XVI

Treveri

54 a. C.

—Soldados, Roma entera os señala llena de orgullo, porque habéis derrotado a cuantos se han interpuesto en vuestro camino. Gracias a vosotros los confines de nuestra patria se han reforzado y se han alejado aún más de la Urbe, eliminando la amenaza de las invasiones de los helvecios y los germanos. Sé que os he pedido mucho. No he olvidado vuestro trabajo en el Rin, no he olvidado la fuerza con que habéis puesto en fuga a usipetos y téncteros, y sé que os he hecho marchar por territorios inmensos hasta Puerto Icio, antes de atravesar el oceanus e ir donde nadie se había atrevido jamás. Sé que no os he concedido mucho reposo, ni siquiera después de haber aplastado a los britanos, y que os he obligado a pasar el invierno en estas tierras repletas de bárbaros hostiles y a trabajar, al mismo tiempo, con el hacha y la espada. Pero si os he pedido todo esto es porque sabía que podíais hacerlo, porque sois una raza aparte, que no se arredra ante el trabajo y menos aún ante los enemigos. Y hoy os digo, hombres, que estáis solo al inicio de vuestro viaje. ¡Muy distintas glorias y riquezas os están esperando!

Un estruendo se alzó de la legión alineada en orden de batalla en el campo de Marte[35] y el caballo blanco de César se espantó, nervioso, antes de que un sabio tirón de riendas lo volviera a poner bajo control. Vestido de blanco y con una armadura en plata cincelada, el procónsul examinó a las cohortes una por una y luego dirigió la mirada hacia el astillero en la bahía.

—He llegado al campamento de la Décima para ver la labor que habéis realizado durante el invierno y lo que he encontrado supera mis expectativas. Habéis apagado este foco de rebeldes y habéis construido más de treinta embarcaciones, a pesar de que os faltaban el bronce y las jarcias.

Otro alarido se alzó de la multitud de yelmos centelleantes. Luego César reanudó el discurso, poniendo teatralmente el puño sobre el costado.

—Hace un año mandé a una delegación de aliados de confianza a Britania para anunciar la llegada en paz de dos legiones. Esos bárbaros encadenaron a nuestros embajadores y nos atacaron en la playa, antes de darse cuenta de nuestra superioridad. Solo entonces vinieron a implorarnos la paz, prometiendo rehenes que hemos tratado según las reglas de nuestra civilización, mientras ellos ya tramaban asaltarnos vilmente, con el engaño de la emboscada. Han huido de nuevo delante de nuestras enseñas, para volver a asaltarnos precisamente cuando estábamos a punto de hacernos a la mar. Nuevamente derrotados, una vez más han pedido la paz, prometiendo rehenes que nunca entregarán.

La mirada del procónsul se posó en el águila que Lucio sostenía, en medio de un silencio irreal. Su espléndida cabalgadura bramaba, resoplando y sacudiendo nerviosamente la cabeza.

—Vuestras embarcaciones, sumadas a las que están varadas en los demás astilleros y a las provenientes de la guerra contra los vénetos, formarán la mayor flota de todos los tiempos. Ochocientas naves atravesarán ese mar que tan seguros hace sentir a los salvajes habitantes de aquellas tierras. Esa gente nunca ha respetado ni honrado los tratados estipulados con el ejército romano. Y visto que por las buenas no han entendido, ha llegado el momento de que el águila saque a relucir las garras y les enseñe lo que es el respeto por las malas, ¡porque hasta el más estúpido de los salvajes siente dolor, si es apaleado!

El tercer estruendo fue más fuerte que los otros y se elevó al cielo, encabritando al animal que una vez más fue dominado por los sabios gestos de su jinete.

—Por tanto, debo pediros una vez más que desenvainéis vuestras espadas y sigáis a vuestro general, para devolver el orden en aquellas tierras y poner fin, de una vez por todas, a las migraciones de estos bárbaros a la Galia. —Su mirada pareció posarse, severa, sobre cada soldado—. ¿Me seguiréis?

