XVII

Puerto Icio

54 a. C.

El golpe de mano de César había salido a la perfección. Las cuatro legiones, caídas como un tigre sobre la presa, habían recogido los frutos de la larga marcha en cuanto entraron en las tierras de los tréveros. La inesperada aparición de los legionarios rasgó el ya débil tejido de la nobleza del país, dividiéndola en dos facciones. La primera, fiel a Cingetórix, quería colaborar con Roma; la segunda, seguidora del anciano Induciomaro, estaba organizando la resistencia en el bosque de las Ardenas. Resistencia que, no obstante, fue disminuyendo con el paso de los días, a juzgar por el número de mensajeros de la facción hostil que a cada momento se presentaban en el campamento romano para rendir pleitesía y pedir la gracia. Al final también Induciomaro se entregó al procónsul, quien rediseñó el gobierno del país a su medida, poniendo a Cingetórix al frente de los tréveros.

Antes de dejar el territorio, César redactó una larguísima lista de los rehenes que exigía a Induciomaro. Entre los doscientos nombres figuraban todos los parientes y el único hijo varón del viejo jefe, a quien aseguró que sus familiares serían tratados con todo respeto. Los soldados se pusieron en marcha hacia Puerto Icio, después de haberse procurado la colaboración del pueblo más poderoso de toda la Galia sin haber desenvainado ni siquiera un gladio.

Los carros con los rehenes hicieron mucho más largo el camino de regreso. A esto se añadieron las primeras lluvias de la estación y el desbordamiento de algunos ríos, que retrasaron aún más la marcha hacia Puerto Icio, obligando a las tropas a extenuantes desvíos del recorrido. Cuando finalmente la vanguardia tomó contacto con Labieno, después de haber avistado a lo lejos la costa, habían pasado ya cuatro semanas desde la partida del campamento, y aún se necesitaría otra para llegar a destino. Una marcha total de unas quinientas millas[38], la mitad ellas recorridas bajo una fastidiosa lluvia.

Los aguaceros se desvanecieron junto con las nubes, sustituidos por amplios claros de cielo azul, precisamente cuando las cuatro legiones llegaron por fin a Puerto Icio. El espectáculo que se presentó ante los soldados exhaustos por la larga marcha, aquella tarde, cortaba el poco aliento que les quedaba. La costa que habían dejado el año anterior, con la ciudad portuaria asomando sobre la rada, se había convertido en una inmensa aglomeración de tiendas y carros de todo tipo que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Sobre el litoral había centenares de naves puestas a seco, además de las que permanecían ancladas en la bahía. En la llanura ondulada que descendía hacia el mar descollaban, en medio del desorden, los campamentos de los legionarios, en perfecta disposición geométrica. Era un asentamiento inmenso, que se adentraba una milla hacia el interior y quizá dos a lo largo de la costa; una ciudad enorme que solo dos meses antes no existía.

Entre las filas se elevó un alarido de alegría ante aquella visión y como un solo hombre la Décima comenzó a entonar las estrofas de su himno, caminando con arrogancia, con el águila bien alta a la cabeza de la columna. Cuando los soldados llegaron a la última colina antes de descender hacia el camino principal que llevaba a Puerto Icio, la caballería se separó, junto con el procónsul, de las legiones de a pie, y se dirigió al trote hacia el centro de la ciudadela. La capa púrpura de César se perdió entre los jinetes de la escolta, que lo rodearon en ese último tramo de camino.

En aquel punto Labieno dio la orden de que la Décima se detuviera y montara el campamento, mientras las demás legiones se dirigían hacia los cerros que rodeaban la ciudad. Los hombres posaron las armas, los escudos y los equipajes, luego se proveyeron de palas y cestos de mimbre y se encaminaron hacia las numerosas banderitas de colores que habían plantado en aquella gran explanada herbosa y casi llana, sobre la cima de la colina.

Lucio se desabrochó el yelmo dos horas después de la orden de Labieno, mientras los primeros fuegos del campamento comenzaban a chisporrotear. Antes de entrar en su tienda observó las miles de hogueras que brillaban a lo lejos, hacia la costa. Sabía que allí, en alguna parte, Gwynith había visto llegar a las legiones y lo estaba esperando. Luego se dejó caer, exhausto, sobre su camastro, pero estaba tan cansado y al mismo tiempo tan ansioso que no consiguió dormirse. Permaneció mucho tiempo acostado, con las manos detrás de la nuca, escuchando el rumor del agua que repiqueteaba contra el cuero de la tienda. Volvía a llover.

Cuando por la mañana sonaron las trompetas el ruido había cesado. En el interior de la tienda reinaba un calor húmedo, casi sofocante. Lucio apartó el trozo de piel que hacía de puerta y apretó los párpados. Finalmente el sol resplandecía en un cielo libre de nubes. Una ligera brisa refrescó el aire de la tienda. Ese día no habría reuniones: la consigna era ordenar el equipo y descansar. En resumen, una jornada tranquila que Lucio, no obstante, no disfrutaría, acuciado por la impaciencia de abandonar aquel prado transformado en un aguazal.

La ocasión para escabullirse del campamento se presentó hacia media mañana. Estaban ocupados en lustrar las mallas de hierro, cuando llegó Emilio con nuevas consignas para el día.

—Se trata de poca cosa —empezó, haciéndoles señas de que permanecieran sentados—. A la Décima se le ha reservado el mejor trabajo. —Desplegó un papiro—: Aquí dice que debemos vestirnos de gala y mandar algunos guardias al puerto y a lo largo del litoral. Daremos el relevo a los hombres de la Undécima durante un par de días. He pensado en mandar a la Primera Cohorte para el turno de tarde, luego la Novena y la Décima harán los turnos de guardia nocturna, y por la mañana serán sustituidas por la Octava.

Al oír aquellas palabras los hombres se mostraron exultantes. La legión había sido dispensada de cargar y descargar naves, solo habría que hacer algunas horas de guardia y el primípilo les había dado el mejor turno precisamente a ellos. La Primera Cohorte atravesó la puerta del campamento a primera hora de la tarde, como para ir a un desfile. Emilio abría el camino al paso, la mano sobre el pomo del gladio, seguido por el signifer, que llevaba el estandarte rojo de la cohorte, que ondeaba al viento. El resto de los legionarios seguía en fila de cuatro, perfectamente alineado, adentrándose en la confusa y ruidosa multitud de colores, razas y olores de Puerto Icio. Pasaron por delante de las tiendas ricas y lujosas de los nobles galos y de los miserables refugios improvisados de sus séquitos, percibiendo tanto deliciosos perfumes como desagradables miasmas. Media Galia estaba allí reunida, exhibiendo para la ocasión lo mejor que tenía. Capas de colores, soberbios corceles, brazaletes de oro, torques y collares, anillos enormes y yelmos con piedras preciosas. Entre la multitud se captaban indistintamente miradas ora hostiles, ora admiradas. Como remate había centenares de mercaderes, con carros rebosantes de género de todo tipo y tiendas de toda forma y color, así como criadores de ganado, artesanos, prostitutas, prestidigitadores y saltimbanquis de todas las razas, junto a vendedores de vino, especias de Oriente, pescado frito y salchichas de cerdo.

Se necesitó bastante tiempo para llegar a la playa, porque el asentamiento era más grande de cuanto cabía suponer visto desde el campamento. Un tribuno de la Undécima dio las consignas al primípilo, quien dispuso a los hombres de guardia y en los puestos de control donde la mercancía era cargada o descargada, según la procedencia o el destino. Lucio, Valerio y Tiberio formaban parte de una ronda de quince hombres, que debía patrullar continuamente el sector que les habían confiado, batiendo la playa en toda su longitud. Máximo tomó posición en un puesto de mando en el centro del sector y Emilio se colocó en la zona del puerto, a la sombra de una tienda, disfrutando de la fresca brisa del oceanus.

