XIX

Decimocuarta

54 a. C.

Aquel día había un gran movimiento en el campamento de la Decimocuarta: soldados, oficiales, esclavos y sirvientes iban y venían febrilmente. Quinto Lucanio estaba atareado recibiendo despachos y distribuyendo encargos cuando un débil canto de marcha a lo lejos lo distrajo de la montaña de documentos que tenía ante los ojos. Se dirigió hacia la torre de vigilancia en la puerta principal y cuando alcanzó la plataforma puso los ojos como platos. El estandarte que veía ondear era el de una cohorte de la Décima Legión, que se acercaba en orden de marcha hacia el campamento. En un primer momento pensó que el procónsul llegaba de visita, como si ya no hubiera bastante confusión para aquel día. Bajó a la carrera la escalerita y recomendó a los guardias que mantuvieran un aspecto marcial, luego fue a esperar a la cohorte en la puerta. Reconoció de lejos a Emilio, que marchaba a la cabeza de la columna, y detrás de él entrevió a Lucio, que portaba el estandarte rojo de la Primera Cohorte. No había jinetes u otros grupos de oficiales entre las filas de los hombres y eso lo tranquilizó. Con toda probabilidad se trataba de la escolta solicitada por Labieno, que en aquel momento estaba charlando con Lucio Aurunculeio Cota, el comandante del campamento, en su inmensa tienda. Emilio dio el alto a un centenar de pasos del campamento. Siguiendo la orden, la cohorte se alineó, formando un cuadrado. El primípilo miró a los hombres con el bastón de vara de vid apretado entre las manos. Hubo un momento de silencio, durante el cual el oficial carraspeó.

Milites —dijo Emilio—, vosotros me conocéis mejor que nadie. Sabéis que soy un comandante exigente, testarudo y poco tolerante. Creo que todos, al menos una vez, habéis probado mi vara de vid en la espalda. Pero también sabéis que durante mi larga carrera mi principal pensamiento ha sido devolveros al campamento sanos y salvos cada tarde, y creedme cuando os digo que nunca he olvidado a todos aquellos que han caído bajo mi mando. Precisamente ahora veo sus rostros alineados entre vuestras filas, veo a los eternos muchachos de la Décima. —Emilio inclinó un momento la cabeza, como para recapitular las ideas. Luego alzó la mirada—: Sin hombres como vosotros, nunca habría recorrido los senderos de la gloria y el honor, nunca habría logrado construir ese halo de sagrado respeto que precede a vuestro paso. Habéis sido vosotros quienes habéis creado el mito de la Décima, la legión de los inmortales, y lo habéis hecho mostrando a todos qué significa saber sufrir, y a menudo, por desgracia, qué significa saber morir.

Desde la puerta del campamento Quinto Lucanio vio que algunos veteranos con quince años de batallas a sus espaldas escuchaban el discurso de su centurión con los rostros bañados en lágrimas.

—Ahora el destino me llama a otra parte; ha llegado el momento de dejarnos. Lo hago con serenidad, porque sé que dejo a la Décima unos modelos de fidelidad y valor únicos en el mundo. Estrechaos en cohorte bajo la sombra del águila y llevadla altivos en la batalla. Yo estaré siempre con vosotros. —El primípilo se aclaró de nuevo la voz, que traicionaba una intensa emoción—: Os llevaré siempre conmigo, con el recuerdo de las grandes empresas que hemos realizado juntos.

Del cuadrado se elevó alto el nombre del primípilo. Emilio desenfundó el gladio apuntándolo hacia el cielo y pronunció la frase ritual, que tantas veces había animado a los hombres antes de las batallas. La gritó tan fuerte como pudo, igual que la gritaron, en respuesta, todos los hombres alineados frente a él.

—¿Quiénes somos?

—¡La Décima!