Fueron las espadas las que respondieron: a miles, extraídas y batidas contra los escudos, acompañaron los himnos al gran guerrero que entonaban las cohortes. César recorrió al paso toda la legión, saludándola con el brazo extendido, hasta llegar frente a Lucio. Bajó del caballo entre las aclamaciones y se arrodilló delante del águila. Hizo que se la entregaran y con un gesto atlético montó nuevamente en la silla, alzando el estandarte al cielo, en medio de un griterío de aclamaciones.

Permaneció dos días en el campamento, durante los cuales dio las disposiciones necesarias. Luego, con la velocidad de una tormenta de verano, se marchó tal como había llegado, llevándose consigo a la caballería auxiliar que había invernado con la Décima.

Las órdenes preveían botar las naves al mar dentro de quince días, cargarlas con todo el material transportable y el equipaje, y entregarlas en consigna a los marineros de la legión de Décimo Bruto[36], que habían de llegar al cabo de poco. La flota zarparía hacia Puerto Icio, con la tripulación escoltada por algunas cohortes de legionarios. Todas las fortalezas de la Galia se reunirían en Puerto Icio para principios del verano y la Décima haría de escolta personal al procónsul.

Los hombres de Décimo Bruto llegaron al campamento cinco días después y se establecieron en los espacios que había dejado la caballería. Las piezas del grandioso mosaico comenzaron a encajar, siguiendo el diseño sabiamente planificado por Julio César. Los legionarios se alternaban en las maniobras, ensayando sin tregua el embarque, el alojamiento a bordo, la boga y el desembarque en un par de onerarias que estaban en la rada. Cada día se botaban tres naves de transporte, cargadas de equipaje y material, y con cada embarcación que dejaba el puerto se modificaba la estructura del campamento a causa de la madera que transportaban para reutilizarla en Puerto Icio. Los soldados compraban cualquier cosa que pudiera serles útil a fin de incluirla en el equipaje personal que las naves llevarían a destino. Los mercaderes se quedaban sin provisiones y no veían la hora de poder reabastecerse de nuevas mercancías y dirigirse a la grandiosa cita de Puerto Icio. Los más listos ya habían enviado a sus sirvientes a ocupar el mejor sitio posible cerca del puerto o de la localidad que había de hospedar a una legión, mejor si era de veteranos llenos de sestercios.

También el tiempo menguaba día tras día, a pesar de las largas horas de luz. Una angustia sutil estaba atormentando a Lucio, mientras miraba con amor a Gwynith, durante un paseo por lo que quedaba del mercado fuera del campamento. Pronto sus caminos se separarían, y no volverían a unirse hasta después del cataclismo que había de convulsionar el mundo en aquel verano de 699. Le sonreía continuamente, tratando de disfrutar del presente, de no pensar en lo inminente, y accedía con gusto a cualquier compra superflua con tal de verla contenta. Como aquel paño de lino verde muy ligero que el ateniense Temístocles estaba proponiendo como una rareza de Oriente, a pesar de que Lucio sabía que era una tela muy común, que habría podido hallar por cuatro sueldos en cualquier mercado de provincias.

Temístocles abrió los ojos, estupefacto:

—Pero aquí no estamos en una ciudad y el viaje desde Atenas es largo y dificultoso. Pero si mi amigo encuentra entre estas tiendas un lino mejor, estoy dispuesto a reducir el precio a la mitad.

—Te conozco desde hace demasiados años para creer en lo que dices, Temístocles —replicó Lucio, riendo a gusto.

El griego extendió el paño, acariciándolo.

—¿Dónde has visto alguna vez una elaboración tan fina? En Atenas obtendría no menos…

—… de un sueldo agujereado —dijo una voz a espaldas de Lucio. Temístocles se interrumpió, mortificado. Lucio y Gwynith se volvieron y se encontraron ante Marco Alfeno Avitano.

Ave, tribuno.

