lado y abrió la tienda, inclinándose lo suficiente para asomar la cabeza al interior. El aire que se respiraba dentro de un contubernium nunca era agradable, pero en aquel momento aún resultaba soportable, porque casi todos los ocupantes se encontraban fuera de la tienda, a excepción de Valerio, que estaba acostado al fondo ocupando dos sitios. El veterano la miró y en cuanto la reconoció se sentó.
—Gwynith, ¿qué haces aquí?
—Lucio se ha dormido, así que te he traído algo de comer.
Valerio le dio las gracias y cogió la escudilla humeante.
—¿Tu famoso estofado?
La mujer asintió.
—¿Cómo va todo? —le preguntó ella.
—Luchando.
—Pero ¿tú no te lavas? —le preguntó con una mueca de fingido disgusto.
—Aún lo estoy decidiendo.
Gwynith sonrió.
—¿Y no tendrías que limpiar el equipo?
El soldado buscó una cuchara entre sus cosas y se puso a comer con gusto. Después del segundo bocado se acercó a ella, hablando en voz baja:
—¿Sabes?, es una de las ventajas de ser un veterano. Los muchachos me consideran un semidiós. —Le guiñó un ojo—. Por eso se sienten tan honrados cuidando de mi equipo.
Gwynith se volvió y vio a dos jóvenes legionarios ocupados en restregar vigorosamente el yelmo y la malla de hierro de Valerio.
—¿Y tú que les das a cambio?
—Nada. Ellos me observan, aprenden y adquieren experiencia. Soy un veterano de la Décima.
La mujer sonrió de nuevo.
—Apuesto que esta especie de pacto se te ocurrió más bien a ti que a ellos.
También Valerio sonrió, entre un bocado y otro.
—Buenas noches, veterano de la Décima.
—Gwynith.
—Dime.
—Gracias por la cena.
—Sabes que siempre hago una ración también para ti.
El soldado asintió complacido y ella se dispuso a salir.
—Oye, si por casualidad Lucio no se despierta —añadió Valerio—, ¿qué dirías de traerme también su ración?
Gracias al largo reposo seguido de un abundante desayuno, Lucio había recuperado las fuerzas. Al despertar había encontrado el yelmo, la malla de hierro y las armas lustrados como espejos, otro regalo de Gwynith. Así, cuando el aquilífero salió recién afeitado de la barraca, se sentía con la fuerza de un león. Con paso altanero, se encaminó a la reunión de los oficiales para el informe matutino, inspirando profundamente el aire penetrante de la magnífica jornada otoñal.
Los dos comandantes en jefe, Quinto Titurio Sabino y Lucio Aurunculeio Cota, escucharon atentamente el informe redactado por el prefecto de campo, quien expuso la situación del pequeño fuerte, qué se había hecho y qué tareas quedaban pendientes. El oficial subrayó que el horno estaba en funcionamiento. Leyó la lista de las provisiones de comida para las tropas y de forraje para las bestias, de los medicamentos disponibles y de aquellos que había que procurarse. Continuó hablando de la soldadesca, basándose en las informaciones que le había comunicado Emilio, que a su vez había transcrito los informes de los distintos centuriones. Era un cuadro exhaustivo: número de efectivos, hombres en servicio de guardia, en el trabajo en las torres y en las barracas, fuerzas destinadas a las patrullas diarias, a la guardia del día siguiente y a los trabajos pesados. Treinta y dos exentos de servicio por enfermedad o heridas leves completaban la larga lista.
El día que había de alterar para siempre el destino de los hombres de la Decimocuarta Legión empezó igual que tantos otros. En poco menos de una hora concluyó la reunión y los oficiales se dispersaron por el campamento, con sus listas de órdenes que transmitir.
En el grupo de los oficiales que regresaban al cuartel de la Primera Cohorte había dos hombres resplandecientes, de tan lustrosos como estaban sus yelmos. Emilio observó abiertamente a su aquilífero, revestido de metal reluciente. Se acercó a él, observándolo atentamente de la cabeza a los pies.
—Dioses del cielo, ¿eres tú? Durante toda la reunión he notado un perfume, he seguido la estela y he aquí que procede de ti.
Lucio se olió el brazo.
—Una persona de buen corazón me hizo un masaje con un ungüento, ayer por la tarde, justo después de que un viejo cabrón me hiciera correr durante todo el día.
Los demás centuriones sonrieron con discreción.
—Entiendo. Debe de ser un ungüento caro, es más, si mal no recuerdo, creo que es el mismo que se ponían las mujeres del difunto Epagatus.
