Pésima compañía
Era esa hora poco antes del alba en que los contornos de las cosas no están bien definidos, ese momento en que las tinieblas están a punto de dejar su sitio a la luz y todo parece recomenzar. Mientras metía las últimas cosas en el saco junto con algunas provisiones, experimenté esa sutil melancolía que desde siempre acompaña a las partidas.
Breno había querido ocuparse de la compra del caballo que había de llevarme a mi meta. El día anterior había negociado el asunto dejando un anticipo y en su mente ávida había maquinado presentarse donde el vendedor al amanecer, cuando los reflejos aún están entorpecidos, para conseguir un mejor precio.
Bajé la pasarela con mi gran saco y recorrí el embarcadero, observando el cielo que comenzaba a aclararse en el horizonte. La figura poco agraciada de Breno, de vuelta de la aldea, apareció en la neblina del alba.
—¿Dónde está el caballo?
—Ah, hombre de poca fe. Sé paciente. Tu amigo Breno ha sido premuroso y, después de haberte alimentado bien, ahora te ha encontrado una cabalgadura digna de un rey.
—Esperemos que no me cueste como un semental de raza. Te había dicho que quería un rocín medio enfermo.
—Vamos, no estemos aquí hablando del vil metal. Más bien —continuó el mercader apretándose en la capa—, antes de que te marches, ¿no me dirás cómo acabó todo? ¿No quieres decirme quién eres?
Le sonreí, dejé el saco en el suelo y me apoyé en lo que quedaba de una vieja valla para las cabras. Total, de todas formas debíamos engañar al tiempo…
—Después de haber ubicado a Epagatus, hubo un período de paz y serenidad para todos.
—Explícate mejor, por favor. ¿Qué entiendes por «haber ubicado a Epagatus»?
—La discusión sobre la suerte del griego se prolongó durante todo el viaje, y él debió oírla, durante todas las millas que lo separaban de Puerto Icio, mientras Valerio sugería al menos una decena de maneras de liquidarlo. En cuanto a Lucio, estaba demasiado feliz para emitir una sentencia. Así que, como siempre, se cumplió la voluntad del primípilo.
—¿Es decir…?
—Ante todo sugirió encontrar el cuerpo de Tiberio, punto en el que todos estuvieron de acuerdo. Así, apenas llegados a Puerto Icio, lo llevaron donde surgía su tienda y le hicieron excavar hasta encontrar los restos del muchacho. —Mi mirada cayó nuevamente en el vacío e hice una larga y dolorida pausa. Cuando volví a hablar, me temblaba la voz—. Tardó un poco, pero al fin lo encontró. Cayo Emilio Rufo hizo envolver el cuerpo en una capa, lo llevaron sobre los escudos hasta el campamento y lo enterraron al margen del bosque, con los debidos honores. En aquel punto Emilio dio la orden de regresar al campamento de la Decimocuarta, pero antes dijo algo a Valerio, que permaneció detrás con el prisionero, alejándose del sendero.
Breno estaba pendiente de mis labios.
—¿Y qué le hizo?
—Solo un hombre sabe con exactitud cómo fueron los últimos momentos de Epagatus. Cuando el grupo regresó al campamento, el centurión dejó libres a los soldados. Al sonar la primera guardia, poco después del cierre de las puertas del campamento, Valerio se dirigió donde Lucio y le dijo: «Tiberio reposa en paz». Nada más. Luego se marchó. —Miré a Breno, antes de proseguir—: Algunos días después, en los bosques en torno al campamento, unos exploradores encontraron un cuerpo decapitado. No se sabía quién era, no faltaba ninguno de los nuestros y se pensó en una venganza entre clanes galos rivales. Lucio y Emilio reconocieron de inmediato el cadáver, que naturalmente era el de Epagatus. Pero ninguno volvió a decir nada.
—¿Y luego? ¿Qué ocurrió?