Fue un rugido que hizo vibrar el terreno, y más que a los oídos de los soldados de guardia en la puerta del campamento llegó derecho a sus estómagos con la fuerza de un puñetazo. Era el grito de rabia con el que los inmortales entregaban a su comandante a los novatos de la Decimocuarta, a quienes no consideraban dignos de tanto honor. Después del largo ritual de vítores a la Décima, el primípilo enfundó el gladio y solo entonces salió de las filas el tribuno Publio Apula, que había rendido homenaje al centurión marchando también él entre la tropa. Los dos se estrecharon la mano y el primípilo entregó la cohorte a su superior. Quinto Lucanio vio que Lucio entregaba el águila a otro portaestandarte, y luego también él salió de las filas junto a Valerio, el corpulento veterano a quien todos querían dar un abrazo. El optio de la cohorte se detuvo largamente a hablar con los tres que habían salido de la formación, y en la conmoción del momento hubo abrazos y apretones de manos. El centurión de la Decimocuarta no fue del todo consciente de lo que estaba sucediendo hasta que Emilio le tendió una carta firmada por Tito Labieno, por la cual autorizaba el traslado de aquellos hombres a la legión apenas constituida. El oficial estrechó con aire de incredulidad la mano de los tres y ordenó a la guardia que se alineara para rendir homenaje a los recién llegados. Por lo demás, no hizo preguntas.

Aquellos tres no estaban allí por su voluntad, eso se leía en la incomodidad de sus miradas y por esa sensación de extravío que siempre acompaña a quien se presenta en un sitio nuevo y desconocido. Lucanio sabía que un traslado podía deberse también a un castigo, y los ojos de los recién llegados no decían nada bueno. En el fondo de su corazón, de todos modos, se alegró de poder trabajar con hombres como ellos. Había visto por qué habían sido asignados a su misma cohorte, la Primera.

Los tres se detuvieron un instante en la puerta del campamento y se volvieron para dirigir una última mirada a su unidad, que había permanecido en formación, inmóvil y perfectamente alineada, mientras ellos se marchaban. Eran varios los hombres que, aun manteniendo la rígida posición debida, ya no podían contener las lágrimas. Finalmente, cuando los tres cruzaron la puerta del campamento, el tribuno Apula dio la orden de invertir el frente de marcha.

—Os haré preparar los alojamientos —dijo Lucanio para que se sintieran a gusto—. Mientras tanto, tengo la orden de acompañaros de inmediato ante el legado Cota.

—¿Estabas al corriente de nuestra llegada? —preguntó Lucio.

—No. Sabía que llegarían algunos hombres de la Décima, pero no imaginaba que seríais vosotros. Venid conmigo —dijo el centurión—, con el comandante está también Labieno, con un nutrido séquito.

Los cuatro se dirigieron hacia los alojamientos de los oficiales, situados en el centro del campamento. Ante la llegada de Lucanio, los dos guardias de la entrada de la tienda del comandante se pusieron firmes.

—He aquí a mi primípilo —dijo Labieno, viendo entrar a Emilio en la gran tienda. Estaba al lado de otro oficial, al cual presentó a los tres recién llegados. Era Lucio Aurunculeio Cota, uno de los dos comandantes del campamento, un hombre alto y moreno, de mirada decidida y poderosa musculatura. Solo habían oído hablar bien de él, pero nunca lo habían visto en persona.

—Señores, vuestra fama os precede. Me alegro de teneros en la Decimocuarta.

Cota chasqueó los dedos y un joven nubio llegó trayendo unos vasos de vino blanco fresco para los recién llegados. La acogida se presagiaba excelente, pero la muerte de Quinto, unida a las dudas sobre la suerte de Tiberio, y, en el caso de Lucio, también sobre la de Gwynith, les impedía disfrutar plenamente del momento. En efecto, los tres observaban a Labieno, esperando las noticias sobre la expedición contra Epagatus.

El comandante, como era habitual, iba deprisa y no perdió el tiempo en consideraciones.

—De Epagatus y de su ejército de harapientos ya no hay rastro en todo Puerto Icio.

Sus tres subordinados se quedaron sorprendidos, pero al mismo tiempo tuvieron la confirmación de sus sospechas: que Epagatus estaba relacionado tanto con la desaparición de Tiberio como con la de Gwynith.