—Si lo dices tú será verdad, dado que tienes a una precisamente en tu alojamiento.
Alguien comenzó a reír con sarcasmo.
—La mía al menos es una esclava, no es ella quien manda en mi barraca.
—¿Por qué llamar barraca a esa elegante alcoba que te has hecho construir? —Luego el aquilífero se acercó al oído del primípilo para que los demás no lo oyeran—: ¿Estás seguro de que Tara es solo una esclava? No debería decírtelo, pero el otro día le mostró a Gwynith el nuevo guardarropas que le habías comprado.
El primípilo se detuvo, ruborizado.
—¡No puedo dejar que me sirva en la mesa una harapienta! —adujo con aire de incomodidad.
Lucio se echó a reír y prosiguió, mientras el primípilo miraba a su alrededor.
Advirtió que había agitación en las torres y un instante después un centinela dio la alarma. Los oficiales se apresuraron hacia sus cuarteles. Lucio corrió a coger el águila mientras el primípilo subía a la torre más cercana.
De pronto, la puerta del alojamiento se abrió de par en par y la silueta de Lucio envuelta en la piel de oso apareció a contraluz.
—Ve donde Tara, en el alojamiento de Emilio, y no te muevas de allí por ninguna razón.
Gwynith lo miró, inquieta. Nunca le había oído aquel timbre de voz.
—¿Qué sucede?
—No lo sé. ¡Ve donde Tara, corre!
Lucio se dirigió a la explanada donde estaban colocándose en cuadrado sus jóvenes camaradas y tomó posición, alzando el águila, bajo la mirada vigilante de Quinto Lucanio, que seguía los movimientos de los reclutas a medida que iban llegando, solos o en grupitos, a la carrera.
El campamento se había animado de repente. Otras cohortes se estaban disponiendo en cuadrado, los centuriones corrían arriba y abajo vociferando órdenes, los auxiliares se dirigían a las puertas y los jinetes ensillaban velozmente las cabalgaduras. El bloque de la Primera Cohorte estaba completo y los hombres comenzaron a entender que no era un ejercicio. Externamente el cuadrado era un muro erizado de lanzas puntiagudas, pero en su interior los muchachos que lo formaban se sentían los hombres más solos del mundo. Sabían que eran los más adiestrados y sabían que precisamente por eso, cualquier cosa que esperase allí fuera, ellos serían los primeros en salir a afrontarla. Mientras este pensamiento se abría paso en sus mentes, sus plegarias se alzaron invisibles y silenciosas hacia los dioses del cielo, y sus ojos se cerraron durante un momento recordando a sus familias.
Valerio observó al muchacho que tenía al lado, un rostro petrificado que miraba la nada. Suspiró, se volvió y cruzó la mirada con el hijo del centurión Quinto Lucanio. Le guiñó un ojo susurrándole que se mantuviera detrás de él. El muchacho asintió con aire de nerviosismo, aunque en el fondo más tranquilo.
Emilio apareció de la nada, señalando la empalizada del fuerte.
—¡A las escarpas!
Las filas se rompieron al instante, los hombres saltaron hacia la posición que debían ocupar y, a la carrera, se dirigieron a aquel muro de madera que se erguía ante sus ojos. Todos querían ver más allá y poner fin al suplicio del miedo a lo desconocido. Finalmente remontaron el terraplén y tomaron posición, lanzando la mirada más allá de la empalizada de madera que los protegía hasta el pecho.
Y vieron lo que nunca habrían querido ver, aquello por lo cual se habían alistado.
Eran algunos millares, pero a ellos les parecieron mil veces más.
La horda de los galos aullantes corría hacia el fuerte como una oleada que quisiera arrasarlo. Incluso desde aquella distancia parecían todos gigantescos y terroríficos, porque la mayor parte tenía el pelo empastado de cal blanca que los hacía parecer puercoespines. Algunos iban desnudos, armados con un pequeño escudo y un hacha, otros blandían enormes espadas. En la masa que avanzaba descollaban numerosos guerreros a caballo y algunos portaban lanzas largas, en cuyas puntas estaban clavadas cabezas cortadas. Los jinetes se separaron del grupo lanzándose al galope hacia la empalizada, donde mostraron a los romanos sus trofeos, antes de desensartarlos de las astas y arrojarlos hacia el campamento. Los reclutas asistieron aterrorizados a la escena y muchos reconocieron entre aquellas cabezas a los hombres que trabajaban en la recogida de leña, que habían salido del campamento al amanecer.