Cuando la Primera Cohorte pasó las consignas a la Novena y regresó al campamento ya estaba oscureciendo y el primípilo se cuidó mucho de dejar en libertad a los hombres que estaban bajo su directa responsabilidad. Si querían ir a emborracharse en semejante Babel, que le pidieran permiso a Labieno, porque él no pensaba concedérselo. Después de haber rechazado sus demandas de algunas horas de libertad, los hizo marchar por el camino de regreso, llenos de rencor y por eso aún más temibles a los ojos de los paseantes. De vuelta en el campamento, el aquilífero no pudo por más que mirar de nuevo con aprensión hacia los miles de fuegos que brillaban en Puerto Icio.

Al día siguiente, a primera hora de la tarde, los legionarios que no estaban de servicio o no tenían trabajos pesados que realizar pudieron finalmente salir del campamento. Lucio y Valerio traspusieron la puerta principal llevando solo la túnica y el cingulum con la daga, con una sensación de ligereza que no experimentaban desde hacía semanas. En cuanto tomaron el camino que conducía a Puerto Icio, un silbido reclamó su atención. Era Tiberio, que los alcanzó a la carrera con una sonrisa radiante en los labios. El joven siguió hablando, agitado y eufórico, durante todo el trayecto, mientras contaba y volvía a contar las monedas que tenía en la escarcela, destinadas a satisfacer sus más lascivos deseos. Rio, diciendo que Emilio había retenido a Quinto y Máximo poco antes de que salieran del campamento.

—Quinto se reunirá con nosotros a última hora de la tarde, pero para Máximo no hay demasiadas esperanzas —explicó a los otros dos—. Sin contar que Labieno en persona ha amenazado con colgar por las pelotas a todos los que no regresen antes de la segunda guardia nocturna.

—Creo que Máximo pronto será ascendido a centurión —sostuvo Lucio—, por eso el primípilo no le da tregua. Ese es el precio.

Al llegar a las primeras tiendas del inmenso campamento se adentraron entre la multitud colorida, mirando a su alrededor con curiosidad. Parecía que representantes de todas las razas humanas se hubieran convocado allí, y los galos, como anfitriones, hacían de todo para hacerse notar.

—¡Quietos! —exclamó Tiberio, deteniendo a sus dos camaradas—. Aquí está, es ella, la que quiero —exclamó, señalando a una muchacha de largo cabello del color del trigo maduro.

Valerio sujetó al muchacho por el hombro.

—Ve con cuidado. No todas las que ves por aquí son prostitutas. También hay rehenes, huéspedes, aliados y enemigos, prácticamente un nido donde conviven todas las razas. Ve donde Epagatus, el griego que estaba en el campamento de invierno, así no correrás ningún riesgo.

—¿Y dónde encontraré a Epagatus, en medio de toda esta confusión?

—No lo sé, pero tienes toda la tarde para descubrirlo. Hazme caso: cuanto más tarde lo encuentres, mejor. Al menos tendrás en el bolsillo algunas monedas para tomar algo, comer o jugar a los dados.

Lucio miró a su alrededor antes de dirigirse a Tiberio:

—Ayer, durante la guardia en la playa, vi una especie de plaza abarrotada precisamente en la ciudad vieja, cerca del puerto. Es allí donde debes buscar a Epagatus, en el punto donde puede atraer al mayor número de clientes.

—Tienes razón. Vamos al puerto, entonces.

Lucio sacudió la cabeza.

—Yo voy al campamento de la Decimocuarta. Quiero asegurarme de que Gwynith está bien. ¿Por qué no vienes con nosotros? Después pasaremos por el puerto.

Tiberio parecía inseguro, no sabía qué hacer, hasta que Valerio intervino con una sonrisa.

—El muchacho no está razonando con la cabeza, Lucio, y tú sabes mejor que yo que cuando Eros te dispara, da en el blanco. —El gigante miró en torno en busca de un punto de referencia y señaló a Tiberio un gran árbol a poca distancia—. ¿Ves a ese mercader de tejidos debajo de aquel gran plátano? —Sí.

—Bien, nosotros estamos en el campamento de la Decimocuarta o en el puerto. Si no nos encontramos, nos vemos debajo de ese árbol al oscurecer.

—De acuerdo.

Lucio miró al muchacho.

—Yo en tu lugar no llegaría tarde y no me presentaría borracho ante el primípilo.

Tiberio rio y los saludó con el grito de guerra de la Décima, luego se alejó hacia el puerto y de inmediato se perdió entre la multitud.

—¿Crees que hemos hecho bien dejándolo ir solo? —dijo Lucio.

—Le he visto abatir a un par de britanos el día del desembarco —el veterano estalló a reír—, pero no sé si sobrevivirá a las putas de Puerto Icio.

Los dos legionarios tomaron el camino que llevaba al sur de la ciudad, y después de una larga marcha vieron aparecer entre las tiendas las torres del campamento de la Decimocuarta. Lucio se sintió presa de una intensa emoción mientras se acercaba a los guardias que vigilaban el acceso al campamento.

—Soy Lucio Petrosidio, aquilífero de la Décima Legión. Pido permiso para hablar con el tribuno Marco Alfeno Avitano, comandante de la Primera Cohorte.

El guardia desapareció detrás de la empalizada. Poco después, una voz familiar llamó la atención de Lucio y Valerio. Se volvieron y reconocieron a Quinto Lucanio, que daba la orden de dejarlos entrar.

—Quinto Lucanio, ¡dichosos los ojos! Desde el pasado otoño que no nos veíamos. Fue en la playa de los morinos, ¿verdad?

—Exacto, aquilifer.

El centurión le tendió la mano.

—Valerio, te presento a Quinto Lucanio. Sufrimos el embate de las mismas olas sobre el oceanus. Es un valiente que plantó cara al rey Comio, en Britania, y luego se enfrentó a la cabeza de pocos hombres a una emboscada sobre la costa, donde recuperamos las naves varadas. ¿Recuerdas?

Valerio asintió y estrechó la mano del oficial.

—Pero ¿no estabas en la Séptima?

—Sí —respondió este con orgullo—, transferido y promovido a los Primeros Órdenes. Solo estoy esperando que la burocracia haga su lento camino.

—¿Y cómo has terminado en la Decimocuarta? —preguntó Lucio.

—Hay mucha agitación, muchachos. Esta legión ha sido alistada deprisa y corriendo por el Pelado[39], y como bien sabéis el Senado la considera fuera de la ley.

Los dos rompieron a reír y Valerio tomó la palabra:

—Como casi todas las demás.

—Sí, lo sé, pero según parece Roma está alborotada, y si César no disuelve lo antes posible el ejército establecido en la Galia, constituido y retribuido por él, se prevén represalias. El procónsul no hace caso, no disuelve nada, es más, alista y llena de oro a legionarios y senadores. Necesita cada vez más hombres; ya no debe proteger los confines de la Provincia, sino de toda la Galia. —Bajó la voz, cogiéndolos del brazo—. Y debe protegerse a sí mismo de Roma. De ahí el discreto movimiento de oficiales competentes de las legiones de veteranos a la Decimocuarta, para reducir el tiempo necesario en transformar a estos chiquillos en legionarios.

—Una tarea ardua. Se necesitarían al menos dos estaciones, y esta legión debería acompañar a una de veteranos para ganar experiencia —dijo Valerio, mirando a su alrededor.

—Los estamos adiestrando con dureza, pero aún no están listos para sostener un enfrentamiento. Por eso nos quedaremos en Puerto Icio cuando el resto del ejército parta hacia Britania.