—Debe de haber dejado la ciudad deprisa y corriendo, porque hemos encontrado su tienda abandonada con todo su mobiliario. —Labieno sacudió la cabeza, antes de continuar—: Habría podido mandar a la caballería a perseguirlo y alcanzarlo en una jornada, pero hoy debo confiar toda la legión a César; no puedo retrasar la invasión de Britania a causa de un lenón.

—Usaremos a nuestros jinetes —intervino Cota.

—Sí, pero no quiero que se obstaculicen los movimientos de las legiones en estos días vitales. La prioridad para todo el ejército establecido en la Galia es prepararse para la invasión de Britania. También las legiones que permanezcan aquí deberán trabajar para aquellas que atravesarán el oceanus. Estos hombres están aquí para instruir a la Decimocuarta, no para realizar pesquisas. No deberán emplearse más de un centenar de hombres para las investigaciones, porque no quiero que el asunto se haga público.

Cota asintió.

—Os doy carta blanca, pero actuad con sigilo, enviad a hombres y confidentes, pero no os expongáis. Y no esperéis demasiado para ir en busca de informadores, porque dentro de algunos días este sitio volverá a ser lo que siempre ha sido, una modesta ciudadela de pescadores. Si capturáis al griego, lo quiero ante mí, vivo y sin un rasguño.

Los tres asintieron y Labieno salió de la tienda después de un saludo apresurado, porque debía ir rápidamente al campamento de la Décima. Cota se dirigió a Quinto Lucanio después de haber escrutado los rostros de los tres recién llegados.

—Los dejo a tu cuidado, dales de comer y déjalos descansar; luego comenzaréis a organizaros. Esta legión da lástima y el primípilo debe preparar de inmediato el programa de adiestramiento de todas las cohortes, auxiliares incluidos, para pasarlo a los centuriones. Antes de que concluya septiembre quiero que los hombres estén listos y en condiciones de invernar sin necesidad de niñera. —Luego el legado miró a Lucio y Valerio—: Vosotros podéis dedicaros a buscar al legionario y a la esclava. El centurión Lucanio pondrá jinetes a vuestra disposición, pero quiero resultados dentro de diez días, de lo contrario me veré obligado a retiraros el encargo. Os necesito en la Primera Cohorte.

Lucio Aurunculeio Cota parecía a la altura de su fama de hombre decidido. Por su actitud era evidente que le esperaba una auspiciosa carrera, al menos tanto como a Labieno. Los tres consumieron un rápido tentempié en compañía de Cota y de Lucanio, antes de que los condujeran a sus alojamientos. Valerio se instaló en un contubernium donde ya estaban amontonados siete jóvenes legionarios que lo miraron como a un monstruo sagrado, haciendo un vacío a su alrededor. Los presentes entendieron de inmediato que el recién llegado no era hombre de muchas palabras. Entró, acomodó sus efectos personales, ignoró los saludos y las preguntas, se recostó y se durmió al instante roncando como un oso. Lucio y Emilio no fueron menos, pero ellos tenían alojamientos individuales y más confortables.

Lucio volvió a abrir los ojos en plena noche y se percató de que estaba empapado en sudor. Trató de calmarse y de conciliar nuevamente el sueño, pero en cuanto abría los ojos oía la voz de Gwynith que le imploraba en la oscuridad, pidiéndole ayuda. Se le ocurrió que quizás un poco de aire fresco le sentaría bien.

Salió de la tienda y se dirigió hacia la torre que estaba orientada hacia el puerto. Un guardia le dio el alto preguntándole la consigna y quién era. No supo qué responder a ninguna de las dos preguntas, porque aún no tenía un cargo oficial en la Decimocuarta. Desde la plataforma de la torre llegó la voz de Alfeno indicando al guardia que lo dejara pasar.

Ave, aquilifer. Cuando he regresado al campamento ya estabas entre los brazos de Morfeo y no he podido saludarte.

Ave, tribuno. El cansancio ha podido conmigo.

—Bithus me ha contado lo sucedido.

