XV

La última primavera

Lucio saludó a los centinelas en la entrada del edificio y pasó a la pequeña antecámara, donde un centurión de servicio en el cuerpo de guardia paseaba en silencio. Superó una segunda puerta y se encontró en el aedes[34] propiamente dicho, donde el sol se filtraba por las rejillas de los ventanucos situados en lo alto, rasgando con haces de claridad dorada la penumbra de la estancia. A aquella hora el polvo en suspensión brillaba a la luz de los rayos solares, creando una sensación mágica y ultraterrenal, como si el tiempo se hubiera detenido. Había algunos soldados recogidos en plegaria, ajenos a la llegada del aquilífero. Imitándolos, también él posó la rodilla en el suelo y, antes de inclinar la cabeza, miró al frente en silencio. Los estandartes de todas las cohortes de la legión estaban situados uno al lado del otro en las paredes. Dos columnas bajas sostenían vasijas de terracota en las que ardía perennemente resina, y en el centro, sobre un pequeño podio de piedra pulida, el águila de la Décima descollaba sobre toda la estancia, como si aquella fuera la puerta de acceso al Olimpo.

La legión ya no se había movido del campamento durante todo el invierno y el símbolo de la Décima había permanecido en reposo en aquel lugar sagrado, vigilado día y noche por un centurión con seis legionarios. Las sombras del águila que los braseros proyectaban en las paredes oscilaban al ritmo de las llamas, acompañando las plegarias de los soldados. Era el lugar donde hacían sus ofrendas a los dioses. El lugar al que Lucio acudía a arrodillarse con los ojos cerrados, para agradecerles que le hubieran mandado a Gwynith y pedirles que velaran por ella. Luego posó la mirada sobre el águila iluminada por un rayo de sol y le suplicó que lo protegiera, porque la primavera ya había empezado y dentro de poco, con el verano, tendrían que retomar las armas y partir hacia Britania o hacia cualquier otra fortaleza de la Galia, quién sabe. Los demás soldados salieron, pero Lucio se quedó un rato contemplando el águila con un sentimiento de intimidad que solo él podía tener con aquel símbolo sagrado. Por último se levantó y, después de una mirada de saludo, alcanzó la salida.

A punto estuvo de chocar con Emilio, que en ese momento estaba entrando.

—¿Cómo estás, aquilifer?

—Bien, gracias, centurio.

—De un momento a otro César llegará al campamento para comprobar la actuación invernal de la Décima —dijo Emilio, sereno.

—Estoy seguro de que quedará satisfecho, primípilo. Los hombres no han hurtado el cuerpo y, a pesar de la penuria de material y herramientas, han construido una treintena de naves.

—Lo sé. Carecen de todo lujo, pero son sólidas, construidas según el nuevo proyecto, como él ordenó. Pero no quería hablarte de eso. Conociéndolo, es probable que al día siguiente de su llegada nosotros ya estemos partiendo hacia algún lugar lejano, quizá precisamente a bordo de esas naves.

Lucio permaneció en silencio y sostuvo la mirada del centurión, esperando a que continuara el discurso. Estaba tan habituado a las pausas de Emilio que respiró hondo, saboreando el aire tibio y perfumado de la primavera.

—Como dice nuestro himno, volvemos a marchar, incluso en ayunas, y creo que también este año tendremos nuestra ración de batallas, vayamos a Britania o nos quedemos en la Galia.

—Como siempre, como todos los años.

—Sí, como siempre, Lucio. —Emilio le puso una mano en el hombro—. ¿Has pensado qué harás con la mujer? Porque ha llegado el momento de abandonar sus dulces muslos y afilar la hoja de tu gladio. Donde sea que César vaya a mandarnos, te quiero a mi lado y con la mente libre de inquietudes.

Lucio apretó las mandíbulas, controlándose, antes de rebatir.

—¿Dudas de mí, centurio? ¿Piensas que una mujer ha cambiado a Lucio Petrosidio?

