XIV

Marco Alfeno Avitano

A pesar de que los caminos estaban sepultados bajo un espeso manto de nieve, el campo seguía pulsando de vida. En el exterior del fuerte, las tiendas del mercado eran constantemente abastecidas por algún carro que llegaba bajo las torres, desafiando la intemperie, para ser de inmediato asaltado por los legionarios. La comida abundaba, pero eran los mercaderes con sus productos locales los que proporcionaban variedad a la monótona dieta de los soldados, que no perdían ocasión de procurarse cerveza, vino, hidromiel y salchichas. Las largas horas de oscuridad, además, alimentaban también otros apetitos, llenando de oro las gordas manos de Epagatus, que se había convertido en el señor más rico de aquel extremo del mundo. Todo esto no impedía que los soldados prosiguieran cada día, sin tregua, en la febril construcción de las onerarias.

Gwynith ya formaba parte del campamento. Su tarea era atender al que llamaba su «señor de la guerra». Se ocupaba del alojamiento, iba al mercado a hacer las compras y día tras día se integraba en un tipo de vida que no tenía nada que envidiar a la que había llevado en Britania. A los ojos de los soldados era la esclava del aquilífero, pero para Lucio era su reina. En poco tiempo, Cabello de Fuego aprendió los ritmos del campamento, los horarios, los rumores y las voces. Su oído se habituó a los toques de trompeta convocando a los hombres o señalando los cambios de hora, y su sexto sentido femenino apenas se equivocaba en el momento de regreso de la tropa desde el astillero.

La tranquilidad de aquella tarde quedó sacudida por un ruido sordo en la puerta del alojamiento, acompañado por un alarido aterrador. Gwynith se apartó el fuego. Fuera estaba sucediendo algo: oía que los hombres corrían y un muchacho gritaba. Reconoció la voz del joven Tiberio y luego la de Valerio, gutural. Oyó también la voz de Lucio aullando órdenes a los hombres: había una batalla en curso, estaba segura. Quizá los galos habían conseguido penetrar en el campamento y habían atacado. Acercó el oído a la puerta, pero no oyó caballos al galope ni el clamor metálico de las armas.

Entreabrió cautamente la puerta para saber qué estaba sucediendo. Aún no había abierto del todo cuando una bola de nieve la golpeó en un hombro. Desde el cuello, los fragmentos helados le descendieron por los senos y a lo largo de la espalda. Asustada y sacudida por un escalofrío repentino gritó, deteniendo durante un momento la gigantesca «batalla» que un centenar de legionarios estaban librando entre las barracas. Solo Tiberio siguió chillando mientras procuraba separarse de Valerio, que le estaba llenando de nieve los calzones. En un instante Gwynith formó una bola y cargó contra el grupo apretando los dientes. La batalla continuó y la furia de Cabello Rojo se alineó del lado de Valerio, rodeado por adversarios que lo estaban acribillando a bolas. Lucio, riendo, daba disposiciones tácticas al grupo, lanzando con precisión sus proyectiles sobre los yelmos de los soldados.

Gwynith, empapada, notó que Lucio aún no había sido golpeado.

—¡Veo que Júpiter sigue protegiéndote!

—No querrás que golpeen al que paga los sueldos —señaló él, riendo—, y además soy un oficial, solo puedo ser golpeado por un superior.

Con un jocoso grito de batalla, Gwynith se le lanzó encima y lo llenó de nieve bajo la piel de oso. Él la estrechó con una sonrisa e inmediatamente se encontró escupiendo hielo y tosiendo, una oportunidad que ella aprovechó para llenarle de nieve también el cuello. De nuevo Lucio se estremeció mientras una parte de su mente volvía a su abrazo candente. Entre tanto se habían formado dos facciones: una que defendía al aquilífero; la otra, capitaneada por Valerio, que protegía a Gwynith. Pronto todo se redujo a un salvaje y alegre «todos contra todos», que implicaba a cualquier soldado que pasara por las cercanías.

—¡Quietos! —aulló de golpe una voz—. ¡Os ordeno que os detengáis!

Los soldados interrumpieron la batalla, más por cansancio que por el tono de reproche que emanaba de aquella voz tonante.

—Pero ¿qué estáis haciendo? ¡Exijo una explicación!

Con las manos violáceas y los rostros enrojecidos, los soldados se volvieron para ver quién estaba hablando.

Delante de ellos se erguía, arrogante, un oficial: era uno de los nuevos tribunos recién llegados de Roma. Un vástago de noble familia, sin duda de la clase ecuestre, al que César había acogido en las filas de la gran Décima para congraciarse con algún rico senador. Los jóvenes tribunos debían servir uno o dos años en el ejército, antes de emprender una brillante carrera política en Roma, y el hecho de combatir para el procónsul en la rica Galia podía revelarse como una inmejorable inversión para el futuro. Algunos se integraban a la perfección en la legión y se convertían en excelentes comandantes, hasta el punto de abrazar definitivamente la carrera militar; otros seguían siendo lo que eran, unos muchachos malcriados que los soldados no tenían en mejor consideración que a las garrapatas: fastidiosos, difíciles de evitar e imposibles de soportar. A simple vista, el recién llegado parecía pertenecer a la segunda categoría, también a juzgar por el físico no demasiado robusto, casi enfermizo. Aunque solo fuera por eso, le habría convenido aprender cuanto antes a mantener una correcta actitud hacia los veteranos, si quería volver de la Galia sano y salvo, en vez de acabar en un foso, con la garganta cortada por un «bárbaro».

—¡Estáis todos castigados! ¡Todos! —chilló el joven, con el mentón hacia delante e hinchándose como un pavo real. Los hombres que le hacían de escolta, también ellos veteranos, lo miraban con suficiencia a sus espaldas—. ¿Quién es el responsable de esta chusma de salvajes indisciplinados?

Los legionarios se miraron mutuamente: no estaban buscando a un culpable; simplemente estaban apostando cuánto resistiría el tribuno ante la Décima.

El jovencito apretó los puños y chilló hasta ponerse morado.

—¡Haré que os arrepintáis de haber nacido! Os haré apalear hasta meteros en esas cabezas huecas el significado de la palabra «disciplina».

De golpe los soldados se pusieron en posición de firmes, cuadrándose marcialmente. El tribuno pareció casi asombrado de sí mismo antes de percatarse de que a su lado había aparecido Emilio.

—¡Descansen! —ordenó el primípilo, después de haber saludado al tribuno.

El oficial de más rango se quedó desconcertado un momento antes de hablar.

