XXII

La poza

El centurión le había dado permiso para que bajara al torrente a lavarse y Gwynith no se lo había hecho repetir. Había descendido por la pendiente, hasta encontrar una charca en que la corriente disminuía, creando pequeños remolinos centelleantes de luz. Era un punto bien resguardado por las frondas y un par de grandes peñas. La mujer había sumergido los pies en el agua fresca, mientras el sol ya alto comenzaba finalmente a calentar el aire húmedo de la mañana. Se agachó y comenzó a lavarse las manos y el rostro consciente de la presencia de los soldados, que sin duda habían recibido la orden de no perderla de vista.

Finalmente pudo quitarse la sucia túnica que llevaba desde el día de la partida del campamento invernal, dos meses antes. La hundió en el agua transparente y finalmente se adentró también en la poza, sintiéndose completamente envuelta por la fría y deliciosa caricia. Sumergió el pelo con lentitud y cuando su cuerpo se hubo adaptado a la temperatura comenzó a restregarse enérgicamente los brazos, el cuello y todo el resto del cuerpo, para liberarse de la mugre coagulada y del olor a prisión. Bebió, se enjuagó la boca y luego se abandonó a la lenta corriente con los ojos cerrados, mientras el sol creaba en torno a ella juegos de luz sobre la superficie del agua. Por último, se dedicó a su túnica, o a lo que quedaba de ella, y empezó a frotarla sobre una piedra lisa que afloraba del agua. Percibió un movimiento con el rabillo del ojo y, levantando la mirada, vislumbró la figura de Emilio, que se erguía sobre una de las grandes rocas que salían del agua como imponentes columnas. Estaba con los brazos cruzados, contemplando el horizonte, recortado contra el cielo azul, con la capa que se hinchaba perezosamente en la débil brisa del mar.

El primípilo se volvió y la vio, y después de una última mirada a las colinas bajó de la roca y llegó con calma a la orilla del arroyuelo. Gwynith tuvo tiempo de estrujar las ropas y ponérselas, aunque tal como estaba, mojada, goteando y con rasgones en el tejido, parecía más desnuda que vestida.

La mujer se levantó y lo esperó bien erguida, con el pelo empapado cayéndole sobre la espalda. Pese a sus esfuerzos por mirarla a la cara, Emilio no pudo por menos que observar aquel cuerpo esbelto ceñido por la húmeda túnica, tan gastada que dejaba bien visibles amplias zonas de piel clara atravesadas aquí y allá por rasguños rojizos.

Estaba descalza, con una pierna casi descubierta hasta la ingle, y a cada respiración los pezones turgentes parecían querer asomar entre la trama del tejido. Lo esperaba con las manos en las caderas, sin tratar de cubrirse, sin la menor vergüenza, digna descendiente de generaciones de gentes fuertes y orgullosas. El oficial, embarazado, se dio cuenta de que, aun con sus suaves botas de gamuza, la túnica con las protecciones de cuero, la coraza musculada y la capa, era él quien se sentía casi desnudo, frente a tanta dignidad.

—Lo siento, pero no tengo nada que pueda irte bien, a excepción de esa manta sobre la que has dormido —dijo Emilio.

—Ya has hecho mucho, te lo agradezco —respondió ella, estrujándose un mechón de pelo.

—La muchacha del campamento está muy débil, pero creo que se salvará. Habéis sido afortunadas.

Gwynith sacudió la cabeza.

—Si te contara mi existencia, no creo que la definieras como afortunada.

—Las cosas pueden cambiar —dijo Emilio con un hilo de voz.

—Ya sería hora, a menos que esté maldita.

—A veces los dioses son caprichosos y nos ponen a prueba. Pero solamente lo hacen con los más fuertes.

La mujer no respondió y siguió estrujándose el pelo.

—¿Quién es la muchacha? ¿Una de las mujeres de Epagatus?

—¿Quieres decir el griego? Sí, es una de sus prostitutas.

Emilio asintió y miró hacia la cima de las colinas, para apartar los ojos de ella y de su cuerpo.

—En tu opinión, ¿qué debería hacer con ella?

Ante aquellas palabras, Gwynith no lo dudó.

—Déjala marchar.

El primípilo la miró con aire de escepticismo.

—¿Crees que su suerte mejoraría? ¿Crees que si en este camino hubieras encontrado a cualquiera que no fuera yo, ahora estarías aquí hablando?

—Entonces llevémosla a Puerto Icio con nosotros. Le encontraremos un acomodo.

La mueca del oficial le hizo entender qué pensaba. Pero antes que pudiera responderle, alguien o algo, desde lo alto de la colina, atrajo la mirada de Emilio, que empezó a subir. Gwynith miró en la misma dirección y divisó entre las ramas a un soldado, que hacía señas al centurión.

—Han avistado a un jinete que está remontando el sendero de la costa al galope. Va solo —le dijo, esbozando una sonrisa que tenía algo de paternal—. Espéralo aquí —le dijo antes de contemplar la alfombra de centellas que se deslizaba sobre el agua—, creo que es un buen sitio para encontrarse, después de tanto tiempo.

Gwynith no tuvo tiempo de replicar. Solo consiguió ver la capa del primípilo alejándose por el bosque y desaparecer entre la densa vegetación. Comenzó a temblar, presa de la emoción. Estaba sola y ahora se sentía desnuda. La sensación de que alguien la estaba observando se había desvanecido en la nada, mientras que cualquier rumor, incluso el más pequeño, que turbaba aquel lugar mágico le parecía simplemente ensordecedor. Una ligera brisa le provocó un estremecimiento que le puso la piel de gallina. En el silencio, roto solo por el susurro de las frondas de las encinas, comenzó a tener miedo de aquel momento tan ansiado y esperado.

Un brusco chasquido de ramas partidas, un ruido imprevisto de cascos y de piedras que rodaban por el agua la hicieron estremecer. Alguien estaba descendiendo por el bosque a caballo y ella trató de intuir quién era escrutando en la dirección del fragor que turbaba la quietud de la floresta. No consiguió distinguir al jinete, pero oyó el relincho sofocado del animal que se desplomó en el agua a un centenar de pasos de ella, levantando altas salpicaduras. Gwynith notó primero al enorme corcel negro, que soltaba espumarajos por la boca. Alzó la mirada y observó al jinete, ataviado con una túnica militar que ya no tenía nada del color original. Estaba sucio, con la barba hirsuta y un pómulo magullado. Sus ojos apuntaban a los de Gwynith y con el cuerpo secundaba los movimientos nerviosos del caballo, tratando de que se mantuviera firme.

Con un brinco, Lucio descendió de la silla y fue hacia ella, sumergido en el agua hasta la rodilla.

Cuando estuvieron cerca, se miraron durante un momento larguísimo antes de abandonarse a un abrazo por demasiado tiempo anhelado. Se estrecharon hasta quedar sin aliento, sin soltarse, acariciándose el pelo, tocándose los rostros, mirándose mutuamente sin hablar hasta que ella, al ver las lágrimas en los ojos de él, comenzó a sollozar. Lucio estaba agotado, había cabalgado toda la noche y apenas se sostenía, de forma que la ciñó por la cintura y se dejó caer de rodillas hasta apoyar la cabeza en el vientre de ella, que le cogió la cabeza entre los brazos.

—Nunca más. No nos separaremos nunca más.

Gwynith se pasó la mano por las mejillas para secarse las lágrimas y miró el rostro de su hombre. Por más que estuviera magullado, sucio y exhausto, le pareció bellísimo, como era bellísimo el momento que estaba viviendo. El mundo, de repente, se había convertido en un lugar maravilloso.