Lucio asintió.

—Debo admitir que es un buen sitio para pasar el verano. Y además no correréis peligro: además de las legiones, César se lleva a Britania al menos a la mitad de la fogosa juventud gala.

Quinto Luciano esbozó una mueca.

—Sí, es verdad. —Lo miró a los ojos—: De todos modos, fui yo quien pidió el traslado, y tuve suerte.

—¿Y qué te impulsó a dejar una legión de veteranos por una de reclutas? —preguntó Lucio.

—Mi hijo —dijo Quinto, con los ojos brillantes de orgullo—. El pasado invierno cumplió dieciséis años y corrió a alistarse. El muchacho está en la Primera Cohorte, sigue el camino de su padre.

Lucio se reconoció perfectamente en aquella situación, pero enseguida recordó que estaba allí por Gwynith.

—Entonces, ¿qué puedo hacer por vosotros? ¿A qué debo esta visita?

—Debo ver al tribuno Marco Alfeno Avitano. Le he confiado mi equipaje y a una esclava para que los trajera por mar.

—Ah, entiendo —dijo poniéndose serio, mientras les señalaba el camino que debían seguir en el interior del campamento—. Lo más probable es que la esclava esté alojada fuera del campamento, no he visto mujeres en su séquito —añadió mientras precedía a los dos hombres de la Décima, que ante aquellas palabras se miraron a la cara.

—¿Estás seguro, Quinto?

El centurión asintió.

—Hace cuatro semanas que estoy aquí. El tribuno llegó poco antes que yo, pero desde que me incorporé a la Decimocuarta no he visto esclavas. Solo tiene un esclavo de color en su séquito. Imagino que la mujer estará en un alojamiento en la ciudad, o como huésped de alguien.

Aquellas palabras no tranquilizaron en absoluto a Lucio, cuya tensión iba en aumento a medida que se acercaban a la gran tienda del tribuno.

Quinto los hizo entrar en una especie de antecámara que precedía al alojamiento y allí esperaron unos instantes, hasta que una mano corrió la tela que separaba ambas estancias. El esclavo negro del tribuno apareció en el umbral y saludó respetuosamente a los romanos, antes de ponerse de lado y mantener abierta la tienda delante de Marco Alfeno Avitano.

Ave, aquilifer —exclamó este, en un tono de voz que intentaba disimular su nerviosismo—. Te esperaba.

Lucio percibió de inmediato que había algo que no marchaba. Intentando controlar la ansiedad, se acercó al joven oficial.

—He venido a asegurarme de que has mantenido la palabra, tribuno.

Ante tales palabras, el joven parpadeó, asintió y luego sacudió la cabeza. Tenía la frente perlada de sudor.

—Ha desaparecido, aquilifer.

—¿Qué quiere decir «desaparecido»? —rugió Lucio, adelantándose un paso—. ¿Dónde está mi esclava, tribuno Alfeno?

Los guardias que custodiaban la tienda se volvieron hacia el interior y el esclavo negro llevó la mano a la empuñadura de la espada. Valerio lo fulminó con la mirada. El centurión los observaba sin entender del todo qué estaba sucediendo.

Alfeno extendió las manos para apaciguar los ánimos.

—Cálmate, puedo explicártelo todo. El día que nos despedimos navegamos hasta el anochecer, pero en cuanto avistamos las luces de Puerto Icio se levantó un fuerte viento de tierra, seguido por una lluvia torrencial que nos alejó de la costa. —Alfeno hablaba sin mirar a la cara a ninguno de los presentes—. Las olas eran altas y la nave se hizo ingobernable. Yo mismo me acerqué a tu esclava para comprobar que estaba bien y se sujetaba con firmeza del mástil en el centro de la embarcación. No podíamos alcanzar el puerto a fuerza de remos, porque las olas nos habrían empujado contra el amarradero o contra la escollera al norte de la ciudad. Sin embargo, veía que los marineros no parecían espantados por la situación. Es más, en un momento dado su oficial me dijo que bastaba esperar al final de la tempestad, y luego remaríamos hasta el puerto. —Alfeno tragó saliva—. En efecto, entramos en el puerto, sanos y salvos, aunque con el estómago revuelto. Vi a tu esclava sentada en un rincón, muy cansada, pálida y empapada, así que mandé a Arminio, mi anciano preceptor, para que le llevara una manta y se asegurara de que se encontraba bien, porque yo aún estaba muy mareado. Finalmente, ya de noche cerrada, atracamos la nave. No sabía dónde estaba el campamento de la Decimocuarta y los legionarios de guardia me dijeron que la nueva legión aún debía llegar a la ciudad. —Alfeno alzó la mirada hacia Lucio—. Le dije que bajara de la nave, Arminio la ayudó mientras Bithus —el tribuno señaló al esclavo de color— se ocupaba de hacer desembarcar el caballo y una parte de nuestros equipajes. Ella se tambaleaba y para caminar tenía que apoyarse en Arminio. Les dije que llegaran a tierra firme y me esperaran, mientras yo ayudaba a Bithus. La pasarela estaba mojada y también el embarcadero, el caballo resbalaba, estaba espantado y no quería bajar, y tardamos bastante en arrastrarlo por la fuerza a la playa. Cuando llegué, no vi a Arminio ni a la esclava. Al principio no di importancia al asunto; a pesar de la hora, las posadas del puerto estaban abiertas y llenas de gente. Supuse que habrían entrado en un local para conseguir algo caliente que beber para todos nosotros. De inmediato mandé a Bithus a buscarlos…

Lucio lo escuchaba, petrificado.

—Al cabo de un rato regresé al muelle —continuó el tribuno—, donde encontré a Bithus que me miraba, desconcertado. Arminio y tu esclava habían desaparecido. Había intentado buscarlos por ahí, hasta que en un callejón encontró la alforja de piel de tu esclava.

El tribuno hizo una seña al esclavo negro, que fue a buscar lo que había hallado y se lo entregó a Lucio.

En efecto: era la alforja de Gwynith.

—No hemos tocado nada —precisó Alfeno.

Lucio la abrió con el corazón en un puño. El cuero mojado, al secarse, se había endurecido, y la humedad había enmohecido el contenido: aún estaban el pan y el queso que él mismo había puesto la tarde anterior a la partida. El moho había manchado también el vestido de lino verde que habían comprado al mercader ateniense y que Gwynith aún no había terminado de coser. En el bolsillo interior Lucio encontró la bolsa del dinero. No contó las monedas, pero por el peso parecían estar todas.

—Está también el dinero, y es mucho —dijo a Valerio, cada vez más confuso—, pero falta el puñal.

—Quizá se haya defendido —sugirió el veterano.

—Estaba débil —intervino el tribuno—, muy cansada por el viaje. También ella se mareó y la última vez que la vi se tambaleaba por el embarcadero. Sin duda, se sentía mal.

—¡Vamos al puerto! —dijo Lucio, dirigiéndose a Valerio.

El tribuno llamó al aquilífero antes de que saliera.

—A la mañana siguiente, una patrulla encontró a mi esclavo, Arminio.

—¿Dónde? Quiero hablar con él. ¿Dónde está ahora?

Alfeno sacudió la cabeza, con tristeza.

—Lo hallaron en un callejón de la ciudad vieja. Me avisaron a última hora de la tarde, cuando se corrió la voz de la desaparición. Estaba en muy malas condiciones y falleció dos días después, sin recuperar el conocimiento.

El aquilífero hizo una mueca y luego habló con un hilo de voz:

—¿Cómo murió?

—Tenía el rostro y el cuerpo tumefactos, pero plantó cara, hasta que un golpe de espada le atravesó un hombro entrando casi hasta el pecho.