Lucio se restregó los ojos y miró hacia el puerto. A la luz de las antorchas se veían las maniobras de embarque de las cinco legiones, mientras otros miles de hombres, con caballos y equipajes, esperaban su turno cerca de las onerarias, alineadas en la bahía. El mar estaba cubierto de embarcaciones de todo tipo y tonelaje. Las linternas de las naves se perdían hasta donde alcanzaba la vista sobre el litoral. Los relámpagos a lo lejos iluminaban el impresionante espectáculo haciéndolo aún más majestuoso, como si Júpiter en persona estuviera afilando las armas para golpear a Britania.

—Bithus también me ha dicho que no lo abandonasteis, a pesar de que estabais cerca de la salvación y que habíais perdido a uno de los vuestros en el enfrentamiento.

Lucio asintió, recordando que la noche anterior, a esa misma hora, estaba junto a Quinto en los callejones del puerto.

—Mi deuda contigo crece, aquilifer.

El tribuno le puso una mano sobre la espalda.

—Mañana al amanecer dos escuadrones de caballería estarán a nuestra disposición para comenzar las investigaciones. Recuperarás a tu esclava, encontraremos a Tiberio y vengaremos a Arminio y Quinto. Te lo juro por mi honor.

Lucio miró el rostro de Alfeno al pálido claro de luna. Algo había cambiado en él desde que dejó el campamento de invierno. El necio arrogante de los primeros días, humillado y escarnecido mientras corría a evacuar los intestinos entre los árboles, ya no existía. En su puesto estaba naciendo un comandante militar, joven pero capaz de aprender deprisa.

—Vuelve a dormir. No hay nada que podamos hacer ahora, salvo recobrar las fuerzas para mañana.

Alfeno tenía razón y aquellas palabras fueron un consuelo. Aún había una esperanza de encontrar a Gwynith y Tiberio.

Cuando, poco después del alba, Emilio alineó a la Primera Cohorte de la Decimocuarta Legión, Valerio, Lucio y el tribuno Avitano ya habían alcanzado la tienda de Epagatus y una veintena de jinetes a sus órdenes habían procedido a registrarla de arriba abajo. No habían hallado nada interesante, aunque todo parecía abandonado precipitadamente. Lo más probable era que los pocos guardias restantes se hubieran escabullido en cuanto vieron llegar a una sesentena de hombres al galope, armados hasta los dientes. Uno de los jinetes de la escolta, un germano, había visto a una mujer que trataba de esfumarse furtivamente por los callejones del puerto y se había separado de inmediato de los otros para perseguirla. La cogió por el pelo y de una patada la empujó al suelo a los pies de Lucio, que la reconoció de inmediato: era una de las dos muchachas que la noche anterior estaban en la tienda de Epagatus. Sin demasiados rodeos, le puso la hoja del gladio en la garganta. La mujer no se hizo rogar: le refirió de inmediato, en perfecto latín, la precipitada partida del griego en plena noche. Por lo visto el hombre había cogido el camino de la costa, en dirección norte, con un carro y su pequeño ejército. Un pelotón desmontó la tienda y llevó el contenido al campamento, junto con la mujer capturada. Los otros partieron al galope, por el mismo camino que había tomado Epagatus, desfilando delante de los centenares de naves alineadas cerca de la playa, y en poco tiempo dejaron Puerto Icio a sus espaldas.

Cuando Alfeno dio la orden de detenerse para dejar descansar a los caballos, los dos escuadrones ya estaban en los confines de las tierras de los morinos. El tribuno recapituló la situación con los guías que había traído del campamento.

—¿Adónde podría ir alguien como Epagatus, si quisiera esconderse durante algunos días? —se preguntó Lucio en voz alta, observando los mapas.

—El territorio es vasto, hay bosques y colinas en el interior. Podría estar en cualquier parte —respondió uno de los guías—. También es posible que diera informaciones engañosas, fingiendo dirigirse al norte durante un breve trecho para luego desviarse.

—Estamos hablando de un carro muy grande y de al menos una veintena de jinetes armados. Habrán dejado algún rastro, ¿no?

El guía señaló un charco.

—Esta noche ha llovido.

—No, no ha llovido.