—No, no dudo de ti, Lucio, pero tu mirada ha perdido la tenacidad de antaño, y eso me preocupa. —Se acercó a él, bajando la voz y mirándolo con dureza—. Ya sabes cómo es una batalla. En la contienda puedes perder a diez, veinte o cincuenta hombres, y no ocurre nada. Puedes perder a un centurión y tienes toda una cohorte coja y una centuria ciega, pero sigue sin ocurrir nada. Puedes perder a un primípilo y la Primera Cohorte empieza a vacilar como un campo de trigo al viento, con el consiguiente peligro para toda la formación, pero de todas formas la lucha sigue. —Emilio acercó los labios al oído de Lucio—. Pero si pierdes la enseña —una pausa—, es el deshonor y la vergüenza, el pánico corre como una hoz entre las filas, cosechando víctima tras víctima. Y eso, por los dioses, no es admisible.

El murmullo de Emilio tenía la potencia de un grito.

—Nunca he sido inmortal, primípilo, no lo era ayer y no lo seré en el próximo enfrentamiento. Ni siquiera tú lo eres, y si estamos aquí hablando lo debemos solo a la diosa Fortuna. La tenacidad no puede impedir que una jabalina me atraviese el cuello. En todo caso, si se pierde un centurión siempre hay un optio, y si cae el aquilífero cualquier soldado puede llevar el águila.

—¡No! —replicó Emilio, sacudiendo enérgicamente la cabeza—. No es verdad, sabes tan bien como yo que hay hombres que arrastran y hombres que se dejan arrastrar, y tú eres de los primeros. Lo vi el día del desembarco. —El centurión lo miró fijamente—. Sin ti, sin tu ejemplo, quizás el desembarco en Britania no se habría producido.

—Y ahora, en tu opinión, ¿ya no estaría en condiciones de hacerlo?

—Me lo estoy preguntando, Lucio. Últimamente pareces ausente, con la cabeza en otra parte. Vende a esa esclava; la has cuidado y vestido, obtendrás una buena suma.

El aquilífero lo fulminó con la mirada.

—¡Estás hablando de Gwynith! No es, no puede ser y nunca será una esclava. Y en cuanto a mi mirada apagada y a mi apatía, te recuerdo que si eso fuera verdad, me habría quedado mirando cómo Alfeno se hundía en el hielo, como hiciste tú.

—¿Qué?

—Escúchame bien, primípilo. Para mí eres el mejor soldado de esta legión y te tengo un gran respeto, pero también yo sé hacer mi trabajo y conozco mis deberes. En cuanto a lo que hago cuando vuelvo a mi alojamiento, por la tarde, creo que solo me concierne a mí.

Emilio alzó la voz y apuntó el índice al pecho de Lucio.

—Tú perteneces a la legión durante todos los años de servicio que te quedan y durante cada instante de tu existencia. El reglamento militar impide las convivencias y si me dices que no es una esclava, debes hacer que salga del campamento. Me basta con un informe a Labieno para hacer que la pongan en la puerta.

—No lo hagas, primípilo.

—¿Qué es, una súplica o una amenaza? Has hecho un juramento, aquilífero. Has jurado respetar las reglas del ejército, servir y honrar el símbolo que portas.

—Eso vengo haciéndolo desde que nací, primípilo, porque soy hijo del ejército, como bien sabes. Nací fuera de una puerta como esa, hijo de un soldado y de su concubina. Por tanto, no vengas a hablarme de juramentos, porque nadie puede decir que forma parte del ejército como yo. ¡Hice voto de fidelidad mucho antes de enrolarme!

Ante el tono vehemente de Lucio, el centurión levantó las manos en un gesto de pacificación.

—Lo sé perfectamente y te respeto por ello —dijo—, pero eso no tiene nada que ver con la esclava.

El oficial se acercó a su superior con una mirada que no admitía réplicas:

—Gwynith es hija de Adedomaro, rey de los trinovantes, y hermana de Mandubracio, su heredero —rebatió apretando los dientes.