—¡Preséntate! —dijo luego al centurión, observando las condecoraciones resplandecientes que cubrían casi por completo la coraza musculada.

—Cayo Emilio Rufo, hijo de Quinto, de la tribu Publia, soldado de la Cuarta Legión, optio de la Primera Legión, centurión de la Segunda, Quinta y Décima Legión. Actualmente primus pilus de esta última.

Emilio fue desgranando su carrera, lentamente y en tono monocorde: no era un hombre que necesitara aullar para hacer temblar a las personas. Terminada su presentación dirigió al joven tribuno una mirada de suficiencia como para fulminarlo. El otro asintió y asumió una actitud más respetuosa hacia el oficial que tenía delante.

—Y por añadidura —concluyó el centurión—, soy el responsable de esta chusma de salvajes indisciplinados.

El tribuno asintió y se acomodó la elegante capa.

—Soy Marco Alfeno Avitano, tribuno de la Décima Legión. Pronto me será confiado el mando de una cohorte.

—Me alegro, tribuno. ¿Qué ha sucedido durante mi ausencia, hasta el punto de provocar tu ira?

—Los soldados se estaban tirando bolas de nieve entre las barracas.

Por el tono, era evidente que lo consideraba un hecho de cierta gravedad.

Emilio apretó los labios y examinó a sus hombres:

—¿De verdad? ¡Qué insolentes!

Asumió una pose marcial mientras se balanceaba sobre las puntas de los pies.

—Sí, centurio, eso mismo he pensado yo también. Estimo que estos hombres deben ser castigados.

—Sin sombra de duda, tribuno. ¿Tienes alguna sugerencia?

El joven se sintió más seguro. El centurión, que visiblemente gozaba de un gran respeto por parte de sus hombres, lo estaba apoyando. Se acarició el mentón lampiño, pensando en el castigo que debía infligir a los soldados.

—Mañana pasarán el día en posición de firmes delante de mi tienda, con bolas de nieve en las manos.

Emilio asintió, antes de acercarse al oído del tribuno.

—Sería un castigo un poco blando —le susurró—. Estos hombres están habituados a las más duras fatigas; castigarlos con una jornada entera de ocio, en realidad, sería un placer para ellos.

—Tienes razón, centurio, no lo había pensado. ¿Qué sugieres?

—Lo mínimo es una marcha fuera del campamento en orden de guerra, del alba al atardecer, con el riesgo de ser atacados por los galos.

El tribuno miró a Emilio y le sonrió.

—Muy bien primuspilus, me agradas. Haremos mucho camino juntos.

—Creo que sí, tribuno Marco Alfeno Avitano. Y yo, sintiéndome responsable de la disciplina de estos soldados en cuanto comandante de la Primera Cohorte, guiaré la marcha para expiar mi culpa.

El tribuno hinchó el pecho, complacido, mirando a Emilio, antes de volverse a los soldados.

—Legionarios, mañana haréis una marcha en orden de batalla, del alba al atardecer, guiados por el primípilo Cayo Emilio Rufo, que pagará en persona por vuestra indisciplina. Esto debería bastar para mortificaros.

Emilio asintió, serio y compungido, antes de estrechar la mano del tribuno.

—Estaremos honrados de tenerte como nuestro comandante, tribuno, así podrás comprobar en persona que el castigo se ejecute según el código militar.

El joven Alfeno tragó saliva, prisionero de la encerrona del centurión. No le dio tiempo a proferir una palabra, porque inmediatamente fue aclamado a voz en cuello por los soldados alineados.

—Mañana, al toque del fin de la cuarta guardia, os quiero formados en orden de batalla delante de la puerta principal. Todos los que estáis aquí ahora debéis dejar vuestro nombre al beneficiarius Quinto Planco. Quienes no se presenten mañana pasarán la próxima semana limpiando las letrinas y durmiendo fuera del campamento. Además, pagarán una multa equivalente a un mes de sueldo.

Todo ello tenía el único propósito de impresionar al tribuno, ya que nadie, por nada del mundo, se habría perdido aquella marcha. Sabían que el único objetivo de la pantomima era dar una lección al joven oficial y cuando el primípilo dio la orden de romper filas, todos hicieron cola delante de Quinto, que comenzó a grabar los nombres en una tablilla. Lucio fue el primero, luego alcanzó a Gwynith, que se había eclipsado con discreción. Antes de entrar en el alojamiento recogió un puñado de nieve, para continuar la lucha en el interior.

Cabello de Fuego, aunque delgada, tenía la fuerza de una pantera y se defendió como una fiera, mordiéndolo y golpeándolo. El valiente soldado primero llevaba las de perder, pero luego consiguió inmovilizarla en el suelo, apretándole con dulzura las finas muñecas.

—¿Qué sucederá con ese oficial? —preguntó ella, jadeando ligeramente.

—Sucederá que mañana lo tendremos a merced durante toda una jornada, lejos del campamento y de Labieno. ¿Te rindes?

—Jamás —repicó Gwynith, con una especie de sensual rugido.

La lucha se hizo intensa. Ella intentó escabullirse enarcando la espalda, pero Lucio la mantenía firme y con su peso le presionaba el pecho. Ella sintió el frío contacto de la malla de hierro sobre la túnica y de inmediato sus pezones se hicieron turgentes.

Sujetándole los brazos, Lucio mordió el escote del vestido para apartarlo y su boca ávida se abalanzó sobre los cándidos senos. Gwynith notó la caricia hirsuta de la barba y el húmedo calor de los labios sobre la piel. Cerró los ojos, invadida por el placer, y dejó de oponer resistencia.

Durante un momento la mujer fue vencida y se abandonó pasivamente a su hombre. Luego ciñó con las piernas las caderas de Lucio, lo cogió por el pelo y lo atrajo hacia sí. Lo miró y le mordió el labio inferior, mientras sus manos se movían, sabias, bajo la pesada capa militar.

Lucio se levantó a medias para desvestirse, pero ella lo contuvo.

—No. Quédate así, como estás ahora.

Él la miró, sentado a horcajadas sobre su vientre. Gwynith comenzó a acariciarle la malla de anillos de hierro. Sus dedos se deslizaron de las hombreras a la gran cabeza de Gorgona del centro del pecho, premio de quién sabe qué batalla.

—Quédate así —repitió ella, mirándolo admirada, tan tenebroso y fascinante, encerrado en aquella coraza de hierro.

