Quinto Planco
54 a. C.
—En cuanto estén cerca desplazaos sobre la izquierda del caballo, por el lado opuesto a la espada, e intentad golpearles en el costado. De momento olvidaos de las bestias, es mejor concentrarse en matar a tantos jinetes como sea posible.
Emilio se aseguró de que todos hubieran oído sus palabras, luego tomó posición y esperó a que el primero de los jinetes saliera de la curva, poniéndose al descubierto. El comandante de los guardias apareció, dirigiéndose hacia ellos con el caballo a rienda suelta, cabellera al viento y ojos de enajenado. Detrás de él, de uno en uno, fue apareciendo una decena de jinetes de Epagatus, empuñando las armas. El primípilo se movió buscando la confrontación personal con el comandante y este se dirigió hacia él después de haber extraído su larga espada.
El majestuoso caballo blanco de Alfeno llegó de improviso a espaldas de los cuatro legionarios, montado por Quinto Planco, quien se lanzó gritando contra el guerrero que amenazaba al primípilo. Los hombres que por castigo habían pasado la noche fuera del campamento llegaron a la carrera, armados con dagas o incluso con las manos desnudas. Las dos bestias se cruzaron, y a pesar de que Quinto habría dado cualquier cosa por acometer a su adversario, los caballos, por instinto, trataron de evitarse. Así, el legionario acabó en medio del grupo enemigo, que estaba llegando al galope. El corcel del comandante de los guardias, después de haber cambiado de dirección, se desplomó arrastrando en su caída a su jinete. Algo lo había golpeado.
Máximo se dio la vuelta y vio que desde el campamento habían acudido en su ayuda una decena de arqueros, que habían llegado hasta ellos junto con el guardia de la puerta. En un instante, una veintena de hombres armados con pila y escudos se unieron a los refuerzos para los cuatro de la Primera Cohorte. Alcanzaron al grupito y formaron un cuadrado en torno a ellos, en cuyo centro un incrédulo Bithus finalmente se iba levantando. Uno de los jinetes enemigos tuvo que acabar en el polvo, atravesado por las flechas, para que los demás comprendieran qué estaba sucediendo. Luego se oyó el clamor de las trompetas que tocaban la alarma en el campamento de la Décima y para los sirios fue demasiado. En un momento se dispersaron y emprendieron al galope el camino de Puerto Icio.
En el breve instante de calma absoluto que siguió, Emilio dio la orden de apresar al jefe de los guardias y junto con los demás echó a correr entre la hierba alta, hacia donde habían perdido de vista a Quinto después de su enfrentamiento con los orientales. Lo encontraron tendido boca abajo, inmóvil y envuelto en su capa. Lucio se inclinó y lo tomó entre los brazos. Emilio permaneció inmóvil, observándolo, mientras Máximo se dejaba caer junto al sanita, con la mirada fija en el vacío. Valerio observó el rostro de su compañero, destrozado por un tremendo mandoble, arrojó al suelo el yelmo y el gladio, y dio algunos pasos apretándose la cabeza con los puños. Miró Puerto Icio en la lejanía y profirió un alarido preñado de rabia. Luego se arrojó como una furia sobre el comandante de los guardias de Epagatus, que había sido tomado prisionero y esperaba su destino de rodillas, con las manos fuertemente atadas a la espalda, y empezó a darle puñetazos y patadas. Se necesitaron ocho hombres para inmovilizarlo.
El cuerpo sin vida de Quinto Planco, el beneficiarius, entró en el campamento sobre los escudos de sus camaradas. Era el alba de una cálida mañana de verano de 699 Ab Urbe Condita.
El sol ya estaba alto cuando Emilio entró en la tienda del legado, donde reinaba una gran confusión debido al ajetreo de escribientes, ayudantes de campo y esclavos que iban de acá para allá ocupados en sus menesteres. Sobre la mesa estaban alineadas listas de todo tipo y mapas de la zona. El primípilo aún no había tenido tiempo de refrescarse; estaba sucio y sudado, y sus ojos enrojecidos ponían de manifiesto cada instante de aquella noche insomne.