El primípilo frunció el ceño y se quedó mirándolo, sin palabras.

—En cuanto César se entere, será él quien me la quite, primípilo. Por tanto, déjanos en paz en los últimos días que nos quedan para estar juntos.

Lucio dio un paso atrás, luego saludó marcialmente a Emilio y dio media vuelta para alejarse a paso sostenido. Durante todo el camino maldijo al centurión, junto al reglamento y la legión. Con el rostro ensombrecido, llegó al final de la vía, dobló detrás de la última fila de tiendas y se encontró a pocos pasos de su alojamiento. Cerca de la puerta estaba Gwynith untando de salsa un pequeño jabalí lechal, ensartado en un espetón que Valerio hacía girar lentamente sobre el fuego. Quinto pasaba las especias a Tiberio, que las machacaba en el mortero mientras Máximo preparaba la pasta de las hogazas. La mujer golpeó con el cucharón de madera sobre los nudillos de Valerio, impidiéndole que metiera el dedo en el cuenco de la salsa. Luego vio a Lucio, dejó el cucharón y sonrió. Sintió un nudo en la garganta. Esta era su familia, ante sus ojos tenía a todos los que amaba y a los que en aquel momento sentía la necesidad de ver. El abrazo de la joven lo llenó de calor y en un instante la rabia se esfumó de su ánimo, como un velo de niebla expuesto al sol de la mañana.

—Esta tarde cena romanobritana para todos —dijo Gwynith, orgullosa.

—La parte britana es gentilmente ofrecida por el aquilífero —afirmó Valerio, lamiéndose el dedo cubierto de salsa.

—Bien, ¿y la parte romana, en qué consiste?

—Pan a las hierbas y olivas —respondió Máximo, mientras colocaba la masa bajo la ceniza.

—¡Para variar! Un gasto tremendo, teniendo en cuenta que sois cuatro. ¿Habéis acabado con vuestras pagas?

—Yo he traído dos cebollas, además de las especias —dijo Quinto.

—No te preocupes, aquilifer —intervino Tiberio—, la harina la hemos cogido del granero del ejército: forma parte de la ración diaria que nos corresponde.

Lucio dio un manotazo en la nuca de Valerio, que probaba la salsa por tercera vez.

—¿Habéis traído de beber?

—Gwynith ha dicho que se ocuparía ella —dijo el gigante, masajeándose la nuca.

—Y Gwynith ha cumplido su palabra —dijo la britana, saliendo por la puerta del alojamiento con un ánfora sellada entre las manos. Quinto dejó de pasar las especias a Tiberio para ayudarla a sostenerla.

—Espera —dijo Lucio—, déjame ver un poco.

Examinó el sello del ánfora.

—¿Falerno?

Todos saltaron en pie aplaudiendo alegremente y abrazaron a Gwynith, que estaba feliz como una niña. El aquilífero la miró, sujetando con firmeza el ánfora.

—¿De dónde ha salido este vino, Gwynith?

—Más allá de la empalizada está el mercado, Lucio —respondió ella con una sonrisa dulce.

—Lo sé, pero este vino cuesta un ojo de la cara y siempre me toca a mí pagar para saciar la sed de estos borrachines —dijo Lucio, encogiéndose de hombros con resignación, mientras los demás ya estaban en plena fiesta.

Gwynith fue al centro del grupo, cogió la mano libre de Lucio y los miró a los ojos uno a uno, antes de hablar:

—La nieve de las montañas ya se ha derretido y dejamos atrás un largo invierno. Por primera vez en mi vida he esperado que la primavera no llegase jamás. Todo vuelve a la vida, pero para vosotros esto significa volver a combatir. —Apoyó una mano sobre el hombro de Valerio, que inclinó la cabeza—. No sé qué me reservará el destino. Si pudiera elegir iría con vosotros porque, como me dijo Lucio en la noche del solsticio, estaría en el sitio más seguro del mundo. Pero eso no es posible. Espero poder quedarme a esperaros en alguna parte y veros de nuevo a todos, cuanto antes. Pero ocurra lo que ocurra, quisiera que en nuestros corazones permaneciera el recuerdo de esta hermosa velada que pasamos juntos. —Gwynith suspiró, conteniendo las lágrimas—. Llegué aquí encadenada, odiando al mundo y a los hombres, y me marcho curada en cuerpo y alma, con el único pensamiento de volver a abrazaros pronto, porque os habéis convertido en parte de mí. Os lo ruego, cuidaos y apoyaos mutuamente, como habéis hecho siempre.