—¿Nadie oyó nada?

—Era noche cerrada, las olas rompían en los escollos y el viento sacudía las naves, con el consiguiente crujido de la tablazón y el ruido de las partes de bronce que chocaban entre sí. En las posadas los galos cantaban, borrachos de cerveza e hidromiel; cada tanto se oía un grito de guerra, o una mujer que reía… Era imposible captar el rumor de una lucha.

Lucio bajó la cabeza y por segunda vez se lanzó hacia la salida. Alfeno lo cogió de un brazo.

—He intentado pedir audiencia al cuestor para abrir una indagación, pero me han respondido que estábamos aquí para preparar una invasión y nadie tenía tiempo de buscar a una esclava. Mandé a Bithus por las posadas, pidiendo informaciones, pero no ha descubierto nada. —Los dos se miraron—. Créeme, aquilifer, lo he intentado todo y pagaría lo que fuese para devolverte lo que te he hecho perder.

Lucio sacudió la cabeza. En aquel momento habría incendiado el mundo, si hubiera servido de algo, pero se dio cuenta de que la persona que tenía delante no era culpable de nada.

—Has hecho todo lo que podías, tribuno. No tengo nada que reprocharte.

—Pongo a tu disposición cuanto necesites para continuar las investigaciones, aquilifer.

Pero en aquel punto Lucio ya no lo escuchaba. Él y Valerio ya habían salido de la tienda, directos a la puerta del campamento. En silencio se adentraron a grandes pasos entre el gentío multicolor de la ciudadela, hasta llegar al puerto. En el muelle comenzaron a pedir informaciones a los legionarios, pero ambos sabían que era un intento desesperado. Lucio continuó vagando, dirigiéndose a cualquiera, sobre todo porque sabía que en cuanto se detuviera a pensar, el dolor sería insoportable. Se separaron, uno fue a la ciudadela y el otro al puerto, pero cuando se encontraron bajo el gran plátano, sus miradas expresaban tan solo la desolación del fracaso.

—¿Qué hago, Valerio?

—No lo sé, amigo mío —respondió el veterano, cogiéndolo por los hombros.

—¿Y Tiberio?

—No ha dado señales de vida.

Lucio se sentó entre las raíces del enorme árbol, sintiéndose vacío. Dirigió la mirada al puerto, a lo lejos, antes de sacar de la alforja el vestido de Gwynith. Lo tocó largamente, luego hundió el rostro en él y se quedó así durante un buen rato. Valerio se quedó mirándolo, sin encontrar una sola palabra que decir. Luego lo sacudió con suavidad.

—Volvamos al campamento, Lucio; la segunda guardia ha pasado hace tiempo. Tiberio ya habrá vuelto y se estará preocupando por nosotros. Tenemos que tratar de descansar y mañana reanudaremos las investigaciones.

El aquilífero se alzó, dobló el vestido que olía a moho y lo guardó en la alforja. Se encaminaron lentamente hacia su campamento. Remontaron la colina y mientras se acercaban vieron a una pequeña aglomeración de soldados delante de la puerta. Valerio preguntó a uno de ellos qué estaba sucediendo.

—Nos han encerrado fuera, frater —respondió un veterano tambaleante, que durante la salida debía de haber empinado bastante el codo.

—Dejadme hablar con el centinela —dijo Valerio, abriéndose paso entre el grupito de hombres que se agolpaban fuera—. ¿Eh, tú, de qué cohorte eres? Déjate ver y abre esta puerta.

El rostro de un soldado, enmarcado por el yelmo de bronce, apareció entre las fisuras de los palos de madera.

—Lo siento, pero no puedo dejaros entrar. Orden de Labieno.

—¿Y qué hacemos? ¿Nos quedamos aquí toda la noche? Venga, abre la maldita puerta y nadie se dará cuenta de nada.

—¿Bromeas? Si os dejo entrar el legado hará crucificar a todo el cuerpo de guardia. No, no hay nada que hacer. ¿Has ido a divertirte? Muy bien, pues ahora quédate al fresco. Tenemos la orden de abrir la puerta solo antes de la reunión. Os alinearéis con los demás y Labieno os dará un buen sermón.

—¿Cómo te llamas, miles?

—¿Qué te importa, frater?

—Oye, quienquiera que seas, escúchame bien. Es un caso de emergencia, ha sucedido una desgracia y una persona ha desaparecido, probablemente raptada. Un oficial está aquí conmigo dirigiendo las investigaciones. Por eso llegamos con retraso. ¿Entiendes?

—¿Un oficial? Muy bien, entonces sabrá la consigna.

—¿La consigna? Por Júpiter… no, no sabemos el santo y seña.

—Entonces no puedo hacer nada por vosotros. Me han ordenado dejaros fuera y hacer la guardia en mi sector, o sea que hazme el favor de sacar las manos de la empalizada.

Lucio puso una mano en el hombro de Valerio y lo hizo apartarse.

—Soldado, soy Lucio Petrosidio, aquilífero de la Décima Legión. Es verdad que hay una persona desaparecida. Quiero que llames a tu superior, o al primus pilus.

—Créeme, aquilifer, es mejor no llamar a nadie, pero si quieres gritar el nombre de tu centurión no podré impedírtelo.

Lucio se volvió y miró a los demás soldados que estaban con él, una decena en total. Algunos parecían preocupados, otros simplemente borrachos perdidos. Ninguno de ellos era de la Primera Cohorte. Alzó la mirada hacia Puerto Icio y anunció a Valerio que él volvía allí.

—No lo hagas, aquilifer —lo advirtió el centinela desde detrás de la empalizada—. Si luego recibo la orden de abrir la puerta y tú no estás, te meterás en serios problemas.

—Me trae sin cuidado —replicó Lucio a gritos.

Valerio lo cogió de un brazo.

—Ven, vamos a recostarnos en el foso. Al menos estaremos al abrigo del frío.

Todo el grupo, a excepción de un par de soldados demasiado borrachos para entender, siguió su ejemplo, disponiendo un camastro improvisado en un rincón del foso del campamento.

Una voz apenas perceptible, procedente de la empalizada que se elevaba por encima del terraplén, reclamó la atención de Valerio. En la oscuridad de la noche, el veterano oyó susurrar varias veces su nombre.

—Soy Máximo, ¿estáis ahí?

—Sí. Finalmente, una voz amiga. ¿Se puede saber qué está sucediendo?

—Labieno está furioso, pero nadie sabe por qué. Solo sé que hoy ha estado aquí el procónsul en persona y que se han encerrado en la tienda del legado, los dos solos, durante bastante tiempo. Desde que César se marchó del campamento, Labieno está intratable.

Lucio y Valerio se miraron a la cara.

—Muchachos, aquí tengo algunas capas para cubriros y algo de comer y de beber. Os lo lanzo al foso.

Valerio se lo agradeció con un susurro.

—No puedo hacer nada más, lo siento.

—¿Tiberio, está bien? —preguntó Lucio hacia la empalizada.

—¿Tiberio? ¿No está con vosotros?

—Claro que no.

—Es extraño. Tiberio no está en el campamento. De la Primera Cohorte, faltáis solo vosotros tres.

—¿Qué hacemos, Valerio? ¿Volvemos a buscarlo? —preguntó Lucio.

El gigante, que había recuperado el hatillo de las capas y la comida, se sentó con la cabeza entre las manos como para pensar qué era lo más conveniente.

—No os mováis de ahí —musitó aún el optio desde arriba del terraplén—. Quizá Labieno se calme y os deje entrar, y todo acabe en nada. Pero si no os encuentra, no sé qué puede suceder.

—Máximo, llama al primípilo. La ausencia de Tiberio me preocupa.