Su mano sutil bajó, siguiendo el talabarte de cuero, para perderse en las tachuelas de plata del cingulum. Los dedos llegaron al pomo del gladio y se detuvieron. La mirada de Lucio rebosaba de deseo, mientras las yemas de la mujer recorrían con delicadeza los engastes del mango de hueso, como pidiendo permiso para poder acariciar aquel objeto. Luego los dedos aflojaron la presa.

—Quédate así, aquilífero.

Lucio no se movió, advirtió el hierro de la hoja afilada que salía lentamente de la funda y no hizo nada para impedirlo. Gwynith reconoció en aquel abandono la inmensa confianza que depositaba en ella y apretó el mango del arma, sin apartar los ojos de su hombre. También sin la espada era varonil, fuerte e invencible. Con un gesto voluptuoso llevó lentamente el pomo a los labios y los hizo deslizar a lo largo del mango opalescente. Luego la fría mano de ella remontó los músculos del muslo. El hombre cerró los ojos y oyó la caída del gladio sobre el suelo. Una sensual caricia subió entre las protecciones de cuero y las uñas apretaron sus glúteos musculosos. Luego, incansables, aquellos dedos fríos se desplazaron adelante, sobre la carne ardiente. Lucio enarcó la espalda y cerró los ojos abandonándose a ella, que le susurraba palabras en su idioma incomprensible.

Entre las paredes de aquella casucha ya no estaban la esclava britana ni el oficial símbolo de la más poderosa legión de Roma. Solo estaban Lucio y Gwynith, dos criaturas que el destino y los dioses habían unido. Este fue el pensamiento que se asomó a la mente del soldado mientras la miraba a la débil luz de la lámpara de aceite, al alba del día siguiente. Con un suspiro se vistió y se preparó de punta en blanco, con la espada en el costado y el escudo con su protección de piel en el brazo. Dado que no saldría toda la legión, no llevaría el águila. En el umbral, después de una última mirada a su amada aún perdida en el sueño, dejó atrás una cálida noche de amor para afrontar el hielo de un alba ya próxima.

Alcanzó el fuego donde Valerio y los otros, todos en orden de batalla, estaban consumiendo el desayuno. Cogió leche de cabra apenas tibia y mojó el pan negro. No era gran cosa como desayuno, pero en vistas a la larga marcha el pan negro les proporcionaría energía sin pesar en el estómago, como todos sabían.

—¿Estamos listos? —preguntó a Quinto, después de haber saludado a los demás.

—Sí, aquilifer, aquí está la lista de los hombres.

Lucio le echó un rápido vistazo antes de examinarla con más atención:

—Pero… ¿cuántos nombres son?

—Ciento noventa y cuatro legionarios, un optio, dos centuriones, un aquilífero y el primípilo.

—¿Qué? Quinto, ayer aquí había como máximo sesenta soldados, era mi escuadra de turno en el astillero y, por tanto, sé quiénes eran. ¿De dónde vienen todos los demás nombres?

—El hecho es que… se ha corrido la voz, y todos los que estaban dispensados de servicio han querido sumarse a la partida.

Lucio sabía que Quinto, además de un gran trabajador, era también un hombre capaz de echar cuentas.

—¿Estás seguro de que todos estaban dispensados de servicio? —Lo miró con una mueca irónica—. ¿No habrá por casualidad alguno que haya pagado para tener la dispensa?

El sanita tamborileó con los dedos sobre la tablilla de los nombres, fingiendo reflexionar:

—Pues, ahora que lo pienso, sí, quizás algunos hayan contribuido, pero pocos, yo…

—No quiero discutir tu labor, Quinto. —Lucio sonrió—. Solo dame lo que me corresponde —añadió—. Haciendo un cálculo rápido, habrá unos ciento treinta soldados de más. Y, conociendo a mi fiel Planco, no me cabe duda de que habrán pagado caro este paseo. A simple vista, me corresponden doscientos sestercios.

El soldado refunfuñó algo, pero luego le entregó el dinero, entre las carcajadas de los presentes.

—Venga, Quinto, me parece una suma razonable. Estoy seguro de que aún te ha quedado un buen pellizco.

—Qué va, también hay dos centuriones en la lista.

—Así es la vida, querido mío —dijo el aquilífero, dando una palmada en el hombro del sanita—. Vamos, hombres, nos espera una dura jornada.

Todos empezaron a marchar y alcanzaron la puerta principal, donde se alinearon junto a los ya presentes. Emilio se paseaba arriba y abajo empuñando su bastón de vid.

—Buenos días, primípilo.

—Me presento ante mi aquilífero —respondió Emilio, observando el cuadrado de soldados que aumentaba.

—¿Todo listo? ¿Qué tenemos en programa?

—Por desgracia, no he conseguido ofrecer el adecuado desayuno al tribuno —respondió el centurión, tajante—. Ese marica tiene dos esclavos que se ocupan de su persona y solo come lo que ellos le cocinan. De todas formas, he hecho que el médico me prepare una pócima laxante que pienso endosarle a la primera de cambio durante la marcha.

Lucio sonrió, sacudiendo la cabeza.

—He oído ruido de cascos en la Puerta Decumana, hace cerca de una hora.

—Sí, son nuestros eduos. A media jornada nos tenderán una emboscada.

—Vosotros, decidme, ¿esta mañana sale toda la guarnición o está previsto que alguien permanezca de guardia?

Ambos se pusieron inmediatamente en posición de firmes, junto a los soldados que interrumpieron al instante su ronda de apuestas.

Tito Labieno, legado responsable de la fortificación y comandante en jefe de la Décima, se había acercado a los dos oficiales. Acababa de despertarse, pero ya estaba vestido de punta en blanco. Bajo la pesada capa color púrpura llevaba una espléndida coraza de plata repujada con figuras mitológicas.

—¿Quién ha tenido la brillante idea de hacer un desfile a esta hora? —preguntó en tono severo.

—Señor, estos hombres están castigados. He pensado que una marcha en orden de batalla podía calmar a algunos díscolos.

—¿Y qué quería hacer esta cohorte? ¿Desertar? ¿No era mejor arrestarlos de inmediato y luego mandarlos al astillero a trabajar día y noche? ¿De qué culpa se han manchado?

Emilio apretó los labios, luego inspiró fondo y respondió de un tirón:

—Jugaban con bolas de nieve, legado, después del trabajo en el astillero. —Ante la explicación del centurión, los ojos de Labieno, aún legañosos, se estrecharon hasta convertirse en dos filos de espada bajo las cejas fruncidas—. El hecho irritó sobremanera al nuevo tribuno, Marco Alfeno Avitano, que quiso castigar a toda la cohorte —concluyó Emilio con toda seriedad.