Ave, aquilifer —respondió este, inclinando apenas la cabeza—. Permíteme ofrecerte la tela como señal de reconocimiento. El precio que pide este ladrón es exorbitante, pero la factura es buena y un hombre de tu clase necesitará llevar ciertamente algo semejante durante las cálidas jornadas estivales.

—A decir verdad, no es para mí, sino para ella.

Avitano miró a la mujer de cabello rojo que estaba junto al aquilífero:

—Debe de valer mucho esta esclava, para vestirla con tanto lujo.

Lucio asintió.

—Mucho más de lo que quepa imaginar, tribuno.

—Entiendo. De todos modos, permíteme este obsequio. Estoy seguro de que lo llevará con gusto, para complacerte.

Lucio echó un denario de plata sobre la tela, sin dejar de sonreír a Alfeno. Temístocles miró la moneda y aventuró una protesta, pero entre tanto Gwynith ya había cogido la ropa y se la había puesto encima, satisfecha. Las imprecaciones del griego los persiguieron hasta la puerta del campamento.

—Aprecio mucho tu oferta, pero lo que hice por ti este invierno era mi deber y no puedo aceptar a cambio un regalo en dinero.

—Perdona, no era mi intención…

—Sin embargo —lo interrumpió Lucio—, hay una cosa que sí que podrías hacer por mí.

—Dime, aquilifer. Estaré contento de serte útil, si puedo.

—Sé que pronto zarparás hacia Puerto Icio para alcanzar a la Decimocuarta.

El tribuno asintió.

—En efecto; si todo va como es debido, zarparé pasado mañana. ¿Necesitas algo de allí?

—No exactamente, pero sé que el traslado por mar con el ejército será veloz y seguro, y quisiera que mi equipaje llegara a destino sano y salvo. Contiene efectos personales que aprecio de manera especial.

—Está bien, aquilifer, me ocuparé personalmente de ello.

—No es todo, tribuno —prosiguió Lucio, mirando al muchacho a los ojos—. La esclava debe viajar con mi equipaje y llegar a Puerto Icio, donde permanecerá durante algunos días bajo tu protección. Será algo temporal; dentro de una semana os alcanzaremos y luego veré de encontrarle un alojamiento para el verano.

Alfeno asintió y la mirada de Lucio se hizo aún más intensa.

—Te estoy confiando mis bienes más preciados.

El tribuno tendió la mano a Lucio.

—Y con ello me honras sobremanera. Te doy mi palabra de que respetaré la confianza que depositas en mí.

Lucio se la estrechó calurosamente.

—Has dado tu palabra de soldado.

—Sabré mantenerla.

Los dos se miraron a los ojos. El aquilífero sentía que podía confiar en aquel muchacho. Era el único en toda la legión que pensaba así, pero su sexto sentido casi nunca lo había traicionado en el pasado y estaba convencido de que estaba tomando la decisión correcta, o al menos eligiendo el mal menor. Gwynith no podía permanecer allí, debía llegar a Puerto Icio, y aquel camino, por mar y con la escolta del ejército, era sin duda el mejor. Una vez alcanzado el destino, según cómo se desarrollaran los acontecimientos, decidiría si revelar la identidad de la joven o mantenerla en secreto.

Mientras el aire cálido que olía a hierba y flores daba paso a la brisa fresca de la tarde, Lucio observó que el sol se ponía en el mar, pintando de naranja aquel tramo de costa. Había transcurrido otro día y la noche que estaba a punto de llegar sería la última que pasaría con ella.

—Creo que ya está todo en orden, Gwynith. Las cosas pesadas están en esa caja. Para la comida deberás conformarte con las raciones de los soldados, pero he puesto también pan y queso en la alforja de piel. Mañana llenaré el odre de agua.

Ella le sonrió. Estaba cosiendo su nuevo vestido de lino verde.

—¿Mi señor de la guerra tiene miedo de que me muera de hambre?

—En el bolsillo interior de la alforja he puesto dinero. —Lucio se agachó y le cogió el mentón entre los dedos—: Es una suma considerable. Te bastará para vivir cómodamente durante todo el verano, ¿te parece bien?