Se puso firmes y saludó a Labieno en cuanto este se presentó ante él. El comandante de la Décima mostraba un rostro sombrío, pero extremadamente decidido. Labieno era un hombre fuerte, que no conocía la debilidad. Tras dirigir al primípilo una mirada severa, el legado se sentó al escritorio y comenzó a repasar las listas, firmando algunas con su sello. Era un trabajo que había podido despachar más tarde, pero quería incomodar al hombre que tenía enfrente. Un esclavo le trajo de beber, Labieno extendió las piernas y se puso cómodo, apoyándose en el respaldo de la silla de campo.
—Te escucho, primípilo.
—Señor, no estoy aquí para justificar mi comportamiento. He transgredido las órdenes y es justo que actúes según los códigos militares.
El tono de Emilio era respetuoso, pero seco. Hablaba el soldado. Un verdadero soldado.
El legado bebió un sorbo.
—Lo haré, no te quepa duda.
Observó al centurión, que encajó el golpe sin dejar traslucir la más mínima emoción.
Emilio refirió al legado lo ocurrido durante aquella larga noche. La desaparición imprevista de Tiberio y el ambiguo comportamiento de Epagatus, desde siempre en excelentes relaciones con la legión. Le habló del clavo que habían encontrado, probablemente perteneciente al joven miles de la Primera Cohorte. Contó el rapto de la prostituta y la persecución en la oscuridad, para escapar de los guardias sirios. Detalló la muerte de Quinto y la captura del comandante de los guardias. Concluyó asumiendo la plena responsabilidad por el retraso de sus dos legionarios, Lucio Petrosidio y Valerio Quirino, y de su salida no autorizada junto a Máximo Voreno y Quinto Planco, de cuyo trágico fin se proclamó tristemente el único responsable.
Labieno posó el vaso y comenzó a tamborilear con los dedos, mirando a Emilio directamente a los ojos. El primípilo que estaba frente a él había transgredido abiertamente sus órdenes. Había hecho abrir la puerta del campamento en plena noche para arrojarse de cabeza en un mar proceloso, arrastrando consigo a cuatro de sus subordinados. Habría podido hacer lo que quisiera de aquel hombre, hacerlo castigar sin piedad, quitarle la paga e incluso la pensión, echándolo de la legión. Aferrándose a cualquier pretexto incluso habría podido hacer algo peor. Inmediatamente después de César, él era el único que tenía derecho sobre la vida y la muerte de todos.
Pero conocía a Emilio, sabía que era el mejor de sus soldados y lo estimaba mucho más que a otros personajes de rango bastante más elevado. Además, hacía tiempo que detestaba a Epagatus y no toleraba que uno de sus hombres desapareciera en la nada, mientras otro era asesinado por una chusma de sirios. Quizá también él se habría comportado como el centurión que tenía delante. Hizo una media mueca. Emilio había desobedecido sus órdenes, pero lo había hecho a sabiendas de que ponía en juego su carrera y una vida de sacrificios, para ir en ayuda de un recién llegado, un chiquillo de la tropa. El legado sabía que ante él tenía a un gran comandante de hombres, y era consciente de que necesitaba a muchos como él. Pero, por otra parte, no podía dejar de castigar semejante comportamiento, al menos para dar ejemplo a todos los demás. Dejó de tamborilear con los dedos. En su mente, la solución del problema se perfiló como un relámpago, como siempre. No por nada era Tito Labieno Acio, lugarteniente del gran César.
Llamó al guardia.
—Tráeme aquí a los dos prisioneros, la mujer y el oriental.
El soldado salió de la tienda y el legado posó de nuevo la mirada sobre Emilio, frunciendo el ceño. Luego se puso más cómodo, apoyándose en el respaldo de la silla. Tampoco esta vez el centurión dejó traslucir sus emociones, pero sabía que la sentencia estaba a punto de ser emitida.
—En cuanto a ti, primus pilus, ve a llamar a los hombres que te acompañaron en tus correrías.
