XX

Epagatus

Lucio marchaba a la cabeza de toda la legión.

Había vuelto a poner la piel de oso sobre el yelmo y sostenía firmemente el águila de plata de la Decimocuarta, aún a la espera de gloria. Los hombres no llevaban corazas ni armas, sino herramientas: hachas, martillos, sierras, cuerdas y una gran cantidad de clavos. Delante de Lucio, a lomos de un espléndido y temeroso semental negro como el carbón, que piafaba excitado, avanzaba Quinto Titurio Sabino con una admirable coraza musculada. El aquilífero aún no se había formado una idea cabal de ese legado, que comandaba junto a Cota la Decimocuarta Legión y las cohortes a ella adscritas. Por instinto no le gustaba, aunque su carrera era irreprochable. Había derrotado varias veces a los galos en batalla y era tenido en gran consideración por César, que le confiaba encargos de gran responsabilidad.

Durante la primera expedición en Britania, el procónsul le había asignado el mando de una parte del ejército que había quedado en el continente, para pacificar las tierras de los morinos y de los menapios. Para esa difícil tarea había sido acompañado, con igual graduación, por Cota, y desde entonces los dos habían compartido el mismo mando. Ambos eran hombres de valor y excelentes militares. Sin embargo, el hecho de que la autoridad recayera en dos personas de vez en cuando llevaba a discrepancias, que no pocas veces suscitaban mal humor entre las filas de los oficiales. Un mal humor que luego, en cascada, acababa recayendo también sobre la tropa. Roma ya había cometido otras veces ese mismo error, y en varias ocasiones había perdido batallas decisivas por haber puesto a dos personas con la misma graduación al mando de las legiones. Había sucedido durante las guerras púnicas, algunos centenares de años antes. El mismo cuerpo de los centuriones veteranos estaba dividido entre quienes apoyaban a Cota y quienes apoyaban los métodos de Sabino. Solo el regreso de César habría vuelto a poner las cosas en orden, porque dos gallos en un mismo corral no podían convivir.

Y el regreso del procónsul era muy deseado, de hecho más que nunca, en el momento en que los hombres se estaban dirigiendo a la playa precisamente en ayuda de la expedición. En efecto, tres días después de la partida de la gigantesca flota, diez naves de transporte y dos de guerra habían atravesado nuevamente el mar para regresar a Puerto Icio, cargadas de nefastas noticias. También ese año una violenta tempestad había sorprendido a la flota en la rada, afortunadamente después del desembarco. El procónsul había pedido de inmediato hombres y equipos, desangrando las ya exiguas fuerzas del contingente que había dejado en defensa de la Galia. Labieno se había visto obligado a mandar toda una legión a reparar las naves dañadas en Britania y a montar un enorme campamento fortificado, donde pondrían en seco toda la flota. Mientras tanto, las tropas que habían quedado en la Galia tendrían que interrumpir cualquier otra actividad para ponerse a construir el mayor número posible de naves de transporte, destinadas a suplir la pérdida de las cuarenta que ahora yacían en el fondo del oceanus.

Al día siguiente de su llegada al campamento, Lucio, Valerio y Alfeno habían sido destinados al improvisado astillero de la playa, y desde hacía ocho jornadas estaban trabajando con sus nuevos compañeros en la construcción de las naves. Cualquier otra actividad había sido suspendida y el imprevisto había obligado a Tito Labieno a paralizar las maniobras de la Decimocuarta. En ese momento, para ganar la guerra, el procónsul necesitaba más carpinteros, herreros y ebanistas que milites.

Britania estaba consumiendo la energía de todo el contingente. El mismo Labieno se ponía cada día más nervioso y en una ocasión, en referencia a aquella campaña que no veía favorable, dejó escapar la palabra «azar». Naturalmente, cualquier actividad que no concerniera a la construcción de las naves y la seguridad de las legiones fue paralizada. Los trabajos exigían hasta el último hombre. Y el tiempo y la cantidad de trabajo pendiente habían hecho que el legado se olvidara de Epagatus y de por qué lo estaban buscando. Alfeno fue expedido a Britania con una carga de jarcias y clavos de latón recuperados. Solo quedaban Lucio y Valerio para recordar el destino de Tiberio, Gwynith y la muerte de Quinto. Pero, a su pesar, ambos estaban encadenados a aquellas onerarias en construcción en la playa.

El tribuno Alfeno volvió después de permanecer cinco días en la isla, con algunos heridos y un primer contingente de hombres de Labieno de regreso a la Galia. Portaba buenas noticias. El campamento había sido montado y la flota puesta en seco, habían trabajado noche y día para acelerar los trabajos, y el grueso del ejército se había lanzado desde hacía un par de días en persecución de los britanos, que se habían refugiado en las florestas del interior.

Las jornadas en la playa eran largas, calurosas y pesadas. Por la tarde, los hombres regresaban a sus tiendas completamente agotados. Lucio era la sombra de sí mismo. En los últimos días, la rabia y la sed de venganza habían cedido paso a un sentimiento de impotencia. Se dejaba caer sobre su camastro mirando al vacío, sintiendo que ya la había perdido para siempre. Aquella tarde cogió el vestido de lino verde y se lo puso debajo de la cabeza, tratando de conciliar el sueño. El rumor de la tienda al abrirse no bastó para que abandonara su posición, acurrucado en aquel trozo de lino. Solo alzó la cabeza cuando oyó la voz de uno de los guardias.

—El tribuno Avitano desea verte.

En un instante Lucio se dirigió hacia la tienda de Alfeno y por el camino fue alcanzado por Valerio. En el interior del alojamiento el tribuno los esperaba con los brazos cruzados, en compañía de su esclavo de color. Lucanio estaba de guardia en la entrada, con la consigna de no dejar que se acercara nadie.

—Hoy, al atardecer, han llegado a la ciudad dos hombres —dijo Bithus en tono circunspecto—. Y son sirios.

—¿Dónde están? ¡Debemos cogerlos de inmediato!

—No puedo mandar hombres fuera del campamento en plena noche sin la autorización del legado, aquilifer —adujo Alfeno, mirando a Lucio con aire dubitativo.

—Conozco el reglamento, tribuno —dijo este, molesto. En efecto no estaba pidiendo permiso para ir a cogerlos. Pensaba ir y punto, todos lo sabían, comenzando por Valerio, que lo seguiría.

Alfeno sacudió la cabeza y se expresó sin rodeos:

—¿Qué pensáis hacer? ¿Bajar a la ciudad y prender a esos dos? ¿De qué serviría? ¿Pensáis que Epagatus ha enviado a dos novatos a Puerto Icio? Y si hay otros, ¿queréis enfrentaros a ellos vosotros solos?

Lucio miró a Valerio en busca de confirmación, pero también en el rostro de su amigo se leía la duda.

—¿En tu opinión, qué debemos hacer, tribuno?

Alfeno asestó un puñetazo sobre la mesa y sacudió la cabeza.

—¡No lo sé! —Dio un puñetazo aún más fuerte—. ¡No lo sé, maldición!

La voz de Quinto Lucanio en la entrada de la tienda traicionó cierta incomodidad. Dentro, todos permanecieron en silencio, prestando atención, para averiguar quién se acercaba, luego repentinamente el trozo de piel de la entrada se apartó y a la luz de la lámpara de aceite apareció el rostro ceñudo de Emilio. Lucanio no había podido impedir que el primípilo entrara. Por lo visto al centurión de los Primeros Órdenes le traía sin cuidado que aquel fuera el alojamiento de un superior. Y el tribuno, a pesar de su graduación, parecía el más incómodo de todo el grupo. Balbuceó un saludo antes de preguntar a qué se debía aquella visita en plena noche. La voz de Emilio vibró en el aire como un nervio de buey.

—Me preguntaba qué oscura amenaza, qué infausto presagio hacían que mi tribuno diera un puñetazo sobre la mesa, hasta el extremo de hacerle pronunciar una frase que nunca antes había oído en labios de un oficial romano.

Alfeno trató de mantener un aire circunspecto, que lo hacía aún más ridículo, teniendo en cuenta que el oficial de mayor graduación en aquella tienda era él. Fue Emilio quien puso fin a aquel silencio cargado de vergüenza cogiendo entre los dedos la piel de la tienda.

—Es de excelente factura, curtida a la perfección. Estoy seguro de que resiste muy bien el agua… pero no tanto las palabras. —Dejó caer la cortina a sus espaldas y los miró a todos con dureza. Acto seguido se dirigió a Alfeno en voz baja, casi susurrando—: Si se quiere mantener un secreto, es mejor no reunirse en el corazón de la noche, movilizando a centinelas y despertando a centuriones.

—Yo no he mandado despertar a nadie, primípilo.

Emilio rio complacido.

—Aunque llevo muy poco tiempo adiestrando a la Primera Cohorte, ya he identificado a algunas piezas valiosas dentro del grupo. Harán carrera. Por el momento son mis ojos y mis oídos. En la práctica eso significa que no duermo nunca.

La mirada de Alfeno se hizo cortante.

—¿Acaso me estás vigilando? ¿Crees que estoy conspirando?

—¿Conspirando? No, tribuno; a decir verdad, estoy vigilando a estos dos —respondió, señalando a Lucio y Valerio—, porque temo que estén tramando alguna barbaridad.

Lucio hizo una mueca.

—En el caso de que sucediera, me reconforta saber que ya has encontrado algunos elementos adecuados para reemplazar las eventuales pérdidas.

Los ojos de Emilio traslucieron cierta emoción mientras observaba al aquilífero.

—Ya hemos hablado de ello, Lucio —dijo el centurión—. Y sabes que dudo poder sustituirte. Quizá como soldado, pero no como hombre.

Lucio quedó impactado por esas palabras que, en un momento tan sombrío de su vida, lo conmovieron profundamente. Y no habría sabido definir la mirada de Emilio de otro modo que como paterna.

—Sé por qué estáis aquí —afirmó el primípilo, retomando la expresión de siempre—, y solo me disgusta que hayas olvidado que también yo tengo una cuenta pendiente con Epagatus. —El primípilo tendió el mentón hacia delante en un ademán agresivo—. Puedo aceptar perder hombres en la batalla, pero ningún gordo rufián ilirio dañará a uno de los míos. Por tanto, yo quiero su cabeza tanto como vosotros.

—Labieno ha dicho que no tocáramos ni un pelo al griego —les recordó Alfeno.

Emilio lo miró de reojo.

—Labieno ya tiene muchos quebraderos de cabeza… ¿Queremos darle más?

Las miradas comenzaron a hacerse cómplices. Como oficial de más alta graduación, Alfeno era el que tenía más que perder. Pero en ese momento, lo quisiera o no, estaba totalmente involucrado.

—¿Entonces? ¿Cuál es el motivo de este encuentro?

—Dos sirios han llegado a la ciudad esta misma tarde —intervino Lucio, respondiendo a su pregunta—. Son hombres de Epagatus.

—¿Van a caballo?

Bithus asintió. Emilio reflexionó algunos instantes con la mirada fija en el suelo antes de llamar al centurión que estaba fuera de la tienda.

—¿Quiénes están haciendo el turno de guardia?

—La Tercera Cohorte. Tengo algunos amigos.

También Lucanio era un oficial con una larga carrera por delante, pero se sentía parte de los antiguos componentes de la Décima. Y también él acababa de poner las cartas sobre la mesa, dispuesto a jugarse el todo por el todo.

—Bien, comunícales que realizaré una meticulosa inspección del cuerpo de guardia en el próximo cambio.