En las escarpas resonó una orden y el aire fue sacudido por el silbido tajante de centenares de flechas que se alzaron de la empalizada. La mayoría de los bárbaros se detuvo ante aquella visión. Solo algunos continuaron avanzando, impávidos, mostrando el pecho y desafiando con injurias y gestos obscenos a los legionarios. Fueron los primeros en ser atravesados y clavados en el suelo. La mayoría de los que seguían se acurrucó para resguardarse bajo los escudos, sobre los que se abatió una tempestad de dardos. La primera oleada no hizo muchas víctimas, pero detuvo el avance de los galos. Inmediatamente después siguió una segunda, que refrenó su audacia, y la tercera fue precedida por el lanzamiento de piedras de los honderos, cuyos proyectiles hacían peligrosa la inmovilidad de los atacantes. Lo peor que podían hacer los galos era permanecer quietos bajo aquella granizada, porque los romanos ya estaban disponiendo también los escorpiones, que poco después crearían los primeros vacíos en la horda, haciendo papilla los escudos y a los hombres que pretendían protegerse con ellos. Los bárbaros reanudaron el avance precisamente cuando las máquinas de lanzamiento comenzaron a arrojar las grandes saetas que rompieron sus filas, haciéndolos primero retroceder y luego escapar.
Desde las escarpas se alzó un grito de triunfo, acompañado por un fragoroso batir de escudos. Los soldados aclamaron a los arqueros y los honderos, para luego desahogarse libremente insultando a los bárbaros. A aquel momento de euforia siguió otro de silenciosa espera.
Los reclutas, inmóviles y mudos, contemplaron el espectáculo de su primer campo de batalla y, cuando el polvo fue asentándose, comprendieron que ninguna maniobra podía prepararlos para aquella visión. Comprendieron que en los enfrentamientos se moría de inmediato. Los hombres ya inmóviles eran quizás un cuarto de aquellos que se debatían, arrastrándose entre espasmos. Algunos balbuceaban, sofocados por su propia sangre, otros se retorcían entre alaridos horripilantes, otros más, golpeados por piedras o dardos, yacían en el suelo en charcos de sangre, con los brazos y las piernas estremecidos.
Sonó una trompeta y los hombres de las empalizadas se volvieron. Emilio reclamó a la Primera Cohorte en cuadrado y mandó a algunos auxiliares a sustituirlos en las escarpas. Antes de descender, los hombres miraron de nuevo a los bárbaros agonizantes y a los supervivientes que se estaban reuniendo en los márgenes del bosque para atacar otra vez.
—¿Los habéis visto? —gritó el primípilo a los suyos, en cuanto se pusieron en posición—. ¿Habéis visto cómo combaten?
De la unidad no llegó ninguna respuesta, solo semblantes pálidos y tensos. Emilio se acercó a un muchacho de la primera fila y le sujetó bien el yelmo, luego le palmeó afectuosamente el cuello y retrocedió algunos pasos, mirando a su cohorte.
—Necesitan parecer monstruos para daros miedo. Quieren espantaros, exhibiendo valor y desprecio. En efecto, los más valientes de ellos están aquí, a pocos pasos de nuestro foso, clavados en el terreno. —Esbozó una media sonrisa, antes de continuar—. No temáis. Solo son hienas, que se ilusionan con poder espantar al león. Creedme, no existe bárbaro capaz de resistir nuestro modo de combatir: os quedaríais asombrados de lo fácil que es golpearlos. Todo lo que debéis hacer es cubriros con el escudo y hundir el brazo, tan solo repetir lo que os he enseñado hasta ahora, en cada maldita maniobra.
Alfeno llegó a la carrera en su caballo blanco. Se detuvo a pocos pasos del cuadrado y dijo algo al primípilo, que asintió rápidamente. Luego dio la orden al aquilífero de que saliera de las filas.
—Este no es tu puesto, aquilifer. Ve a la tienda de los comandantes del campamento, el águila debe estar allí.
Lucio intentó replicar, pero Emilio no le dio tiempo.
—Es una orden, no me la hagas repetir.
El aquilífero solo pudo asentir y alejarse del cuadrado. Sabía que la orden que le habían impartido era sensata, porque la Primera Cohorte tenía en consigna el águila de toda la legión durante la marcha, el combate y la parada. Si la unidad actuaba sola tenía a la cabeza, como cualquier otra cohorte, el estandarte de tela rojo con su número bordado en oro. Y el estandarte comenzó a moverse, ondulando, después de la orden de marcha del primípilo, y arrastró detrás de él, como por encanto, a todo el bloque. Los hombres recorrieron marchando la distancia que los separaba de la puerta principal. Quinto Lucanio tomó momentáneamente el mando, mientras Emilio trepaba a la torre donde estaba reunido el mando de toda la fortaleza.