—¿Quién? ¿El que llegó anteayer?

—¡Sí, señor!

Labieno farfulló algunas imprecaciones entre dientes y se dirigió a un guardia:

—Tú, ve a llamar al nuevo tribuno.

—No es necesario, señor —intervino Emilio—, estará aquí de un momento a otro. Él guiará la marcha.

Mientras resonaba el toque del fin del cuarto turno de guardia, que despertaba a todo el campamento, el legado miró a Emilio en silencio, entendiendo el porqué de todos aquellos soldados listos para emprender la marcha al alba.

—¡Qué idiota! —dijo, disgustado—. Dos días y ya se ha metido en líos. —Sacudió la cabeza mirando a los hombres alineados antes de dirigirse a Emilio y Lucio—: Su padre es senador, como sus antepasados antes de él, que los dioses los protejan. El procónsul me pidió que tuviera consideración con el muchacho y seré responsable de él hasta el final del invierno, cuando sea transferido a una nueva legión que está a punto de ser constituida en el norte de Italia. Devolvedlo al campamento sano y salvo, y sin demasiadas magulladuras, si no queréis que os mande a Italia a pie para enrolaros en esa nueva legión junto al joven y estúpido tribuno y a los imberbes chiquillos que formarán parte de ella.

—¡A tus órdenes, señor!

Los dos oficiales se pusieron en posición de firmes mientras llegaba el tribuno con gran pompa, en un espléndido caballo blanco con guarniciones de cuero rojo.

—¡Menudo cretino! —repitió Labieno mientras se dirigía a su alojamiento sin responder al saludo del tribuno, que alzó teatralmente el brazo vuelto al comandante del campamento.

El legado se volvió de pronto hacia Lucio y Emilio y, retrocediendo un instante, levantó el índice en señal de advertencia. Luego se envolvió en la capa y desapareció en la oscuridad.

—Ha colado —dijo Lucio.

—Tenemos la bendición del legado —añadió Emilio, frotándose las manos—. ¿Cuántos somos, al fin?

—Ciento noventa y cuatro hombres, un optio, dos centuriones, un aquilífero y, naturalmente, un primípilo —respondió Lucio.

—Entonces, ¿no me presentáis a las tropas? —preguntó el tribuno, petulante, desde lo alto de su caballo blanco, cuyo aliento se condensaba en el aire frío.

Emilio dio la orden de ponerse firmes, saludó al tribuno y le presentó a las tropas. El joven oficial quiso inspeccionar las filas, recorriéndolas lentamente con una mirada severa que no dejó de irritar a las huestes. Había llegado el momento de comenzar a ajustar las cuentas con el retoño de la nobleza. Emilio esperó a que acabara de arengar a la cohorte y luego lo llamó aparte.

—Hay algo que debo decirte, tribuno —empezó el primípilo, con aire de embarazo—. Pero no sé cómo hacerlo.

—¿Cuál es el problema, centurio? Habla.

—Se trata de tus mangas.

—¿Mis mangas? —dijo Alfeno, mirándose los brazos—. ¿Qué tienen de particular?

—Los hombres consideran que solo los afeminados llevan mangas.

El tribuno miró al primípilo, luego al aquilífero y, por último, a los soldados alineados. Estaban todos con los brazos desnudos. Todos salvo él, que era el único que llevaba una túnica en tejido de espiguilla de gruesas mangas.

—¡Por Júpiter, estamos a principios de enero y hay un palmo de nieve!

—Soy consciente de ello, tribuno, pero la tradición quiere que los hombres de la Décima no lleven mangas. Llevamos varias túnicas de tela acolchada e incluso de lana, pero todas sin mangas. Tengo alguna, si la necesitas.

—Está bien, entendido; voy a mi alojamiento a cambiarme.

Alfeno dejó el caballo a Lucio y se alejó, maldiciendo para sus adentros a la Décima, mientras alguna risita sofocada resonaba entre las filas.

—¿Ciento noventa y cuatro hombres, has dicho? —intervino Emilio, perplejo—. ¿Y de dónde salen todos estos castigados?

—Según parece, se ha corrido la voz por el campamento y ningún hombre exento de servicio ha querido perderse la expedición de castigo.

—Entiendo —respondió el primípilo, y de inmediato se puso a hacer un cálculo, ayudándose con los dedos—. Ciento noventa menos los sesenta que efectivamente habrían debido participar, son ciento treinta. ¿Correcto?

Lucio asintió, sabiendo adónde quería ir a parar.

—Correcto.

—Teniendo en cuenta que estos ciento treinta no están castigados, están exentos de servicio y habrían podido quedarse en el campamento a descansar, creo que para participar habrán pagado de dos a tres sestercios cada uno. Y si estaban de servicio, eso significa que para que los eximieran habrán desembolsado quizá cuatro sestercios por cabeza. Por tanto, la participación en la marcha de estos soldados ha dado de trescientos a cuatrocientos sestercios de beneficio, aproximadamente, al oficial. Tú me das doscientos y estamos en paz.

—No, no estamos en paz. Hay otros dos centuriones que han exigido su parte, y el beneficiarius que ha recogido el dinero tiene derecho a su porcentaje.

—Yo soy el centurio prior, a mí me corresponde la tajada más grande. Me debes doscientos sestercios.

—Pensaba que una vez alcanzados los Primeros Órdenes, el primípilo vivía de su magnífica paga.

—¿Bromeas? Debo preocuparme de mi pensión, ¿no lo sabes? No me vendrán mal doscientos sestercios.

—Pero es exactamente la suma que he pedido yo.

—Me asombras, Lucio. Alguien que lleva las arcas de la legión debería estar más familiarizado con las cuentas. Tendrías que haber pedido más. Ve a discutirlo con los otros dos centuriones.

El aquilífero resopló y depositó la bolsa de piel en la mano abierta del primípilo.

—¿No los cuentas?

—Confío en ti.

La llegada del tribuno interrumpió la discusión. El joven, visiblemente aterido, mantenía los brazos al abrigo de la capa. En cuanto hubo montado, Emilio dio una orden y la columna se puso en marcha.