El optio no respondió a la solicitud de Lucio. Un centinela había imitado el sonido de la lechuza y Máximo se había evaporado. Probablemente estaba pasando una ronda.

—¿Qué hacemos, Valerio? ¿Vamos o no?

El veterano dio algunos pasos por el foso, apretando los puños varias veces. Luego sacudió la cabeza.

—Creo que ya tenemos bastantes problemas, Lucio.

—¿Y Tiberio?

—Ya verás como al final aparece. Estate tranquilo.

Lucio se apoyó en la pared del foso y lentamente se dejó caer en el suelo.

—¿Y Gwynith, dónde estará? —murmuró para sus adentros, alzando los ojos al cielo. Se sentía desesperado e impotente a la vez.

Valerio le tendió una capa, cortó pan y queso, y compartió la comida con él. El aire de la noche era frío y húmedo.

—La encontraremos, Lucio, la encontraremos.

El aquilífero no probó bocado. Su estómago estaba al menos tan revuelto como los pensamientos que le dominaban la mente. El grito de un centinela señaló el inicio de la tercera guardia nocturna. Era noche cerrada, pero no podía conciliar el sueño.

—Yo voy, Valerio. Aunque al final todo quede en un rapapolvo y un castigo, sin duda Labieno nos negará el permiso para salir del campamento hasta el día de la partida para Britania. Debo jugarme el todo por el todo esta noche. No puedo esperar. Suceda lo que suceda, al menos lo habré intentado.

Valerio asintió, tranquilo.

—Estamos juntos y juntos seguiremos: si quieres ir, te acompaño.

—No te estoy pidiendo que lo hagas. No quiero meterte en apuros.

Valerio se puso de pie y tendió la mano a su amigo para ayudarlo a levantarse.

—Nosotros no abandonamos a ninguno de los nuestros, jamás. Además, le hice una promesa a Gwynith, ¿qué pensará de mí si no la mantengo?

Los dos treparon por el foso y poco antes de llegar al borde oyeron unos pasos. Al levantar la mirada, vieron a un grupo de legionarios que los estaba esperando. Los dos camaradas se alzaron lentamente, manchados de tierra húmeda, ante la coraza musculada de Cayo Emilio Rufo, que brillaba a la luz de la luna. El primípilo los estaba examinando con dureza, apoyando los puños en las caderas.

—¿Dónde está Tiberio?

Lucio saludó con un gesto de la cabeza al centurión.

—La última vez que lo hemos visto ha sido hoy por la tarde cuando se dirigía al puerto. Debíamos encontrarnos al anochecer bajo un gran plátano al principio del campamento, pero no se ha presentado.

Emilio se mordió el labio inferior, volviendo la mirada en dirección a Puerto Icio.

—¡Vamos! —ordenó, encaminándose por el sendero.

Detrás de él apareció Máximo, que llevaba el gladio, la malla de hierro y el yelmo de Valerio. Con él estaba Quinto, con el equipo de Lucio. Sin hablar, los dos se pusieron las armas y las protecciones, y enfilaron velozmente el sendero tras los pasos del centurión, que se había adelantado sin esperarlos.

—¿Le has avisado tú? —preguntó Lucio a Máximo, que asintió—. Parece que no paramos de meternos en problemas.

El optio le respondió con una palmada en el hombro y una sonrisa:

—Nuestro trabajo es meternos en problemas.

Durante el trayecto el aquilífero contó todo lo que podía ser útil para encontrar a Tiberio, comenzando por el hecho de que había ido donde Epagatus. No mencionó a Gwynith y lo que le había sucedido, pensando que al primípilo no le interesaba la suerte de la mujer. Pero inmediatamente después Valerio lo reveló a Quinto y a Máximo, que se quedaron profundamente impresionados.

Los cinco soldados se detuvieron durante un momento delante del plátano, donde no había rastro de Tiberio. Luego tomaron el camino del puerto, deteniéndose de vez en cuando para preguntar si alguien había visto a un legionario joven y delgado, de estatura decididamente más baja respecto de la gente que daba vueltas por la ciudadela. Algunos decían que no habían visto a nadie; otros, riendo, respondían que habían visto al menos a cien soldados romanos así. En aquellos días había cerca de cuarenta mil legionarios en torno a Puerto Icio, y aquella tarde probablemente habían deambulado por los callejones del lugar al menos cuatro o cinco mil que estaban de permiso. Lo más sensato era ir derecho donde Epagatus: quizá recordara el rostro de Tiberio. El cuartel general del griego se encontraba a dos pasos del amarradero. Valerio lo reconoció de inmediato, a la débil luz de las lámparas de aceite.

—Debo hablar con tu amo, Epagatus —dijo el primípilo, cortante, al guardia de la entrada. En los callejones malolientes del puerto había un incesante trajín de mujeres y soldados borrachos. El esclavo, probablemente un sirio, estaba completamente armado. Examinó con desconfianza a los cinco legionarios y entró en la tienda.

Emilio se volvió hacia los demás.

—El buen vino lo exportamos solo nosotros y basta ver cuántos borrachos hay por aquí para comprender que es un comercio floreciente. En cambio, mujeres guapas se encuentran un poco por todas partes. —Luego bajó la voz para dirigirse a Valerio—: Ve atrás con Quinto. Está tardando demasiado, y no me gusta.

En cuanto los dos desaparecieron detrás de la vasta tienda, el guardia sirio regresó en compañía de un energúmeno medio dormido, de rostro oscuro, orlado por una hirsuta barba negra que se confundía con el pelo rizado y sucio.

—Mi señor duerme y no es oportuno que lo molestéis —farfulló el barbudo.

—En cambio, yo creo que es de lo más oportuno. Dile que el primípilo de la Décima Legión debe discutir con él una cuestión muy importante. Y también muy urgente.

El tono del primípilo habría atravesado incluso una coraza.

El esclavo volvió a entrar, dejando a los romanos en compañía del hombre de la barba, que apestaba como una cabra y los miraba con aire malévolo. Otros tres hombres asiáticos, que formaban parte del pequeño ejército personal de Epagatus, aparecieron por el callejón de al lado y se dispusieron en semicírculo frente a Emilio y los suyos. Únicamente sus dedos, que tamborileaban sobre la funda del gladio, traicionaban la inquietud del centurión. Solo dejó de hacerlo cuando el esclavo reapareció en el umbral.

—El amo está muy cansado; dice que mañana temprano irá él mismo al campamento de la Décima.

Emilio bufó, irritado, y alzó la voz.

—Dile a Epagatus que si no se decide a dejarme entrar, dentro de una hora será la Décima la que vendrá aquí. —Ante tales palabras, todos se envararon. Un par de mercenarios orientales llevaron las manos a la empuñadura de las espadas, y de inmediato Lucio y Máximo los imitaron. El guardia lanzó una mirada amenazante a Emilio—. Deja de mirarme así —exigió el centurión entre dientes—. ¡No he pedido permiso para entrar a hablar con Epagatus; he dicho que debo hablar con él y basta! Ahora apártate y déjame entrar, o por Júpiter que ahora mismo te compro a tu amo, ese cerdo ávido de dinero, solo por el gusto de verte reventar en cualquier arena.

—Calma, señores, os lo ruego. ¿Se puede saber qué sucede?

La voz de Epagatus precedió a la llegada de su figura poco agraciada en el umbral de la tienda. Los grandes ojos bovinos hundidos en el rostro aceitunado no parecían adormecidos, sino inquietos. Llevaba una ligera túnica de preciosa seda de colores llamativos y entre los rechonchos dedos enjoyados tenía un pañuelo que se pasaba por la frente y el rostro, para secar el abundante sudor. Estaba perfumado como una de sus rameras, con el cabello azulado y brillante de aceites aromatizados.