En aquel momento, mientras esperaban delante de la gran puerta cerrada, los soldados de la cohorte comenzaron a darse cuenta de lo que sucedería poco después. La puerta se abriría y ellos saldrían hacia lo desconocido, hacia aquella horda de gigantes enajenados y feroces, que solo querían hacer ondear al cielo sus cabezas cortadas. En aquel momento, mientras repasaban mentalmente las imágenes de los bárbaros agonizantes entre chorros de sangre, muchos pensaron que probablemente estaban viviendo los últimos instantes de su breve vida.
Los alaridos que se alzaban más allá de la valla indicaban que los galos estaban avanzando de nuevo hacia el fuerte. Cada uno reaccionó a su manera ante aquel momento de espasmódica tensión. Algunos se estrecharon la mano, otros se confiaron mensajes que referir a las familias en el caso de que no volvieran. Muchos llegaron a temer que su corazón no aguantara.
Quinto Lucanio dio la orden de cerrar filas a la izquierda de la puerta. Los jinetes hispanos estaban finalmente listos para la salida que allanaría el camino a los legionarios. Los soldados se apretaron unos contra otros y miraron a la cara a los jinetes que, armados de manera improvisada y manteniendo frenadas a las bestias que piafaban, serían los primeros en salir por la puerta. La mayoría de aquellos hombres eran unos desconocidos para los legionarios, que guardaban distancia con la caballería en una especie de rivalidad y desprecio recíproco que tenían orígenes antiguos. Pese a ello, en aquel momento dependían los unos de los otros. Los soldados de a pie comenzaron a hacer gestos de incitación a los hombres a caballo, que respondían asintiendo y alzando las espadas. Todos se sentían unidos en el mismo destino.
Los decuriones ocuparon su puesto delante de las enseñas de las turmae y pocos instantes después, en cuanto se abrió la puerta, ordenaron la carga a los jinetes, que se lanzaron hacia delante aullando, sin vacilar.
Cuando el terreno dejó de temblar y el estruendo se deslizó fuera del portón como tragado por la nada, los batientes se cerraron y Lucanio hizo alinear nuevamente a la Primera Cohorte delante de la salida. La tensión era palpable. Emilio bajó por la escalera de la torre y se situó delante de la puerta cerrada, a pocos pasos del estandarte de la cohorte. Al fin un tribuno dio la orden de abrir la puerta y una llamarada de calor invadió a todos los hombres del bloque. Había llegado el momento de ser legionarios.
La cohorte empezó a salir ordenadamente del fuerte, con los dientes apretados y un temblor incontrolable. Superada la puerta, los hombres miraron a su alrededor. Se diría que los enemigos habían desaparecido, a excepción de los muertos. La carga de caballería había provocado una breve escaramuza, pero había bastado para aplacar el ardor de los galos, que habían abandonado el campo de batalla dispersándose a los cuatro vientos.
La cohorte regresó al campamento y mantuvo la formación en cuadrado. Durante un par de horas no ocurrió nada y la tensión fue remitiendo. Luego los centinelas dieron otra vez la alarma y todos retomaron su posición, mientras el legado Aurunculeio Cota miraba desde la torre de observación la larga fila de bárbaros que, como aparecida de la nada, permanecía quieta en el linde del bosque. El general intercambió una mirada con Quinto Titurio Sabino, el otro comandante en jefe. Ambos intentaban comprender qué estaba sucediendo, cuando un grupo de jinetes galos avanzó lentamente hacia el campamento romano. Se detuvieron fuera del alcance de las flechas y, como era costumbre, los enemigos comenzaron a gritar vueltos hacia los romanos.
—Tienen un mensaje para nosotros —dijo Quinto Junio, un acomodado mercader hispano adscrito a la Decimocuarta Legión en calidad de intérprete e intermediario con los eburones.
—Que se adelanten —dijo Cota.
—No, no vendrán —afirmó el hispano, casi tímidamente—, no están aquí para negociar. Piden que uno de nosotros vaya donde ellos.
El legado miró a su igual. Los dos comandantes discutieron en voz baja durante un rato. Cota estaba visiblemente contrariado; era evidente que su opinión divergía de la de Sabino, pero al fin fue este último quien se dirigió al intérprete:
—Quinto Junio, en calidad de embajador ante el rey Ambiórix de la tribu de los eburones, serás tú quien vaya a oír sus demandas. Te acompañará el noble Cayo Arpineio, del orden ecuestre, mi amigo personal y hombre de negocios entre los eburones. —Todas las miradas en aquella torre se fijaron en el civil, que palideció sin poder discutir—. Sois los únicos que mantenéis relaciones personales con sus jefes —continuó el legado—, por lo tanto, sois las personas más indicadas para parlamentar.