La mujer asintió, apretando los labios.

—Sí, muy bien, Lucio. Gracias.

—Y si me ocurriera algo, no debes preocuparte. Ya he redactado un testamento para que recibas todo lo que tengo, incluida mi pensión, a excepción de las armas que serán para Valerio, la piel de oso para Tiberio, la malla de hierro para Máximo y el yelmo para Quinto.

Gwynith dejó de coser sin levantar la mirada.

—Es justo que lo sepas: con los años de servicio que llevo en las espaldas, durante un tiempo no ha de faltaros de nada, pero en el caso de que yo cayera lo mejor sería que volvieras a Britania. He preparado un documento que te hará libre, en el caso de que yo muera. Por desgracia, no he podido pedir la ciudadanía romana para el niño, porque aún no ha nacido. Para nuestras leyes es solo una esperanza de hombre, aparte de que, en este momento, la madre es una esclava. De todos modos, en el caso de que no volviéramos a vernos, será libre.

—Por favor, Lucio, eso no quiero ni pensarlo. Entre nosotros no se suele hablar de la muerte de una persona antes de que suceda.

Lucio acomodó mejor el equipaje para poder añadir una manta de lana.

—Pues deberíais hacerlo —le dijo, cogiendo un pequeño cuchillo de hoja sutil. Comprobó el filo, cortante como una navaja de afeitar, y luego miró a Gwynith—: Esto lo pongo en el mismo bolsillo que el dinero.

Los dos permanecieron en silencio, mirando aquel cuchillo de mango de hueso trabajado. Luego Gwynith se levantó y extendió el vestido, que estaba casi terminado, sobre la cama. Miró el rincón donde había pasado la primera noche en aquella estancia.

—Quién sabe si volveremos alguna vez a este sitio, Lucio —dijo con un deje de melancolía.

Lucio sacudió la cabeza.

—Todo esto será destruido en cuanto nos pongamos en marcha.

—¿Todo será destruido?

—Sí, la mejor madera la estamos embarcando en las naves y lo que quede del campamento será entregado a las llamas. Si tuviéramos tiempo, rellenaríamos también el foso.

—¿Por qué? Todos los años debéis pasar el invierno en alguna parte.

Lucio colocó bien la manta en la caja.

—Construiremos un nuevo campamento donde sea necesario. Este ya ha cumplido su propósito. Dejarlo en pie solo puede ser un peligro para nosotros. Podría convertirse en un fuerte enemigo.

Gwynith miró en torno, disgustada.

—Encendamos el fuego.

—¿El fuego? No hace frío.

La mujer se le acercó y lo abrazó.

—Lo sé, pero el fuego me recuerda aquella noche del solsticio y todas las demás que hemos pasado aquí mientras fuera nevaba. Necesito sentir que todo está comenzando, no acabando.

Lucio asintió. En la oscuridad buscó los restos de la hoguera sobre la que sus compañeros habían preparado la cena. Recuperó un poco de leña y de tizones aún ardientes que puso en un cubo de metal, luego entró en la estancia y en silencio prendió el fuego. Gwynith extendió la piel delante de la hoguera y los dos pasaron la noche allí, recordando con palabras y gestos las noches que habían pasado juntos entre aquellas cuatro paredes. Cuando ella se durmió en sus brazos, exhausta, Lucio la estrechó contra su pecho y siguió mirándola y respirando la fragancia de su piel, combatiendo el sueño. Varias veces se adormiló, pero enseguida abría los ojos de golpe intentando encontrar la fuerza para mantenerlos abiertos y perderse con la mirada en aquel cabello rojo. Quería fijar para siempre aquel momento en la memoria.

El toque de las trompetas lo despertó con un sobresalto. Se había dormido, la noche había pasado y ya clareaba el día. El corazón comenzó a latirle velozmente y Lucio se maldijo por haber cedido al sueño. Gwynith abrió los ojos y lo abrazó, con el cuerpo aún cálido de sueño. Sonrió a su hombre, pero detrás de aquella sonrisa la fuerte mujer del norte ocultaba la angustia que le encogía el corazón.