Emilio lo puso de inmediato en su lugar dirigiéndole unas palabras tan duras como bofetadas.

—Dime una cosa, alcahuete, ¿crees que después de haberme enfrentado a los más feroces guerreros de toda la Galia voy tener miedo de los esbirros de un alcahuete como tú?

—Te ruego que te calmes, mi ilustre amigo; aquí estoy, a tu disposición.

El centurión había acumulado demasiada rabia para poder detenerse.

—Te has enriquecido con el dinero de la legión y le debes respeto. Ten cuidado de no morder la mano que te da de comer, porque algún día podrías encontrarte con una espada apoyada en tu gordo cuello.

—Venga, centurión, es solo un equívoco, mis hombres no querían molestarme porque sabían que hoy me sentía indispuesto.

El primípilo cerró los puños y calló, como si se sosegara un tanto. Epagatus nunca le había caído en gracia.

—Tengo que hablar contigo —le dijo, mirándolo fijamente a los ojos—. Haz que se marche toda esta escoria.

El griego parpadeó.

—¿Por qué debo alejar a mis sirvientes? ¿No te fías de mí?

—¿Y tú? ¿Por qué no quieres hablar con un oficial romano sin tus guardias? ¿Tampoco tú te fías, o tienes algo que esconder?

Epagatus indicó a los guardias que permanecieran donde estaban e invitó a Emilio a entrar en la tienda. Este hizo señas a Máximo y Lucio de que lo siguieran. En el interior los militares fueron acogidos por un penetrante y dulzón perfume a incienso. Los tres torcieron la nariz, molestos por tanto lujo, conscientes de que era fruto del dinero de los legionarios, que lo habían obtenido con la sangre. Las variopintas alfombras orientales hacían de pavimento a un amplio vestíbulo, con tres aberturas que daban a otros tantas estancias. Dos mujeres casi desnudas, recostadas sobre los cojines revestidos de fundas preciosas esparcidos un poco por doquier, susurraron algo a su paso y rieron, con una mano sobre la boca pintada. Emilio las miró con repugnancia y entró en la segunda cámara siguiendo a Epagatus, que con una señal imperiosa hizo alejar a un chiquillo de largo cabello rubio.

—Bueno, centurión, ¿qué es eso tan importante que querías decirme?

El griego se recostó pesadamente sobre el triclinio, cada vez más sudado, presa de una evidente agitación que no conseguía esconder.

—¿Te gustan los jovencitos, Epagatus? —preguntó Emilio, ignorando la invitación a sentarse.

—¿Acaso has venido aquí en plena noche con dos legionarios armados para echarme un sermón, romano?

—No. He venido a buscar a uno de los míos. Es solo un muchacho y creo que tú podrás proporcionarme algún indicio.

—¿Un muchacho?

—Sí, ha estado aquí por la tarde y ahora parece que ha desaparecido.

—¿Sabes cuántos legionarios han estado aquí, hoy? Yo les ofrezco un poco de diversión y ellos me dan su dinero a cambio. Eso es todo. —Se sirvió vino en una copa que a primera vista parecía de oro puro—. Quiénes son o qué hacen mis clientes no es asunto mío.

—Quizás alguno de los hombres a tu servicio pueda decirnos algo.

El griego prorrumpió en una carcajada sofocada, que desde los pliegues de la garganta se propagó hasta el macizo vientre.

—Créeme, a ellos les importa aún menos que a mí. Aquí vienen galos, romanos, griegos, germanos y quién sabe qué más, gente de todas partes, pero para nosotros son todos iguales. Para nosotros son solo clientes que quieren divertirse, y yo procuro que queden tan satisfechos que no vean la hora de volver donde Epagatus. Quizás a ti también te haría bien encontrar un poco de esparcimiento, ya que pareces tan enfadado.

Emilio lo miró con desprecio.

—Aquí vendrá medio mundo, no lo dudo, pero el que ha desaparecido es uno de mis muchachos y pondré patas arriba toda la escoria de este sitio hasta que aparezca. He comenzado por ti porque él pensaba venir aquí y porque tú sabes moverte en este ambiente equívoco.

—Lo siento, pero no tengo la menor noticia de tu hombre, o de tu jovencito, como dices —replicó el mercader con aire expeditivo—. Y si tú estás contrariado, yo no lo estoy menos por tu irrupción, que me ha alarmado sobremanera. Por tanto, si no te molesta —concluyó, señalando la salida con la gorda mano enjoyada—, me complacería que fueras a buscarlo a otra parte. Estoy seguro de que te está esperando en algún sitio.

Para Emilio habría sido un placer clavar la fría punta del gladio entre los pliegues del cuello de aquel individuo repulsivo, pero Epagatus era una hiena con mil relaciones y recursos, sobre todo económicos, que habrían podido truncar su brillante carrera. Sin contar con que el centurio había abandonado el campamento a escondidas de sus superiores, sin autorización, llevando consigo a cuatro hombres. Estaba arriesgando demasiado.

Pero el griego temblaba y sudaba y no veía la hora de desembarazarse de ellos. Además, ni siquiera había pedido que le describieran a Tiberio. Aunque era evidente que escondía algo, en aquel momento el primípilo no tenía autoridad para arrancarle la verdad. Debía hablar con Labieno y pedir permiso para una indagación, aunque eso significara exponerse a las iras del legado.

—Volverás a tener noticias mías, Epagatus. Entre tanto debo pedirte que no abandones Puerto Icio.

—No te preocupes, centurión —contestó el griego riendo con socarronería—. Sabes que nunca me alejo mucho de César.

La alusión no era difícil de captar.

—También yo tengo una pregunta que hacerte.

Todos se volvieron hacia Lucio. El mercader se llevó nuevamente el vaso a los labios y bebió un sorbo, mirándolo con desconfianza.

—Se trata de otra desaparición, ocurrida hace aproximadamente un mes —dijo—. Sin duda recordarás a la mujer a la que me refiero, porque me seguía a menudo en el mercado del campamento de invierno. Era mi esclava.

Emilio frunció el ceño al enterarse de este modo de la desaparición de Gwynith. Epagatus, en cambio, permaneció impasible, como si llevara una máscara de plata.

—No sé de qué me estás hablando.

Lucio se le acercó.

—Es imposible que no te fijaras en ella, Epagatus. Era la única mujer de cabello rojo y ojos verdes que andaba por el campamento.

—¡Ah, entiendo! Te refieres a la britana. Tienes razón, me habría fijado en ella… si la hubiera visto por aquí. Pero el hecho es que no la he visto.

El aquilífero se acercó hasta casi rozar el rostro de Epagatus.

—Debes saber que estoy dispuesto a pagar, y bien, incluso solo para obtener alguna información sobre ella.

El griego le guiñó un ojo.

—Lo creo. Con una así también yo haría un montón de dinero.

Al instante se oyó el silbido del gladio de Lucio al salir de la funda y la punta del arma presionó dolorosamente contra la panza de Epagatus. Emilio aferró los brazos del aquilífero, que con la mano libre apretada en el cuello del griego parecía tener la intención de estrangularlo. Máximo, por su parte, se volvió hacia la entrada con la mano en la espada, por si entraba alguien.

—Si tienes algo que ver con la desaparición de Gwynith o de Tiberio, Epagatus, eres hombre muerto —le susurró Lucio al oído. Luego soltó la presa y enfundó el arma bajo la mirada furiosa de Emilio.

—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —chilló el alcahuete, presa de un convulso ataque de tos, mientras se masajeaba las marcas violáceas de los dedos de Lucio.