En el horizonte el cielo comenzaba a aclararse a través de la densa niebla. Los hombres avanzaron por el camino hacia el interior, siguiendo el recorrido diario de las patrullas a caballo. Se advertía en el aire una sensación sombría, la nieve y la niebla daban la impresión de esconder presencias oscuras. Por suerte, una vez superada una vasta área desboscada por los lignatores para obtener la madera destinada a las naves, el paisaje se hizo menos espectral y la niebla se despejó en cuanto comenzaron a subir las colinas. Como de costumbre, Emilio mandó de avanzadilla a algunos hombres, para hacer de «ojos» al resto de la columna. El tribuno cabalgaba al paso a la cabeza de la tropa. De vez en cuando se volvía para mirar a los hombres y reprendía a alguien que hablaba mientras caminaba por la nieve blanda.

—No me parece un gran castigo, centurio —dijo a Emilio, con aire desilusionado.

—La jornada acaba de comenzar, tribuno. Espera al regreso, cuando la fatiga transforme las piernas en trozos de madera. Debo reconocer que, para ser un recién llegado, ya tienes mucha influencia como comandante.

—¿Cómo has llegado a esta conclusión, centurio?

—Muy pocos habrían estado en condiciones de sustraer al astillero naval a doscientos hombres durante toda una jornada. Ni siquiera el legado Labieno habría osado apartar a tanta gente de la construcción de las naves para el procónsul.

—Pero fue idea tuya, centurio.

—No, tribuno, yo dije que si había que castigarlos, era mejor hacerlo con una maniobra, antes que dejarlos en posición de firmes durante toda una jornada.

El tribuno se restregó los brazos congelados bajo la capa.

—¿Quieres decir que César será informado de ello?

—Si lee mi informe, sí.

—¿Qué informe?

—El que debo redactar cada día para entregarlo al legado. Todos los días se hace un informe sobre las fuerzas de la legión en el que se detalla el número de los presentes, los enfermos, los heridos, los ausentes y los servicios asignados. Y si hay castigos, debemos referir el motivo del castigo y en qué consiste.

—¿Y luego César lee estos informes?

—Eso no lo sé. Pensaba que tenías tanta confianza con él que podías permitirte lo que quisieras.

Alfeno palideció, pensativo.

—Pero ¿debes informar de todo?

—¡Claro! —respondió Emilio, asintiendo con fuerza—. Ese es mi deber, precisamente.

—Escucha, centurio —dijo el tribuno, bajando la voz—, si tú me ayudas, yo te ayudo. ¿Entiendes?

Emilio respondió con una sonrisa de complicidad. Ya había deducido que el vástago del senador no tenía demasiada relación con el procónsul. Quizá ni siquiera le había sido presentado. El jovencito sonrió a su vez, tranquilo. La ovejita se estaba acercando a las fauces del lobo.

Lucio reclamó con un gesto la atención de Emilio.

—Labieno nos ha puesto la caballería en las costillas —le susurró—. La retaguardia ha avistado a unos jinetes, en dirección al campamento.

—Esperemos que se mantengan alejados —gruñó el primípilo—. Avivemos el paso y vayamos por los bosques.

—¿A qué viene este cambio de dirección, centurio? —preguntó Alfeno en cuanto la columna comenzó a subir.

—Así nos mantendremos a salvo de eventuales ataques de la caballería, tribuno.

El joven miró a su alrededor, inquieto.

—Pero ¿esta zona no ha sido pacificada?

Emilio estalló en una carcajada.

—La Galia sigue atenta a cada uno de nuestros pasos, tribuno. Hoy somos un buen blanco para los morinos. Doscientos hombres a pie, sin cobertura de caballería, guiados por un alto oficial visible desde millas de distancia. Deja que te lo diga, tribuno: demuestras tener mucho valor al ir sobre ese caballo, tan expuesto.

Los signos de nerviosismo comenzaron a aparecer en el rostro del joven noble, que se volvía continuamente y escrutaba en busca de cualquier posible movimiento, sintiéndose terriblemente vulnerable y expuesto, montando su corcel. Había empezado a maldecir aquella jornada desde que se había despertado y ahora habría querido estar en cualquier parte, salvo en aquella densa floresta nevada.

De golpe alzó la mano para detener la columna.

—¿Habéis oído?

Emilio prestó atención.

—¿Qué?

—Allí, ese ruido de ramas partidas.

—Será el peso de la nieve —respondió el primípilo—, a menudo las ramas ceden. A veces incluso cae todo el árbol. ¿Te apetece?

—¿Qué es?

—Una pócima energética que me ha preparado el médico.

Alfeno cogió la cantimplora y bebió largos sorbos antes de dar la orden de reanudar la marcha. Estaba más que harto de aquel bosque que le impedía ver cuanto le rodeaba y ya no soportaba los continuos azotes de las ramas espinosas en el rostro. Llegados a una subida que llevaba hacia la cresta de la colina boscosa, el tribuno espoleó el caballo para alcanzar a los exploradores, unos trescientos pasos por delante, pero a mitad de camino una flecha salida de la nada atravesó el cuello de la bestia, que se encabritó, relinchando, y en un instante se desplomó sobre el lomo, encima del tribuno, que quedó encajado debajo del caballo que coceaba.

—¡Maldición, se han pasado! —murmuró Lucio, corriendo hacia el muchacho.

De inmediato Emilio impartió órdenes a los soldados. Una parte formó en cuadrado en torno al tribuno, mientras que los otros se dispersaron en dos grupos a los lados del sendero al tiempo que menudeaban piedras y flechas. Valerio y otros hombres se unieron a Lucio y consiguieron sacar al oficial de debajo del caballo. Afortunadamente estaba vivo, aunque medio atontado.

Desde la cima de la colina llegó un alarido y los soldados se arrodillaron, listos para lanzar los pila tras el amparo de los escudos. Un bárbaro completamente desnudo, que blandía una pesada espada en una mano y dos lanzas en la otra, apareció entre la vegetación cubierta de nieve. Se encontraba demasiado lejos para ser golpeado por las jabalinas y en la columna no había arqueros. Detrás de él aparecieron otros jóvenes guerreros, unos quince en total. Algunos iban con el torso al descubierto, otros totalmente desnudos, como el que parecía el jefe. Comenzaron a lanzar piedras acompañadas de insultos hacia los soldados apostados. Emilio, agazapado detrás de un legionario que le hacía de escudo, se dirigió a Lucio con un gesto de la cabeza.

—Estos no son los eduos —dijo—, es una emboscada de verdad. ¿Cómo está el tribuno?

—Magullado, pero vivo —respondió el aquilífero, arrodillándose junto a él—. ¿No es extraño que una veintena de morinos enajenados ataquen a una columna de doscientos soldados? No quisiera que hubiera otros por aquí.