Lucanio desapareció en cuanto el primípilo concluyó la frase.

—Vosotros tres —dijo, dirigiéndose Emilio a Valerio, Lucio y Bithus— saldréis del campamento por la ladera norte con el próximo cambio de guardia e iréis a ver qué cara tienen esos dos. Evitad cualquier contacto y no despertéis sospechas. Si sospecháis que están a punto de abandonar la ciudad, dejadles cojos los caballos, o robádselos, como prefiráis. Mañana por la mañana estaré en el puerto con una decena de auxiliares de la caballería, que nuestro tribuno me procurará.

Valerio sonrió y Alfeno sintió que se le helaba la sangre en las venas.

Con el toque de las trompetas, tres sombras encapuchadas se deslizaron fuera del campamento. Había un largo trecho que hacer al descubierto, pero a pesar de que la luna a veces asomaba entre las nubes, nadie advirtió a los tres que, como espectros, se dirigieron hacia la ciudad. La Tercera Cohorte, en servicio de guardia aquella noche, estaba mucho más aterrorizada por lo que sucedía en el interior del campamento que por lo que pudiera ocurrir fuera.

La ansiedad y el deseo de revancha de Lucio y sus compañeros eran tales que el largo camino que separaba el campamento del puerto les pareció incluso más breve. Había sido el mismo Labieno quien había dado la orden de no cerrar los accesos de la ciudad a las rondas de legionarios, que continuaban yendo y viniendo del puerto. Los mismos romanos acompañaban a los morinos a las puertas y los tres pasaron sin tropiezos el control. Bithus ya había pensado en untar a algunas personas, en las noches precedentes. Llegados a las inmediaciones del lugar donde hasta poco antes se había alzado la tienda de Epagatus, los tres se separaron, manteniéndose a distancia, pero al mismo tiempo protegiéndose mutuamente las espaldas.

El sitio estaba desierto. No había ni rastro de los dos hombres, a pesar de que Bithus los había visto encaminarse precisamente en aquella dirección. Los tres examinaron la situación y decidieron adentrarse por las callejas de la ciudad hasta el almacén donde se habían perdido las huellas de Tiberio. Prudentes, fueron recorriendo los callejones oscuros y malolientes sin perderse de vista. Después de un largo trayecto de acercamiento, finalmente llegaron a la fatídica puerta, que esta vez estaba cerrada.

Fisgonearon un poco, tratando de ver si por alguna ventana se filtraba la luz de una lámpara, pero el lugar parecía abandonado. Decidieron regresar al puerto por callejas silenciosas y desiertas, excepto por un par de ruidosas posadas. Quizá les convenía entrar en una de aquellas tabernas para obtener alguna información.

Se sentaron a una mesa donde un marinero achispado miraba su jarra de cerveza casi vacía y casi de inmediato notaron que importunando a los parroquianos borrachos, en busca de fáciles beneficios, solo había una mujer corpulenta y no demasiado joven. Nada que ver con las muchachas que Epagatus soltaba de costumbre por aquellos sitios.

—Pero mira qué hombretones. ¿De dónde salís vosotros? —dijo la mujer, acercándose con movimientos estudiados a su mesa.

—De muy lejos —respondió Lucio—, pero a pesar de que el viaje ha sido largo, aún tenemos energías para vender y dinero para gastar. ¿Me entiendes?

—Entonces has acudido al lugar correcto —señaló ella, guiñando un ojo y sentándose junto al aquilífero—. Las energías y el dinero son lo mío.

Valerio la miró, riendo.

—¿De qué te ríes, especie de oso?

—Mira, mujer, el hecho es que tengo unos gustos un poco particulares —dijo el veterano.

—Entiendo —dijo ella riendo sarcásticamente y acercando el enorme pecho al rostro de Lucio—. Te gustan los jovencitos, ¿eh?

—No, las jovencitas —rebatió Valerio—. Las quiero jóvenes, muy jóvenes, delgadas y si es posible rubias, muy rubias. He venido aposta a Puerto Icio por consejo de un viejo amigo. Según él, aquí podría encontrar tantas como quisiera.

—Mi pobre oso, no tienes suerte —declaró la mujer, dibujando unos arabescos con los dedos sobre la cabeza de Lucio—, hasta esta mañana las habrías encontrado. Es más, había incluso demasiadas… Solo que, según parece, finalmente se han marchado de la ciudad.

—¿Y adónde han ido?

—Eso no lo sé, mi buen oso, pero espero que lo más lejos posible, dado que esta tarde han embarcado en una nave.

La mujer apenas había acabado la frase cuando los tres ya estaban en la calle, perseguidos por sus insultos y maldiciones.

—No tienes corazón, Lucio.

—Cállate, oso.

Aquella noche el mar apestaba, como toda la ciudad, y la humedad, junto con el calor estival, no hacían más que acentuar el hedor. Los tres soldados llegaron al puerto en poco tiempo y aflojaron el paso sin perder de vista los muelles ni percibir movimientos particularmente sospechosos. Encontraron la nave que estaban buscando más allá de los muros de la ciudad, en la zona donde estaba surgiendo un nuevo barrio de mercaderes. Gracias a su posición estratégica, Puerto Icio se estaba ampliando y su desarrollo urbanístico escapaba al perímetro de los viejos muros. Los tres se apostaron entre redes que hedían a pescado podrido y pequeñas barcas rotas amontonadas junto a una barraca, probablemente un taller de carpinteros o de pescadores. Desde allí podían observar el ir y venir de marineros que charlaban en el amarradero, mientras otros, probablemente esclavos, llevaban a bordo pesados sacos.

—No veo a los que buscamos —susurró Bithus.

—Tienes razón, estos no son orientales. Quizá ya hayan subido a bordo… Pero resulta bastante extraño que carguen una nave en plena noche. ¿Dónde están nuestras rondas?

Valerio interrumpió a Lucio.

—En el astillero y en las puertas; no tenemos bastantes hombres para patrullar toda la ciudad. ¿Ves a aquel tipo con trenzas y el torso desnudo, cerca de la rampa que lleva a la nave?

—¿Aquel con calzones oscuros que da órdenes? Parece el comandante de la nave.

—Estoy seguro de haberlo visto en alguna otra parte, pero no recuerdo dónde.

—Desde esta distancia, a la luz de las antorchas, todos se parecen.

El veterano sacudió la cabeza.

—No, yo a ese lo conozco de algo.

El ruido sordo de los cascos de un caballo al paso en la calleja paralela a la suya los hizo callar. Esperaron algunos instantes escondidos detrás del edificio de la esquina. Lucio se asomó de nuevo para mirar cuando oyó que el sonido había cambiado: en ese momento el caballo debía de estar sobre el amarradero de madera que llevaba a la nave. Vio que un marinero lo sujetaba por las bridas. En aquel momento oyó llegar otro caballo y se retiró de nuevo.

—Dos caballos, dos hombres —susurró Bithus—. Quizá sean ellos.

Lucio se puso tenso. Con un leve rumor metálico, Valerio había extraído el gladio de la funda.

—¿Qué quieres hacer?

—¿Están embarcando?

El aquilífero miró más allá de la esquina y asintió:

—Están embarcando los caballos, pero no hay rastro de los jinetes. —Siguió observando la escena, luego se volvió de golpe—. Hay un sirio en el muelle, acaba de bajar de la nave.

Valerio apretó la empuñadura del arma, pero la mano de su amigo le detuvo el brazo.

—Entre tres, es imposible.

—Se nos escaparán, Lucio.

Valerio tenía razón. Las órdenes que había dado Emilio de esperarlo antes de actuar ya no valían. Como a menudo ocurría en el momento decisivo, lo imprevisto hacía fracasar incluso los planes más meditados.

—Si esa nave zarpa, no los cogeremos nunca, Lucio.

Hubo un instante de vacilación, interrumpido por la voz de Bithus:

—Pero falta uno.

—Tal vez ya esté a bordo —susurró Valerio, adelantándose para observar la escena.

El sirio estaba ayudando a un marinero a conducir el primer caballo por la pequeña rampa. Otro hombre de la tripulación sujetaba al segundo animal por las bridas.

Lucio valoró las posibilidades.

—¿Lleváis dinero encima?

Valerio sacudió la cabeza. Bithus tenía algunas monedas de plata en una bolsa en el cinturón, que entregó a Lucio.

—No es mucho, pero hay que intentarlo.

Devolvió la bolsa al esclavo.

—Escucha, Bithus, Valerio y yo volveremos atrás por el callejón y nos apostaremos al otro lado. En el momento oportuno entraremos en el almacén donde se están abasteciendo y cogeremos algunos sacos para llevar a bordo. Ocuparemos el lugar de alguno de los porteadores y nos pondremos sus ropas, porque ninguno de ellos tiene capa y nosotros no llevamos calzones. En cuanto nos veas ir hacia la nave, saldrás al descubierto e irás hacia el muelle.

—Un momento. ¿Cómo os reconoceré en esta oscuridad, si lleváis sacos a la espalda y vais vestidos como ellos? —lo interrumpió Bithus.

—Dejaré caer mi saco —dijo Valerio—. Esa será la señal.

—Creo que con eso solucionamos el problema —comentó Lucio, antes de continuar—. En ese punto deberás atraer la atención sobre ti, para permitirnos subir a bordo sin ser advertidos. Irás donde ellos y les darás a entender, con palabras o gestos, que estás en apuros y debes huir de aquí lo antes posible. Diles que debes embarcar y que puedes pagar. Déjales ver el dinero, pero solo algunas monedas, para que piensen que tienes una gran suma. Mientras tanto, Valerio y yo nos esconderemos a bordo. —El aquilífero hizo una pausa y miró a su amigo—. Nuestro objetivo es descubrir dónde está Epagatus, por tanto, necesitamos a uno de los sirios. Lo lanzaremos al mar durante las maniobras, cuando ya las velas estén hinchadas y no puedan volver atrás. Tendremos que alcanzar la orilla a nado, arrastrando al sirio, antes de que ellos devuelvan la nave al muelle. Lo mejor sería que pareciera un accidente o hacerlo desaparecer sin que nadie lo viera.

Valerio miraba a Lucio, atónito.

—¿De verdad crees que podremos hacer lo que dices?

—¿Tienes alguna otra propuesta?

—No, pero sería más fácil hundir la nave a golpes de gladio.

—¿Entonces?

—Entonces, vamos.

Un instante después, Bithus estaba solo en la oscuridad sin perder de vista el amarradero. Lucio y Valerio habían tomado el primer callejón a la izquierda y se habían detenido en la otra esquina de la misma casa. Desde allí veían bien el acceso al almacén, pero parecía que los esclavos habían terminado de transportar las mercancías a bordo. Un par de ellos se habían detenido en el umbral y se habían sentado allí, a la espera. No había manera de acercarse a ellos por detrás, más que dando un amplio rodeo, pero no disponían de tiempo para eso. Desde su posición los dos legionarios ya no veían qué sucedía en el muelle y la nave podía zarpar en cualquier momento. Por tanto, decidieron tomar la iniciativa y se encaminaron tranquilamente por el callejón, al descubierto.

Se comportaron como dos amigotes que regresaran de una velada en una taberna. Al principio los hombres que estaban delante del almacén no se fijaron en ellos; luego les llamaron la atención las dos figuras que se acercaban. Su interés se transformó en estupor cuando los dos estuvieron a pocos pasos, porque Lucio y Valerio los saludaron con un gesto y sin vacilar entraron en el almacén. Los esclavos se miraron, inseguros, y luego volvieron la vista hacia el interior, pero las figuras de los dos legionarios ya se habían sumido en la oscuridad.