—Absolutamente nada. Fue un mes de paz y serenidad inolvidable. Gwynith se recuperó con rapidez y su panza comenzó a crecer. Cuanto más pasaban los días, más bella se ponía. Era feliz como una chiquilla y todas las tardes el grupo se sentaba junto a su fuego para comer, beber y reír. Los sitios vacíos de Tiberio y de Quinto fueron llenados por Emilio y Alfeno, que gracias a sus inagotables recursos económicos nos abastecía regularmente de comida y vino en abundancia. El otoño estaba a las puertas y, por cómo se estaban poniendo las cosas, la Decimocuarta probablemente pasaría el invierno en Puerto Icio, por lo que todos permaneceríamos juntos. Lucio volvió a ser el de antes, o incluso mejor que antes. Su optimismo unido a su innegable carisma contagió un poco a todos, a pesar de que la atmósfera que se respiraba en el campamento de la Decimocuarta no era ciertamente el de la Décima. El mando no estaba bien definido, pues los legados Cota y Sabino a menudo discutían entre sí como dos adolescentes mimados. Todo era una sucesión de órdenes y contraórdenes, que primero sembraron el descontento y a continuación empujaron a los tribunos a aflojar la disciplina, a dejar correr, como si la cosa no les concerniera. Y lo peor fue que esto repercutió en cascada sobre los centuriones y luego sobre los soldados. En el campamento había un ir y venir de concubinas y jovencitos del lugar que nunca habría sido tolerado bajo el mando directo de Labieno. A veces, en lugar de en una legión que defendía una tierra enemiga, parecía que se estaba en una de esas cohortes urbanas que se divierten en Capua. El único baluarte que intentaba contener la relajación y la inobservancia de los reglamentos, la única roca en una marea de debilidad, era Cayo Emilio Rufo. En varias ocasiones entró en conflicto con el legado Sabino a causa de las carencias en la instrucción y solo la oportuna intervención de Cota lo sacó de apuros. A la espera de que el regreso del procónsul definiera de una vez por todas las jerarquías de aquella unidad constituida a la buena de Dios, Emilio se ocupó sobre todo del adiestramiento de la Primera Cohorte, sembrando la semilla que con el tiempo había de generar una nueva y fuerte alineación de soldados.
Un lento rumor de cascos me devolvió al presente. A lo largo del sendero entre las casas vi llegar a Nasua, uno de los esclavos de Breno, que sujetaba por las bridas a dos caballos de patas cortas y morro largo. Detrás de él seguían otros dos caballos y un hombretón con una espesa cabellera roja que le caía sobre los hombros. Estaba envuelto en una capa verde oscuro y llevaba a la espalda una enorme espada sujeta por una bandolera. El puño del montante asomaba amenazadoramente entre los hombros. Miré a Breno, que sonrió complacido.
—Estamos a salvo —dijo—, ha llegado la caballería.
Antes de que pudiera proferir palabra, el mercader señaló al britano. Vi que tenía fragmentos de comida pegados en el poblado bigote.
—Amigo mío, tengo el honor de presentarte a Uchdryd, que nos acompañará a nuestro destino.
Mi mirada paso de la bestia de pelo rojo a Breno, que se frotaba las manos.
—Al final he intercambiado el alquiler de las bestias por algunas velas remendadas que reposaban desde hace años en mi bodega con el riesgo de pudrirse y algunas botellas de aguardiente —explicó el mercader—. Y este… jovencito se ocupará de los animales, para que estén bien cuidados.
No dije nada mientras mis ojos se movían entre el esclavo, los caballos y el britano. Incluso a distancia sentía que apestaba a aguardiente, y a pesar de su corpulencia parecía que le costaba mantenerse en pie.
—Adelante, partimos —dijo Breno, tratando torpemente de montar a caballo, ayudado por Nasua—. ¿Creías que ibas a librarte de mí? No podía dejarte solo precisamente ahora —aseguró, cuando finalmente consiguió ocupar su puesto sobre el animal.
Ayudándome con la empalizada subí a mi vez a la silla. Nasua me pasó el saco y luego cargó algunas alforjas que otro hombre había traído de la nave en el tercer caballo, en el que se sentó como pudo.
—Creía que debías ir rumbo al sur.
—Mi hijo aún no ha llegado, todavía tengo siete u ocho días de margen para la navegación. Puedo acompañarte y volver aquí a tiempo.
Antes de azuzar a mi montura miré a Uchdryd y me dirigí a Breno:
—¿Entiende nuestra lengua? —Ni una palabra.
—Qué pésima compañía —dije, y escupí al suelo.