Emilio escoltó a los dos hombres fuera de la puerta, se detuvo a pocos pasos del umbral y regresó al interior del fuerte para situarse bajo la torre desde la que Cota y Sabino observaban a los dos embajadores mientras estos se acercaban a los galos. A un centenar de pasos, más allá de la segura empalizada, los dos enviados llegaron junto al grupo de los eburones después de haber atravesado el campo de batalla. Estaban lívidos: sabían que eran dos peones sacrificables y que ante el menor gesto de hostilidad una nube de flechas se alzaría desde la empalizada a sus espaldas.
Uno de los galos bajó del caballo y se acercó a ellos. Los oficiales romanos lo reconocieron inmediatamente como el mismo que los había acogido quince días antes con presentes y grano en abundancia. Era el rey Ambiórix en persona. Superaba en más de una cabeza a los dos embajadores, llevaba su coraza de placas, el yelmo con los cuernos de metal y la crin de caballo sobre la cimera, que lo hacía parecer aún más alto de lo que era. Desde aquella distancia pareció muy afable con los dos enviados. Cogió del brazo al azorado Junio y los tres se pusieron a pasear, como si el terreno que los rodeaba no estuviera salpicado de cadáveres y no fueran dos ejércitos dispuestos a entregarse a la batalla ante la más mínima señal.
—Reconozco que soy deudor de César por los favores que me ha dispensado[41] —empezó Ambiórix, dirigiéndose a Cayo Arpineio—. En efecto, debo a César haber sido liberado del tributo que desde hacía tiempo pagaba a mis vecinos aduatuces; debo a César que me hayan devuelto a mi hijo y a mi hermano que, entregados a los aduatuces como rehenes, fueron tomados como esclavos. —El rey suspiró, alisándose la larga barba leonada que comenzaba a agrisarse—. No he atacado vuestro campamento por mi iniciativa o voluntad, me he visto obligado a hacerlo siguiendo la voluntad de mi pueblo. Porque este es el sistema de gobierno que rige entre nosotros: mi autoridad sobre el pueblo es equivalente a la autoridad del pueblo sobre mí. Y mi pueblo no ha podido eximirse de la revuelta que se ha encendido hoy en toda la Galia. Y que esto es cierto lo demuestra mi escaso poder; no soy tan ingenuo como para imaginar que seré capaz de vencer al pueblo romano solo con mis fuerzas. —El rey miró a los dos hombres a los ojos—. Se trata de un plan común a toda la Galia y precisamente hoy es el día establecido para el ataque a todos los cuarteles de invierno de César, de modo que ninguna legión pueda ayudar a la otra.
Los dos parlamentarios lo miraron, atónitos, mientras él continuaba:
—A los galos no nos resulta fácil decir que no a otros galos, pero, ahora que he cumplido con mi deber hacia el pueblo, puedo pensar en mis obligaciones de reconocimiento hacia César. —El rey se acercó a los dos romanos y los miró con gravedad. Su tono era decidido—: Un gran número de germanos ha sido reclutado y ha pasado el Rin; estarán aquí dentro de dos días. Por este motivo advierto y suplico a Titurio, por las relaciones de hospitalidad que nos ligan, que procure su salvación y la de sus soldados. Os corresponde a vosotros decidir, antes de que los pueblos vecinos se alcen en armas, si vais a hacer salir a vuestras fuerzas del campamento y conducirlas donde Cicerón o Labieno. Prometo y garantizo mediante juramento el libre y seguro paso a través de mis tierras; con ello habré satisfecho el interés de mi pueblo, que será liberado del peso de vuestra manutención, y mostrado mi reconocimiento a César.
Emilio había escuchado atentamente cada palabra. A su lado, el legado Cota se apoyaba nerviosamente en la mesa con los puños. Detrás de ellos, Lucio sostenía el águila. Los dos enviados estaban en el otro extremo de la mesa y, cerca de ellos, Quinto Titurio Sabino miraba a los tribunos y los centuriones reunidos bajo la gran tienda. Los oficiales ya habían intuido que aquel consejo de guerra convocado a toda prisa debería resolver el conflicto cada vez más evidente entre los dos legados, a causa de su respectiva y no bien definida autoridad. Fue Cota quien habló primero, interrumpiendo el murmullo que había seguido al informe de Cayo Arpineio sobre la oferta del soberano de los eburones.