Permanecieron allí, abrazados, durante todo el tiempo que pudieron. Poco después oyeron llamar a la puerta. Un guardia de la escolta de Marco Alfeno Avitano acudía para anunciar al aquilífero que la primera de las tres naves estaba a punto de ser varada y que todo el equipaje debía ser llevado al amarradero. Lucio dio las gracias al soldado y vio que Valerio y los otros ya se habían reunido fuera del alojamiento en silencio, esperando a Gwynith. También ellos habían llenado una alforja de piel de ternero con quesos, salchichas y hogazas de pan de hierbas que Quinto había preparado la tarde anterior. Finalmente le regalaron una capa de lana roja con franjas azules, de típica factura gala, y se despidieron de ella uno por uno.

El pequeño cortejo cargado de equipajes llegó al amarradero, donde centenares de legionarios y marineros estaban en plena faena. Una cadena humana llevaba los equipajes a bordo, mientras unos cabrestantes se ocupaban de las cargas pesadas y la madera. El guardia de Alfeno señaló el equipaje del tribuno y les indicó que pusieran sus pertenencias junto con las del oficial, que eran custodiadas por sus dos esclavos. Uno de ellos sujetaba por las bridas un bellísimo caballo blanco, a la espera de hacerlo subir a bordo. Valerio observó atentamente a aquellos dos hombres. El que sujetaba el caballo era un negro grande y corpulento, completamente calvo, armado con una espada: sin duda era el guardia de corps que el padre de Alfeno había asignado a su hijo. El otro era más anciano, probablemente una especie de preceptor del joven tribuno, y en ese momento estaba ocupado en leer un rollo de papiro. El negro respondió a la mirada del aquilífero inclinando ligeramente la cabeza, antes de observar a los demás componentes del grupo, deteniéndose varias veces en Gwynith.

—No se puede decir que al muchacho le falten fuerza y sabiduría —farfulló Valerio.

—Tranquilo. Algo me dice que en el fondo es un buen muchacho.

—Eso espero, aquilifer; espero de veras que sepas qué estás haciendo.

Valerio sintió que le cogían delicadamente la mano. Se volvió hacia Gwynith y le sonrió.

—Quédate siempre cerca de Lucio, te lo ruego; cuida de él.

—Tú evita los problemas y no te preocupes por nosotros —replicó el legionario—. Yo me ocuparé de todo.

Luego alzó la mirada y miró de nuevo al esclavo negro, con la mano bien firme en el hombro de Gwynith. El mensaje estaba claro: si a esa mujer le ocurría algo, el negro tendría que ajustar cuentas con él.

El tribuno alcanzó al grupo mientras estaban cargando su cabalgadura. La primera de las tres naves ya estaba lista para partir y los trabajos para varar la segunda se habían iniciado. Quinto y Tiberio insistieron en llevar el equipaje a bordo en persona. Valerio ni siquiera discutió y se abrió paso entre los soldados con los sacos de provisiones, mientras Máximo y Lucio ayudaban a Gwynith a subir. Valerio trató de encontrarle un puesto a la sombra, pero la nave carecía de comodidades: había sido construida para surcar el oceanus cargada de soldados y armas, no para ser confortable. Lucio miró varias veces a su alrededor y, después de un gesto de entendimiento con Valerio, la acomodaron con su equipaje a proa, de modo que los remeros le dieran la espalda.

—Bien, aquilifer, parece que todo está listo —dijo Alfeno acercándose a los cinco hombres de la Décima—. Debo dar la orden de soltar amarras.

Lucio asintió y se volvió hacia Gwynith para despedirse de ella. Valerio le dio las últimas recomendaciones. Luego, antes de bajar, pasó por delante de Alfeno y lo miró:

—Nos vemos en Puerto Icio, tribuno.

El joven asintió, consciente de la admonición apenas velada que se escondía en aquellas palabras.

Lucio la cogió por los hombros, como solía.