—Puede ser que hayamos superado alguno de sus lugares sagrados. Tal vez se hallan bajo el efecto de alguna poción o simplemente están borrachos como una cuba. O tal vez locos.

—Según parece, nos están desafiando. ¿Dónde habrá ido a parar la vanguardia?

—Llegarán enseguida, ya verás, considerando el follón que están haciendo estos.

—¿Y si los han matado?

Emilio sacudió la cabeza.

—Lo excluyo, esos bárbaros ya estarían agitando las cabezas de algunos de los nuestros. En mi opinión es una prueba de valor y están exaltados por haber detenido, con veinte hombres, una columna diez veces más numerosa. Creo que se darán a la fuga en cuanto nos movamos. ¿Ves cómo se mantienen a distancia?

Lucio tocó el hombro del primípilo.

—Ahí están, los he visto. Máximo retrocede, está allá arriba, a su izquierda.

Señaló la posición del optio con un gesto de la cabeza.

El centurión asintió. Se puso de pie y dio disposiciones a los hombres, mientras un par de lanzas se clavaban en la nieve a unos veinte pasos de distancia. Las filas alineadas a los lados del sendero se unieron escudo contra escudo y empezaron a avanzar muy lentamente. En realidad, era un movimiento de distracción cuyo único objetivo era hacer retroceder a los atacantes hacia los hombres de Máximo, que estaban llegando a sus espaldas al bosque. En el mismo instante los legionarios que protegían al tribuno comenzaron a batir los gladios sobre los escudos, para crear confusión y enmascarar los ruidos de los soldados que estaban llegando.

El primero en caer fue precisamente el que parecía el jefe del grupo. La punta de un pilum le salió del pecho con un chorro de sangre y cayó en la nieve mientras los legionarios que estaban remontando la colina empezaban a correr aullando hacia los galos, quienes no se dieron cuenta de que estaban atrapados entre dos frentes hasta que las lanzas no hubieron atravesado a casi la mitad de ellos. Algunos empezaron a correr, consiguiendo huir del cerco que se cerraba, inexorable. Los que quedaron atrapados intentaron combatir, pero fueron golpeados aun antes de alcanzar a los romanos. En pocos instantes una decena de galos yacieron sobre la nieve enrojecida, agonizantes. Con rápidos golpes de gracia en la yugular, los legionarios fueron liquidando a los heridos con la misma frialdad que había acompañado todos sus movimientos, como si se tratara de una maniobra habitual.

El primípilo fue a comprobar el resultado e hizo una señal de aprobación al optio por el excelente trabajo antes de dirigirse hacia el cuerpo del que tenía el aspecto de ser el jefe de los atacantes. Le apoyó un pie en la espalda, con un tirón le sacó el pilum y se lo pasó a un legionario. Se inclinó y le levantó la cabeza sujetándola por los largos cabellos.

—¿Estás contento, pedazo de idiota?

Dejó caer aquel rostro, sobre el que aleteaba la mueca de la muerte, en la nieve roja de sangre y volvió con sus hombres.

Cuando el tribuno se levantó, confuso y tambaleante, todo había terminado: dos legionarios habían puesto fin a los sufrimientos del caballo a golpes de daga. Los soldados estaban charlando tranquilos y algunos pidieron al centurión permiso para comer.

Emilio accedió después de haber dispuesto una fila de centinelas sobre la cresta de la colina.

—¿Puedes caminar, tribuno? —preguntó con diligencia a Alfeno.

—Creo que sí, aunque me he dado un buen golpe en la espalda y en la pierna.

El joven temblaba de frío y por haberse salvado del peligro.

—Podía ser peor —sentenció Emilio, acercándose a los soldados que se concedían un poco de descanso. El tribuno lo siguió, cojeando, entre la indiferencia general. No había nadie dispuesto a ayudarlo. ¡Que sintiera también él la nieve fría y helada en los pies!

Los hombres se sentaron ordenadamente sobre los escudos y comieron lo que tenían en las alforjas, pan negro y algunos bocados de salchicha gala. Alfeno no tenía apetito, es más, sentía en el intestino unos extraños calambres que le producían dolorosas punzadas.

—Maldición, habría hecho bien en no darle esa pócima —susurró Emilio al oído de Lucio.

—Bueno, ahora ya la tiene en el cuerpo, ¿no? Ya verás como de un modo u otro se librará de ella. ¿Ha bebido mucho?

El centurión asintió, masticando su salchicha. En el mismo instante el tribuno saltó en pie y echó a correr, cojeando, hacia el bosque, doblado en dos y con las manos sobre el vientre. Lucio volvió la cabeza para esconder la risa, pero no era el único que había reparado en la escena: también los demás soldados, que desde hacía rato estaban atentos a Alfeno, se habían dado cuenta de lo que ocurría. El espectáculo estaba a punto de comenzar, entre la hilaridad general apenas disimulada.

Los hombres ya habían terminado de comer y estaban alineados, listos para marchar, cuando el rostro pálido y sudado del tribuno reapareció finalmente entre las ramas.

—¿Te sientes mal, tribuno? —preguntó Emilio.

—No es nada, centurio —respondió con un hilo de voz el retoño del senador—, quizás haya sido el frío. Creo que ya ha pasado.

—De todos modos, es mejor no alejarse demasiado —continuó el centurión—. Opino que en este punto es más prudente retomar la vía del campamento. Sugiero rodear el bosque y bordear el río; el camino es más largo, pero es menos accidentado.

Un centinela de guardia informó a Tito Labieno de que un correo del contingente de caballería auxiliar estaba llegando al campamento a la carrera. El sol se habría puesto poco después y desde el mar el viento comenzaba a batir la costa. Salió de su vasto alojamiento y se dirigió a la puerta principal precisamente cuando el jinete descendía del fatigado caballo.

Ave, legado Labieno, la columna está volviendo al campamento, escoltada por la caballería. Estarán aquí dentro de un par de horas.

El comandante supremo suspiró, aliviado.

—¿Todo en orden?

—No exactamente. La expedición ha sufrido tres ataques por parte de los bárbaros, antes de que consiguiéramos rechazarlos. El primero en el bosque, por una decena de enajenados a pie, los otros dos en el río, por parte de un pequeño grupo de jinetes.

—¿Tres ataques? —dijo Labieno con los ojos desencajados—. ¿Hemos sufrido pérdidas?

—No, señor; solo un herido, al que traen en camilla. Se trata del tribuno Alfeno.

El legado alzó los ojos al cielo en una silenciosa imprecación.

—¿Es grave?