—No debemos tomar ninguna decisión apresurada y aún menos abandonar el campamento sin orden de César. Al abrigo de las fortificaciones, podemos resistir a cualquier número de germanos, y la prueba es ese centenar de eburones caídos en pocos instantes esta mañana. Tenemos víveres para un par de meses largos. César no nos abandonará y la ayuda no tardará en llegar de las cercanas guarniciones de Labieno o Cicerón. Además —añadió Cota, después de un instante de pausa—, ¿qué puede haber más arriesgado y reprobable que tomar una decisión de esta importancia por consejo de un enemigo que acaba de atacarnos?
—¡Cuando las fuerzas enemigas hayan aumentado por la llegada de los germanos y en las fortalezas cercanas haya ocurrido alguna desgracia ya será demasiado tarde para actuar! —replicó de inmediato Sabino.
El rumor recomenzó y Sabino se dirigió a los centuriones:
—El tiempo de que disponemos para tomar una decisión es breve, probablemente César ya ha partido hacia Italia, de lo contrario los eburones nunca nos habrían atacado con tanto desprecio. No os preocupéis por lo que sugiere el enemigo, mirad los hechos: el Rin está cerca y los germanos están enfurecidos con nosotros por nuestras victorias sobre sus pueblos y la Galia…
También Sabino subrayó con una pausa su discurso y lo retomó cuando el murmullo se acalló.
—La Galia se estremece por haber sido reducida después de tantas humillaciones bajo el poder del pueblo romano y se estremecen sus gentes privadas desde hace tiempo de toda gloria militar. Prueba de ellos es el comportamiento de Ambiórix, que nunca se habría atrevido a tanto si no estuviera seguro de contar con el apoyo de los otros.
Sabino observó uno a uno los rostros de los oficiales que estaban frente a él.
—Yo propongo el abandono inmediato de la posición para unirnos a la fortaleza más próxima. Si me equivoco y la situación no es tan grave como parece, pues bien, no haremos más que alcanzar sin peligro la legión más cercana. Si, en cambio, toda la Galia está de acuerdo con los germanos, en tal caso nuestra salvación depende de que nos traslademos inmediatamente.
El general señaló a Cota sin mirarlo.
—¿Qué garantías presenta su propuesta más que un peligro inmediato y la absoluta certeza de un largo asedio y del hambre?
Cota y Emilio intercambiaron una mirada. El primípilo sacudió la cabeza y su superior volvió a tomar la palabra:
—Sabes mejor que yo que los hombres aún no están listos para el combate a campo abierto.
Sabino lo interrumpió una vez más, gritando:
—En efecto, su salvación es unirlos a otra legión.
Los murmullos de alzaron de nuevo, la discusión se extendió también entre los tribunos y los centuriones, pero la mayor parte de los oficiales veteranos estaban de parte de Cota. Es más, alguno intervino en su favor, aumentando de este modo el nerviosismo de Sabino, que reafirmó varias veces y con decisión su convicción. En un momento dado Lucio echó un vistazo fuera de la tienda, luego se acercó a Emilio y le susurró algo al oído. El primípilo se dirigió a Cota, en voz baja:
—Señor, los soldados que permanecen ahí fuera no son sordos, lo están oyendo todo. Perderán la confianza en el mando, y eso es precisamente lo último que necesitan. Deberían creer ciegamente en sus superiores, pero ¿cómo pueden hacerlo si los oyen disputar?
Cota pidió silencio, pero lo obtuvo solo golpeando el puño sobre la mesa. Se decidió oír las opiniones de los tribunos y varias veces hubo que pedir a Titurio Sabino que dejara hablar a los oficiales. Al final Cota se acercó a él con aire amenazante, lo aferró por el brazo y le dirigió una mirada de desafío, invitándolo a no gritar. El legado añadió que la decisión sería confiada a los votos de los presentes. Sabino se apartó bruscamente, fulminándolo con una mirada feroz. Sabía que se hallaba en minoría y ya estaba exasperado por la actitud de los centuriones veteranos hacia él.
—¡Muy bien, vosotros ganáis! —gritó, acercándose a la entrada de la tienda—. De entre todos nosotros, no soy yo precisamente quien más teme a la muerte. Pero estos —berreó, señalando a los soldados de guardia en la entrada— sabrán juzgar y te pedirán cuentas a ti, Lucio Aurunculeio Cota, de la desventura que pueda ocurrirnos. Si tú quisieras, en dos días estos muchachos podrían reunirse con sus compañeros de las fortalezas cercanas sosteniendo junto a ellos la suerte de la guerra y no serían obligados a morir aquí en desesperado aislamiento de los demás.