Al no saber qué buscar, Lucio y Valerio siguieron la claridad amarilla de una antorcha que iluminaba el local contiguo. Cuando entraron, se toparon con un hombre que estaba saliendo. En el choque Lucio recibió un golpe en la nariz y durante unos instantes quedó fuera de combate. Valerio asestó un puñetazo en el estómago al tipo antes de que este pudiera reaccionar, y mientras se doblaba en dos lo golpeó de nuevo, con violencia, en pleno rostro. Lucio abrió los ojos, que le lagrimeaban de dolor, tratando de ver qué estaba sucediendo.

—Hemos hallado al otro sirio —le dijo Valerio, manteniendo inmovilizado al hombre en el suelo—. A lo mejor no será necesario que nos dejemos matar en la nave. Encuentra una cuerda, pronto.

Lucio no tuvo tiempo de buscar, porque en ese momento oyó una voz masculina que parecía repetir un nombre. Quizás había oído los ruidos y estaba llamando al sirio. El hombre entró y los vio. Era un galo, que abrió desmesuradamente los ojos y llevó de inmediato la mano a la espada. Lucio lo golpeó en el rostro con el pomo del gladio. El otro cayó al suelo con la nariz rota, sangrando profusamente.

—No hay tiempo para atarlo, marchémonos de inmediato.

El veterano levantó al sirio y lo empujó fuera de la puerta. Al salir se cruzaron con los dos esclavos, que los observaron con los ojos desorbitados. El aquilífero levantó el mentón del primero con la punta de la hoja y le ordenó por señas que no dijera ni pío. Los dos levantaron las manos en señal de rendición y permanecieron en esa posición incluso cuando los legionarios se encaminaron por el callejón. Pero en cuanto los romanos hubieron desaparecido, dirigiéndose a la calleja que había de conducirlos de vuelta donde Bithus, los dos esclavos huyeron hacia el muelle, aullando para dar la alarma.

—Tendríamos que haber acabado con ellos —gruñó Valerio, corriendo por el callejón. Lucio llegó primero a la esquina. Lanzó una ojeada y ya estaba a punto de silbar la señal acordada para llamar la atención de Bithus cuando se paró de golpe.

El esclavo de Alfeno había desaparecido.

En cuanto Bithus oyó los gritos procedentes del almacén y vio que los hombres del amarradero se volvían en aquella dirección, salió al descubierto, sin ni siquiera saber por qué. Los galos se dirigieron hacia los dos esclavos que los llamaban a voz en cuello. Luego, al ver a un extraño que corría gesticulando hacia ellos, se detuvieron, inseguros.

—Los romanos —aulló Bithus, corriendo, con una expresión exagerada de terror en el rostro—. ¡Alarma, están llegando los soldados!

Bithus superó al grupito de hombres desorientados, que miraban frenéticamente por todas partes, hacia la oscuridad de las callejas que corrían del puerto a la ciudadela. En el muelle, el hombre que parecía ser el jefe extrajo la espada, escrutando con recelo al enorme negro que se dirigía a su encuentro.

—¡Te lo ruego, ayúdame! —dijo Bithus al comandante—. Debo escapar como sea, los romanos me están persiguiendo. Puedo pagarme el viaje, mira.

El galo de largos bigotes lo mantuvo a distancia con la espada, lanzó una mirada al puñado de monedas que brillaban sobre la palma de Bithus y estaba a punto de reclamar a los suyos, cuando vio luces y movimiento a bordo del imponente trirreme de guerra amarrado a un centenar de pasos de distancia. En el navío habían encendido antorchas y linternas, y algunos hombres de la tripulación escrutaban las tinieblas en su dirección, intrigados por los gritos. El galo con la espada rugió una frase incomprensible y sus hombres se reunieron al instante antes de echar a correr hacia la pasarela. Bithus temió que el galo lo atravesara con aquella maldita espada. Con el rabillo del ojo miró también él hacia el puerto, pero no vislumbró a Lucio ni a Valerio.

Sobre la pasarela apareció el sirio. Preguntó algo al galo, que no le respondió, ocupado en dar órdenes a los suyos. Estos ignoraron al negro y soltaron las amarras que retenían la nave en el muelle, y luego embarcaron. Bithus tendió nuevamente la mano con las monedas de plata, pero el comandante, desconfiado, siguió manteniéndolo a distancia con la espada, mientras retrocedía para subir a su vez a bordo.

—Te lo ruego —insistió Bithus—, ¡sácame de aquí!

En aquel punto el sirio dio un paso hacia delante, miró a Bithus y lanzó un grito furioso, señalándolo. El negro no comprendió las palabras, pero entendió que lo había reconocido. Podía ser su fin.

Del trirreme habían bajado al agua una chalupa, sobre la que estaban tomando puesto varios soldados. Los yelmos y las puntas de las lanzas, brillantes al resplandor de antorchas y linternas, acrecentaron la agitación de los galos de la nave de transporte. Bithus oyó pasos y vio que los ojos del galo se abrían desmesuradamente. Se volvió.

Tras aparecer de improviso de la oscuridad del callejón, un hombre corpulento empuñando un gladio había echado a correr hacia la nave. Era Valerio. Con un salto, el bárbaro subió a bordo, gritando a la tripulación que izaran de inmediato las velas. Dos hombres trataron de recuperar la pasarela y Bithus se arrojó encima de ella, en un intento de retenerla. Uno de los marineros le lanzó un arpón. El arma falló el blanco, clavándose en la madera del embarcadero. Mientras tanto, en medio de la confusión, el sirio seguía chillando. También trató de detener a los marineros que, empujando con las pértigas, se esforzaban por alejar la nave del muelle, pero nadie escuchaba sus palabras. A nadie le importaba el compañero que quedaba en tierra.

La tripulación cortó las cuerdas que sostenían la pasarela y Bithus cayó al agua. El paso pesado de Valerio que llegaba a la carrera hizo vibrar todo el embarcadero. El veterano consiguió detenerse un momento antes de acabar, a su vez, en el mar. La vela batió algunas veces antes de hincharse al viento con un estallido seco, haciendo crujir las jarcias.

La mirada furibunda de Valerio se cruzó con la del comandante de la nave, que lo observaba apoyado en la borda. El legionario cogió el arpón clavado en el muelle y con un grito lo lanzó contra el galo. El bárbaro, inmóvil, esperó el impacto sin temblar.

Con un ruido sordo, la punta penetró en la barandilla y Valerio supo que había fallado el blanco. Unos palmos más arriba y le habría dado en pleno tórax.

El galo sonrió con aire despectivo.

Con un grito de rabia, el romano le lanzó también el gladio, que cayó, inocuo, desapareciendo en la oscuridad de las mareas.

—¡Te mataré! —aulló Valerio con todo su aliento. Luego oyó la voz de Bithus que, desde el agua, agarrado al muelle, pedía ayuda.

Frente a la costa, un rasgón entre las nubes hizo reaparecer una tajada de luna y el mar en torno a la nave se transformó en una extensión de plata. Una quietud muy alejada de la tensión que reinaba a bordo, donde una acalorada discusión entre el sirio y los galos corría el riesgo de derivar en riña.

—Silencio, he dicho —repitió Grannus, impidiendo que sus hombres agredieran al oriental, que no dejaba de increparlos.

—Sois un hatajo de imbéciles cobardes; habéis escapado ante un solo hombre, dejando en tierra a Hedjar.

—Te aconsejo que moderes el tono si no quieres probar el hierro galo —replicó Grannus, enfurecido.

Durante un momento los dos se miraron con aire desafiante. Luego, frente a la mole del galo que lo superaba con mucho, Chelif, el sirio, se calmó. Retrocedió algunos pasos sobre el puente antes de apoyarse en la barandilla. Su compañero Hedjar había quedado en manos de los romanos y él sabía perfectamente qué significaba acabar en sus garras. Solo por voluntad del cielo había conseguido escapar del brutal energúmeno que acababa de ver en el embarcadero.

Chelif no había olvidado ni un instante la noche en que habían comenzado los problemas. Al principio todo había ido bien. Puesto en guardia por la joven prostituta helvética, había aprovechado para disfrutar de sus gracias. Luego había llegado el corpulento romano y en el enfrentamiento él había perdido dos dientes y su bonito perfil. Su nariz machacada estaba aún inflamada y dolorida, a pesar de que habían pasado varios días. Ante este pensamiento se enfureció y volvió a la carga con el galo.

—Te recuerdo que este viaje lo ha pagado mi amo, y a precio de oro —dijo el sirio—, lo cual significa que esta nave y su tripulación deberían estar a mi servicio y obedecer mis órdenes.

El galo estalló en una feroz carcajada, sacudiendo las trenzas.

—¿De verdad crees que he llegado a un acuerdo con tu amo solo por un puñado de oro? Debes saber que puedo permitirme lo que quiera, no una, sino diez, cien naves como esta.

—Entonces, ¿por qué has aceptado este encargo?

Grannus se encogió de hombros.

—Porque tengo una cuenta pendiente con los romanos.

El sirio sacudió la cabeza.

—Pero sois aliados —replicó con un deje de burla.

—¿Aliados? ¿Me crees idiota, oriental? —gruñó Grannus—. ¿Piensas que voy a reverenciar a César porque ha puesto a mi primo Comio en un falso trono? En la Galia hace tiempo que ya no tenemos reyes, y si no los coronamos nosotros, no veo por qué habrían de hacerlo los romanos. Por culpa de esa escoria todas las familias de mi gente lloran algún muerto. Solo estamos esperando el momento oportuno para echarlos de la Galia, hasta el último. —El guerrero apretó el mango de la espada a su costado—. Y ese momento no tardará en llegar.

—Mientras tanto escapáis de un solo hombre, un miserable esclavo negro.

Grannus se adelantó con aire amenazador.

—Estaban llegando otros.

El talante oriental de Chelif le sugirió que no debía ir más allá. Aunque bullía de rabia, estaba solo y no quería acabar en el mar con la garganta cortada.

—¿Qué piensas hacer ahora?

—Seguiremos el plan, como estaba previsto. Iremos donde Epagatus, le entregaré su preciosa mercancía y nos despediremos. Luego volveré a Nemetocena[40] dispuesto a intervenir, con o sin Comio.

Chelif se preguntó si aquel bárbaro con el que hablaba tenía algo en la mollera.

—Si los romanos han capturado a Hedjar, como temo, ¿piensas que tardarán mucho en hacerle decir adónde nos dirigimos?

Grannus se encogió de hombros, despreciativo.

—¿Piensas que los romanos tienen tiempo para correr tras las putas de tu amo? Tienen otros problemas en que pensar.

—No estoy hablando del ejército romano, Grannus, sino de ese grupo a la caza de Epagatus y de cualquiera que tenga que ver con él.

Chelif señaló las linternas del puerto ya lejano, destellos ardientes en la oscuridad.

—Ya he tenido que vérmelas con ese soldado grande y corpulento en el embarcadero. Forma parte de un grupo de legionarios que no ven la hora de poner las manos sobre mi amo.

—Es un problema que concierne a Epagatus, no a mí.

—No lo creo —replicó el sirio—. Has sido tú quien ha desencadenado la tempestad.

—Le debo un favor a Epagatus y ahora se lo pago. Aquí acaba la cuestión.

Chelif asintió, luego se volvió para mirar Puerto Icio, pero la ciudad ya había desaparecido detrás de un promontorio.