—No, legado. En la primera emboscada cayó del caballo y sufrió un feo golpe en la pierna. El animal tuvo que ser sacrificado y el tribuno se vio obligado a proseguir a pie, aunque cojeando, con lo cual retrasaba los movimientos de toda la columna. El primípilo hizo construir una camilla para transportarlo, pero en el segundo ataque el tribuno estaba lejos de los otros y, mientras corría para entrar en las filas, fue golpeado en el yelmo por una pedrada. La tercera vez se ha lanzado al río helado para huir de la carga de un bárbaro a caballo. Por suerte, el aquilífero Petrosidio se ha arrojado al agua y ha conseguido salvarlo. En cualquier caso, se recuperará.

—Pero ¿qué hacía lejos de los otros?

—Estaba defecando, legado.

Ya había caído la noche y la nieve brillaba a la luz de la luna cuando los centinelas comenzaron a oír el canto de la Décima a lo lejos. La columna bajó por la colina, precedida por los jinetes. Labieno esperaba impaciente al tribuno en su alojamiento, con un par de médicos. Cuando se lo trajeron se dio cuenta de su lamentable estado. Para que no se congelara le habían quitado las indumentarias mojadas y lo habían envuelto en las mantas de la caballería, que apestaban a establo a una milla de distancia. Estaba pálido y demacrado, con los ojos enrojecidos y los labios violáceos, sucio de fango seco hasta la punta de los pelos. Los médicos lo acomodaron de inmediato junto al fuego, le pusieron unas compresas en el tobillo y le dieron una infusión bien caliente. Emilio entregó a uno de los esclavos los jirones de sus ropas, la coraza abollada y el yelmo deformado. En cuanto a la capa, se había perdido en el río. Saludó a Labieno y pidió permiso para liberar a los hombres del castigo.

—Mañana mismo prepararé el informe sobre la marcha, señor —dijo al legado antes de despedirse.

El primípilo no veía la hora de poner por escrito las dos fugas del tribuno delante del enemigo, en el tercer día de estancia en la Décima. Sabía que en aquel preciso instante el relato de la jornada, cada vez más poblado de exageraciones, estaba dando ya la vuelta al campamento y que al día siguiente se habría propagado entre todas las legiones establecidas en la Galia mediante los correos encargados de las comunicaciones.

—¿Por qué no hablas, Gwynith?

Lucio estaba finalmente tendido sobre la cama después de un baño caliente.

—He vuelto sano y salvo, no ha sucedido nada —añadió, mientras ella le friccionaba la espalda con un ungüento balsámico.

—¿El amo quiere que la esclava hable? Tus deseos son órdenes. ¿De qué debo hablar?

Lucio se giró sobre un costado y le cogió el mentón entre los dedos.

—¿Por qué te comportas así?

—Porque hoy, después del atardecer, un jinete sucio y apestoso ha golpeado a la puerta y se ha puesto a hablarme en una lengua que no conozco. Solo sabía que estaba hablando de ti, porque lo único que he entendido ha sido tu nombre.

Lucio le sonrió, compungido.

—Le he dicho que te avisase de que estaba bien, para que no te preocuparas. Pensaba que Quinto estaba por aquí.

—En efecto, he buscado a Quinto, pero aquí casi nadie me entiende y no sabían decirme nada. Cuando lo he encontrado, el jinete se había marchado y yo no sabía dónde se alojaba. No he podido decirle si era un romano, un eduo, un atrebate, un germano o lo que fuera, así que he vagado, desesperada, por el lado opuesto del campamento, hasta que lo he encontrado. Entonces lo he conducido donde Quinto, para hacerme traducir lo que tenía que decirme. Solo entonces he sabido que estabas vivo.

Él la abrazó.

—Ahora ya ha pasado todo. Ya te lo dije, los dioses me protegen.

—Claro, Lucio, ya ha pasado todo. Pero eso no quita que te hayas lanzado a un río helado para salvar a un hombre que tú y tus amigos detestáis, sin pensar que yo estaba aquí, esperándote.

—Era mi deber.

—Lo sé, eres el aquilífero. Lo he entendido. Y también he entendido otra cosa.

—¿Qué?

—Que solo soy la esclava del aquilífero.

Lucio la aferró por los hombros.

—Nunca te he tratado como una esclava; habría podido, pero no lo he hecho. Sabes que paso las jornadas con el único pensamiento de volver entre tus brazos. Fue un gesto impulsivo, alguien debía salvarlo; luego, cuando me sacaron, me di cuenta y me preocupé de hacerte saber que también yo estaba a salvo.

Gwynith rompió a llorar y se acurrucó en el rincón donde había pasado la primera noche en aquella barraca.

—Un día —dijo entre sollozos— tus dioses se olvidarán de ti por un instante y otro jinete golpeará a esa puerta para anunciarme que has caído en un enfrentamiento con los morinos, o los germanos, o los belgas, o los cantiacos… y yo habré perdido a la única persona en el mundo por la que merece la pena que viva.

Lucio se sentó en la cama con la cabeza gacha. Luego la miró a los ojos.

—Soy un legionario, Gwynith.

—Lo sé, lo sé. Eres un legionario, eres un soldado romano y tu águila vale más que cualquier mujer.

Lucio sacudió la cabeza y la miró con ternura, pensando que una mujer no podía entender qué significaba ser un soldado. Su vida siempre había sido aquella, marcada por los ritmos ordenados del ejército. El hierro, la sangre, el sudor, las privaciones y la fatiga eran sus compañeros desde hacía mucho tiempo y nunca lo habían arredrado. Pero en aquel momento, al ver el llanto de Gwynith, el soldado comenzó a reflexionar. Delante de él estaba la mujer que amaba, una mujer maravillosa, que temblaba ante el solo pensamiento de perderlo, y él no soportaba verla sufrir. Ante las primeras lágrimas, sentía que le subía del estómago un dolor desconocido al que no sabía dar nombre. Y también él, aquel día, había experimentado el temor de no volver a verla y se había dado cuenta de que su vida sin ella ya nunca sería la misma.

He aquí por qué los legionarios tenían prohibido casarse. Solo podían hacerlo cuando se retiraban, después de veinte años de honorable servicio. Aquellos que tenían una relación debían dejar a sus mujeres —no así a las esclavas— fuera de la empalizada del campamento. La mirada de Lucio se perdió en el vacío y mil pensamientos le pasaron por la mente, sin que consiguiera transformarlos en palabras. El ejército y Gwynith: ambos le estaban pidiendo la vida; el primero por contrato, la segunda por amor. El primero era su familia, era su padre y su madre, era su patria: nunca habría podido traicionarlo. La segunda, en cambio, era su mujer, era la pasión y el amor ilimitado que estaba descubriendo cada día. ¿Lograría hacer que convivieran?