Un silencio cargado de emoción cayó sobre el grupo de combatientes. Durante años habían compartido la misma suerte, los peligros y las alegrías de una vida dura y arriesgada, pero ninguno de ellos se había confiado así, con el corazón en la mano, como estaba haciendo la mujer de cabello rojo. Se habrían arrojado a la contienda sin dudar con tal de socorrer a un compañero, pero nunca le habrían dedicado una palabra o un gesto de afecto. No formaba parte de su naturaleza. Eran hombres templados y duros, soldados incapaces de pronunciar las palabras para expresar cuánto se necesitaban unos a otros, pero que lo habrían demostrado con hechos, hasta el último sacrificio.

Todos envidiaron al aquilífero aquella tarde mientras el Falerno pasaba del ánfora a las copas, entre las chácharas y las carcajadas, acompañando al jabalí lechal servido a la manera britana, sin cortarlo en pedazos pequeños. Gwynith había preparado también unos dulces de miel, siguiendo una vieja receta de su familia. Lucio tenía una extraña sensación. Reía y bromeaba, pero se encontraba cada vez más pensativo, separado del grupo, como si estuviera observando la escena desde lejos. Le volvieron a la mente las imágenes de su padre, de cuando estaban en la Galia Cisalpina y le había enseñado a cazar con una pequeña jabalina construida con sus manos. Recordaba sus palabras, los consejos, las historias de batallas y soldados. Recordaba las horribles primaveras y los adioses, cada año, cuando debía volver a partir para la guerra. Y luego aquel otoño terrible cuando, viajando con unos mercaderes, él y su madre habían alcanzado la legión de su padre, en Hispania, y él ya no estaba. Sus camaradas le habían contado cómo había muerto heroicamente en el campo del honor, y le habían entregado el yelmo y el gladio que Lucio aún guardaba celosamente en su equipaje. De niño que era, se había visto obligado a convertirse de inmediato en hombre. Había pedido y obtenido el permiso para seguir al ejército aun antes de tener la edad exigida. La madre, que no quería perderlo, había tratado de convencerlo de que volviera a Italia para comprar un trozo de tierra con la pensión del padre. Pero él sabía perfectamente que solo en el ejército, solo en las miradas de los otros soldados, podría seguir viendo a su padre.

También entonces había llegado la primavera y por primera vez Lucio había partido con la gran caravana militar. Era un soldado de Roma, una responsabilidad que había afrontado con una mezcla de ansiedad y pasión. No había vuelto a ver a su madre, desaparecida junto a otras familias de soldados. Probablemente, en el camino de regreso a Italia, había sido asesinada por bandoleros o capturada por mercaderes de esclavos. Lucio se había quedado en el ejército porque no podía estar en ningún otro sitio, y para exorcizar el sentimiento de culpabilidad trataba de ver en el enemigo de turno al asesino de su padre o de su madre. Desde entonces habían pasado los años y, con el tiempo, Lucio se había convertido en uno de los mejores en aquella inmensa fila de individuos dedicados al servicio de las armas, todos unidos por una misma pasión que daba sentido a su vida. Un atractivo irresistible, que no era ni una obligación ni una ambición, sino una continua lucha cuerpo a cuerpo con el destino. Una bofetada en la cara de la muerte, en nombre del honor. El honor de ser un soldado de Roma y un legionario de César.