—No creo que para esos romanos la cuestión acabe aquí. Esta noche he entendido que no han olvidado a aquellos que has asesinado.

Se interrumpió, oyendo el chapoteo de las olas.

—Creo que quieren vengar al viejo esclavo y también al joven soldado. Y sobre todo —añadió el sirio, mirando a Grannus de reojo—, creo que quieren recuperar a la mujer.

—¡Esa mujer es mía! —exclamó el galo, rabioso—. ¡Ellos me la robaron!

Y después de un último vistazo rencoroso, el comandante se dirigió a popa.

Chelif no rebatió y se quedó mirando, sin verlo, el mar que se deslizaba bajo la nave. Su pensamiento fue a Hedjar, el compañero prisionero de los romanos. Se preguntaba si podría resistir a sus torturas. ¿Él lo habría hecho, si aquella noche no hubiera conseguido huir?

Sentado en el suelo, atado, Hedjar miraba a los tres hombres frente a él, tratando de entender qué debía esperar. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando el energúmeno, a su lado, cogió la espada que le habían quitado y la puso al fuego. El hierro del arma comenzó a calentarse. Pronto se volvería incandescente. El romano siguió su mirada y le sonrió. El oriental pensó en algo para salir del apuro. Quizá, si se anticipaba a ellos, podía ahorrarse algunos sufrimientos.

—¿Qué queréis saber? —dijo, dirigiéndose al que parecía ser el jefe.

—Para empezar —respondió Lucio, en tono duro—, qué transporta la nave y adónde se dirige.

—Lleva vituallas para la guardia personal de Epagatus y sus mujeres, y se dirige al muelle que servía de campamento de invierno a la Décima Legión —dijo Hedjar. Un instante después se interrumpió, sin aliento, cuando el brazo musculoso del otro romano le apretó el cuello en una estrecha presa.

—Muy bien, amigo oriental, sé que eres un chico malo —dijo Valerio, sacudiéndolo un poco. Cogió la espada, que tenía la punta ya candente, y la acercó al rostro del sirio—: Pero no intentes mentir o te haré sufrir tanto que implorarás la muerte.

El sirio abrió desmesuradamente los ojos, tratando de oponerse, en vano, a la fuerza del veterano.

—¡Hablaré! ¡Si me perdonáis lo diré todo, lo juro!

El brazo de Valerio apretó la presa, haciendo crujir los huesos del cuello de Hedjar.

—Nosotros decidiremos si te perdonamos o no. ¿Tú qué dices, Lucio?

Lucio se acercó al sirio y se inclinó para mirarlo. En el rostro tumefacto de Hedjar había una mueca de sincero terror.

—Salvarás la vida y quizá recuperarás la libertad si nos dices lo que queremos.

—¿Qué queréis?

—Queremos saber qué ha sucedido aquí.

El sirio miró a Lucio en silencio. Valerio le acercó la hoja al rostro y el hombre sintió que le ardía el pómulo.

—¡Diré todo lo que sé!

—Además —añadió Valerio—, queremos saber quién ha sido. ¿Has entendido, sirio?

Hedjar asintió y el veterano volvió a poner la espada en el fuego, listo para recuperarla.

—Hace unos dos meses —dijo Lucio—, desapareció mi esclava, una britana de pelo rojo que llevaba una capa de colores. Uno de los nuestros encontró la capa en la casa donde trabajaba una de las mujeres de tu amo. Quiero saber dónde está la britana y adónde ha ido a parar el legionario.

Hedjar dirigió la mirada a las brasas antes de levantar los ojos.

—No me encontraba en la tienda de Epagatus cuando llegó la mujer, pero te puedo decir lo que me contó una persona que sí que estaba presente.

—¡Adelante!

—Había caído la tarde y el tiempo apenas se había calmado, después de una fuerte tempestad. Anocheció y fue entonces cuando dos galos, acompañados de una mujer de pelo rojo, llamaron a la tienda de mi amo. Según me contaron, Epagatus se enfadó y trató de echarlos a los dos de su tienda, llamando a algunos de mis compañeros. Pero aquellos dos desenvainaron las espadas y amenazaron a mi amo, e inmediatamente después llegaron al menos una cincuentena de galos a la tienda, y nos encontramos rodeados. Del grupo salió un hombre que decía ser su jefe. Entró en la tienda y habló en privado con Epagatus. Cuando se marchó con sus hombres, mi amo estaba muy preocupado. Dio la orden de que llevaran a la mujer a un lugar seguro, la ataran, la amordazaran y no dejaran que nadie se acercara. No debía hablar con nadie, por ningún motivo. Debíamos tenerla en custodia hasta la invasión de Britania; luego los galos volverían a recogerla. Si os advertíamos, los galos nos degollarían a todos, del primero al último.

—¿Para qué entregarla a Epagatus? —intervino Lucio.

—Los galos eran vuestros aliados y de este modo querían protegerse de vosotros. Si el secuestro de la britana hubiera sido descubierto, ellos lo habrían negado todo y la culpa habría recaído totalmente sobre Epagatus, muy conocido por su tráfico de mujeres.

Lucio lo escrutó, dubitativo.

—Esto podría tener sentido, pero habría sido mucho más sencillo cargar a la mujer sobre un caballo y sacarla de aquí.

—No —intervino Valerio—. No si al frente de este complot hubiera un hombre poderoso, aliado de César y, al mismo tiempo, dispuesto a apuñalarlo por la espalda.

—¿A quién te refieres?

—A Grannus, el primo del rey Comio. Él era el comandante de la nave que acaba de zarpar, lo vi con mis ojos. No podía alejarse de Puerto Icio antes de la partida de la flota de invasión, pero tampoco quería soltar a su presa. Así, para no correr el riesgo de comprometerse, la confió a otro carcelero, con los métodos que acabamos de oír.

Lucio se volvió hacia Hedjar.

—¿Quieres decir que nunca se ha movido de Puerto Icio?

—Así es.

—Está viva.

—Sí.

Lucio se levantó de golpe.

—¿Dónde está?

Grannus bajó la escalerilla que llevaba a la bodega, donde las mujeres de Epagatus compartían el poco espacio disponible con los sacos de semillas. Algunas dormían exhaustas a merced del cabeceo, otras estaban acurrucadas y hablaban en voz baja. Ninguna alzó la mirada al galo.

Al fondo de la bodega, donde se apretaban las tablazones de madera del esqueleto de la embarcación, había otra mujer. Grannus se inclinó y se acercó. También ella estaba durmiendo apoyada en un saco, con la cabeza meciéndose suavemente en la oscuridad, entre los crujidos de la madera. El galo se detuvo un momento junto a ella. No había suficiente luz para poder verla bien, pero le cogió las muñecas y comprobó la cuerda que las sujetaba. Después de un instante de incertidumbre, desató las ataduras: de momento no podía huir de la nave. Echó un vistazo distraído a las prostitutas, luego se volvió y siempre con la cabeza gacha subió al puente.

Gwynith no dormía: estaba con todos los sentidos alerta. Se masajeó las muñecas, escrutando en la oscuridad. Entre las rendijas de la madera conseguía ver dónde estaban los marineros que caminaban por el puente. Una lágrima le descendió a lo largo de la mejilla hasta el mentón, donde cayó y fue absorbida por la tela de lino de sus gastadas vestiduras. Era por Tiberio.

La mujer había oído la discusión entre Grannus y el sirio, y había entendido que el joven legionario había sido asesinado. En su mente resurgieron las sensaciones experimentadas durante la prisión en aquel almacén de madera de Puerto Icio. El día en que había oído la voz de Tiberio en el piso superior, se había despellejado las muñecas tratando de liberarse y gritar, pero no lo había conseguido. Había oído las voces del muchacho, y luego sus pasos bajando rápidamente las escaleras y marchándose. Aquella misma noche, había oído a Lucio y Valerio más allá de la puerta de aquella prisión improvisada. Había llorado de alegría, creyendo que la pesadilla había terminado. De un momento a otro abrirían la puerta y la encontrarían. Luego llegó el alboroto y el ruido de los cascos de un caballo, mientras ella rezaba en vano para que aquella puerta se abriera. La voz de Quinto, luego el silencio, la oscuridad… y la maldita puerta aún cerrada. No lo habían conseguido, no la habían abierto, estaba de nuevo sola. Otros caballos habían llegado al galope, pero ya no eran sus liberadores. Cuando la puerta se abrió por fin, aparecieron sus carceleros. Entre dos la habían desatado y cargado a peso sobre un caballo, cubriéndola con un saco de tela basta que hedía a pescado. Luego la habían conducido al puerto, a otro almacén, y la habían entregado a un grupo de galos.

Allí, cada vez que le flaqueaban las fuerzas y se dormía, inquieta, siempre la asaltaba la misma pesadilla. Soñaba que estaba atada y que veía a Lucio a lo lejos. Se debatía para conseguir liberarse. Soñaba que la mordaza se le caía, dejando la boca libre para gritar, y finalmente tomaba aire para aullar con todo el aliento posible… pero no conseguía emitir ningún sonido. No podía respirar, hablar o gritar, y cuanto más se esforzaba, más se ahogaba. En aquel punto se despertaba estremecida y se daba cuenta de que solo había sido una pesadilla, aunque la realidad era mucho peor, porque al menos durante el sueño había confiado en lograrlo y en poder abrazar de nuevo a Lucio.

Debía huir. Algo había sucedido en el muelle y en la confusión le había parecido oír la voz de Valerio. No sabía cómo, pero debía aprovechar el viaje para huir, porque cada hora de navegación la alejaba de aquella voz. Debía alcanzar el puente y tomar las riendas de la situación. En cuanto oyera que los pasos encima de ella disminuían y los hombres se dormían, podría acercarse en silencio a la escalerilla, subir al exterior y lanzarse al agua. Miró a su alrededor para ver si había algo que pudiera serle útil, pero parecía que en aquella bodega, aparte de las demás mujeres de Epagatus, no había más que grandes sacos llenos de trigo. Gwynith dejó de tantear en la oscuridad y con las manos se acarició el vientre: la vida que estaba creciendo dentro de ella y que le daba la fuerza de continuar adelante, a pesar de todo lo que había pasado. Aquella vida debía nacer libre o no nacer. Mejor la muerte por ahogamiento que otro día de prisión. Gwynith se secó los ojos y la nariz que goteaba. Ya no era tiempo de llorar, se dijo, sino de vivir o morir. Crujió una tabla. Dos hombres estaban caminando encima de ella, susurrando entre ellos en el dialecto de los belgas.

La boca pastosa y amarga por el polvo, la garganta reseca de sed, la ropa empapada de sudor. Hedjar estaba sentado en el suelo y miraba el lento fluir del río. Se habría zambullido con gusto. Dos auxiliares de caballería, encargados de vigilarlo, parloteaban entre ellos. El sirio inspiró profundamente el perfume de resina que provenía de los troncos del bosque. Algunos hombres estaban llevando las bestias bajo los árboles, al resguardo del sol, después de haberlas abrevado. Otros se estaban saciando con un rápido tentempié a base de pan negro y salchicha gala. Los que contaban, el centurión y los tres que lo habían capturado, estaban confabulando a la orilla del río. De vez en cuando, uno de ellos se volvía a mirarlo. Qué destino absurdo, pensó Hedjar: había nacido entre las rocas áridas del desierto y ahora estaba a punto de morir en un lugar fresco, rico en agua y árboles frondosos.

Los cuatro se acercaron a él, hablando entre sí.