Se acercó a ella y la abrazó, besándola en la frente.

—Esta es mi vida, Gwynith. No sé hacer otra cosa. Nací delante de una empalizada como esta y he conocido la guerra desde niño, sobre las rodillas de mi padre, escuchando sus relatos y acariciando sus cicatrices.

Ella lo estrechó con la fuerza de la desesperación.

—¿Sabes? Cuando me encontraste atada de pies y manos en aquella gruta, sabía que lo había perdido todo. Ya no tenía a mi familia, ni a mis seres queridos ni mi vida sencilla y serena. En lo más profundo de mi corazón sentía que había tocado fondo; estaba sucia, lacerada, aterida, tenía hambre y sed… Pero lo peor era que me sentía sucia también por dentro, porque había sido golpeada y violada por todos esos malditos que me habían arrancado de mi tierra, desde los hombres de Casivelauno hasta el mercader y aquel bastardo de vuestra caballería. Ya no volvería a ver mi ciudad a orillas del río, mi tierra, mi padre, mis hermanos y mi pobre Ailidh. Pensaba que solo la muerte podría finalmente devolverme la dignidad, que solo la muerte me permitiría dejar de sufrir, pero no tenía el valor de quitarme la vida. —Rompió a llorar y Lucio le acarició el pelo, en silencio, hasta que ella volvió a hablar, con las mejillas surcadas de lágrimas—. Luego llegaste tú. —Lo miró con los ojos enrojecidos, pero siempre resplandecientes—. Me diste de beber y de comer, me diste tu capa para cubrirme, me permitiste lavarme, me compraste vestidos nuevos y cálidos, me trataste con amabilidad y sobre todo me respetaste. En la noche de la fiesta del solsticio, entre hielo y fuego, comprendí que la vida aún merecía la pena ser vivida, que quizás en el mundo aún existía una persona buena, y yo había tenido la suerte de encontrarla. Tú me has hecho renacer por segunda vez.

Los ojos del soldado se volvieron brillantes. La estrechó con más fuerza, hundiendo el rostro en su cabello, quizá para no mostrar la emoción. Su amor por ella solo era comparable al odio que le inspiraban todos aquellos que la habían maltratado tan cruelmente.

—Pero tú eres único, eres distinto de los otros precisamente por tu naturaleza. Los hombres te siguen por tu carisma, no por obligación, sino porque les inspiras confianza; tú les iluminas el camino como un fuego en las tinieblas. El espíritu bueno de tu pueblo no vive en esa águila que portas, sino en ti.

Un sollozo ahogado traicionó la turbación del soldado. La pareja permaneció largamente abrazada, en silencio; luego Lucio sintió que el nudo de su garganta remitía.

—Yo te devolveré a tu casa, Gwynith. No sé cómo, no sé cuándo, pero te prometo que lo haré.

—¿Y te quedarás conmigo, allá en el norte?

Él no respondió.

—Entonces no es necesario que lo hagas, Lucio —dijo ella, sacudiendo lentamente la cabeza—. Ya no tengo a nadie allí y sin ti no tendría sentido. Pero si tú quieres y si mi destino es vivir a tu lado, entonces mi casa estará donde tú estés; adonde vayas iré yo también; lo que seas tú lo seré también yo. Sabré esperar en silencio, orgullosa de ser la mujer del aquilífero.

Lucio se quedó como fulminado por aquellas palabras. No supo más que abrazarla de nuevo, confuso, desconcertado y cada vez más enamorado, de ella y de una vida distinta.

—¿Qué debo hacer, Gwynith? Mientras permanezcas todos te considerarán una esclava. Si te concedo la libertad tendrás que irte a vivir fuera de la empalizada, como todas las demás, pero al menos serás libre y honrada por todos.

Cabello de Fuego se levantó y le tiró del brazo para atraerlo.

—Ven a la cama, mi señor, y deja que acabe de masajearte para aliviar tu cansancio. Sé que en tu corazón no me consideras una esclava; los otros no me importan. Y a ellos les basta saber que te pertenezco para que me respeten. Ahora recuéstate y descansa.

Gwynith retomó el masaje mientras le seguía hablando de ella y de su vida anterior, como si finalmente quisiera hacer partícipe a su hombre de sus alegrías y sufrimientos. De esta forma Lucio conoció el pueblo que se alzaba junto al río de nombre impronunciable, las verdes colinas y las frecuentes lluvias. Ella le habló de la madre a la que no había conocido, muerta durante el parto. Su voz se volvió débil mientras recordaba a sus seres queridos, una gran familia golpeada por una serie de muertes violentas, por las continuas luchas entre clanes rivales. La amistad entre ella y su prima Ailidh, como también el vínculo con sus dos hermanos supervivientes, le había dado fuerzas para no rendirse. Habló con un hilo de voz de su padre, exaltando las gestas del gran Adedomaro, soberano de los trinovantes y valeroso guerrero.

Lucio levantó la cabeza de golpe y la miró.

—¿Tu padre, Adedomaro, era un jefe, un rey? ¿Eres la hija de un rey?

—Sí, el rey de los trinovantes —asintió ella con orgullo.

Lucio se sentó y la cogió por los hombros.

—¿Tu hermano se llama Mandubracio?

Ella se quedó atónita. Sin decir una palabra lo miró, con las manos gélidas y los ojos nuevamente brillantes.

—Gwynith, ¿tu hermano se llama Mandubracio? —insistió el aquilífero.

La mujer asintió lentamente, preguntándose cómo era posible que Lucio supiera el nombre de su hermano.

—Conocí a Mandubracio, Gwynith, lo encontré en el campamento en Britania y una tarde incluso comimos juntos —le dijo sonriendo, mientras la abrazaba—. ¡Está bien, créeme! Se encuentra sano y salvo bajo la protección de César. Ahora no tengo más información, pero sé que sigue bien.

Incrédula, incapaz de hablar, Cabello de Fuego rio y lloró al mismo tiempo, envuelta en los brazos de él.

—Hay un designio del destino en todo esto, Gwynith. Los dioses están con nosotros. Ven, hay que festejarlo, sirvamos vino y brindemos por Mandubracio. Ya verás como pronto os reencontraréis.

Sí, pensaron ambos, la vida merecía la pena ser vivida.