—En Puerto Icio, quizá. Aquí ha llovido, ¡y cómo!, y muchos rastros han sido borrados.

Alfeno intervino en la discusión.

—¿Qué aconsejáis hacer?

—Deberíamos dividirnos, seguir distintos caminos para luego reunirnos en un punto establecido.

—Somos demasiado pocos, es arriesgado —objetó Valerio, sacudiendo la cabeza—. No sabemos cuántos son exactamente. Podrían ser incluso unos treinta o quizá más.

Lucio volvió a tomar la palabra:

—Valerio tiene razón, pero si no hay alternativa podemos dividirnos en dos grupos de treinta y cinco hombres.

Alfeno reflexionó la propuesta.

—Está bien, pero no podemos estar lejos del campamento durante más de dos noches. Cota ha sido muy claro al respecto.

Los tres examinaron el mapa junto con los guías y formaron dos pelotones. Lucio convenció a Valerio para que fuese con Alfeno por el camino de la costa, mientras él con los demás jinetes seguiría la ruta interior. La cita estaba fijada en la confluencia de dos ríos, unas cuarenta millas más al norte, en un punto que los guías conocían bien.

—Yo no os he buscado. No he llamado aquí a ninguno de vosotros. —Emilio arengaba a voz en cuello a la Primera Cohorte de la Decimocuarta Legión, alineada frente a él—. Vosotros decidisteis entrar en las filas de la legión, y un destino cínico y cruel ha hecho que vuestro camino se cruzara con el mío. Yo necesito soldados en condiciones de combatir contra colosos sedientos de sangre. —El primípilo golpeó airadamente la vara de vid sobre la palma de la mano—. Y mirad lo que me ofrecen los hados. —Hizo una pausa, mirándolos—. Unos chiquillos, imberbes y granujientos. —Durante un momento les dio la espalda, como si quisiera marcharse, desconsolado. Luego se volvió de nuevo y los miró—. Ahora oídme bien —continuó con voz fuerte y clara, para hacerse oír hasta en la última fila—. Olvidaos de dónde venís, olvidaos de vuestras familias y de las personas queridas. Aquí no hay sitio para esas cosas, solamente harían más penoso vuestro servicio. ¡Aquí estoy solamente yo! Sin mi voluntad, ni siquiera los dioses tienen poder sobre vosotros. ¿No me creéis? Pronto os daréis cuenta. —Miró fijamente a toda la cohorte en formación—. La naturaleza no crea muchos hombres fuertes y al observaros me percato de que con vosotros ha sido particularmente avara. Por eso estoy aquí. Para enderezar esas míseras espaldas y convertiros en auténticos legionarios. No me servís todos, mi cohorte está destinada solo a los más valientes. Los demás serán puestos en la puerta y mandados a casa a patadas. Aunque a decir verdad nunca llegarán a casa, porque a una milla del campamento los galos ya habrán hecho con sus cabezas bonitos adornos para sus cabañas. —Los ojos del centurión se posaron sobre un chiquillo aterrorizado—: La decisión es vuestra. Probablemente reventaréis de todos modos, pero si permanecéis en la Primera Cohorte, antes de morir deberéis pedirme permiso a mí.

Emilio miró a Quinto Lucanio a su lado.

—Hazles levantar el campamento, que estén listos dentro de una hora. Marcha en orden de batalla durante quince millas. Ya han holgazaneado demasiado.

El centurión gruñó la orden y los muchachos se encaminaron desordenadamente y con los ojos desencajados hacia sus tiendas. Algunos reían, otros farfullaban burlándose del primípilo. Eran jóvenes y se sentían llenos de vida, llevaban las lorigas del imbatible ejército romano y eso bastaba para convencerlos de que eran fuertes.

Una hora y media más tarde, mientras estaban haciendo flexiones con el equipo a la espalda y la cara en el polvo, ya habían perdido todo su descaro.