Emilio intervino para detener a Cota, que estaba arremetiendo contra Sabino. También los demás centuriones se pusieron en medio. Esta vez fue la voz del primípilo la que atronó:
—¡Calmaos, por Júpiter, calmaos! —Los escrutó a ambos, manteniéndolos a distancia—. Con vuestro obstinado desacuerdo no hacéis más que empeorar la situación. Y esta, de momento, no es en absoluto grave.
—El primípilo tiene razón —intervino Marco Alfeno Avitano—. En cualquier caso, nos quedemos o partamos, lo importante es estar unidos.
—No podemos partir, no disponemos de tiempo material para organizarnos —añadió Lucanio, airado.
—Tres horas —le respondió Sabino—. No es necesario que lo cojamos todo, solo el equipaje ligero; dadme tres horas y esta legión estará lista para partir.
Una voz se elevó del fondo:
—Dentro de tres horas estará oscuro. Una marcha nocturna de toda la legión con los equipajes es impensable y fuera de toda lógica.
Ya estaba oscureciendo cuando Gwynith se decidió a volver a su alojamiento. El trayecto era breve, pero tardó bastante, porque el cuartel estaba sembrado de legionarios que, sentados en el suelo, esperaban órdenes. Cada tanto algún optio trataba de reformar las filas, pero la mayoría ya lo habían dejado correr. Desde hacía más de cinco horas los comandantes y los oficiales estaban reunidos en la tienda y sus gritos habían llegado a oídos de los soldados, que rápidamente se habían pasado la voz unos a otros. Los hombres esperaban así en aprensivo silencio el desarrollo de aquel consejo de guerra. Algunos defensores de Sabino abandonaron furtivamente su puesto para ocuparse de sus equipajes; otros se retiraron para encender el fuego y preparar algo de comer. Muchos soldados reposaban como podían, sentados o acurrucados, pero la mayoría se limitaba a intentar escuchar lo que se decía en la tienda de los comandantes. Entre un acontecimiento y otro la guardia aún no había recibido el cambio, y en un par de ocasiones hubo actos de insubordinación. Entonces los optiones decidieron formar una nueva guardia. Fueron elegidos los hombres que habían de entrar en servicio por la mañana, quienes, no obstante, protestaron porque no tendrían tiempo de preparar el equipaje, en caso de partida. Al final, los oficiales recurrieron al bastón y una veintena de hombres fueron castigados y luego expedidos a las torres.
Poco antes de alcanzar el alojamiento, Gwynith encontró a Valerio, que vagabundeaba con el escudo y los dos pila.
—¿Qué sucede, Valerio?
El veterano apoyó el gran escudo en el suelo y miró en dirección a la tienda donde estaban reunidos los comandantes.
—Están haciendo de todo para ponernos en apuros, Gwynith.
—¿Volverán a atacarnos?
—Vete a descansar; tienes que cuidarte, pronto serás madre.
La mujer le dirigió una mirada llena de angustia y el veterano la cogió bajo su poderoso brazo.
—Todo se arreglará, ya lo verás.
Un movimiento alrededor de la tienda del consejo reclamó su atención. Vieron salir a Quinto Lucanio, que reunió a los hombres de la Primera Cohorte. El centurión transmitió rápidamente las nuevas disposiciones. La orden era romper filas, ir a comer y luego acostarse de inmediato. Un optio preguntó si debían preparar el equipaje; Lucanio lo fulminó con la mirada y repitió la orden:
—Comer y dormir.
Luego se dio la vuelta y sin añadir más entró en la tienda.
Los hombres volvieron a sus alojamientos y encendieron los fuegos. El mismo ritual se repitió en las demás cohortes, donde, sin embargo, después de la comida, la mayoría de los hombres se puso a ordenar el equipaje. Falsas informaciones empezaron así a serpentear por el campamento y llegaron a los oídos de los muchachos de la Primera Cohorte, que se inquietaron. Algunos de ellos comenzaron a preparar el equipaje, hasta que la figura cansada de Emilio apareció entre las tiendas cogiéndolos por sorpresa.
—¿Qué estáis haciendo? —soltó el primípilo, irritado, sin recibir respuesta. Emilio ordenó entonces a los hombres que se reunieran en torno al fuego y cuando los tuvo a todos delante les hizo señas de que se sentaran.
»Vuestros oficiales están tomando medidas para afrontar la situación. Hay decisiones delicadas que discutir y, por desgracia, estas decisiones no son solo de carácter militar, sino también político.
El centurión hizo un gesto de desprecio y los muchachos rieron.