El guardia de pelo hirsuto acudió a ver qué sucedía y se encontró el gladio de Máximo apuntado a la garganta, mientras los otros cuatro mercenarios al servicio del griego se precipitaban en la antecámara. El optio hizo una ligera presión sobre la espada.

—Di a tus amigos que se detengan, si quieres llegar vivo al alba.

—¡Quietos! —gritó Emilio, levantando las manos en un gesto universal de paz—. Todos quietos y nadie saldrá herido. No ha sucedido nada.

El primípilo miró fijamente a Epagatus.

—Ahora guardaremos las armas y nos marcharemos, ¿de acuerdo?

Hubo un instante de calma aparente. Emilio se desplazó con lentitud hacia la salida.

—¡He dicho que nos marchamos, aquilifer! —repitió Emilio, recalcando las palabras.

Lucio se encaminó detrás del primípilo, pero antes de dejar la estancia se volvió de nuevo hacia el griego y lo miró con toda la rabia que lo consumía en ese momento. Máximo aferró por el pelo al sirio y, sin quitarle la hoja de la garganta, siguió a sus compañeros. El grupo atravesó la gran antecámara y salió de la tienda. Fuera los esperaba otro grupo de guardias armados con ademán amenazante.

—Déjalo —ordenó Emilio al optio, que obedeció, aunque de mala gana. El comandante de los guardias se volvió hacia Máximo y escupió al suelo, mirándolo con aire desafiante, mientras los otros orientales desenvainaban las espadas.

—No creo que sea útil para nadie continuar con esta disputa —dijo Emilio—. Si llegara a sucedernos algo, tenéis las horas contadas.

Sus palabras no consiguieron aplacar las miradas sedientas de sangre de los sirios, que solo estaban esperando la orden de su jefe. Ese momento, breve e infinito, fue interrumpido por el pataleo de los cascos de un enorme caballo blanco que se abalanzó sobre el grupo, haciendo retroceder a los guardias del alcahuete.

Desde lo alto de la cabalgadura que bufaba nerviosa, Valerio miró al primípilo.

—¿Todo en orden, centurio?

Hizo mover bruscamente de lado al animal, empujando al sirio de cabello hirsuto.

—¿Quieres que haga intervenir a la guardia?

Los tres hombres suspiraron de alivio, bendiciendo la llegada de su compañero. No sabían dónde había conseguido aquel animal; lo importante era que los estaba sacando de un buen lío.

Emilio y los demás se alejaron rápidamente, con las espaldas cubiertas por Valerio, entre las amenazas de los sirios. Después de un centenar de pasos el veterano indicó a sus camaradas que fueran por un callejón. Allí, en medio de la calle, los esperaba Quinto en compañía de un hombre encapuchado. Valerio bajó de la silla y confió las bridas al misterioso personaje. De debajo de la capucha apareció el rostro de Bithus, el esclavo de Alfeno. El caballo era el del tribuno.

Lucio miró al esclavo de color.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Hace un mes que paso las noches por estos callejones, en busca de algún indicio —respondió el hombre—. Mi amo está mortificado por lo sucedido, pero créeme, aquilífero, no fue culpa suya —continuó Bithus—. Le he visto pagar personalmente grandes cantidades de dinero por informaciones que luego se han revelado falsas.

Emilio se volvió a Lucio.

—¿Hay algo que deba saber?

Sin más vacilaciones, Lucio le contó todo lo referente a la desaparición de Gwynith en los callejones de Puerto Icio. Aquella ciudadela era un lugar lleno de peligros, y la posterior desaparición de Tiberio, que pese a ser joven e inexperto no era un estúpido y seguía siendo un soldado, no hacía más que acrecentar sus preocupaciones.

El centurión inspiró profundamente y luego bufó:

—¿Es todo?

—Está encinta —concluyó Lucio, inclinando la cabeza. Ya no era el momento de tener secretos con los únicos hombres que lo estaban ayudando.

Los otros lo miraron con los ojos desorbitados mientras Valerio se alejaba algunos pasos, imprecando para ocultar la conmoción.

—El griego controla el mercado de la prostitución aquí en la ciudad —dijo Bithus, rompiendo la sensación de impotencia que se estaba apoderando de sus mentes.

—¿Y entonces? —preguntó Emilio.

—En cuanto llegó, mandó a sus esbirros por la ciudad imponiendo su protección, naturalmente de pago, a las mujeres que se vendían. En los primeros días tuvo algunas dificultades, pero al final, a fuerza de golpes y amenazas, todas las prostitutas de las posadas se vieron obligadas a aceptar o escapar de la ciudad. Puerto Icio no tiene ley, en estos días. Si vuestro hombre ha estado con una mujer, de seguro ha pasado bajo los ojos de uno de los guardias del griego. Precisamente hoy he notado unos extraños movimientos en torno a una taberna a poca distancia de aquí —prosiguió, señalando en dirección al puerto—. De costumbre, sus sicarios están dispersos por la ciudad, en las posadas o por las calles. Pero hoy, a última hora de la tarde, se reunieron en torno a la tienda del griego, celebraron una especie de consejo y luego una decena de ellos vinieron aquí. Los guiaba un hombre oscuro, sin yelmo, con el pelo y la barba largos, al estilo oriental.

—Es el cabrón apestoso con el que trabé amistad —intervino Máximo.

Lucio se levantó de golpe. Ardía de la necesidad de actuar.

—Vamos a ver. ¿Dónde está ese sitio?

—Aquí cerca, pero quizá se encuentre vigilado.

Emilio se encogió de hombros y desenvainó el gladio.

—Vamos —se limitó a decir.

Bithus parecía deslizarse entre los callejones. Conocía muy bien el puerto y sabía orientarse a la perfección en aquel dédalo de pútridos pasajes. Se demoró en una esquina para comprobar que la calle estuviera despejada y a continuación señaló una puerta:

—Entraron allí.

El primípilo hizo apostar a Quinto a la entrada del pasaje y a Máximo sobre el lado opuesto. No sabía si dar órdenes también a Bithus, pero no fue necesario. El esclavo le propuso dar el caballo a Quinto y mandarlo hacia el campamento de Epagatus, para descubrir si esperaba refuerzos. Él se quedaría allí controlando la calle. Podía ser arriesgado, pero debían actuar deprisa mientras la vía estuviera libre. El centurión aceptó el consejo y se dirigió en silencio hacia la puerta con Valerio y Lucio. El primero se detuvo justo en el umbral y se agachó para recoger algo.

—¿Qué has encontrado? —susurró Emilio.

El veterano se levantó con un pequeño objeto entre los dedos. La luz de la luna arrancó un fugaz resplandor al metal.

—Es un clavo, primípilo —respondió en voz baja, antes de pasarlo a Lucio—. Es uno de los que usamos para nuestras caligae.

—Por aquí habrá centenares de clavos parecidos, con todos los legionarios que van y vienen. No prueba nada —arguyó Emilio.

—¿Has visto cómo brilla? Quiere decir que es nuevo…, y yo sé que ayer Tiberio los sustituyó todos.

Valerio no esperó una respuesta. Se acercó a la puerta y apoyó una mano: estaba abierta. Echó un vistazo a los otros dos. Se oyó el eco de los cascos del caballo conducido por Quinto, dirigiéndose al trote hacia el puerto. Luego entraron.

En la oscuridad no entendían qué clase de sitio era aquel, aunque enseguida captaron un intenso olor a madera y serrín. Quizá se trataba del taller de un carpintero o el almacén de un tonelero. En todo caso, no había manera de iluminarlo. Tras adentrarse en el lugar unos pocos pasos, los tres oyeron llegar unos ruidos procedentes de la planta superior. Se acercaron, inclinados sobre sí mismos, a los lados de una escalera que llevaba arriba, empuñando las armas.