Y, después de todos esos años, en las noches de los últimos meses el amor poco a poco había ido ocupando el lugar de la guerra, su corazón se había enternecido y el desprecio por el peligro se había transformado en el temor de perderlo todo. De perder el amor, de perderla a ella. Lucio se sentía entumecido y sabía muy bien que no era por culpa del Falerno, sino de esos cabellos cobrizos. Su mirada se perdió en las chispas incandescentes que subían del fuego hacia el cielo nocturno, mientras oía de nuevo la voz de Emilio que lo atormentaba con sus reproches. Luego oyó pronunciar su nombre, se volvió y a la imagen lejana de sus padres y a la cercanísima del cabello de Gwynith se superpuso el rostro de Marco Alfeno Avitano. También los otros alzaron la mirada y en la oscuridad de la noche vieron el rostro del tribuno, iluminado por las llamas. Amagaron un saludo con la cabeza, despreocupados de toda formalidad militar, y siguieron comiendo haciendo caso omiso a su presencia. Lucio, que trataba de despertarse de aquel torpor, se levantó y fue a su encuentro.

Ave, tribuno.

Ave, aquilifer —respondió casi con temor el oficial—. Veo que esta noche estáis festejando.

Lucio se volvió hacia los demás y luego asintió.

—Sí, brindamos por la primavera. Dentro de poco partiremos y por la noche estaremos demasiado cansados para quedarnos junto al fuego.

El tribuno esbozó una sonrisa. Se había recuperado de sus desventuras, pero ahora parecía inseguro, cohibido, como si hubiera perdido todo rastro de su pueril arrogancia. Los dos se observaron en silencio, pero la mirada del joven no podía aguantar la confrontación con los ojos oscuros y profundos del aquilífero.

—Aún no he tenido ocasión de agradecerte lo que hiciste por mí, aquilifer.

Lucio alzó las cejas.

—¿Te refieres a lo que sucedió en el río?

—Es un gesto que no olvidaré —respondió Alfeno, asintiendo algo avergonzado.

—En confianza, el oceanus era más frío —dijo Lucio en tono amigable. El tribuno insinuó otra media sonrisa antes de volver a hablar en tono triste, pero sin mirar a la cara a su interlocutor.

—Te debo la vida. No sé si eso tiene algún valor para ti, pero espero poder corresponderte de un modo u otro. Aunque pronto seré transferido a la nueva legión, nunca olvidaré lo que has hecho por mí.

Esta vez fue Lucio el que asintió.

—En tal caso, sabré a quién dirigirme si me meto en líos.

—Claro. Aunque dudo que un hombre como tú llegue a necesitar alguna vez a alguien como yo —masculló el oficial, dirigiendo al aquilífero una mirada melancólica.

—Recuerda que es posible subir la cuesta, tribuno. Es difícil, pero no imposible. Si me permites un consejo, estudia atentamente el comportamiento de los veteranos, porque con los años de experiencia que tienen a sus espaldas serían unos excelentes comandantes. Hay hombres que tienen un fuerte ascendiente sobre los otros. En general, son los centuriones de más edad, pero también pueden ser unos simples legionarios. Debes reconocerlos en el grupo y ganarte su admiración. Eso te facilitará las cosas.

—Entendido. Lo recordaré.

—No —dijo Lucio, en voz baja—, aún es demasiado pronto para que lo entiendas de verdad. Solamente lo entenderás después de haber respirado su mismo polvo y comido el mismo fango. Lo entenderás después de haberlos conducido a la batalla bajo una lluvia de dardos, preocupado por perder el menor número posible de hombres. Lo entenderás cuando te des cuenta de que no estás aquí solo para impartir órdenes, sino para conquistar la confianza de tus soldados, hombres que te obedecerán ciegamente, porque saben que las disposiciones de su comandante son sensatas, adecuadas y atentamente meditadas. Lo peor que puede hacer un mal soldado es morir aun antes de combatir. En cambio, un mal comandante tal vez no muera, pero sin duda hará morir a los demás. Y tus soldados no se lo merecen.