—Demasiado tiempo —aulló Emilio, pasando entre las filas—, habéis tardado demasiado tiempo en desmontar el campamento y alinearos en cohorte. —El primípilo asestó un fuerte golpe de vara en los muslos de uno de los jóvenes soldados que había farfullado algo y rugió tan fuerte que las venas del cuello se le hincharon como dos cabos de amarre—: ¿Qué es eso? ¿Me desafías? ¿Te atreves a mirarme y hablarme? Centurión, apunta el nombre de este soldado. Durante toda la semana su tarea será la limpieza de las letrinas.

Cuando los hombres recibieron la orden de levantarse estaban exhaustos. Un par se había desvanecido por el calor y el esfuerzo y varios habían vomitado el abundante desayuno. El primípilo continuó con su severo discurso, que comenzaba a minar el ánimo de los muchachos.

—No podéis mirarme a los ojos; de momento no sois dignos de ello. No podéis hablar sin que yo os lo pida. En cuanto oigáis la voz de un superior, dejaréis inmediatamente cualquier cosa que tengáis entre manos y os pondréis firmes con los oídos bien atentos. —Miró los rostros congestionados de los soldados, que respiraban con fatiga—. Lo único que podéis hacer sin mi permiso es odiarme. Y ahora quitaos inmediatamente de la cara esa expresión de sufrimiento.

Envuelto en su capa, Lucio tendía las manos al fuego, mientras desde las colinas descendía un débil viento que refrescaba el aire.

—Zarparán esta noche —dijo uno de los guías, ofreciéndole un odre de vino de resina—. Buen tiempo y viento de tierra, ideal para echarse al mar.

Lucio asintió y volvió a mirar el fuego, antes de levantarse de un salto, cuando desde la colina se oyó el estridente silbido de una urraca. Era el centinela, que avisaba de la llegada de la patrulla al mando de Avitano. Por el paso lento de las bestias y por los rostros del tribuno y Valerio, se intuía que la misión no había tenido éxito. El tribuno pasó las riendas a un soldado y se encaminó hacia el fuego. Bebió un poco de vino del odre y esbozó una mueca de disgusto antes de escupirlo.

—¿Nada? —preguntó Lucio, secándose la boca con el brazo.

—Nada. Hay varios rastros e incluso surcos de carros, pero la lluvia lo ha hecho todo muy confuso. Según el guía, mañana ya habremos cubierto todo el camino transitable por un gran carro, además muy cargado. Si han ido hacia el norte por este camino, deberíamos alcanzarlos.

—Siempre que se haya dirigido hacia aquí —añadió Valerio, acomodándose a su vez junto al fuego.

El aquilífero se sentó junto al veterano.

—Nos hemos dispuesto en estrella y nos hemos desviado hacia el interior, pero es un territorio muy vasto. Podría estar en cualquier parte.

—En efecto, podría estar en otra parte, por cuanto sabemos.

—Sabemos que ha ido al norte.

—¿Estás seguro? Nos estamos fiando de la palabra de una puta que trabaja para Epagatus. Ella nos ha mandado aquí —replicó el veterano—. Llevo todo el día dándole vueltas al asunto —continuó—: ese gordinflón coge a su escolta y desaparece, dejando todo su imperio abandonado en Puerto Icio.

—Quizás imaginaba que lo habíamos descubierto y que lo perseguiríamos. ¿Qué podía hacer sino huir?

—Pero para encontrarlo nos estamos confiando a la Fortuna, Lucio, más que a las huellas.

—¿Y qué podemos hacer? ¿Desistir? ¿Dejarlo marchar?

Valerio sacudió la cabeza.

—No debemos buscarlo, sino esperarlo.

Lucio miró al veterano, sin entender.

—La codicia de Epagatus lo devolverá a Puerto Icio para recuperar su fuente de riqueza.

—¿Lo crees tan estúpido? —preguntó Alfeno.

—No, desde luego. Probablemente no vendrá en persona, mandará a alguien, acaso incluso ya le habrá dado instrucciones de alcanzarlo en algún lugar preestablecido. Yo creo que lo mejor es invertir la marcha, dejarle creer que nadie anda pisándole los talones y volver a Puerto Icio. Allí controlaremos a la debida distancia el comportamiento de sus putas.

El tribuno miró a Lucio y asintió.