—Dentro de pocos días nos veremos en Puerto Icio. Ya verás como todo va bien. No sé decirte si tu hermano ya está allí, pero te desaconsejo que vayas pidiendo noticias suyas. Está bajo la protección de César y podrías despertar la curiosidad de alguien. Trata de no hacerte notar demasiado hasta mi llegada, ¿entendido?

—Te echaré de menos, Lucio.

—También yo, Gwynith. —Un temblor en la voz traicionó al soldado, que bajó la mirada antes de abrazarla—: Cuídate y cuida del niño. Sois todo lo que tengo.

Gwynith asintió mientras Lucio se embebía por última vez de la fragancia de su cabello rojo.

—Dondequiera que estés, mi espíritu estará contigo, Lucio. Gracias por haberme dado una segunda vida —dijo ella, cogiéndole la mano y poniéndosela sobre el vientre—. Te amo, mi señor.

Hubo una última e intensa mirada, una mirada que contenía abrazos, promesas, recomendaciones, recuerdos y también el dolor de la separación, todo mezclado. Lucio saludó a Alfeno, agradeciéndole el favor, y bajó de la nave. Alcanzó el amarradero donde los demás lo estaban esperando y vio a los soldados de servicio en el puerto lanzando los cabos a bordo. Con largas pértigas los esclavos empujaron la nave, que, a fuerza de remos, comenzó a moverse lentamente. Los cinco legionarios saludaron a Gwynith y ella respondió, mirándolos mientras el tambor comenzaba a marcar el ritmo de la bogada. Ninguno de ellos se movió hasta que la cabellera roja desapareció detrás de la escollera, luego el grupo regresó en silencio hacia el campamento.

Cuando las trompetas señalaron el fin de la última guardia nocturna, despertando al campamento en aquella mañana nubosa, Lucio ya estaba despabilado desde hacía un rato y paseaba entre las barracas. Había limpiado y engrasado la malla de hierro, lustrado las armas y el yelmo, desempolvado la piel de oso y ordenado su escaso equipaje. Estaba ansioso por empuñar el águila y partir. El campamento presentaba grandes espacios vacíos después de que la caballería y los marineros se hubieran marchado, pero no había necesidad de readaptar el perímetro defensivo. En pocas horas todo sería destruido. Más allá de la empalizada, el gran mercado había desaparecido, dejando las señales de su presencia sobre el terreno. Además de los desechos amontonados aquí y allá, estaban los surcos dejados por los carros que iban en todas direcciones, aunque el camino más trillado era el que se dirigía a Puerto Icio. Mirando hacia la costa se veía lo que quedaba del astillero, ahora solo el esqueleto silencioso de lo que había sido, palpitante de actividad, durante todo el invierno. En torno, los árboles habían sido talados y los densos bosques que cubrían las colinas alrededor del campamento habían desaparecido, sustituidos por un paisaje espectral. El viento arreció durante algunos instantes, transportando nubes oscuras desde el mar. Lucio las miró. Había llegado el momento de ir a la guerra.

Retiró el águila y, al igual que él, cada portaestandarte retiró su enseña en el aedes. Luego se dio la orden de entregar a las llamas el campamento y reunirse fuera con el equipaje ligero. A partir de esa noche volvería a dormir en una tienda de piel de ternero. Quiso ser él mismo quien diera fuego a su alojamiento, antes de abandonarlo para siempre y alinearse con los demás en el campo de Marte. Las llamas de la gigantesca hoguera aún eran altas cuando Labieno, a caballo, dio la orden de partir. La legión se movió, formando un largo desfile por el camino que llevaba al interior.

Cuando la columna se detuvo para comer, los soldados estaban exhaustos por las horas de marcha. A pesar de que habían trabajado duro durante todo el invierno, habían perdido la costumbre de caminar con el equipo completo a la espalda. Lucio se sentó cerca de Valerio, observando al legado Labieno y al tribuno Voluseno, que estaban hablando entre sí.

—Maldición, ¿adónde nos llevan? Estamos yendo hacia oriente.