En poco tiempo la tienda del legado se llenó de personas con una larga noche a sus espaldas. Lucio era la sombra de sí mismo, tenía el rostro demacrado y pálido, los ojos enrojecidos y húmedos, aún más apesadumbrados por el reciente luto. Valerio estaba sucio y aún no se había lavado las manos, que seguían cubiertas de sangre coagulada. Máximo, el optio, no parecía menos cansado y mugriento. La chiquilla rubia estaba trastornada, con los brazos y el rostro cubiertos de moretones, mirando a su alrededor aterrorizada y con las manos atadas al cuello por una cuerda que un robusto legionario sujetaba con firmeza. El sirio se encontraba incluso en peores condiciones, incapaz de mantenerse de rodillas siquiera. Estaba atado, pero si no lo hubiera estado, ello no habría supuesto ningún cambio, ya que yacía en tierra, inerte, a los pies de Labieno. Los carceleros, hombres de la Primera Cohorte, sin duda habían proseguido la obra de Valerio. El legado se enfureció con los hombres, porque no conseguía sacar nada del sirio, más allá de estertores incomprensibles. Llamó a un médico, que después de un rápido examen sacudió la cabeza. El oriental no sobreviviría.
—¡Lleváoslo! —ordenó Labieno, irritado, acompañando las palabras con un gesto imperioso de la mano. Luego dirigió la mirada a la muchacha.
Tuvieron que llamar a un intérprete, porque la joven era helvética. Había pasado por las garras de varios amos antes de acabar en las de Epagatus, que la había comprado a unos jinetes eduos.
—Dile que no le haremos daño: solo queremos saber si ha visto a nuestro soldado y si puede decirnos algo de los negocios del griego.
La muchacha comenzó a temblar y balbuceó algo. El intérprete tradujo a Labieno que si Epagatus se enteraba de que había hablado, la mataría. De hecho, ya la había amenazado de muerte la tarde anterior. Labieno se impacientó y, poniéndose de pie, se dirigió al intérprete:
—Dile que si habla, yo me ocuparé de protegerla. ¡Dile que mire a su alrededor, maldición! ¿No entiende que me basta con chasquear los dedos para hacer desaparecer de la faz de la Tierra a Epagatus, sus cuatro sicarios y a toda su estirpe? —Acto seguido volvió a sentarse—. En todo caso, dile que no tiene elección. ¡O hace lo que le digo o la dejo en manos de mis soldados!
La muchacha, llorando, comenzó a contar lo que sabía. Un joven legionario había llegado donde ella por la tarde. Ella no entendía su lengua, pero por el dinero que le ofrecía había intuido que el soldado quería pasar con ella toda la tarde. Y así había sido. Era joven, delgado y con el pelo castaño claro. No era muy alto y llevaba un cinturón con el mismo símbolo que los que veía ahora en aquella tienda. Valerio y Lucio intercambiaron una mirada. La muchacha había estado con Tiberio.
—Dile que continúe.
El intérprete recordó a la muchacha los riesgos que corría y ella prosiguió el relato. Hacia última hora de la tarde, después de haberse vestido, el muchacho había revisado las botas. Le había pedido algo, quizás una herramienta, pero ella no entendía qué necesitaba y, en todo caso, no tenía nada por el estilo. El soldado, poco convencido, se había puesto a dar vueltas por ahí. Luego se quedó paralizado de golpe y su mirada cambió.
—¡Dile que continúe! —repitió Labieno, alzando la voz.
—Vuestro soldado encontró una capa, la cogió y comenzó a gritar, preguntándome dónde la había cogido, pero yo no sabía nada de aquella capa. Traté de explicarle que me la había dado Jerjes, el jefe de los guardias de Epagatus. Se lo repetí varias veces, pero él estaba furioso y me agarró por el cuello.
—Pregúntale cómo era la capa —preguntó, de pronto, Lucio.
—Roja —respondió por ella el intérprete.
—¿Una capa de lana ligera, color rojo oscuro y con franjas azules? —insistió Lucio, que parecía haber recuperado el vigor.
—¡Sí!
Valerio y Máximo se miraron: era la capa que habían regalado a Gwynith antes de la partida.
—¿Puedo saber de qué estáis hablando? —intervino Labieno, molesto.