En el silencio, Alfeno se sintió desnudo frente a la mirada del aquilífero, inferior en grado pero superior en todo lo demás. Un muchacho que necesitaba aprender frente a un hombre que tenía mucho que enseñar. El tribuno se había dado cuenta desde aquel frío día invernal, donde su noble extracción nada había podido contra la experiencia sobre el terreno.

—Yo estoy aquí por voluntad de mi padre —dijo el tribuno, rompiendo el silencio.

—Lo sé —asintió Lucio—. Estoy en tu mismo caso.

Observó a aquel muchacho, arrojado al teatro de la guerra en la Galia por cuestiones políticas. Sin duda, el padre era partidario de César y con la entrega de su hijo, acompañada de un buen pellizco de dinero, evidentemente pretendía aumentar su popularidad en el Senado. Era un acuerdo que beneficiaba a ambos hombres, pero a cambio de poner toda una cohorte del ejército en manos de un comandante aún no preparado para semejante cargo. El ejército estaba hecho también de esto y reflejaba lo que era Roma, con sus virtudes y defectos. Lucio se vio frente a un muchacho como su Tiberio. Fogoso, inexperto y necio. Pero este, a diferencia de Tiberio, estaba solo, enfrentado a toda una legión que solo deseaba hacerle la vida difícil.

—¿Quieres unirte a nosotros y hacer un brindis por esta nueva estación que ya llega?

El tribuno vaciló un momento antes de responder. Aquellos rostros curtidos lo cohibían, pero ante la reiterada insistencia del aquilífero aceptó unirse al grupo de legionarios. En un primer momento la atmósfera festiva en torno al fuego se enfrió, pero luego, gracias a Lucio, la velada se reanimó y se prolongó mucho más allá del final del ánfora de Falerno, entre innumerables anécdotas de mujeres y batallas.

Cuando, después del último saludo, la puerta se cerró a sus espaldas, ella lo estrechó con fuerza, apoyándole la cabeza en el pecho. El cabello de Gwynith olía a humo, por el tiempo que había pasado junto al fuego preparando la cena. Lucio la besó en la frente.

—Has estado muy bien.

—Quería que fuera una velada digna de ser recordada.

—Ninguno de nosotros la olvidará —le dijo. Luego sonrió—: Como tampoco yo olvidaré ninguna de las noches que hemos pasado juntos.

Gwynith lo estrechó aún más, perdiéndose en su abrazo. Varias veces levantó la mirada hacia ella, con una sonrisa en los ojos brillantes. Luego le apoyó la cabeza en el pecho.

—Hay algo que debo decirte, Lucio.

—Te escucho, Gwynith.

—Es algo importante y estaba esperando el momento adecuado para contártelo. Creo que ese momento ha llegado.

Él la apartó, manteniéndole las manos en los hombros y observándola con aprensión, en silencio.

—Serás padre, Lucio Petrosidio.

Se quedó mirándola, inmóvil, mientras en su mente los pensamientos se agolpaban veloces. No sabía qué decir ni cómo comportarse, así que la abrazó con fuerza para evitar su mirada y volvió la vista hacia el techo. A los pensamientos se sumaron las imágenes, visiones en que reencontró a su padre corriendo con él a la caza de liebres. Luego vio a Gwynith con un recién nacido en los brazos, fuera del campamento romano, partiendo y cayendo prisionera de los bárbaros junto a su hijo. Volvió a ver a su madre, suplicándole que volviera a Italia y luego la imaginó muerta, como en tantas ocasiones en sus pesadillas. Y el rostro severo de Emilio que lo contemplaba sacudiendo la cabeza.

—No te preocupes, Lucio, yo me ocuparé de él —dijo Gwynith—. Sé que el niño hará aún más difícil nuestra situación, pero prometo que no te daremos ningún motivo de queja.

—Perdóname, Gwynith.

La mujer bajó la mirada.

—Cualquier cosa que me digas, sabré entenderla.