Una sombra descendió lentamente la escalera y pasó junto a ellos. Trataron de entender quién era, pero solo percibieron el tufo a sudor y la respiración afanosa, interrumpida por un sonoro bostezo. Cuando abrió la puerta, los contornos de su silueta aparecieron en el halo de luz de la luna. El hombre se detuvo en el umbral, desperezándose, y luego se apoyó en la jamba mirando a su alrededor. Los tres permanecieron en silencio, espiando los movimientos de aquel que era probablemente uno de los guardias de Epagatus. De pronto, el hombre pareció receloso y se puso a escrutar hacia donde estaba apostado Máximo. Se apartó de la puerta, con una mano en la empuñadura de la espada, precisamente en el momento en que Valerio salía de la oscuridad y lo aferraba por el cuello con una llave letal. Cogido por sorpresa, el otro se debatió en vano y empezó a vociferar. El grito se apagó al instante cuando Lucio lo golpeó en la cara con el pomo de la espada. Emilio lo desarmó, tirando la espada y el puñal a un rincón de la estancia. Luego lo agarró por el pelo y le levantó la cabeza. El rostro era una máscara cubierta de sangre, con la nariz reducida a papilla.

—¿Entiendes mis palabras? —preguntó el primípilo al desventurado, al que Valerio mantenía paralizado—. Entonces escúchame bien. Ha desaparecido uno de los nuestros y el asunto no nos gusta nada, así que elige: puedes decirme todo lo que sabes ahora, de inmediato, o si prefieres puedes decirlo mañana, en nuestro campamento. —Lo miró a los ojos—. Somos solo seis mil. Tal vez consigas salir vivo.

El hombre respondió con un estertor. Valerio había apretado aún más su presa. Los tres se miraron, dudando sobre lo que debían hacer. Fue Lucio quien propuso una solución.

—Cortémosle un par de dedos. Si no habla, querrá decir que no entiende o que no sabe nada.

El alarido de una mujer proveniente del piso superior atrajo la atención de los tres legionarios, aplazando momentáneamente la suerte del guardia. Lucio se precipitó escaleras arriba. A la débil luz de una lámpara de aceite vio a una chiquilla rubia, poco más que adolescente, vestida con una túnica sucia. La joven buscaba desesperadamente una vía de escape, sin encontrarla. El aquilífero le hizo señas de que se calmara, mientras comprobaba que en la estancia no hubiera nadie más. Pocos instantes después oyó el pataleo de un caballo en la calle.

—¡Fuera, fuera, están llegando! —gritó Quinto, deteniendo el corcel del tribuno delante de la puerta.

Lucio se arrojó sobre la muchacha aterrorizada, que presa del pánico intentó defenderse con uñas y dientes. Cuando la levantó a peso, ella empezó a golpearle sobre la malla de hierro, aunque todos sus esfuerzo no hicieron más que procurarle unas molestas magulladuras. En cuanto llegó abajo sintió que le arrancaban a la muchacha de los brazos: era Emilio, que la cogió para arrojarla sobre el caballo en el que montaba Quinto. Este apretó a la chica contra su cuerpo tratando de impedir que escapara, al tiempo que sujetaba las bridas del animal, cada vez más nervioso.

—Al campamento —aulló Emilio—. ¡Corre!

Pegó una violenta palmada en el cuarto trasero del caballo, que partió al galope y desapareciendo detrás de la esquina. Máximo y Bithus llegaron corriendo. El primípilo miró al sicario de rostro ensangrentado y le apuntó el gladio a la garganta:

—¿Quieres correr o morir?

—Correr, correr —se apresuró a responder el otro, jadeando, en un latín precario.

Sin detenerse, Bithus señaló otro callejón.

—Por aquí, pronto, seguidme. ¡No hay tiempo!

Con solo una mirada, el primípilo indicó a Valerio que al primer intento de fuga debía matar al instante al prisionero. Inmediatamente después el grupo echó a correr por las callejas laterales, empuñando las espadas, tras la silueta del esclavo de Avitano, que se detenía en cada esquina para comprobar que la vía de escape estuviera libre. Quinto ya había desaparecido delante de ellos y a sus espaldas, a lo lejos, se comenzaban a oír los gritos de los guardias.

Las viviendas cedieron el puesto al campamento de tiendas que rodeaba la ciudad, obligándolos a repentinos cambios de dirección. Algunos insomnes en torno a los fuegos observaron con curiosidad a los cuatro legionarios, guiados por un esclavo negro, que corrían empuñando las armas y arrastrando a un oriental con el rostro cubierto de sangre. Después de un rato, más allá de las tiendas, se entrevieron finalmente las torres de un campamento romano. Bithus, siempre a la cabeza del grupo, se volvió hacia Emilio:

—Deteneos aquí, en el campamento de la Decimocuarta.

—No —replicó el centurión—. Debemos volver a la Décima.

Evidentemente, tardarían más en llegar, pero Emilio estaba seguro de que en cuanto llegara a su legión, sabría cómo arreglar las cosas.

En el horizonte el cielo ya clareaba y era mejor regresar al campamento antes de que se hiciera de día. Emilio sabía que ya estaba en un gran apuro. Todos jadeaban y les faltaba el aliento, y todavía debían afrontar una larga subida al descubierto antes de llegar sanos y salvos. El mercenario sirio cayó al suelo, pero Valerio lo obligó a levantarse con un brusco tirón. Lucio se detuvo un instante para recuperar el aliento. Estaba extenuado y la malla de hierro, el yelmo y las armas le pesaban como rocas. Agotado, Emilio aflojó el paso para esperar a Lucio, apoyando las manos en las rodillas. Entre una respiración afanosa y otra alzó la cabeza y prestó atención, en dirección a Puerto Icio. Oyó a lo lejos un rumor de caballos al galope.

—¡Vámonos! ¡Hemos de irnos de aquí! —dijo a los otros, asegurándose de que reanudaran la carrera.

Máximo ayudó a Lucio, que se sujetaba el estómago, mientras remontaba la pendiente apretando los dientes. Al otro lado de la colina, en la tenue claridad del alba, se entreveía aún lejana la silueta de las dos torres en la puerta del campamento. Casi lo habían conseguido.

Luego fue Bithus quien acabó en el suelo, soltando maldiciones y aferrándose la pantorrilla, presa de un violento calambre. Emilio lo superó y lo miró. Luego se detuvo, ordenando a los demás que prosiguieran. Nadie obedeció. Lucio se apartó de Máximo y, jadeando, aferró el brazo de Bithus para levantarlo. Valerio intuyó las intenciones del aquilífero y, por instinto, se inclinó para sujetar al negro por las piernas. Sin embargo, con ello dejó escapar al guardia, que de inmediato se lanzó sin control pendiente abajo. El primípilo esbozó un gesto de irritación; luego aferró el otro brazo del esclavo de Avitano y continuaron la carrera, llevando con ellos a Bithus, que gritaba de dolor. Ya no eran los músculos los que hacían correr sus piernas, sino una desesperada fuerza de voluntad. Y no fue el cansancio el que los detuvo, sino la conciencia de que en aquel punto era mejor dar media vuelta y esperar a pie firme a los jinetes enemigos. Un hombre que corre dando la espalda a un jinete al galope es hombre muerto, y ellos lo sabían perfectamente. Al tiempo que desenvainaban las armas extendiéndose en una línea de defensa, también Bithus intentó levantarse. Mientras procuraban recuperar un poco de aliento, se dieron cuenta de que el terreno vibraba bajo sus pies.

En cuestión de instantes, detrás de la vegetación aparecería una nube de sirios a caballo, sedientos de sangre.