Fue Lucio quien habló por todos: contó la historia de Gwynith y cómo se cruzaba con la de Alfeno, la desaparición de la mujer y el asesinato del viejo sirviente del tribuno; el hallazgo de la capa de la britana, relacionado con la desaparición de Tiberio, y la búsqueda a la que se había lanzado, culminada con la muerte de Quinto a manos de los guardias de Epagatus.
—¿Y después qué sucedió? —preguntó el legado, dirigiéndose a la joven.
—El soldado me cogió la capa y se marchó.
—¿Adónde?
—No lo sé.
—¡A casa de Epagatus! —exclamó Lucio.
—¿Cómo estás tan seguro de eso, aquilifer? Pudo ir a cualquier parte —estalló Labieno, impaciente.
—Porque la muchacha ha empezado diciendo que la amenazaron de muerte si hablaba, y precisamente ayer por la tarde. Significa que alguno de los hombres de Epagatus fue a buscarla para decírselo, y para estar seguro de que no tuviera contacto con nadie dejó un guardia a su puerta. Era el hombre al que hemos capturado esta noche y que luego ha huido. —Lucio miró a Emilio—: Eso significa que Tiberio cogió la capa y se fue directamente en busca del griego, porque aunque no entendía la lengua de la muchacha, sin duda reconoció el nombre de Epagatus, que ella debió de repetir varias veces para tratar de explicarle el asunto.
Valerio sacudió la cabeza.
—Pero ¿por qué no vino a buscarnos a nosotros antes?
—Porque la tienda de Epagatus le quedaba de camino. Es probable que Tiberio lo encontrara precisamente mientras iba corriendo para llamarnos, o también es posible que estuviera volviendo donde nosotros con la capa en la mano y alguien lo viera. Alguien como nuestro amigo, el comandante de los guardias.
Valerio se exasperó consigo mismo por haber acabado con un hombre al que ahora habrían podido arrancarle informaciones útiles. Un murmullo se alzó en la tienda. Todos ellos querían exponer sus intuiciones, sospechas y soluciones.
—¡Silencio!
Labieno se puso en pie.
—Llévatela —dijo al guardia que se ocupaba de la muchacha—. Encerradla en una tienda y vigiladla. Y que nadie le toque un cabello. —Luego se dirigió a un oficial—: Quiero tres escuadrones de caballería en la puerta, listos para salir lo antes posible. Vamos a visitar a Epagatus. Todos los demás quitaos de en medio. ¡Venga, largo de aquí! —vociferó, señalando la salida—. Vosotros tres, quedaos.
Emilio, Lucio y Valerio permanecieron donde estaban, y cuando los demás hubieron salido se quedaron solos con el legado. Era el momento de la sentencia.
Labieno se sentó y miró a los tres hombres exhaustos delante de él.
—A partir de pasado mañana, por la noche, podemos partir hacia Britania en cualquier momento. Hoy por la tarde comenzaremos a desmantelar el campamento y nos trasladaremos al puerto, donde la Décima embarcará junto a las otras legiones que van a participar en la invasión. Esta noche será una prueba para valorar los tiempos de embarque y mañana se harán las últimas maniobras, pero pasado mañana irá en serio. La temporada está incluso demasiado avanzada.
Lucio sintió que le arrancaban el corazón. ¿Cómo podía partir sin saber qué había sido de Gwynith?
—En la expedición tomarán parte cinco legiones, entre otras la Décima y dos mil jinetes. Las tres legiones restantes permanecerán en el continente con otros tantos jinetes. Tendrán la tarea de vigilar el puerto, proveer al abastecimiento del trigo, informarse de todo cuanto sucede en la Galia y disponer cualquier cosa que eventualmente pueda servir al grueso del ejército, en Britania. —Labieno hizo una pausa—. Yo comandaré estas tres legiones. Desde hoy por la tarde, el mando de la Décima pasará directamente a las manos del procónsul.
Ante esas palabras sus corazones se quedaron en suspenso. Labieno era la personificación de la Décima. Era él quien la había forjado y había hecho de ella lo que era. Esto explicaba la furia del legado durante la jornada anterior.