El centurión dio una orden a un soldado que llegó con un odre, pan y salchicha. El sirio recibió un poco de comida y un sorbo de vino aguado, e inclinó la cabeza en señal de gratitud.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el centurión.

—Me llamo Hedjar.

—Muy bien, Hedjar —dijo Emilio, inclinándose para cortar un trozo de pan negro—. ¿Sabes?, en la vida hay personas afortunadas y otras que no lo son. ¿Tú de qué lado quieres estar?

A pesar de las palabras alentadoras y el tono amistoso, el sirio no se sentía en absoluto tranquilo. El primípilo fue directo al grano:

—Mi nombre es Cayo Emilio Rufo. Estoy al mando de este destacamento de caballería. Estoy buscando a tu amo, Epagatus, y cuando lo encuentre lo crucificaré, después de haber matado a todos aquellos que estén a su servicio y que hayan tratado de impedírmelo.

La respiración de Hedjar se detuvo y enseguida un hilo de sudor le bajó por la sien.

El centurión se llevó a la boca un pedazo de pan y lo masticó lentamente, con los ojos crueles fijos en el prisionero.

—Si sois cien, yo volveré con quinientos jinetes. Si sois mil, volveré con cinco mil. Mi oficio es combatir y sé hacerlo mejor que vosotros. Defendeos, si queréis, ¡pero no me impediréis obtener lo que quiero, y quiero a Epagatus! —El centurión dio un mordisco a la salchicha con una mueca de satisfacción—. Epagatus, ¿entendido? No los que trabajan para él. Abreviando, Hedjar: quien escape se salvará, y quien combata, morirá. Morirá incluso si se rinde, porque no haré prisioneros. —Masticó otro bocado—. Te lo pregunto por última vez, Hedjar, ¿de qué lado quieres estar? ¿Del lado de los vivos o de los muertos? En la duda, me he tomado la molestia de traer muchos clavos. Los necesarios para muchas cruces.

De pronto el cansancio, el hambre y la sed desaparecieron del cuerpo de Hedjar y en su lugar se instaló el terror. El sirio sudaba y temblaba, tratando de reflexionar, pero el centurión no le dio tiempo.

—¿Cuántos hombres tiene Epagatus? ¿Son buenos? ¿Están bien armados? Responde enseguida, de otro modo…

—Unos veinte —dijo el sirio, presuroso—. Están armados, sí, pero también tienen miedo, porque no ven una vía de escape.

—Nosotros se la daremos, Hedjar —dijo Emilio—, nosotros se la daremos.

Chelif se bamboleaba sobre la nave a merced de las olas; la costa ya no era más que una tenue línea gris en el horizonte. Cansado y con los ojos enrojecidos por la noche insomne, alzó la mirada hacia las preciosas mujeres de Epagatus, a las que se había permitido que tomaran un poco de aire en el puente. Era una jornada extraña; el sol estaba velado por una capa de neblina y la nave avanzaba en mar abierto siguiendo la corriente. El viento había dejado de soplar hacia el mediodía y una persistente bonanza había vuelto inútiles las velas. A la espera de poder retomar la ruta hacia el sur, los marineros holgazaneaban. Grannus dormía, como la mayor parte de su improvisada tripulación. El sirio se sentó y dijo a las mujeres que le avisaran si se acercaba alguien. Apoyó la cabeza en un cabo y cerró los ojos.

—Quieren matarte.

Chelif parpadeó, deslumbrado. Buscó con una mano su espada y con la otra se hizo sombra, para ver quién había susurrado esas palabras. Delante de él no había nadie. Entonces se volvió de golpe a la izquierda y distinguió dos ojos color esmeralda que lo estaban mirando.

—Anoche los oí hablar. Te matarán cuando todos duerman, para no alarmar a las chicas.

El sirio miró a Gwynith, que se había sentado junto a él, con una mezcla de desconfianza y estupor. Era la primera vez que la oía hablar y la primera vez que la veía desatada, a la luz del día. A pesar del olor desagradable y el rostro sucio, aquellos ojos lo hipnotizaron. ¿Por qué estaba advirtiendo aquella mujer a uno de los carceleros de los cuales había procurado huir?

—¿Entiendes lo que te digo? —insistió ella.

—Sí. Lo que no entiendo es por qué me lo dices.

—Eso no tiene importancia. Yo debo huir de aquí y, si me ayudas, yo te salvaré la vida. Dos veces.

—¿Dos veces? —inquirió Chelif sin acertar a contener una sonrisita irónica.

—Yo en tu lugar no reiría, porque ya eres hombre muerto. Si estás aquí esta noche, te degollarán los galos; si llegas a tierra firme, ya se ocuparán los romanos de hacerlo.

—¿Los romanos? —replicó Chelif, sacudiendo la cabeza—. Levántate y mira a tu alrededor, mujer. ¿Dónde están tus romanos?

—Conozco muy bien a los hombres que esta noche han prendido a tu amigo. En este momento, él no ríe. Si aún está vivo, los estará guiando al lugar al que se dirige esta nave.

—¡Basta, cállate! —chilló Chelif—. Si tan segura estuvieras de encontrar a tus amigos en el próximo amarre, no me propondrías huir.

Gwynith había previsto también esa pregunta.

—¿Cuánto crees que valdrá mi vida cuando vean a los legionarios esperándolos en el puerto?

El sirio permaneció en silencio, escrutando aquellos ojos en busca de la verdad. También ella lo miraba, como si quisiera empujarlo en la dirección deseada con la fuerza del pensamiento.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó él.

La mujer sintió que el corazón le daba un vuelco: el sirio había picado.

—Debemos escapar con la ayuda de la oscuridad, con la esperanza de que el viento vuelva a soplar. Primero deberás esperar a que la nave se dirija hacia la costa; luego, cuando estemos cerca, haz encabritar a los caballos y después suéltalos, creando confusión. Esa será la señal para mí: saldré de la bodega y en el caos me lanzaré al mar.

Chelif observó de nuevo las pupilas de Gwynith. Su mirada no era límpida, algo le decía que aquella mujer no decía toda la verdad. Por otra parte, aún se fiaba menos de aquella canalla de los galos.

—¿Y yo?

—Tú también te arrojarás al mar. Con el viento en popa, no podrán volver atrás para cogernos.

—Si la orilla está lejos, nunca conseguiremos alcanzarla a nado.

—Abajo hay dos pequeños toneles que he vaciado durante la noche. Encuentra una cuerda y dámela, así los ataré entre sí y los lanzaré al agua antes de zambullirme.

Un atrebate se despertó, desperezándose. En un abrir y cerrar de ojos, Gwynith se había esfumado antes de ser vista y había bajado a la bodega.

La mujer se sentó en su rinconcito y trató de conciliar el sueño, repasando el plan de fuga. Un ruido le hizo abrir los ojos. Una de las chicas de Epagatus se había puesto a hurgar entre las mercancías amontonadas. Se percató de que Gwynith la estaba mirando y le hizo señas de que no hablara. Cabello de Fuego se recostó nuevamente sobre los sacos y cerró los ojos durante un momento, antes de recordar una frase que había pronunciado Lucio: «Todo lo que crea confusión y daña al enemigo nos beneficia a nosotros». Abrió los ojos y se sentó a observar a la prostituta, luego la llamó con un susurro.

Cautelosa y con el botín bajo el brazo, la muchacha se acercó a Gwynith.

—¿Qué quieres? —le preguntó en el rudimentario latín usado por los legionarios.

Gwynith le respondió en el mismo idioma.

—Esta nave no está yendo donde debería, sino a Nemetocena.

—¿Nemetocena? ¿Qué es eso?

—No es una cosa, es una ciudad, una fortaleza de los atrebates.

—¿Atrebates?

—Sí, los galos que están arriba son de la tribu de los atrebates y vuestro guardián nos ha vendido a ellos.

—¿Quieres decir Chelif?

—No sé cómo se llama, es ese sirio que está en el puente; he oído que confabulaba con el jefe de los galos esta noche y que casi se peleaban por el precio.

La mujer pareció preocupada. Evidentemente, la vida junto al lenón griego no le disgustaba demasiado.

—¿Y eso qué significa?

—Que nos tendrán encadenadas. Las que tengan suerte se convertirán en esclavas de los atrebates, porque muchas servirán de sacrificio humano para el Samain.

—¿El Samain?

—Sí, la fiesta de las tinieblas, en la que los atrebates piden la protección del dios Tutatis durante el invierno. En el pasado sus druidas elegían a jóvenes vírgenes para poner en la hoguera, pero ahora compran esclavas extranjeras. Parece que a sus dioses les da lo mismo. —La preocupación en el rostro de la prostituta dejó sitio al terror. Sentada, con la mano apretada sobre la boca abierta y los ojos desencajados, miraba a Gwynith, que siguió con su plan—: Debemos avisar también a las demás, pero sin que nadie de la tripulación ni el sirio sospechen. Esta noche debemos huir.

—Pero ¿cómo? ¡Estamos en alta mar!

—Lo tengo todo pensado.

Hedjar salió de la vegetación a lomos de un caballo pardo lanzado al galope. Trazó una amplia curva apretando las piernas en los flancos del animal, sin mirar a sus espaldas, mientras el viento le hinchaba la capa en su carrera en dirección al mar.

—¿Estás seguro de lo que has hecho, centurión?

Desde el bosque, Lucio y Emilio observaron al jinete que se alejaba a gran velocidad a través del claro.

—¡Creo que sí! Le hemos dado la posibilidad de salvarse y de salvar a sus amigos. —El primípilo mostró a Lucio una sonrisa siniestra—. También le hemos dado la posibilidad de enriquecerse sin tener que ajustar las cuentas con su codicioso amo. Es un plan perfecto.

Lucio miró la silueta de Hedjar desapareciendo más allá de la cresta de una colina baja. Su prisionero se había marchado. El aquilífero sintió que el destino de Gwynith se le escapaba de las manos una vez más. Antes de rebatir las palabras de Emilio miró al mar, esperando avistar la nave de Grannus, pero la luz opaca que lograba filtrarse por la neblina apenas permitía entrever el horizonte.

—¿Tú entregarías a tu jefe a los enemigos?

—¿A quién, al tribuno Alfeno? —replicó el primípilo, mirándolo con una mueca.

La carcajada de Valerio contagió a todo el grupo. Ni siquiera Bithus pudo contenerse.

—Recuerda: si dejas una vía de escape al enemigo, él la preferirá al combate, si se siente inferior —declaró Emilio, apoyando la mano sobre el hombro del aquilífero.

El centurión dio disposiciones para la pausa nocturna de aquellos treinta hombres y explicó con precisión dónde colocar los fuegos, que debían ser bien visibles desde el sur. Por lo demás, no podían hacer mucho más que comer algo y descansar.

La nave había apuntado en diagonal hacia tierra firme, pero se mantenía a cierta distancia de la escarpada costa, porque la oscuridad hacía peligrosa la navegación. Lo importante era que las velas estuvieran de nuevo tensas y el viento la empujara lo más rápido posible en dirección sur. Grannus estaba de pie en la proa, sujetándose a la barandilla. Había dado órdenes de que la navegación continuara en la oscuridad, sin ni siquiera una luz encendida a bordo. De pronto se volvió y recorrió a grandes zancadas toda la longitud de la nave para alcanzar al timonel en popa.

—Alguien ha encendido un fuego —le dijo, señalando un puntito luminoso que brillaba a lo lejos, delante de ellos—. Cógelo como punto de referencia, supéralo y mantenlo sobre la izquierda hasta que desaparezca.