Lucio la estrechó con delicadeza, la alejó sujetándola por los hombros e inclinó la cabeza para buscar sus ojos de esmeralda.

—Perdóname, Gwynith, es solo que nunca llegué a pensar que podría sucederme algo así. He vivido mi vida sin preocuparme del futuro. Era un soldado, alguien que podía morir cualquier día. Me cuesta entender…

—Lo sé, Lucio. También mi vida era distinta hace un año.

El soldado asintió, sin apartar la mirada de sus ojos.

—Sí, pero no volvería atrás por nada del mundo, porque tú has dado un sentido y un objetivo a mi existencia, Gwynith. Y ahora estoy tratando de imaginar qué es mejor para nosotros. Para nosotros tres.

—Tendremos que hacer lo que hacen todos, Lucio. Tendré que vivir fuera del campamento.

El hombre apretó los labios, mirando a su alrededor como si buscara una respuesta entre aquellas cuatro paredes.

—Es posible, pero te recuerdo que tú no eres una persona como las demás. Eres la hermana de Mandubracio y no sé qué tiene en mente hacer César con tu hermano. Quizá también él sea embarcado para Britania.

Ella sacudió la cabeza, apesadumbrada.

—No es un sitio tan seguro, Lucio. Ahora soy yo quien te recuerda que mi familia fue masacrada por Casivelauno y que yo llegué aquí con una cadena al cuello.

—Casivelauno desaparecerá de la faz de la tierra, Gwynith. Tomaremos sus ciudades, una por una. No te quepa la menor duda. De otro modo, ¿por qué César habría hecho armar esta gigantesca flota? —dijo Lucio, tratando de convencerse a sí mismo más que a ella.

—Se ve que no conocéis a los britanos. Se retirarán a bosques impenetrables, tendiéndoos emboscadas cada vez que os mováis. Será una guerra de desgaste en un territorio desconocido.

—Exactamente como ahora, ¿no?

—Tienes razón, Lucio, pero aunque logréis dar con ellos, ¿tú qué harás? ¿Me dejarás allí y volverás a la Galia con la Décima? ¿César abandonará a su destino a sus legiones en Britania durante todo el invierno?

El soldado comenzó a pasear arriba y abajo por la estancia.

—Y si las legiones se quedan allí, ¿quién controlará la Galia? En mi opinión, lo mejor es no decir a nadie quién soy. Dejemos pasar un par de estaciones para que el niño crezca. Yo estaré donde tú quieras. Quizá no todas las legiones partan hacia Britania. Alguna permanecerá en la Galia, ¿no?

Lucio se detuvo de golpe y la miró, con el rostro iluminado.

—La Decimocuarta —dijo casi para sus adentros.

—¿Cómo?

—La Decimocuarta —repitió Lucio—. Es una legión que acaba de formarse, creo que en el mes de enero. A ella estará destinado el joven tribuno que nos ha acompañado esta noche. No creo que sea embarcada para Britania; los hombres que la componen aún no están listos para enfrentarse al enemigo. Creo que podría confiarte a ellos.

Ella lo miró, dubitativa.

—No me gusta ese tribuno, Lucio. He visto cómo me observaba.

—Sí, también yo lo he visto. Pero creo que me respeta, me debe un gran favor y, además, no tengo otros conocidos entre los oficiales. —Se interrumpió—. A menos que hablemos con el legado Labieno. Quizás él podría interceder ante César. El procónsul podría hacer que te reunieras con tu hermano Mandubracio y alojarte en alguna elegante morada, donde podrías vivir tranquila hasta que la situación se aclare.

—¿Estás seguro?

—No, solo estoy formulando una hipótesis. En realidad, no creo que César dé asilo a quien no lo necesita, y tu hermano, sin duda, tendrá un papel importante en la invasión de Britania.

—Entonces no digamos nada a nadie y veamos cómo van las cosas. Nadie sabe quién soy, ¿verdad?

Por la mirada del aquilífero, Gwynith intuyó la respuesta.

—¿Se lo has dicho a alguien?

—Al primípilo.