—Valerio no anda desencaminado. Podría ser un buen movimiento, hacerle creer que está seguro.

—Podrían pasar semanas, quizá meses —protestó el aquilífero, contrariado.

—Es un riesgo, pero así estamos perdiendo el tiempo. Epagatus es sobre todo un hombre codicioso. Si queremos encontrarlo, debemos estar cerca de sus gallinas de los huevos de oro.

Lucio miró a su amigo y luego al tribuno.

—Lleguemos hasta donde los guías dicen que puede haber llegado el carro de Epagatus. Dadme otra media jornada.

—De acuerdo —asintió Valerio—. Aciertes o yerres, estoy contigo.

—Gracias.

Quinto Lucanio pasó entre las tiendas perfectamente alineadas de la Primera Cohorte. Después de haber pasado dos días bajo la dirección del nuevo primípilo, los inquietos muchachos se habían vuelto obedientes como ovejas. Así, mientras casi todos los jóvenes soldados de la legión se disponían a encender el fuego para cocinar un poco de carne y preparar la polenta de farro, los de la Primera Cohorte acababan de montar el campamento después del segundo día de marcha en orden de batalla y se disponían a lustrar armas, yelmos y corazas. Solo comerían después de la inspección de las tiendas y los equipos, que Emilio efectuaría una hora después.

Los jóvenes soldados engrasaban y frotaban el metal hasta dejarlo reluciente, agotados y hambrientos a la vez, consumidos de rabia contra aquel nuevo centurión. Lucanio sabía perfectamente que los muchachos estaban solo al principio de un largo adiestramiento y veía que aquel pequeño paso ya había dado resultados. En realidad, el odio que experimentaban no había hecho más que unirlos, dándoles un único sentimiento común. Aquel era el aglutinante que haría de ellos, en el futuro, un bloque granítico, a imagen de los inmortales de la Décima. Aún eran demasiado inmaduros para entender, actuaban por instinto y no sabían que Emilio estaba usando su misma ira para adiestrarlos en la unidad contra el adversario.

Durante el camino la mirada de Quinto Lucanio se cruzó con la de su joven hijo y el centurión sintió un nudo en la garganta. ¡Estaba tan orgulloso del comportamiento del muchacho! Al pasar por su lado le dio un golpecito con la vara de vid. El joven recluta lo miró y luego continuó lustrando la loriga, mientras el padre llegaba a la torre de vigilancia que se alzaba al final del campamento. Desde la plataforma Lucanio recorrió el horizonte con la mirada y se detuvo en la playa y en los alrededores de Puerto Icio. Parecía que allí, de golpe, se hubiera abatido un cataclismo que había borrado la mayor parte de las formas de vida. Una extensión de tierra yerma sembrada de desechos se extendía del campo a la ciudad y proseguía por la playa perdiéndose en las ensenadas del litoral. La tarde anterior, inmediatamente después del ocaso, ochocientas naves habían zarpado hacia Britania empujadas por un ligero viento de suroeste. El procónsul había llevado consigo cinco legiones, más de dos mil jinetes y la flor y nata de la nobleza gala. Puerto Icio ya no era el centro del mundo. Había vuelto a ser un pequeño puerto sobre el oceanus. Algunos mercaderes previsores habían alquilado a alto precio naves de transporte para seguir al ejército, otros se habían pegado como garrapatas a las legiones que permanecían en la ciudadela, otros aun habían retomado las rutas del comercio hacia Italia y el Mare Nostrum.

El centurión pasó con la mirada más allá del puerto y observó el mar, donde la línea del horizonte se fundía con el cielo. Con una mueca deseó en silencio que aquella extensión de agua no fuera el Estigio de los soldados de Roma, el río infernal que los difuntos debían atravesar para llegar al reino de las sombras.

—Llegan unos jinetes, centurio.

La voz del centinela lo arrancó de sus inquietantes pensamientos. Volvió la mirada en dirección a las boscosas alturas al norte del campamento y vio que una hilera de jinetes se acercaba al paso. Casi de inmediato reconoció a los hombres de Alfeno. A primera vista, regresaban con las manos vacías.