El marinero asintió y Grannus se apoyó de nuevo en la barandilla, observando el puntito que, de pronto, pareció duplicarse, es más, triplicarse. El atrebate frunció el ceño, mirando las luces, mientras veía aparecer otras tres; luego despotricó y fue en busca de Chelif. Lo encontró acariciando a uno de los caballos.

—¡Tu amigo ha hablado! —exclamó, al tiempo que indicaba aquellos lejanos puntitos de luz con un gesto de rabia.

El sirio se sorprendió: el galo no debería estar allí. El plan de fuga presentaba los primeros tropiezos. Dejó el caballo y siguió el dedo de Grannus, en la oscuridad. Después de unos instantes distinguió las luces.

—¡Romanos! Serán al menos una cincuentena —dijo el galo, nervioso.

—¿Cómo lo sabes?

—Los he contado. Encienden un fuego cada ocho hombres, he vivido bastante con ellos para conocerlos.

—¿Los galos no encendéis fuegos?

—Sí, pero no tenemos reglas estúpidas —replicó Grannus, airado—. Y, desde luego, no hacemos tres fuegos juntos. Nosotros habríamos encendido uno grande, o quizá dos más distantes, pero de seguro no habríamos puesto un tercer fuego en fila con los primeros dos. Allí hay seis, bien distribuidos en dos grupos de tres. ¡Cincuenta legionarios!

Chelif giró en torno al mástil, bajo la vela bien tensa en el viento, y alcanzó la barandilla observando los seis focos de luz. Quizás el bárbaro tuviera razón. Mejor no contrariarlo y tratar de entender sus intenciones.

—Los romanos están construyendo nuevas naves; quizá sea una caravana de mercancías que llega de Iberia.

—Quizá. O quizá sea un destacamento de caballería que nos está pisando los talones.

Chelif se encogió de hombros.

—¿Tú encenderías fuegos orientados al mar, si estuvieras buscando una nave que se te quiere escapar?

Grannus no respondió, el pequeño oriental pensaba demasiado. En efecto, Chelif estaba calculando en todas las posibles variantes. En el fondo aquellos fuegos parecían lejanos, mientras que lo más urgente era descubrir la distancia de la nave a tierra firme. Luego, para actuar, debía alejar a aquel bárbaro zafio e imbécil.

—¿Están sobre la costa?

—No, a juzgar por la altura respecto del agua están en las colinas del interior, también porque no debería haber acantilados en este tramo —respondió Grannus.

Esta respuesta lo tranquilizó: indicaba que la costa estaba más cerca, pero ¿cuánto?

—¿Nuestro amarre está próximo?

El atrebate volvió a mirar los fuegos.

—No, nuestra meta ha cambiado, sirio. Vamos a Nemetocena.

Chelif se quedó helado ante aquellas palabras. La britana, pues, tenía razón: había que actuar, pero la costa aún estaba lejos. Debía tratar de convencer al galo de no cambiar de ruta e impedirle dirigirse a mar abierto. Se volvió hacia Grannus y se encontró con la punta de su espada.

—¡Dame tus armas, sirio!

El pulso de Chelif aumentó de repente. Desde aquella distancia no conseguiría arrojarse al agua sin dejarse atravesar. Alzó la mano derecha mientras con la izquierda extraía lentamente la espada, mirando a Grannus a los ojos. Con un movimiento fulminante, en vez de entregar el arma la hizo rotar empuñándola con las dos manos y asestó un mandoble contra el rostro del bárbaro. La hoja de Chelif chocó contra la de Grannus, que paró el golpe justo delante de la cara y liberó prontamente el propio hierro para atacar. El metal de la espada oriental vibró bajo la violenta acometida, mientras también los hombres de la tripulación acudían empuñando las armas. Chelif retrocedió mirando a su alrededor, hasta que su espalda encontró el mástil. Estaba rodeado. De pronto, un hombre de largo cabello rizado, con el torso desnudo, llegó a la carrera, haciendo remolinear sobre la cabeza una gran hacha con las dos manos. Un golpe imparable para la espada de Chelif, pero demasiado lento y previsible. El sirio esquivó el hacha, que se clavó en el mástil, y con un mandoble partió en dos el rostro del galo. Otro se aproximó inmediatamente, pero falló por un pelo al ágil Chelif, que aprovechó para rodar debajo de los caballos, ganando tiempo. Grannus gritó una orden y los hombres se detuvieron donde estaban. Chelif intuyó que el bárbaro quería ocuparse de él personalmente, pero no todos lo habían oído: con un silbido, un arpón llegó de la nada, clavándose a un paso del pie del oriental, entre las carcajadas de los hombres. Un hacha le rebotó en el hombro y el mango le pegó en el rostro. La sangre del oriental comenzó a correr y todos aullaron de alegría alzando los brazos armados al cielo. Grannus se abrió paso entre la chusma y alzó la espada para el golpe final, pero otro grito, esta vez del timonel, le hizo fallar el blanco. Los galos se volvieron hacia el lado opuesto de la nave y descubrieron las siluetas de las mujeres que salían a la carrera de la bodega y se arrojaban al agua.

—¡Detenedlas! —gritó Grannus. Los hombres más cercanos consiguieron aferrar a algunas muchachas en el revuelo general. Pero cuando el atrebate se volvió, Chelif ya no estaba.

Frío, frío y oscuridad; Gwynith nunca hubiera creído que pudiera experimentar una emoción tan maravillosa, sumergida en el agua gélida, mientras se alejaba a nado de una nave en la oscuridad del océano. Sus manos estaban agarradas a una cuerda atada a un pequeño tonel, que le permitía mantenerse a flote sin demasiada fatiga. No distinguía la costa delante de ella, oculta por la oscuridad y el tonel. Por el momento debía ir en la dirección opuesta al vocerío que provenía de la nave, de la cual trataba de alejarse lo más rápido posible.

Gwynith solo había seguido su plan. Había dado informaciones falsas tanto al sirio como a las muchachas, con el único objetivo de crear confusión e intentar la fuga. Había oído la discusión entre Grannus y Chelif, seguida del inconfundible choque de las armas, y había entendido que aquel era el momento adecuado para escapar, sin tener en cuenta la suerte del oriental o de las mujeres que la habían seguido. Se volvió, pero no vio nada. Incluso la nave se había perdido en la oscuridad. Por un instante pensó en el precio de su fuga, pero luego se dijo que si el sacrificio llevaba a la salvación de su hijo, no le importaba cuánta gente tuviera que morir. Cambió de ritmo en el movimiento de las piernas y agarrándose al tonel miró más allá, hacia la costa.

—Hay fuegos.

—¿Dónde? —respondió la muchacha que nadaba a su lado, también ella aferrada a un tonel.

—Allá arriba, ¿los ves? Debemos seguir nadando en esa dirección.

—Sí, los veo, pero están lejos.

—Lo conseguiremos. Quizá la costa esté más cerca que esos fuegos.

—Tengo frío.

Gwynith volvió la cabeza hacia la muchacha.

—Ni siquiera sé cómo te llamas.

—Tara.

—Bien, Tara, sigue moviéndote, no pienses en el frío, habla y hazme compañía, verás como lo conseguimos. Yo me llamo Gwynith.

—¿Crees que hemos hecho lo correcto, Gwynith? ¿Qué habrá sido de las otras?

—Claro que hemos hecho lo correcto —respondió la britana, mirando una vez más la oscuridad a sus espaldas—. Ahora pensemos en salvarnos nosotras dos. Quédate cerca, yo estoy aquí contigo.

—Solo había dos toneles, Gwynith.

Cabello de Fuego intentó concentrarse en el movimiento de las piernas, empeñarse en el esfuerzo físico para no pensar en las preguntas de la joven, apenas una niña.

—¿De dónde vienes, Tara?

—Soy de la tribu de los tulingos, fui capturada durante la migración de los helvecios.

—Creo que tú y yo tenemos muchas cosas en común, Tara. —Gwynith alzó la mirada y señaló—: Mira, los fuegos son tres; no, más: cinco, seis… Tendremos con qué calentarnos cuando alcancemos la orilla.

También la muchacha se agarró al tonel para mirar hacia la costa.

—¿Quién será esa gente?

Lucio cabalgaba inclinado sobre el caballo, lanzado a toda velocidad. Detrás de él, Valerio y dos auxiliares lo seguían al galope, levantando grandes terrones de tierra. De pronto el aquilífero tiró violentamente de las bridas para detener el corcel, que relinchó nervioso soltando espumarajos. La vegetación estival había modificado notablemente el territorio y las colinas desboscadas aparecían ahora cubiertas de un manto verde de plantas, matas y vegetación de todo tipo.

Lucio extrajo el gladio y miró a los dos auxiliares.

—Vosotros esperad aquí, si es una emboscada volved atrás para avisar al primípilo.

Con un alarido espoleó el caballo cuesta abajo, seguido por el veterano que blandía la espada sustraída a Hedjar. Los dos alcanzaron los restos calcinados del campamento abandonado por la Décima, ahora sembrado de hierbajos y zarzas. Dieron la vuelta completa, constatando que en aquel lugar no había rastro de vida reciente. Luego se dirigieron hacia el enorme astillero donde se habían construido las onerarias. Vieron que un pequeño muelle había sido reacondicionado, y desde hacía poco tiempo. Lucio bajó del caballo de un salto y sujetando las riendas se inclinó sobre un fuego apagado, rozándolo con la mano. Aún estaba caliente. Alguien había estado allí, probablemente Hedjar no había mentido. Hizo una señal a Valerio. Los dos se pusieron a examinar el muro de roca que cercaba el astillero y llevaba al promontorio donde surgía el campamento. Solo entonces se dieron cuenta de que el promontorio podía ser rodeado, durante la baja marea, a través de un pasaje entre los escollos. Ataron los caballos al muelle y siguieron el sendero, empuñando las espadas. Entre el ruido de las olas y el chillido de las gaviotas, descubrieron un carro sin caballos, escondido entre densas matas, y una tienda medio destruida, con una gran cantidad de objetos y de desechos esparcidos sobre el terreno: restos de comida, vajilla y utensilios de cocina. Cerca del carro los yugos de los animales de tiro habían sido arrojados en las matas y el carro mismo hacía de apoyo a una rudimentaria tienda, cuyos soportes aún sostenían las pieles, desgarradas en varios puntos. Los dos se acercaron lentamente, sin hacer ruido. Lucio miró a los ojos a Valerio y con un rápido movimiento apartó la tela que abría la tienda.

El aquilífero permaneció de pie mirando hacia el interior, luego guardó el gladio en la funda.

—Llama a los demás, todo ha ido como Emilio había previsto.

Valerio alcanzó los caballos, cogió uno y se dirigió al promontorio, donde comenzó a bracear para reclamar a los dos auxiliares. Uno permaneció en su puesto mientras el otro espoleaba el caballo en dirección norte, donde en pocos instantes alcanzaría la columna romana que se aproximaba.

En la tienda, Lucio miraba a Epagatus, atado con los brazos abiertos a la rueda del carro. El griego sudaba y temblaba. En pocos instantes, sin que el aquilífero lo hubiera rozado con un dedo, ya había pedido perdón, piedad y prometido riquezas de todo tipo. Lucio lo contempló en silencio durante un momento. Le habría podido hacer cualquier cosa y nadie habría podido detenerlo, pero todo lo que le salió fue una media sonrisa.