—Lo sé. Hace cuatro horas que marchamos en dirección opuesta al mar.

Lucio sacudió la cabeza, irritado.

—No entiendo por qué no nos dirigimos a Puerto Icio.

—Este es un movimiento estudiado —dijo Valerio, mordisqueando un gran mendrugo de pan negro—. Han hecho zarpar las naves y han hecho alejarse a los mercaderes para hacer creer que todo el ejército se desplazaba hacia el norte. En cambio, estamos marchando sin parar hacia el este. ¿Has visto las caras de los centuriones? Tampoco ellos saben cuál es nuestro destino.

—A juzgar por cómo están confabulando también los tribunos, quizá solo Labieno esté al corriente.

—No, el primípilo y los tribunos sin duda conocen el destino final. Y los guías también habrán tenido algunas instrucciones sobre el camino que vamos a tomar.

El razonamiento quedó truncado por un gesto de Labieno, que hizo levantarse a los centuriones, y estos, a su vez, impartieron la orden de reanudar la marcha. Los hombres tragaron el último bocado en silencio, luego se pusieron la furca[37] a la espalda, embrazaron el escudo y continuaron adelante. La Décima hizo una breve pausa por la tarde, luego marchó aún hasta casi el atardecer y acampó por la noche en un claro. Poco después del alba, cuando las trompetas tocaron la diana, los hombres tomaron un rápido desayuno y levantaron el campamento, cargando tiendas y estacas sobre las acémilas. Cuando los legionarios estuvieron alineados y listos para partir, con el equipo a la espalda, Labieno ordenó a los seis mil hombres de la legión que se sentaran en el suelo. Subió a una roca para que todos lo vieran y esperó algunos instantes.

—Os estaréis preguntando adónde nos dirigimos tan deprisa —dijo el legado—. Nos hemos preparado durante todo el invierno para ir a Britania y ahora, paso a paso, nos alejamos de la costa. Pero hay una explicación, porque este desvío, en realidad, nos sirve precisamente para afrontar mejor la expedición a Britania. —El tribuno observó a los seis mil soldados, que permanecían pendientes de sus palabras, y prosiguió—: Toda la Galia sabe que hemos armado una inmensa flota de naves para ir al norte, a través del mar. No hay un solo celta en toda esta gran tierra que no lo sepa, y los galos son volubles, mudables e incapaces de reflexionar. Vosotros mismos habéis podido comprobarlo. Dentro de poco deberemos dejar aquí solo una fortaleza reducida al mínimo, para concentrar las fuerzas en Britania. ¿Y cuál es el mejor momento para desencadenar una revuelta? —Labieno recorrió la alineación con los ojos antes de continuar—: Por este motivo el procónsul ha decidido llevar consigo, a Britania, a los jefes de tribu de estas gentes con sus séquitos, de modo que estén siempre bajo nuestro control. Todos estos miles de personas se están reuniendo en Puerto Icio como si fuese para celebrar un enorme concilio de todos los pueblos de la Galia y es preciso admitir que lo están haciendo con gran dignidad, a pesar de que no todos son partidarios de nuestra causa. —Hizo una larga pausa, mirando en la dirección de marcha mientras señalaba las florestas en el horizonte—. Pero hay algunos que no respetan los tratados y los deberes que los tratados imponen. —Labieno se volvió hacia los hombres, alzando el tono de voz—: Hay algunos que solicitan la ayuda de los germanos de más allá del Rin para fomentar una revuelta mientras estemos lejos, y estos nos encontrarán de repente llamando a su puerta con el pomo de la espada, para pedir explicaciones… —el tono del legado se hizo amenazador— y exigir sus cabezas.

Los seis mil rieron y Labieno se puso el yelmo, bajó de la roca y montó ágilmente en su corcel.

—Vamos, soldados, mañana encontraremos en nuestro camino a la Undécima Legión, y junto a ellos continuaremos nuestra marcha hasta que nos reunamos con el procónsul, con la Séptima y la Novena. En marcha, hombres de la Décima. Los tréveros nos esperan.