—Pues bien, a pesar de que la reunión se ha prolongado durante muchas horas aún no hemos llegado a una conclusión, pero este retraso no se debe al hecho de que no sepamos qué decisión tomar. Solo queremos asegurarnos de actuar de la mejor manera. Nadie quiere correr riesgos ni obligar a los demás a actuar contra la propia voluntad. Por eso aún no sé deciros qué haremos mañana.
El primípilo miró a los muchachos.
—Estimo que lo mejor para vosotros, ahora, es ir a dormir, porque cualquier cosa que se decida, mañana necesitaré de vosotros y quiero que estéis descansados, tanto para construir torres como para emprender la marcha. Si debemos partir, os haré despertar oportunamente para disponer con calma todo lo que sea necesario. Recordad que sois la Primera Cohorte, con vosotros viajarán el águila y el tesoro de la legión, además del primípilo y los dos legados. Si no os movéis vosotros, no se moverá nadie.
Emilio concluyó con algunas bromas y los muchachos por primera vez entrevieron al hombre que se ocultaba debajo de la coraza. Su presencia, en aquel momento crítico, sirvió para tranquilizarlos. Convenció a sus soldados para que se fueran a dormir y después de haberles arrancado una última sonrisa, se dirigió nuevamente a la tienda de los oficiales.
Era poco después de la medianoche cuando Gwynith se despertó al notar la mano de Lucio que le acariciaba los hombros.
—Duerme, duerme tranquila —le susurró.
La mujer se volvió y trató de entender por su expresión qué había ocurrido, pero la oscuridad se lo impidió.
—¿Qué han decidido, Lucio?
El aquilífero se masajeó las sienes.
—Debemos marcharnos, Gwynith.
A grandes líneas, amargado, resumió la discusión que se había librado en el consejo, y que había proseguido hasta que Sabino la había ganado por agotamiento. Por algún inexplicable motivo, el muro de los defensores de Cota al final se había derrumbado bajo las teorías de Sabino. La mujer escuchaba, incrédula. No podía ser verdad que en el transcurso de pocas horas tuviera que abandonar aquel refugio que le infundía tanta seguridad.
Lucio se sentó sobre la cama, sacudiendo la cabeza.
—Hace quince días Ambiórix nos suministró grano; hoy en cambio nos ha atacado. No sé qué pensar, pero lo más grave es que parece que todos hayan perdido la cabeza. Aquí podríamos resistir meses, incluso contra los germanos, pero cuanto más hablaba Sabino, más se ponían de su parte los oficiales.
—¿Qué ha dicho Emilio?
—Al final ha perdido la paciencia y se ha puesto a gritar también él; ha dicho que aquello parecía una reunión de viejas matronas que trataban de decidir si hacer un viaje, sin tener en cuenta que quien las estaba convenciendo de partir acababa de decapitar a sus hijos. Sabino lo ha reprendido, entonces él ha partido su bastón sobre la rodilla y lo ha tirado al suelo. Creo que tendrá problemas cuando lleguemos a la otra fortaleza.
—¿Qué le harán?
—No lo sé, es un protegido de Cota y eso no lo ayudará. Habrá que ver qué ha sucedido en las otras fortalezas, y si esta revuelta existe realmente. Si es cierto que toda la Galia se está sublevando y nosotros llegamos a tiempo para ayudar a otra fortaleza, entonces Sabino se convertirá en un héroe. En cambio, si ordena abandonar la posición sin un motivo real, pasará apuros.
Gwynith se levantó de la cama, desvelada.
—¿Cuánto durará el viaje? —preguntó.
—Dos o tres días, si no hay inconvenientes.
Una serie de ruidos desde el exterior atrajeron la atención de la britana. Abrió la puerta, donde Lucio la alcanzó, y ambos descubrieron que toda la fortaleza estaba dedicada a levantar el campamento. Solo las tiendas de la Primera Cohorte estaban aún montadas, pero los tribunos daban vueltas también por ese sector, despertando a los hombres y dando órdenes. Lucio estrechó a su mujer.
—Faltan al menos cinco horas para el amanecer, Gwynith. Durmamos un poco o mañana no estaremos en condiciones de marchar.
—¿Ellos lo estarán?
El aquilífero no respondió, la empujó suavemente hacia el interior y antes de cerrar la puerta echó un vistazo al fuego que ardía en el centro del cuartel de la cohorte. La silueta de Emilio se recortaba a contraluz en el resplandor amarillento de las llamas. Estaba inmóvil, con la mirada clavada en los tizones. Antes de marcharse, echó al fuego los dos trozos de madera nudosa que tenía en la mano.