—Te han abandonado, Epagatus. Han cambiado su vida por la tuya. En el fondo, era un buen negocio. —La sonrisa se transformó en una carcajada nerviosa, que provenía de dentro—. Te hemos cogido, bastardo.

—Yo… yo no tengo nada que ver, lo juro por los dioses, soy víctima de una conspiración, créeme. Oye, tengo dinero depositado en Massilia, mucho dinero…

—¡Tú ya no tienes nada! —aulló Lucio—. Nada ni a nadie. ¡Prepárate, porque ha llegado tu hora!

Las lágrimas y las súplicas del mercader no perturbaron al aquilífero, que se quedó mirándolo, impasible. De pronto la tienda se abrió y entró Valerio.

—Están llegando.

—Llevémoslo fuera.

Los dos liberaron al lenón de la rueda del carro, le ataron las manos a la espalda y, tras haber recuperado los caballos, lo hicieron caminar hacia el barranco. Después de la marcha hasta el punto de encuentro, el griego empezó a correr torpemente, con las manos atadas, hacia la silueta del centurión que se recortaba en medio de una treintena de jinetes y, suplicando, se echó a sus pies.

—Me alegro de verte, Epagatus. La última vez que nos encontramos estaba a punto de ser degollado por tus guardias.

—No, te lo ruego, centurión, puedo explicártelo todo, es un grave equívoco.

—No me cabe duda. Somos personas razonables, Epagatus, tendrás todo el tiempo del mundo para aclarar tu posición.

El griego alzó el rostro, mirando esperanzado al primípilo. Vio que Emilio volvía la vista a otra parte y siguió su mirada. En ese momento descubrió a dos jinetes que estaban arrastrando dos largas vigas atadas a las bestias.

—Mis hombres son expertos, permanecerás con vida durante mucho tiempo en esa cruz.

Los alaridos de desesperación y el llanto del griego fueron interrumpidos por las manos del primípilo. El centurión lo cogió por la sucia túnica y de un tirón lo puso en pie.

—Dime qué le ha sucedido a mi legionario, asqueroso bastardo.

—Fueron los atrebates quienes lo mataron, yo no tengo nada que ver, centurión, créeme. Todo comenzó con esa mujer, ellos me la trajeron y me obligaron a esconderla.

—Eso ya nos lo ha contado tu esbirro —gritó Emilio, fuera de sí—. ¿Qué le sucedió al muchacho?

—Había dos atrebates que controlaban desde lejos el escondite de la britana, que había sido encerrada junto con la muchacha a la que raptasteis esa misma noche. Vieron que el legionario salía a la carrera con la capa de ella, comprendieron que sospechaba lo ocurrido y lo siguieron. En el trayecto el soldado pasó por la zona ocupada por su tribu y así lo atraparon.

El ruido del martilleo sobre los clavos hizo estremecer a Epagatus. Bajo las manos de los auxiliares, la cruz ya estaba tomando forma.

—¡Continúa!

—Su jefe no vaciló y lo mató de inmediato.

Aquellas palabras fueron seguidas por un silencio sepulcral. En el fondo, todos lo esperaban, pero la confirmación fue igualmente un duro golpe. Incluso los soldados que estaban preparando la cruz se detuvieron un instante para mirar al griego. Valerio bajó la cabeza y Lucio dio algunos pasos con las manos entre los cabellos. Emilio hizo una señal a los auxiliares, que volvieron a martillear. Se quitó el yelmo para secarse la frente con el antebrazo y volvió a hablar:

—¿Cómo puedo saber que fueron los atrebates y no tus mercenarios?

—Encontrarás su cuerpo sepultado en el lugar donde se encontraba mi tienda. Me lo trajeron en un saco esa misma noche, diciéndome que lo hiciera desaparecer, pero yo no sabía dónde llevarlo. Así que decidí cavar una fosa muy profunda en el interior de la tienda. Temía que una ronda encontrara a mis hombres con el cuerpo del muchacho —dijo entre sollozos.

El primípilo estaba sudando, con la mirada inexpresiva y ausente. Repitió la pregunta:

—¿Cómo puedo estar seguro de que fueron los atrebates y no los tuyos?

Epagatus inclinó la cabeza en el polvo, llorando aún más desesperadamente.

—¡Debes creerme! ¡Lo juro, fueron ellos!

Emilio tragó, se secó una vez más la frente.

—¿El atrebate está en aquella nave?

—Deberían llegar de un momento a otro —asintió el mercader.

Emilio pidió agua a un soldado y bebió un largo sorbo, luego miró hacia el mar.

—Quitaos los yelmos y las armaduras, esconded los escudos y ordenemos el campamento. Nuestro amigo griego nos dará las instrucciones sobre las señales que hay que hacer a la nave. Si ha dicho la verdad, vendrá con nosotros al campamento y será entregado a Labieno, que procederá a procesarlo. —El primípilo se interrumpió un momento, mirando a los dos auxiliares de pie junto a la cruz—. Si ha mentido… la cruz está lista.

—Levántate, Tara, levántate, te lo ruego —dijo Gwynith, arrastrando a la muchacha, temblorosa, con los labios hinchados y violáceos.

Esa noche, en el agua, Cabello de Fuego se había apoyado con el pecho en el tonel, demasiado cansada para seguir nadando. Se había enroscado la áspera cuerda en las muñecas despellejadas y doloridas, para estar segura de no perder el asidero a la boya que la mantenía con vida. Ya no conseguía moverse y pronto había caído en una especie de torpor, que le había impedido razonar con lucidez. Había farfullado palabras insensatas, devorada por la sed y por el frío, sin sentir las piernas, antes de perder el sentido. Tampoco se había percatado de que estaba amaneciendo. Se dio cuenta de la luz solo cuando las olas la arrastraron suavemente a la playa, donde volvió a abrir los ojos hinchados y se puso de pie antes de caer de nuevo sobre la arena, junto con el tonel atado a las muñecas.

Solo se despertó cuando el sol ya alto comenzó a calentarle la cara y la sal a quemarle las heridas de las muñecas. Abrió despacio los ojos, cegada por la luz, con una insoportable sequedad en la garganta. Lentamente se puso a gatas mirando a su alrededor. Se encontraba sola en una inmensa playa que la marea había dejado al descubierto, salpicada aquí y allá por amplias charcas de agua. Gwynith se sentó y se liberó del tonel: estaba sucia, cubierta de arena y de sal, y las ropas se le habían secado encima, volviéndose ásperas y duras. Alzó el brazo para defenderse de la luz cegadora y se pasó la lengua por los labios hinchados y partidos, sintiendo el sabor de la sal. De pronto le pareció distinguir algo, en el brillo del sol sobre las aguas. Se encaminó, tambaleándose, hasta que en una de aquellas charcas sembradas de algas encontró a Tara.

La levantó por las axilas y comenzó a tirar de ella hacia la orilla. En cuanto llegaron a la arena seca, Gwynith cayó, trastornada por el cansancio. Se arrastró hasta el cuerpo de Tara y comenzó a masajearle las piernas y los brazos fríos. Le apartó los rubios cabellos embadurnados de sal y de arena y la acarició, pidiéndole varias veces que abriera los ojos. Por último, exhausta, se sentó, atrajo hacia sí aquel cuerpo inanimado y lo abrazó, acunándolo entre lágrimas.

—Hace frío.

Gwynith se recuperó. Meciendo a la muchacha casi se había adormecido. Acercó el oído a los labios de Tara.

—Hace frío —murmuró de nuevo la muchacha.

La britana la abrazó.

—Yo te calentaré —le dijo, masajeándole con fuerza los brazos—, yo te calentaré, Tara. No tengas miedo, estoy aquí, ánimo.

—Tengo sed.

Lágrimas de alegría descendieron por el rostro de Gwynith: estaba viva, estaba libre y no estaba sola. Todo lo demás acabaría solucionándose.

—También yo tengo sed, Tara, mucha sed —le dijo entre sollozos.

Emilio se dirigió a grandes pasos hacia Epagatus y en cuanto estuvo delante de él le asestó un golpe con su bastón. El mercader trató de protegerse con los brazos, pero el primípilo volvió a apalearlo en la cabeza y en la espalda.

—¿Adónde va esa nave? —aulló, pegándole de nuevo.

—No lo sé, centurión —respondió el griego, lloriqueando, mientras sufría la ira de Emilio—. ¡Debían atracar aquí, te lo juro!

Lucio llegó del promontorio. A cada paso se volvía hacia el mar, siguiendo aquella vela lejana que en vez de acercarse a la orilla se dirigía hacia el sur. Cuando alcanzó al primípilo, Epagatus estaba escupiendo sangre, encogido sobre sí mismo.

—Creo que verdaderamente no lo sabe.

Emilio se secó la frente empapada y recuperó el aliento mirando a Lucio.

—¿Te estás apiadando?

El aquilífero sacudió la cabeza.

—No, pero su versión coincide con la del sirio que capturamos la otra noche. En mi opinión, Grannus se ha olido algo y está yendo hacia el sur.

Lucio miró una vez más la nave.

—Más allá de las tierras de los morinos comienzan las de los atrebates, primípilo. Ese bastardo está yendo a casa y lleva consigo un buen botín.

—El soldado tiene razón… —farfulló el griego.

—¡Cállate! —Emilio se volvió de repente y le asestó una poderosa patada en el estómago, antes de volverse hacia el mar—. Estate callado, bastardo, yo sé qué debo hacer. Sé perfectamente qué hay más allá de esas colinas.

Permaneció un momento mirando la vela, luego dio una patada en el suelo de la rabia y aulló:

—¡No puedo!

Los hombres esparcidos por el campamento oyeron el alarido y miraron a su comandante, sin entender el significado de esa frase. Pero Lucio ya lo había intuido.

—¡No puedo, maldición, no puedo!

Se puso frente a Lucio. Tenía las venas del cuello hinchadas y el rostro morado; el sudor le perlaba la frente y bajaba por las sienes. De pie delante del aquilífero, Emilio no conseguía mirarlo a los ojos. Esta vez su voz sonó baja y ronca, casi un lamento:

—No puedo perseguir a esa nave, aquilifer. No puedo llevar a estos hombres al territorio de los atrebates. Son nuestros aliados. Yo, Cayo Emilio Rufo, centurión de la Decimocuarta, no puedo violar un tratado de alianza estipulado por Julio César en persona.

Lucio asintió. Sabía que la tristeza que expresaba el centurión era genuina y la apreciaba. Le puso una mano en el hombro.

—Te entiendo perfectamente, primípilo.

También Emilio asintió, apretando la mano de Lucio.

—No puedo hacer más, lo siento.

Lucio abrazó a su comandante. Emilio lo estrechó a su vez, conmovido. Las palabras del aquilífero llegaron como un silbido cortante, apenas perceptible, al oído del centurión:

—Permite que vaya yo.

Emilio aflojó el abrazo y miró un instante a los ojos de su portaestandarte. Asintió sin decir nada, miró el mar apretando la vara de vid y dio algunos pasos hacia el muelle, como si quisiera estar solo. Cuando llegó al final del embarcadero se detuvo largamente a contemplar el mar, luego hizo una seña para reclamar a Lucio.

—Da la orden a los hombres para que se preparen. Volvemos al campamento.

Cuando el aquilífero le dio la espalda para ejecutar la orden, Emilio lo detuvo.

—Sabes que serás considerado un desertor, ¿verdad?

Lucio asintió, lentamente. Sentía todo el peso de la mirada del primípilo.

—¿Estás dispuesto a renunciar a todo? ¿A renunciar a la legión… por ella?