—El procónsul parte hacia Britania con lo mejor del ejército y me deja aquí con dos legiones válidas y una de chiquillos granujientos, con los que debo vigilar un terreno vastísimo, poblado de gente que no espera otra cosa que una derrota romana más allá del oceanus para saltarnos a la garganta. —Hizo otra pausa—. Necesito buenos soldados, expertos y valerosos, que nunca hayan vuelto la espalda al enemigo y estén en condiciones de dar ejemplo a esos chiquillos imberbes. —Se interrumpió para tomar un rápido apunte. La espera, cada vez más larga, se estaba haciendo insoportable—. En consecuencia, vosotros os quedaréis en el continente. —La decisión del legado cayó como un rayo—. Sois transferidos, con efecto inmediato, a la Decimocuarta Legión.
Los tres hombres permanecieron inexpresivos. El primípilo habría preferido morir en batalla, pero al mismo tiempo se sentía indultado. Labieno habría podido tomar decisiones mucho más drásticas, y no estaba claro si Emilio debía dejar los Primeros Órdenes de la Décima para entrar en la Decimocuarta como simple legionario. Para Lucio, en cambio, fue la primera buena noticia de la jornada. En aquel momento ya no le importaba nada el grado y la doble paga de que disfrutaba. Permanecer en la Galia le permitiría buscar a Gwynith, y el traslado a la Decimocuarta significaba tener el apoyo incondicional de Alfeno. A Valerio el asunto no le afectaba demasiado, aunque la decisión en el fondo lo favorecía. A él solo le apremiaba poner las manos sobre Epagatus y permanecer junto al único amigo que le quedaba: Lucio.
No podían saber que esa simple medida punitiva, en realidad, iba a trastornar sus existencias. Aquel día, el destino de los tres hombres, de algún modo, quedó sellado para siempre.
Labieno miró a los tres legionarios.
—Esta noche, el optio Máximo Voreno ha ejecutado las órdenes de su superior directo; por tanto, no es culpable, como tampoco lo fue el malogrado Quinto Planco. Someteré a la decisión del procónsul su promoción como centurión y propondré que siga incorporado a la Primera Cohorte. Queda en manos de César tomar una decisión, ya verá luego él cómo arreglar el asunto. En cuanto a vosotros tres, en el caso de que os lo estéis preguntando, vuestro traslado no prevé promociones. Ya es mucho que os deje con los actuales cargos. Consideradlo un homenaje personal por vuestros servicios anteriores.
Emilio suspiró, aliviado. Había alejado definitivamente el espectro de la peor humillación: la degradación pública.
—De momento, el mando de la Decimocuarta, de la caballería establecida en el campamento de la legión y de algunas cohortes de auxiliares es confiado a dos generales con el mismo grado, los legados Lucio Aurunculeio Cota y Quinto Titurio Sabino. En realidad no tienen ningún poder de decisión, porque mientras las legiones estén en Puerto Icio están bajo mi mando. Será el procónsul, luego, en cuanto vuelva de la expedición a Britania, quien divida las tareas de los dos comandantes. A mí me interesa que tanto la legión como los auxiliares adquieran un buen nivel de adiestramiento. Esos mocosos deben estar listos para combatir antes de que termine el otoño. Por este motivo os dejaré juntos en la Primera Cohorte, con la esperanza de que seáis la semilla de la futura Decimocuarta. Muy pronto recibiréis el apoyo de buenos centuriones, y también la Décima hará su contribución. Han sido vuestras acciones de hoy las que me han sugerido a quién mandar.
—Señor —dijo el guardia, entrando en la tienda—, tu caballo está listo. Los hombres te esperan en la Puerta Pretoria.
Labieno se levantó y un asistente le puso el cingulum antes de ofrecerle el yelmo ático.
—Preparad vuestras pertenencias y haceos conducir al campamento de la Decimocuarta. Yo voy a visitar a Epagatus. Ya os haré saber el resultado.
Los tres hombres saludaron militarmente al legado, que en el umbral de la tienda se dirigió al guardia:
—¿Qué pasa con el prisionero sirio?
—Está vigilado, señor.
—Crucificadlo. Y que sea bien visible en Puerto Icio.