—Sí —respondió el aquilífero, tragando saliva con los ojos húmedos.

Después de un instante de silencio, el primípilo prosiguió:

—Valerio te seguirá. Serás responsable también de su destino. También él se convertirá en un desertor.

Lucio se volvió y miró a su amigo, que los observaba sobre el promontorio. Asintió.

Emilio suspiró, el viento fresco del mar le había secado el sudor. Los ojos aún estaban brillantes, en la claridad del sol.

—Como quieras, Lucio Petrosidio —dijo finalmente.

El nudo en la garganta de ambos se había hecho demasiado doloroso y difícil de controlar. El aquilífero evitó la mirada de su centurión. En aquel muelle, años de amistad, de peligros, de alegrías y de dolores compartidos estaban a punto de concluir para siempre. El comandante dio la última orden a su legionario:

—Cuando los hombres se estén preparando, coge mi caballo. Es el más veloz. En la alforja hay algo de comer y de beber, y al fondo encontrarás dinero. Debería bastarte por un tiempo. Cuando vengan a decirme que has huido, fingiré que no sé nada. —Dio una palmada en el hombro de Lucio—. Cuando la encuentres, intenta hacérmelo saber.

—Eres un gran hombre, primípilo.

El centurión sacudió la cabeza.

—No, he cometido un gran error, Lucio. He hecho encender los fuegos para espantar a los hombres de Epagatus y, por el contrario, he puesto en fuga a esa carroña de Grannus. Si esa nave no ha atracado aquí ha sido por mi culpa.

—Ha sido la voluntad de los dioses.

Los dos se estrecharon la mano, mirándose profundamente a los ojos. Lucio contuvo las lágrimas y volvió hacia la playa. En cuanto puso un pie en la arena, Emilio lo reclamó.

—¿A quién tememos nosotros? —gritó el centurión.

—¡A nadie!

Emilio alzó la mirada y vio que Valerio descendía del promontorio para ir al encuentro del aquilífero.

«Lo ha entendido todo», pensó. Se sentó al borde del muelle para mirar el mar y la vela que se alejaba, cada vez más al sur, mientras en lo alto del cielo un milano se dejaba acunar por las corrientes ascensionales. Libre de volar, como su amigo.

El embarcadero comenzó a vibrar. Alguien estaba llegando a la carrera.

Centurio, Petrosidio ha cogido tu caballo y se ha marchado.

Emilio permaneció impasible mirando el mar, mientras las piernas oscilaban en el vacío.

—¿Centurio?

Emilio se volvió para mirar al muchacho que intentaba atraer su atención. Otro soldado llegó a la carrera al embarcadero, agitando desacompasadamente los brazos:

—Valerio ha escapado al galope, en dirección sur.

El primípilo se puso de pie inspirando profundamente.

—¿Estáis hablando de los dos veteranos de la Décima Legión?

—Sí, señor —respondieron al unísono los dos muchachos.

—Entonces es imposible que hayan escapado. Los hombres de la Décima no escapan. O mueren o combaten.

Los dos se miraron, pasmados.

—Habrán ido a combatir a otra parte —concluyó el centurión, tajante.

—Resiste, Tara, ya encontraremos agua.

Gwynith había conseguido llevar a la muchacha, debilísima, hacia el interior. Durante un tramo de camino la joven había caminado sola, luego se había apoyado en la britana. Gwynith avanzaba con la fuerza de la desesperación, convencida de que desde la cima de aquella colina boscosa podría ver si había algún arroyuelo en el valle subyacente. Debía de haber un curso de agua, en un lado u otro.

—Escúchame, Tara, ahora siéntate aquí y reposa. Yo iré allá arriba, a ver si encuentro agua, ¿me oyes?

La muchacha asintió y se sentó entre los helechos, deslizándose contra el tronco de un árbol caído.

Estaban en marcha desde hacía un par de horas cuando uno de los auxiliares volvió al galope hacia la columna, que avanzaba por el sendero encima de la playa.

—Parece un oriental, centurio; tiene un horrible corte en la frente y ha perdido bastante sangre.

Emilio ordenó a los hombres que hicieran un alto, luego indicó por señas a los dos jinetes que lo siguieran. Uno de ellos sujetaba una cuerda a la cual estaban asegurados las manos y el cuello de Epagatus, que seguía a la columna a pie. Los tres jinetes y el griego se dirigieron a la playa, atravesando un trecho salpicado de arbustos espinosos. Llegaron al rompiente, donde las olas borraban lentamente las huellas dejadas por el explorador que los había precedido.

El cuerpo de un hombre estaba tendido sobre la arena, el busto fuera del agua y las piernas mecidas por las olas. Uno de los dos auxiliares bajó del caballo y le dio vuelta, poniéndolo boca arriba de modo que pudieran ver su rostro. Estaba inconsciente, con el rostro violáceo, y tenía varios hematomas en medio de los cuales destacaba un profundo corte entre el pómulo y la sien.

—¿Es uno de los tuyos? —preguntó Emilio al griego.

—Sí, es Chelif; estaba en la nave junto al que me ha traicionado.

—Según parece, este no te ha traicionado. Está muerto.

Epagatus miró al hombre. Sabía que no estaba muerto pero, incluso a simple vista, era evidente que aunque se recuperara no viviría demasiado, con esa herida en la cabeza. Chelif tenía las horas contadas, nadie sabría jamás por qué se encontraba en aquella playa con una laceración en la cabeza.

Aunque eso ahora, ¿qué importaba?

Cuando alcanzó la cresta de la colina, Gwynith resopló. Había temido no conseguirlo. Miró en todas direcciones, pero no vio ni un río ni un arroyuelo. Si lo había, estaba escondido por la vegetación que cubría, lujuriante, la escarpada ladera del monte. Miró hacia atrás y, al no ver a Tara, se dio cuenta de que su recorrido no había sido nada rectilíneo. Se sentó, dudando si continuar o volver atrás. Si no bebía pronto, no tardaría en enloquecer de sed. De repente percibió un rumor, sin entender si eran las frondas agitadas por la brisa o la corriente de un riachuelo. Se levantó y se arrastró hacia delante. A paso vivo comenzó a bajar por el barranco, hasta que una rama la hizo tropezar. En la caída puso las manos delante, desplomándose sobre las cortezas de castaña esparcidas por el sotobosque. Permaneció en el suelo, dolorida, y se puso a llorar de pura rabia mientras intentaba quitarse las espinas que se le habían clavado en las manos. El ruido era más fuerte. Era agua. Gwynith se levantó, una vez más apretó los dientes, una vez más se puso en camino sin otra cosa que la fuerza de voluntad.

Cuando entrevió el brillo del agua entre las frondas corrió hasta aquel mísero arroyuelo que fluía entre las piedras y se arrojó en él. Le pareció más hermoso que los ríos de su Britania. Se enjuagó el rostro, bebió tomando el agua entre las manos, se la echó encima y volvió a beber. Al principio su cuerpo absorbió el agua como la arena del desierto, luego comenzó a sentir que el estómago se llenaba, pero no se detuvo, bebió aún más, tomando aliento entre un sorbo y otro. Se lavó las manos y la cara, se pasó los dedos mojados por los labios hinchados y cortados, y luego se acordó de Tara. Miró hacia arriba. El camino era todo en subida, pero ahora ya no la espantaba tanto. Sentía que finalmente recuperaba un poco las fuerzas. Gwynith se levantó y comenzó a remontar la cuesta, siempre en pendiente, como su vida. Agarrándose a las ramas y a los helechos, continuó afanosamente, jadeando.

En aquel momento, poco antes de alcanzar la cumbre de la colina, después de haber pasado por lo que había pasado, se sintió invencible, orgullosa de sí misma, digna compañera de su Lucio.

Finalmente, la cresta estaba superada y solo quedaba la bajada, pero debía encontrar a Tara lo antes posible. Se dio cuenta de que había vagado de un modo desordenado, y de golpe ya no encontró puntos de referencia para reconstruir el camino que había seguido a la ida. Quizá lo mejor era encontrar la escollera que recordaba haber visto por la mañana y volver a intentarlo desde allí. Sí, era lo mejor, quizás alargaría un poco el camino, pero tendría la certeza de no vagabundear en vano.

Desplazó una rama para ver más allá de las hojas y percibió un movimiento en el sendero de la costa, a una cierta distancia. Se asomó para mirar mejor y su corazón tuvo un sobresalto. Mientras estaba en el otro lado de la colina había transitado una columna de jinetes, que ahora se estaba alejando hacia el norte. Jadeando, Gwynith comenzó a correr hacia aquellos jinetes, ahora solo figurillas distantes. Cayó dos veces y se levantó de inmediato, agarrándose a lo que encontraba. Atravesó las zarzas arañándose piernas y brazos, salió con las ropas hechas jirones y se puso a correr como una desesperada por el sendero, hasta que las piernas aguantaron y el aliento se lo permitió; luego continuó sujetándose el estómago, respirando a grandes bocanadas. Por último aflojó el paso, todo daba vueltas a su alrededor, la vista se duplicaba, el corazón parecía un tambor que le martilleaba en el pecho y las sienes. Tambaleándose cerró los ojos e inspiró, luego dejó salir el aliento aullando el nombre de su hombre, tan fuerte y tan largo como pudo.

Un auxiliar espoleó el caballo y desde el fondo de la columna alcanzó a Emilio.

—Primípilo, he oído gritar a alguien, al fondo del sendero.

El primípilo volvió el caballo y miró en esa dirección, haciendo una señal a la columna de que se detuviera. Dio un golpe en las ancas de la bestia, encaminándola hacia la minúscula figura que se recortaba a lo lejos, seguido por dos soldados.

Gwynith abrió los ojos, sin aliento. Entre la colina y la costa, que daban vueltas a su alrededor, vio a tres jinetes lanzados al galope hacia ella. Había hecho todo lo posible, agotando las últimas fuerzas, y permaneció allí, inerme, esperando su destino.

El primípilo tiró tan fuerte de las riendas que la cabeza del caballo se elevó hacia el cielo con los dientes apretados, mientras las patas anteriores se tendían hacia delante y las posteriores se doblaban. En un instante Emilio estuvo en el suelo, aulló a uno de los auxiliares que corriera a llamar a los demás y al otro que le pasara la cantimplora. Se quitó el yelmo y lo lanzó al suelo, recogió a Gwynith, casi inconsciente, y la recostó delicadamente sobre un espacio herboso, manteniéndole la cabeza levantada. Le observó las muñecas despellejadas, las piernas, los brazos y el rostro cubiertos de arañazos, los labios hinchados y partidos, los ojos perdidos en el vacío y los párpados que batían rítmicamente, como si tratara de comunicarle algo.

Una polvareda embistió a las dos figuras que permanecían en el suelo. Los jinetes formaron un círculo.

—Que la primera escuadra desmonte y permanezca aquí conmigo. Las otras dos escuadras deben detener y traer aquí a nuestros camaradas de la Décima, que se están dirigiendo al territorio de los atrebates, al sur. Si es preciso, reventad a las bestias y no os paréis ni siquiera para dormir. Esos dos sin duda han galopado todo el día.

Los hombres asintieron y Emilio gritó:

—¡Eh! ¿Aún estáis aquí?

Después de mucho tiempo, Gwynith oía a alguien hablando en latín. Abrió los ojos lentamente y vio al centurión arrodillado en el suelo, que le sostenía la cabeza. Las miradas se cruzaron y él le apartó suavemente el cabello sucio de la frente.

—Tranquila, ya ha pasado todo.